Читать книгу Nubes de estio - Jose Maria de Pereda, Хосе Мария де Переда - Страница 2
José María de Pereda
Nubes de estío
– II— Entre dos luces
ОглавлениеMientras la carta precedente corría a su destino por la línea de Francia, el bueno de Casallena, más ojeroso y macilento que de costumbre, casi afónico de puro lacio y melancólico, explicaba a su interlocutor, hombre que ya le doblaba la edad y con cara de pocos amigos, las últimas torturas con que le había martirizado el azote de su temperamento. Es de advertir que los departientes ocupaban dos lados opuestos de una mesa del mejor café de aquella ciudad costeña que se menciona en la carta; que sobre la mesa había, amén de los codos de los dos personajes, un chocolate con mojicones y tostadas fritas, un platillo con pasteles y una copa llena de Jerez, en el lado correspondiente al joven Casallena, y a plomo de sus negras y no muy tupidas barbas; y en el otro lado, otra copa con un líquido refrigerante, que sorbía a ratos el hombre de la cara hosca, porque así se le calmaban ciertos dolores nerviosos del epigastrio, que a la sazón le mortificaban de tiempo en tiempo; que la mesa estaba junto a una de las puertas abiertas de par en par de la fachada principal del edificio; que declinaba la tarde, y que el ambiente salino que se respiraba desde allí, despertaba en los ojos nuevas y más fuertes ansias de contemplar el panorama grandioso que tenían delante en cuanto miraban hacia afuera, saltando por el estorbo de la abigarrada muchedumbre que hormigueaba en la empedernida faja que sirve de divisoria entre los edificios enfilados con el del café de que se trata, obras mezquinas de los hombres, y aquella incomparable marina, obra maravillosa de Dios. De tarde en tarde entraba en el mismo establecimiento la familia de Amusco o de Villalón, recelosa de que la gente de la ciudad la tuviera en poco para acomodarse allí, con su aparejo algo burdo «pa según lo que los currutacos usan;» pero dispuesta a darse un regodeo, con lo mejor y más caro de «la casa,» para quince días; o el grave magistrado del Supremo, en vacaciones, hombre fino y culto si los había, pero con la aprensión incurable de que todo bicho viviente es un reo sobre el que pesa perpetuamente la jurisdicción de la Sala a que él pertenece; o el gomoso, descuajaringado de tanto correr de la ciudad a la playa y viceversa, en busca de algo que no encontraba… y por este arte, dos docenas de personajes desperdigados y aburridos, que se iban acomodando sosegadamente en este diván o en aquella banqueta.
Así las cosas, llegó a decir Casallena, después de deglutir medio mojicón empapado en chocolate:
– Todo eso será verdad, y no deja de consolarme un tantico; pero le aseguro a usted que lo de anoche fue tremendo.
– Y ¿qué fue lo de anoche?– preguntó el otro, apretándose un ijar con la mano del mismo lado, y llevándose a los labios con la otra la copa medio vacía.
A esta pregunta se tragó Casallena el resto del mojicón; y con masa de él aún entre las mandíbulas, respondió, mientras se limpiaba las puntas de los dedos con la servilleta:
– Primeramente me costó una brega de tres horas coger el sueño, si sueño puede llamarse ligero sopor…
– Sueño, y de los mejores,– afirmó en tono desafrido el de enfrente, después de escupir la mitad del buche que había tomado de aquel líquido que, por lo turbio, más parecía agua de fregar que de naranja.
El joven del mojicón se le quedó mirando fijamente a través de sus quevedos, mientras, a tientas, empleaba las dos manos en partir, con los índices y pulgares solamente, una de las tostadas fritas. En seguida se puso a mojar a pulso la tira con que se había quedado en la diestra, y preguntó, con cierta inseguridad, volviendo a mirar a su interlocutor:
– ¿De los mejores dice usted?
– De los mejores— insistió el interrogado, derribando al mismo tiempo hacia el cogote su chambergo de anchas alas, con lo que dejó al descubierto toda su cara de coronel de reemplazo;– de los mejores, porque de ahí para adelante, caer en ello, tratándose de temperamentos como el de usted… si por su desgracia se parece al mío, como afirma, es peor que caer en un despeñadero. En esos sueños profundos hay golpes que contunden, y carreras vertiginosas, y cornadas de toros desmandados, y coces de caballerías, y casas incendiadas sin puertas por donde huir, y riñas a gritos con las personas más queridas, y deslealtades de amigos… todo lo que más duele y más fatiga en el cuerpo y en el alma. Salir de un sueño de éstos es como salir de una pulmonía. ¿Le pasan a usted cosas como éstas cuando duerme de veras?
