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Capítulo cuatro Innovación y mejora de la escuela

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Antonio Bolívar Boitia


Es catedrático de Universidad de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Granada, es un experto internacional en temas de educación y gestión escolar. Es también miembro del Comité Científico de la Agencia Andaluza de Evaluación Educativa (AGAEVE), del Patronato de la Fundación Educativa y Asistencial Cives de la Liga Española de la Educación y miembro y expresidente de la Asociación para el Desarrollo y Mejora de la Escuela (ADEME).

La innovación puede ser un potente motor de la mejora educativa, pero ¿es lo mismo innovar que mejorar? ¿Pueden los procesos de innovación y transformación de la escuela transformar la sociedad? ¿Qué condiciones ha de tener la innovación para que pueda impulsar una mejora de la educación? ¿Cuál ha de ser el papel de la Administración, de los centros, de los profesores o de las redes? ¿Cómo pueden contribuir a esta transformación el liderazgo, la autonomía de los centros o la rendición de cuentas?

¿El sistema educativo es un puro reflejo del sistema social y sus resultados una pura reproducción de aquel o es posible que las escuelas puedan transformar la sociedad generando oportunidades de una mejor educación para todos, como defienden movimientos como las escuelas eficaces, entre otros?

En efecto, a mitad de los sesenta, uno de los supuestos ilustrados (la escuela como instrumento de igualdad para la mejora de la sociedad) se ve gravemente cuestionado, tanto por el informe Coleman en USA (1966) como, en este lado del Atlántico, por la sociología de la reproducción en Europa. La escuela no importa (Schools don’t matter) venía a concluir la que fue la primera gran investigación educativa, pues es la situación social, económica y cultural de sus familias y la composición social de la escuela la que, en último extremo, determina los resultados del alumnado. Desde el lado francés y con un enfoque distinto (neomarxista y estructuralista), la sociología de la educación evidencia que el propio sistema educativo reproduce las diferencias sociales, siendo —además— un aparato ideológico al servicio de los intereses de la clase dominante. La reproducción, justamente, se titulaba el libro de Pierre Bourdieu (1970).

Y, sin embargo, medio siglo después, la escuela importa y marca una diferencia, aportando —según cómo funcione internamente— un “valor añadido”, como vino a demostrar (con datos) el movimiento de “escuelas eficaces”. Justamente, es en contextos vulnerables o desfavorecidos en donde más se puede notar la influencia del liderazgo escolar o de la acción conjunta de su profesorado. Desde diversos frentes hemos dado la vuelta al lema de los sesenta, de una visión pesimista a una visión optimista. Como se titula el libro de unos investigadores chilenos (Bellei, Muñoz y otros), ¿Quién dijo que no se puede?, podemos demostrar que hay buenas escuelas en contextos de pobreza. Todo ello nos lleva a cómo organizar la escuela (liderazgo, proyecto conjunto, buenos docentes, etc.) para que tenga un impacto fuertemente positivo en las vidas de los alumnos.

¿No es sorprendente que una organización cuya función es la creación y transmisión de conocimiento, como la escuela, no esté concebida para facilitar su propio aprendizaje permanente y el de los profesores? ¿No respondería este modelo de escuela a un concepto de saber estático y de escuela cerrada insostenible en la sociedad del siglo XXI? ¿Qué te parece la metáfora que propone Huberman de un grupo de jazz frente a la orquesta para sugerir la escuela innovadora y abierta a los cambios?

Sí, esa es la paradoja. Como ha dicho un gran experto en educación (Richard Elmore), si hubiéramos de diseñar una organización disfuncional e inhóspita para el aprendizaje, esa sería la escuela actual: espacios aislados y separados, individualismo y privacidad, ausencia de responsabilidad compartida, etc. Justamente algunos de los movimientos más innovadores actuales se dirigen a rediseñar los tiempos y espacios para que sean posibles las prácticas educativas que deseamos. Igualmente, algunas de las propuestas más relevantes a nivel internacional son configurar las escuelas como “comunidades profesionales de aprendizaje”. Se basa en la hipótesis de que, si las escuelas están para satisfacer las necesidades de los estudiantes, para conseguirlo, paralelamente deben proporcionar oportunidades para que los docentes puedan innovar, intercambiar experiencias y aprender juntos.

Michael Huberman, tantas veces añorado por su muerte prematura, en efecto, propuso la afortunada analogía para la innovación educativa entre el grupo de jazz y la orquesta uniformada. Por un lado, es evidente, si queremos que florezcan innovaciones en una escuela, que se deben promover y potenciar propuestas propias y dispares. Pero, por otro, actualmente, nos separamos algo de Huberman, porque las acciones efectivas son las que van al unísono, como en la orquesta, en líneas comunes de acción. Eso no quiere decir, en ningún caso, que se impidan iniciativas propias innovadoras. En fin, más que enfrentar jazz y orquesta, hoy tendemos a verlos como complementarios.

¿Puede estar el reto de la innovación no en la mera acumulación de saber, respondiendo a un optimismo ilustrado de un progreso sin límites, sino en desaprender y romper los esquemas para ser capaces de crear realidades nuevas?

Yo también pienso, muy influido por Karen Louis y Richard Elmore, que —en lugar de predicar que hay que cambiar o innovar— si queremos cambiar los papeles que las personas ejercen en una organización, es preferible cambiar la organización. Sin tocar algunos de los “pilares básicos” que gobiernan la escolaridad desde la modernidad, cualquier cambio renovador queda impedido por estas barreras estructurales. Esto se inscribe en el nuevo paradigma al que se refiere tu pregunta.

No obstante, reconstruir, rediseñar o restructurar lugares y espacios atrapados por burocracia, trabajo individualista y toma de decisiones jerárquicas, por un trabajo en colaboración no es —en efecto— tarea fácil. Las líneas de acción se han dirigido, conjuntamente, a rediseñar los lugares de trabajo, y a (re)culturizar las escuelas. La primera pretende un nuevo diseño organizativo, pensando —razonablemente— que no podemos esperar cambios relevantes en la cultura dominante en la enseñanza sin alterar los roles y estructuras, que incrementen —conjuntamente— la profesionalidad del profesorado y el sentimiento de comunidad. Si es difícil actuar directamente en la cultura escolar, por ser algo intangible, los cambios estructurales a nivel organizativo parecen ser, además de manejables, una condición para provocar cambios culturales. Por eso, rediseñar los lugares de trabajo en formas de redistribución de roles y estructuras puede posibilitar hacer del establecimiento escolar no solo un lugar de aprendizaje para los estudiantes, sino un contexto donde los docentes aprendan a hacerlo mejor.

Se habla de las organizaciones árboles de Navidad, cuyas luces se apagan y se encienden de modo intermitente, para ejemplificar la búsqueda incesante y desenfrenada de innovaciones que no conducen a la mejora. Decía Hanna Arendt que el futuro nos lleva al pasado. ¿Es importante consolidar las innovaciones a partir de lo que se ha conseguido?

He empleado, en diferentes contextos, el afortunado dicho de Arendt de que el pasado, en lugar de remitirnos hacia atrás, empuja hacia adelante y, al contrario de lo que cabría esperar, es el futuro el que nos impulsa a volver al pasado. Aplicándolo a nuestra cuestión, cualquier propuesta innovadora debe asentarse en los modos anteriores de hacer si quiere tener una sostenibilidad y, al tiempo, producir efectos duraderos.

En muchas ocasiones se identifica innovación con novedades (hacer cosas nuevas), sueltas, aisladas (como adornos del árbol de Navidad): pero una cosa es hacer algo novedoso y otra generar impactos constatados en la mejora (de la educación y los aprendizajes). Hoy estamos convencidos de que el núcleo de la innovación y de la mejora es asegurar, equitativamente, a todos los alumnos y alumnas los aprendizajes imprescindibles. Todo lo demás son “adornos”. A tal fin, habrá que hacer los oportunos cambios curriculares y organizativos, así como las prácticas docentes acordes, que puedan permitir que todos los alumnos adquieran las competencias clave. Innovaciones como luces que se encienden y al poco tiempo se apagan no nos llevan muy lejos. De ahí la exigencia de sostenibilidad en un proyecto de escuela compartido, liderado por un equipo.

¿Qué condiciones debe tener la innovación para engendrar la mejora? La OCDE11 destacó en 2015 cuatro factores clave para las políticas que crean ambientes de aprendizaje innovadores: mantenerse informados sobre los principios de aprendizaje basados en la investigación; innovar en el núcleo pedagógico; convertirse en organizaciones formativas con fuerte liderazgo en estrategias de diseño; y abrirse a asociaciones, centros escolares y ambientes de aprendizaje para crear capital profesional y mantener la renovación y el dinamismo. ¿Cómo valoras estos principios?