El interpelado se tomó otra tira de la tostada, bien empapada en chocolate, y respondió como entre serias dudas:
– Le diré a usted: algo de ello…
– ¡Algo de ello!– exclamó con desdén el interpelante, descolgando de sus narices, no chatas ciertamente, sus quevedos de oro, y poniéndose a limpiar sus cristales con el pañuelo.– Entonces se queja usted de vicio.
– ¡De vicio!
– De vicio, sí, señor. A mí me pasa todo eso y mucho más, y a diario… Tome usted nota de ello y prosiga. ¿Qué fue eso tan tremendo que le ocurrió a usted anoche?
– Vaya usted haciéndose cargo— respondió el joven metiendo mano a la segunda tostada.– Apenas atrapé ese poco de sueño que le dije… ¡zas! una sacudida liorrorosa de pies a cabeza. Hubiera jurado que me levantaba a una altura de dos metros sobre la cama, pero rígido y en una pieza, lo mismo que un tablón.
– Eso es el alfa de la educación histérica que está usted adquiriendo,– interrumpió el de los anteojos de oro, volviendo a montarlos sobre su nariz.
– Después— continuó el otro, a la vez que se limpiaba los labios con la servilleta, muy dulcemente, para no descomponer el artificio de sus bigotes, rizados hacia arriba por imperio extravagante de la moda,– se me fijó un dolor angustioso, que más parecía mordisco, aquí, muy adentro, entre el pericardio y la…
– ¿Y nada más?– preguntó bruscamente el otro, arrojando a la calle el agua turbia que quedaba en su copa.
– Aguarde usted y perdone— prosiguió con mucha calma el mozo de los bigotes ensortijados hacia arriba.– Al mismo tiempo que ese dolor mordicante y aflictivo, sentía una sobrexcitación intolerable en el gran simpático, que, desengáñese usted, es la raíz de donde arranca esa plaga de sensaciones insufribles…
– ¡Vaya usted a saberlo!
– Le aseguro a usted que sí; créame…
– Como usted guste.
A medida que se acentuaba la sobrexcitación— añadió el mozo sorbiendo y mordiendo, con gran pachorra, entre período y período de su relato,– iba entrándome por la misma punta de los pies una especie de hormigueo cosquilloso de lo más inaguantable; este cosquilleo avanzaba cuerpo arriba, y, a cada paso de su invasión, se hacía más irritante; en la región del pecho, era manojo de ortigas; entre el colchón y la espalda, vidrio pulverizado, y entre las barbas, ¡oh! entre las barbas le juro a usted que no se podía resistir: lo mismo que si me las fregaran con un cepillo de alfileres punta afuera. No pudiendo parar en la cama por más vueltas que daba en ella y posturas inverosímiles que tomaba, levanteme de un salto, vestime medio a oscuras, me pasé el resto de la noche en claro y me cogió el nuevo día molido de los huesos, quebrantado de espíritu y con el cerebro hecho un bodoque.
Miró al decir esto con ojos de pena a su interlocutor, que le contemplaba con afectuosa curiosidad, mientras se afilaba tan pronto las puntas de sus bigotes grises como la de su perilla cana; y como éste no cesó de contemplarle ni le dijo una palabra, el joven, limpiando las paredes interiores de la jícara con el último pedazo de las tostadas, y después de tragarse la sopa resultante, encarose de nuevo con él y le dijo:
– Vamos a ver, ¿qué tiene usted que replicar a eso?
– ¿No tiene usted nada que añadir a ello?– preguntó a su vez el interpelado.
– ¿Qué más he de añadir, hombre de Dios? ¿Aún le parece a usted poco?
– Pues si no pasa de ahí la historia— respondió el otro encendiendo un pitillo,– insisto en lo que le dije: todo eso que a usted le sucede, es el alfa de la cosa; la primera estación del Calvario a cuya cima han llegado ya otros mártires con la pesada cruz a cuestas.
– ¡Morrocotudo consuelo para mí!– replicó Casallena, retirando hacia el centro de la mesa el servicio vacío de chocolate y poniendo en su lugar la copa de Jerez y el platillo con pasteles.
– Hombre— dijo el de los bigotes grises y la cara hosca,– según dictamen de usted mismo en parecidas ocasiones a ésta, consuelo le resulta de saber que hay otros desdichados que padecen los extraños males de usted.
– Pero ¿es verdad— preguntó el joven remojando en el Jerez un español– , que hay alguien que padezca esas tarantainas que yo padezco? ¿tantas y tan fenomenales? ¿que las haya padecido usted?… ¿que las padezca todavía?
– ¡Hormigueos cosquillosos!… ¡dolores mordicantes!… ¡cepillos de alfileres!– exclamó el hombre, echando una humareda de su cigarro por boca y narices, mientras su interlocutor sorbía media copa de Jerez para facilitar la deglución de un tercio de canutillo que se había tragado en seco— ¡Valiente puñado son tres moscas!… Pero después de todo, ¿qué mil demonios me pregunta usted a mí? ¿No es usted médico, y (sin adularle) de los de buena casta? Y ¿es posible que en la práctica de su profesión, aunque no larga todavía, no haya hallado usted datos bastantes para darse las respuestas que a mí me pide?
– Gracias por el piropo, señor y amigo de mi alma— dijo impasible, imperturbable, el joven.– Cierto que soy médico, aunque indigno y por mi desdicha; pero (y acepte usted esta honrada confesión que voy a hacerle, como si me fuera a morir) no digo a mí, que ahora comienzo, pero a los mismos que ya se caen de viejos en la profesión, ¡les da la ciencia cada castaña… y tan a menudo!… De esas enfermedades que duelen de verdad y son tan antiguas como el hombre, sabe uno la génesis y las guaridas, y hasta las mañas; se las persigue y se las encuentra por mucho que se escondan; se las pesa y se las mide; y, por último, se lucha contra ellas cara a cara y en terreno despejado; y si no se vence siempre en estas luchas; queda el consuelo de haber luchado con honra; pero de estos males nuevos, que ni se ven ni se palpan; que sin doler matan, dejándonos sólo la vida necesaria para sentir las angustias de la muerte; de estos males de ahora, que traen su origen quizás del mundo que fenece y que la raza humana que degenera y se encanija, no se sabe, mi respetable amigo, una palabra; son la verdadera laguna de la ciencia de curar; y como sucede en las demás ciencias con sus lagunas respectivas, nosotros, no pudiendo sanear la nuestra, hemos querido taparla con algo que deslumbre a los profanos; y la hemos puesto un mote en griego: la llamamos neurosis, o neuropatía, o histerismo… y con ello, queriendo explicarlo todo, no explicamos nada; pero salimos del paso con el paciente que se queja de que le canta y le aletea un canario en el pecho, o que le muerden ratones las alas del corazón, o que siente martillazos en el cerebro y vértigos que le hacen ir de cabeza cuando más descuidado está, o que no halla, a lo mejor, suelo firme en que pisar, a lo más deleitoso de su paseo… «Fenómenos histéricos sin importancia maldita,» le decimos, por decirle algo; y si con ello no se consuela, le añadimos aquello de «por males de nervios, nunca se tocó a muerto;» y si todavía no se conforma, le citamos a Juan, a Pedro y a Diego que padecen lo propio que él; y si ni aún esto basta, le añadimos que no tienen cuenta los años que llevan padeciéndolo. Ordinariamente, con esto se satisface… por de pronto. Fíjese usted bien— añadió con gran parsimonia el preopinante, después de apurar de un sorbo, bien sostenido, su copa de Jerez, y de echar la zarpa a un almendrado del platillo:– se consuela con lo mismo que desalentaría a otro enfermo que no fuera nervioso: con saber que sus males pueden durar tanto como su vida, por larga que ella sea. ¿Ha visto usted cosa más rara?– concluyó, hincando los dientes en el almendrado.
– Sí, señor— respondió el interpelado, sin titubear.– He visto, estoy viendo a cada rato, incurrir en el propio absurdo vulgarísimo a los mismos hombres de ciencia que se asombran de que el vulgar incurra en ellos.
– Verbigracia, yo, ¿no es eso?– repuso el mozo dando la segunda dentellada a su pastel.
– Cabalmente,– contestó el otro.
– Pues siento— dijo Casallena sin dejar de mascar,– que me haya usted tomado la delantera con la pregunta. Justamente iba yo a citarme a mí propio como ejemplo de ese absurdo. Sí, señor: yo, médico y todo, consulto mis males con el primer nervioso que me quiera oír, y me consuelo con saber que hay pacientes con mayor carga de ellos que la mía, y hasta me creo curado si se me asegura, con un testimonio vivo, que se llega a la vejez más remota con esa cruz a cuestas. Ya habrá podido usted observar— añadió el joven zampándose el tercero y último pedazo del pastel,– el singular deleite con que yo me permito departir con usted muy a menudo sobre estas cosas; con usted, el ejemplar más rico de variedades morbosas, de la especie en cuestión, que yo he conocido.