Ese informe de 2015 fue una buena propuesta, que la he tenido en cuenta. Esos cuatro factores, en efecto, con alguna especificación, pueden considerarse claves. Una enseñanza innovadora no debiera mantenerse al margen de los avances en la investigación educativa. Parece obvio. Otra cosa, muy relevante, es si hay canales institucionales establecidos, y si no los hay (o son débiles) cómo establecerlos o potenciarlos, entre la investigación educativa y la práctica docente.

Muchas innovaciones son periféricas al núcleo pedagógico: cómo se enseña y cómo aprenden los alumnos. Por tanto, muchas cosas se pueden hacer como innovaciones, pero su valor se verá acrecentado en el grado en que afectan más directamente a dicho núcleo. Una cosa es innovación y otra mejora. Esta se mide por los incrementos producidos en la calidad de las prácticas docentes y en las capacidades de los alumnos a lo largo del tiempo.

En la cuestión central sobre cómo dinamizar los centros escolares para conseguir el éxito educativo para todos, estamos volviendo la mirada al liderazgo pedagógico de una escuela, articulada en torno a un proyecto compartido. Por eso, la propia OCDE, en su conocido informe de 2008 Mejorar el liderazgo escolar, viene a decir: podemos intentar mejorar muchas cosas en educación, pero todas pasan como núcleo estratégico o catalizador por el liderazgo escolar. Es lo que ha hecho que me dedique a esta cuestión en los últimos años, junto con las asociaciones de directivos. Por lo demás, un tanto abandonada en nuestro país por la política educativa, que languidece año tras año, en la que después vamos a incidir.

La escuela, en las últimas décadas, ha ido acumulando tal cúmulo de responsabilidades, que se ha visto desbordada. Cualquier problema social se convertía en “educativo” y, en consecuencia, remitido a la escuela para su resolución. Al margen del sentimiento de frustración y malestar causado en el profesorado, la escuela sola no puede, como suele decir, con frecuencia, el propio profesorado. Nosotros, en el Proyecto Atlántida (2007) hemos abogado, por implicar a las comunidades locales en la tarea educativa con una nueva articulación de la escuela y la sociedad. Por eso, hablamos de corresponsabilidad y denominamos al proceso ciudadanía comunitaria. Establecer redes intercentros, con las familias y otros actores de la comunidad, incrementa el capital social y facilita que la escuela pueda mejorar la educación de los alumnos, al tiempo que todos se hacen cargo conjuntamente de la responsabilidad de la educación de nuestros jóvenes.

¿Podemos decir que se ha extendido la desconfianza sobre las políticas educativas top-down y los cambios educativos promovidos desde arriba? ¿Cómo ves el papel de la Administración educativa en el impulso a la innovación? ¿Una excesiva presión desde arriba puede alimentar la desmotivación y la desprofesionalización de los docentes y frenar el crecimiento de la escuela como organización? ¿Hace falta presión cuando los centros no tienen capacidad para ejercer su autonomía? ¿Deben todos los centros ser tratados del mismo modo? ¿Cuáles serían las claves de una nueva gobernanza en educación?

Sin duda, hacen falta impulsos para la innovación o mejora. La cuestión es, como planteé en un trabajo, lograr el equilibrio, siempre inestable, entre la presión desde arriba y el compromiso desde abajo. Yo señalaba que las políticas educativas de mejora, en líneas generales, han oscilado entre una estrategia de control, desde una tutela y dependencia de la regulación administrativa, a promover el compromiso e implicación, incrementando la autonomía escolar y mayores poderes de decisión al centro escolar.

Como señalas, se ha producido una cierta desconfianza en las políticas de presión, cuando no desengaño, pues sus resultados han sido desalentadores, en cuanto a que —en último extremo— se verán mediatizados por lo que haga cada escuela con ellas. Por eso, en una nueva “gobernanza” (que implica horizontalidad) de la escuela se quiere, por tanto, posibilitar una reprofesionalización de los docentes, potenciando su capacidad para la toma de decisiones y la implicación en el desarrollo institucional y organizativo de los centros escolares.

Como vemos en este país demasiado a menudo, los cambios educativos pueden ser prescritos y legislados, pero si no quieren quedarse en mera retórica o maquillaje cosmético, deberán ser reapropiados/adaptados por las escuelas, alterando los modos habituales y asentados de trabajo (la cultura escolar existente).

De ahí la necesidad de autonomía en la gestión. No todos los centros pueden ser tratados del mismo modo, depende del grado de desarrollo de su capacidad organizativa, en función de su historia anterior. Por tanto, la autonomía no puede ser para todos igual, sino en función de la situación de partida y de los compromisos que se quieran alcanzar. En consecuencia, prácticamente, la autonomía escolar cabe entenderla como la creación de dispositivos, competencias, apoyos y medios que permitan que las escuelas, en conjunción con su entorno local, puedan construir su propio espacio de desarrollo, en función de unos objetivos asumidos colegiadamente, y un proyecto contratado con la Administración o comunidad. Solo de este modo, el desarrollo interno de las escuelas puede ser un camino que permita reconstruir y mejorar la educación.

Hay muchos centros y profesores innovadores en nuestro país, pero ¿es nuestro sistema educativo un sistema innovador o que potencia la innovación? ¿Dónde se producen mayores resistencias, en los docentes a los cambios, a modificar sus prácticas; o en los responsables últimos del sistema a establecer condiciones de flexibilidad y confianza que faciliten el empoderamiento de los docentes y las escuelas?

Estamos en un momento difícil. Hastiados de cambios y reformas, con una sobrerregulación normativa, que han conducido las prácticas docentes hasta límites desprofesionalizadores, al albur de los cambios políticos. No podemos decir que nuestro sistema educativo, en cuanto sistema, esté configurado para la innovación. Más bien ha contribuido a ahogar las propuestas innovadoras. De hecho, el declive de innovaciones, a falta de potenciar la autonomía y el compromiso, de que antes hablábamos, ha sido progresivo. No obstante, hay intentos innovadores, parciales y esporádicos, que contribuyen a alentar que el cambio es posible. Pero una cosa es el sistema, y otra, las escuelas innovadoras.

Me he hecho eco del caso de Portugal: de acompañarnos en el furgón de cola de PISA, está a punto de convertirse en el “nueva Finlandia” en educación, con unos procesos generalizados de innovación. Con planes integrados de combate del fracaso y el abandono escolar, se ha potenciado una autonomía y flexibilidad del currículo, que hace que la escuela pueda elaborar programas personalizados para alumnos en riesgo, procurando el éxito educativo para todos. Que cada escuela tenga autonomía y flexibilidad curricular supone transformar la mirada: en lugar de estar la escuela al servicio del sistema, ahora serían el sistema educativo y sus servicios de apoyo los que tendrían la obligación de servir a las demandas y necesidades de cada escuela.

Las políticas de mejora han ido girando desde la Administración al centro escolar y de este al aula, donde se desarrollan los procesos de enseñanza-aprendizaje. ¿Quiere esto decir que el centro deja de ser considerado como unidad de cambio?

Yo me hice eco, hace años, de esta cuestión, en un trabajo que titulé Del centro al aula y vuelta. Quería dar cuenta de los cambios de acento que se han producido en las últimas décadas, a los que se refiere tu pregunta. De la Administración al centro escolar es claro y, en España, al menos como propuesta teórica (otra cosa fue la práctica), vino representado por la LOGSE. Otras muchas dimensiones igualmente se giraron al centro como unidad: formación centrada en la escuela, autoevaluación institucional, proyecto curricular de centro, etc. Sin embargo, nos dimos cuenta de que, algunas de ellas, con este cambio de acento, obviaban y silenciaban lo que se hacía en el aula, que continuaba siendo algo privatizado e individualista.

En fin, percibimos que, al dejar inalterada la estructura organizativa (gramática básica) y el modo (individualista) de ejercicio de la enseñanza, continuaba reproduciéndose lo que se quería superar. Así pues, de la constitución en los ochenta del centro como organización como unidad básica de cambio, a mediados de los noventa, el aula y los procesos de enseñanza y aprendizaje se erigieron en el núcleo de cualquier propuesta de cambio. En cualquier caso, en esta puesta en primer plano de la acción docente en el aula se recogen las lecciones aprendidas a nivel de centro, por lo que el aula aparece ahora anidada en otros muchos entornos, procesos y relaciones.

Por eso, actualmente, creemos que los cambios a nivel de escuela han de estar centrados correctamente en el aprendizaje del estudiante. No es posible una cultura de comunidad responsable del aprendizaje de todos los estudiantes cuando perviven divisiones burocráticas de trabajo y una coordinación interpersonal débil en las escuelas. Se requiere reestructurar los contextos organizativos de trabajo de los profesores. Richard Elmore ha propuesto en este sentido un diseño retrospectivo: partamos del aula para, a partir de ella, ver qué demandas hay que hacer a nivel de centro; en lugar de partir de documentos sobre cuestiones del centro y ver, luego, cómo no llegan a las aulas. En cualquier caso, se necesitan conjuntamente iniciativas locales y centrales, son necesarias estrategias de arriba abajo y de abajo arriba. Lo que importa, como reclamaba recientemente Fullan, es que haya “coherencia” entre ellas.

¿Qué importancia tiene en la mejora de la escuela la creación del capital social, al que se refieren Hargreaves y Fullan? ¿Tiene sentido la innovación hacia la mejora sin el aprendizaje lateral, a través de las redes y la colaboración entre escuelas?

Las instituciones educativas, en los tiempos actuales, precisan ser rediseñadas, en su estructura y cultura escolar, de modo que puedan incrementar, en lugar de inhibir, el aprendizaje de la organización. Esto no suele suceder por el escaso stock de capital social comunitario con que suelen contar los centros escolares. Por eso, se precisa incrementar la dimensión comunitaria. En ese libro (capital profesional), Hargreaves y Fullan vienen a mostrar que, si queremos incrementar el capital profesional, este vendrá por un capital social. Entendemos como capital social la cantidad y calidad de las interacciones y relaciones sociales entre las personas, que afecta a su acceso al conocimiento y a la información. Por eso, afirman: “necesitamos mucho más capital social en nuestras escuelas (de colega a colega), entre estas y con la comunidad local”. Se requieren acciones paralelas de carácter local, no limitadas al medio escolar, expandir las redes de influencias y oportunidades mediante las interacciones sociales en el interior de cada escuela y entre estas y la comunidad. Solo así tendremos una organización abierta al aprendizaje, que incrementa su capacidad interna de mejora.

Asumir aisladamente la tarea educativa, ante la falta de vínculos de articulación entre familia, escuela y medios de comunicación es una fuente de tensiones, de malestar docente. Al contrario, el estímulo para la innovación y la mejora tiene que provenir lateralmente a través de redes entre escuelas, con la familia y la localidad. Se trata de vertebrar la acción educativa institucional con otros espacios (familias, municipio). Contamos con numerosas experiencias de escuelas, con graves problemas, que cambiaron de estrategia (en lugar de cerradas sobre sí mismas, abiertas a la comunidad) y han logrado progresar decididamente con unos estímulos y apoyos de los que antes carecían. En todo esto, la confianza relacional es clave para la mejora. Un ambiente y unas relaciones de confianza se apoyan en el respeto interpersonal, la consideración personal por parte de otros o la integridad personal.

¿Qué líneas de innovación educativa más relevantes consideras que se podrían destacar en relación con el núcleo pedagógico?

El aprendizaje de los alumnos (entendido en sentido amplio) es la misión —parece obvio recordarlo— y núcleo pedagógico de la escuela. ¿Qué factores entendemos hoy que contribuyen a mejorarlo? En general, apoyar un desarrollo de las escuelas como organizaciones pasa, como línea prioritaria de acción, por la reconstrucción de los centros escolares como lugares de formación e innovación no solo para los alumnos, sino también para los propios profesores. Para esto, contribuyen a potenciarlo varias líneas de acción:

• Articular el centro mediante un liderazgo pedagógico que hoy se entiende no identificado con una persona, sino compartido, colectivo. La palabra distribuido no es del todo buena, pues denota que alguien delega/distribuye tareas o funciones desde una cúspide.

• Rediseñar la escuela de modo que se potencien proyectos compartidos, el trabajo compartido, intercambio de prácticas y de buen saber hacer profesional.

• Basar la mejora escolar en datos. Si mejora es el incremento a lo largo del tiempo, no cabe conocer la mejora producida si no se cuenta con datos (entendidos en sentido amplio), y estos deben formar parte de una estrategia deliberada. En fin, un proceso de cambio educativo se asienta en recoger información, analizarla, interpretarla y emplearla para hacer un uso informado en la enseñanza sobre las decisiones mejores que se pueden tomar.

• Reivindicar la metodología y las estrategias de enseñanza como dimensión esencial de las competencias profesionales docentes. Propio de las olas y vaivenes que pasan, yo creo que se ha olvidado, en ocasiones, el nivel de buenas metodologías didácticas. Hace años, David Hopkins alertaba del “the missing instruccional level”.

Si el blanco central es el aprendizaje y la educación de los alumnos y alumnas, para mejorarlo hay que actuar paralelamente en otros, como los que acabamos de señalar.

El verdadero problema de la innovación no es tanto hacer un buen diseño, ni siquiera la disponibilidad de recursos, sino cómo interiorizar una cultura de la innovación. ¿Cómo combinar el cambio cultural y el cambio organizativo en los centros para impulsar la innovación?

Yo he defendido que transformar las culturas (los modos habituales de hacer) de las escuelas solo se puede conseguir alterando los roles y estructuras, que incrementen —conjuntamente— la profesionalidad del profesorado y el sentimiento de comunidad. Las estructuras dan forma a lo que se desarrolla en las escuelas, en gran medida determinan lo que se puede y lo que no se puede lograr.

En lugar, pues, de pensar que cambiando las creencias y el pensamiento de los docentes se cambiarán las estructuras en las que trabajan, estimo que —mejor— al revés: lo que uno cree está determinado por los contextos y formas en que trabaja. Si queremos cambiar los papeles que las personas ejercen en una organización, en lugar de predicarlo para que cambien de creencias, es preferible crear las estructuras y contextos que apoyen, promuevan y —por decirlo así— “fuercen” las prácticas docentes que deseamos. Sin cambios en las estructuras organizativas y, consecuentemente, en la redefinición de los roles y condiciones de trabajo, no se van a alterar los modos habituales de hacer; dado que las estructuras organizativas reflejan los valores y principios que ejercen una considerable influencia.

¿Qué opinión tienes sobre la necesidad de rediseñar los tiempos de trabajo de los profesores, más centrados en la actividad individual y aislada en el aula, y de crear espacios de codocencia que permitan la acción y reflexión compartidas y el aprendizaje colaborativo de los profesores con los alumnos?

Efectivamente, en línea con lo anterior (rediseñar las estructuras organizativas heredadas de la modernidad), las reglas básicas que gobiernan los tiempos, los espacios, el conocimiento asignaturizado (un profesor, un grupo, una asignatura, una hora), se están volviendo cada día más insuficientes, no solo para los alumnos, sino para el propio profesorado. Para los docentes, cuando perviven dichos espacios separados todo el discurso de la colaboración y del trabajo conjunto se queda en una prédica. En algunas de las experiencias españolas (jesuitas de Cataluña, la Escuela Pía o los colegios Montserrat, el Movimiento Escola Nova 21 y otros) se trata de romper dichas estructuras para que, en su lugar, dos o más docentes trabajen juntos en un aula, con aprendizaje cooperativo entre los alumnos, en un currículo basado en proyectos.

La transformación del aula y de los tiempos y contenidos habituales se está convirtiendo en una de las piedras angulares para la renovación pedagógica. Estas otras situaciones necesariamente fuerzan a colaborar, a aprender unos de otros, a compartir modos de hacer, en suma, a incrementar la capacidad profesional docente.

¿Es posible un cambio sin liderazgo? ¿Cómo ves el papel de los equipos directivos en la creación de condiciones en los centros para el desarrollo de la innovación educativa y de la capacidad interna de aprendizaje? ¿Qué función tienen los modelos de liderazgo pedagógico y liderazgo distribuido en la creación de comunidades profesionales de aprendizaje?

Me he dedicado en los últimos 20 años al tema, justamente porque, como decía antes, creo que es un grave déficit en nuestro sistema, necesario para su dinamización. Así lo comprendió Cataluña con el despliegue de su Ley de Educación en la que, dentro de la legalidad de la LOE, desarrolló tres decretos de los más avanzados sobre dirección, autonomía y evaluación de centros. Tres pilares que van unidos. También lo han comprendido las Asociaciones Profesionales de Directivos: FEDADi (Federación de Asociaciones de Directivos), FEDEIP (Federación de Directivas y Directivos de Centros Públicos de Educación Infantil y Primaria) y FEAE (Fórum Español de Administradores de la Educación). Con las tres hemos elaborado un Marco Español para la Buena Dirección, siguiendo el ejemplo de otros países (Chile, Perú, Canadá [Ontario]). En nuestro caso, quiere significar algo particular: al margen de las normativas de turno, evidenciar lo que los directivos españoles defienden que es una buena dirección.

Actualmente, los equipos directivos tienen graves problemas para llevar a cabo acciones de liderazgo pedagógico (innovación y capacidad interna de mejora), entre otros, al depender del claustro y por falta de un proyecto de dirección con capacidad de ejecutarlo. No obstante, no nos llevemos a engaño, de nada vale cambiar —por ejemplo— el procedimiento de elección si la organización permanece intocada. No basta cambiar una pieza, sino el lugar en que se coloca. Por eso he criticado duramente la propuesta “simple” de la LOMCE de dar mayoría a la Administración sin alterar lo demás. El liderazgo pedagógico no lo da la Administración, sino las condiciones de su ejercicio. Tengo un extenso libro (Una dirección con capacidad de liderazgo pedagógico) en el que trato todas estas cuestiones.

A nivel internacional, su importancia es cada vez más evidente. Nada tiene que ver, como dicen algunos interesados en que no cambie la situación actual, con que el director tenga mayor poder. Liderazgo se entiende por referencia a dos ejes: tener un sentido de visión que marca la dirección a la organización y, el segundo, ejercer una influencia para mover a los participantes hacia ese fin mediante un trabajo relacional. Marcar una meta común e influir en otros para compartirla definen primariamente el liderazgo. Un liderazgo que ya no va ligado exclusivamente a la dirección, sino que se diluye, de modo que —como cualidad de la organización— genere el liderazgo múltiple de los miembros y grupos, siendo —por tanto— algo compartido.

Apoyar un desarrollo de las escuelas como organizaciones pasa, como línea prioritaria de acción, por su reconstrucción como lugares de formación e innovación no solo para los alumnos, sino también para los propios profesores. Las Comunidades de Profesionales de Aprendizaje (CPA) se están convirtiendo en una de las estrategias más prometedoras para una mejora escolar sostenida. Del papel de líder formal, el equipo directivo pasa a un liderazgo compartido o distribuido, pues —en caso contrario— impediría el desarrollo de la comunidad.

Establecer y mantener una escuela como comunidad no puede hacerse sin el apoyo firme y sostenido de los directivos, aunque no solo de ellos, que deben crear un contexto (normas y cultura de colegialidad) para las nuevas prácticas demandadas. La dirección contribuye a crear contextos favorables, con nuevos modos de funcionar, un sistema de valores y creencias, unas estructuras sociales y unas relaciones horizontales. Si una escuela funciona bien, no lo será por el solo efecto de una persona, sino porque ha desarrollado la propia capacidad de liderazgo de los demás, haciendo que la organización funcione bien. En último extremo, todo lo anterior se resume en hacer de las escuelas unas organizaciones para el aprendizaje.

¿Cómo debería desarrollarse la rendición de cuentas para que pudiera alentar la innovación y la mejora de los centros? ¿Es posible promover la reflexión, la responsabilidad profesional y el compromiso de los docentes mediante la rendición de cuentas a través de las evaluaciones externas, o es necesario promover procesos internos de rendición de cuentas en los propios centros, como sugiere Elmore?

La autonomía tiene como contrapartida la responsabilidad por los resultados. Mejor que rendimiento de cuentas, hablando de este tema con Juan Carlos Tedesco, coincidíamos en que en español era mejor decir responsabilidad por los resultados. Quiere decir: al tiempo que adopto las decisiones que considero más adecuadas, me comprometo a responder de que han dado mejores resultados y, si no lo han sido, estoy dispuesto a retirarlas o a reformular su aplicación.

En primer lugar, contra lo que defienden algunos, no es posible asegurar el derecho a una buena educación para todos en todos los lugares, si no contamos con dispositivos externos que posibiliten evidenciar en qué grado está asegurado, y a las escuelas, dar cuentas de los niveles de educación ofrecida. La cuestión es, más bien, cómo hacerlo para que, en lugar de abocar a una competencia entre escuelas o a proporcionar criterios en la elección de los clientes, potencien la mejora interna con los recursos oportunos. La responsabilización o prestación de cuentas debiera tener como finalidad primera la capacitación para la mejora y no tanto los rankings o un sentido penalizador.

En lugar, pues, de oponerse a cualquier tipo de evaluación externa en un servicio público, se trata de rediseñar los sistemas de evaluación institucional vigentes, de modo que puedan capacitar a las escuelas para promover una mejor educación al servicio de la equidad de la ciudadanía. Sin embargo, las evaluaciones externas de las escuelas o del desempeño docente están sometidas a discusión, como ha sucedido en Portugal o en México, especialmente por cómo puedan servir para motivar a los docentes que ya lo hacen bien y, a la vez, contribuir a mejorar aquellas escuelas y docentes que consiguen bajos niveles en su alumnado.

En un trabajo excelente de Richard Elmore12, cuya traducción promoví en la revista que dirijo (Profesorado, 7, 1-2), plantea que, si no existen previamente procesos de autoevaluación, los datos de la evaluación externa difícilmente pueden contribuir a la mejora. Desde esta perspectiva, una política sobre la prestación de cuentas bien conducida exige paralelamente (quid pro quo), crear dispositivos o, mejor, crear capacidades, y apoyar a la escuela para que los datos externos sobre su situación puedan ser procesados por medio de reflexiones de la propia escuela para que puedan contribuir a la mejora.

¿La concepción de la innovación y de la mejora escolar es coherente con nuestro modelo de formación para los profesores? ¿Cómo debería ser una formación del profesorado orientada a la innovación para la mejora y el aprendizaje de todos los alumnos? ¿Se pueden hacer coincidir las necesidades de desarrollo individual del profesor con las de la propia escuela? ¿Dónde debemos poner el acento en la innovación, hacia la mejora de la escuela, en el profesor individualmente considerado y en el desarrollo de sus competencias, o en el centro como organización capaz de aprender? ¿Podría la escuela contemplar la formación dentro de su modelo organizativo?

También tenemos pendiente, sin retocar, la formación del profesorado, particularmente grave en Secundaria. Un amplio movimiento a nivel internacional (desde el primer informe McKinsey) destaca la importancia de la formación inicial del profesorado para mejorar la calidad de la educación. Contamos con un amplio corpus de conocimientos y experiencias para diseñar programas eficaces de formación. En España, la falta continuada de una formación pedagógica inicial, integrada en la propia carrera, ha dado lugar a una identidad profesional disciplinar inadecuada para la Educación Obligatoria.

Si la formación inicial del profesorado es relevante, porque —entre otros motivos— marca una primera identidad profesional, resulta insuficiente para asegurar una calidad de la docencia si no se conjunta con una formación en servicio en el establecimiento escolar en torno a un proyecto de trabajo conjunto. El desarrollo profesional se ve potenciado cuando la escuela construye la capacidad para organizarse como una comunidad profesional de aprendizaje, como hemos aprendido tanto de las “organizaciones que aprenden” como de las llamadas “culturas de colaboración” o “comunidades de práctica”. Desde luego, en otro contexto organizativo es la propia escuela la que debiera contemplar la formación en el contexto de trabajo, como lo hacen —de modo natural— otras organizaciones.

Si queremos —como se demanda— una calidad de educación, un factor determinante —junto a otros estructurales— de los niveles de consecución de los estudiantes es la cualificación y el compromiso de su profesorado. Por tanto, precisamos potenciar, con una buena formación inicial, los conocimientos y competencias de los docentes que conduzcan a una “profesionalización” del profesorado. La formación debiera dirigirse, prioritariamente, a generar procesos de mejora que conviertan al establecimiento escolar en un lugar donde el aprendizaje no solo es una meta, sino una práctica capaz de asegurar unos niveles educativos deseables para todos los alumnos.

La innovación es necesaria para mejorar la educación y los resultados de los alumnos, pero ¿no crees que donde resulta imprescindible es en los contextos de especial necesidad, donde mayor es la desmotivación y menores las expectativas educativas? ¿Qué podríamos hacer para alentar la innovación hacia la mejora en estos contextos de urgencia educativa?

Sin duda, son los contextos vulnerables, con graves déficits, los que precisan la mejor acción educativa. Sin embargo, todo lo tenemos organizado para que no sea así, excepto determinadas medidas paliativas. Así, pareciera que debiéramos primar (con incentivos al respecto) que los mejores directivos y profesorado los dedicamos a dichos colegios. En la práctica, todo queda a merced del arbitrio del concurso de traslados en el que, por pura micropolítica, se prima —al revés— al que tiene mayor puntuación. Desde luego, se pueden hacer muchas cosas, en lugar de abandonar el azar, por una política activa de reconocimiento y apoyo (incluidos los complementos económicos) de los mejores docentes para contextos más problemáticos.

En el escenario social y educativo actual, con una sociedad informacional que divide, unos contextos familiares desestructurados y una población inmigrante con capitales culturales diferenciados, la innovación resulta imprescindible. Una escuela que pretenda ser inclusiva lucha decididamente contra las barreras culturales, sociales y educativas que están en la base de prácticas, dinámicas y estructuras que impiden a los alumnos de contextos más desfavorecidos progresar en su proceso de aprendizaje. En fin, lograr unas escuelas inclusivas no es solo una tarea escolar, dado que la reducción de las desigualdades no se limita al ámbito escolar, sino que se extiende al social (familia, barrio, municipio). No cabe inclusión educativa al margen de una inclusión social.

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