– Es favor— dijo aquí con mucha cortesía el aludido.
– Le juro, mi respetable y respetado amigo— replicó el otro sin atragantarse con el pastel que mascaba,– que es justicia seca, por desgracia de usted. Sí, señor; y usted no sabe todo el placer y bienestar que me proporciona, cuando en mis tristes alegatos, como los de hoy, me devuelve ciento por uno, y particularmente si a cada nuevo fenómeno de los que le pinto en mí, me responde que le conoce usted treinta años hace por experiencia propia…
– Tantísimas gracias,– recalcó el otro entonces, saludando con la cabeza.
– Es la verdad— prosiguió el médico,– aunque usted se empeñe hoy en meter el asunto a barato; y no por la increíble enormidad de que yo fuera capaz de gozarme en los padecimientos de usted, sino por el absurdo disculpable y corriente de que antes hablábamos; porque cuanto más envejecido veo en otro paciente el mal que me atormenta a mí, más garantías de larga vida me ofrece. De todas maneras, amigo y señor mío de mi alma— continuó el mozo dando la primera dentellada al último pastel del platillo,– dure lo que durare este suplicio que padezco… y padecemos, es muy duro de sufrir: no hay hora placentera, ni rato con sosiego; se desmedra y aniquila uno tontamente…
– Y ¿qué tal de apetito?– preguntó aquí de golpe y muy risueño el escuchante, después de echar una rápida ojeada al pedazo de pastel que tenía Casallena entre manos, y a la cacharrería desocupada que quedaba a su lado sobre la mesa.
– Pues gracias a que no le he perdido por completo— respondió el interpelado muy serenamente y sin alterar el ritmo acompasado de su masticación.– Con el estómago sin lastre, soy hombre muerto.
– Y por eso lastra usted a menudo, a lo que veo.
– Maquinalmente, créalo usted.
– ¿De modo que con este lastre, ya no necesita otro… hasta el de la cena?
– Es posible que tome antes un sorbete… Me entonan mucho esas golosinas heladas cuando estoy nervioso, como estos días empecatados.
Sonriose aquí el hombre maduro, y, cambiando súbitamente de gesto, preguntó al mozo:
– Y dígame, compañero de plagas, y hablando con la mayor formalidad, sin que esto quiera significar que ha sido broma lo otro, ¿no ha hallado usted, en medio de las torturas de su neurosis, algo, relacionado con ella, que moleste más que la neurosis misma?
Meditó unos instantes el interpelado, mirando de hito en hito al interpelante, y acabó por encogerse de hombros.
– Pues yo lo he hallado muchas veces— dijo entonces el último:– ciertas gentes que le motejan a usted de huraño si sufre en silencio el azote de sus males; y le califican, con burla, de aprensivo, y le comparan con las mujeres dengosas, si les expone usted el motivo de la mala cara con que le ven y por lo cual le riñen. Para estas gentes, naturalezas de pedernal, nadie está enfermo mientras no lleve las tripas en la mano o la cabeza despachurrada. ¡Y esas mismas gentes, pletóricas de salud, llaman al médico a deshora porque tienen la lengua un poco blanquecina!
– ¡No me hable usted de esas gentes!– exclamó el joven, exaltándose de golpe basta la indignación.– Las conozco bien; me han atormentado mucho con sus zumbas irracionales… No soy hombre sanguinario ni rencoroso; pero le aseguro a usted que, al oírlas, las hubiera pegado un tiro.
– Justamente— asintió el otro con la mayor sinceridad.– Un tiro. Es lo único que se me ha ocurrido a mí en cada caso idéntico; pero un tiro en la misma boca del estómago. ¡Egoístas! Y vamos a otra cosa: ¿quiere usted, no sanar, porque eso es imposible, pero aliviarse algo de esas tarantainas?
– Pero, hombre, ¡si llevo agotados cuantos recursos caben en todos los sistemas curativos, desde la hidroterapia hasta!…
– ¡Qué hidroterapia ni qué camuesas! Todo eso es… barometría como dice un comprofesor de usted, que no ha querido ejercer desde que se toma la temperatura del enfermo con termómetro, y se le dan inyecciones de morfina entre cuero y carne. ¿Ha visto usted muchos carreteros con neurosis? ¿muchos cavadores?… ¿muchos hacendados de esos que parecen cavadores y carreteros?
– Ni uno.
– Pues ahí está el golpe: hágase usted un poco carretero, un poco cavador, un poco negociante; quiero decir, despréndase de aquello que más le separa espiritualmente del negociante adocenado, del cavador y del carretero, y verá usted cómo, poquito a poco, se va usted robusteciendo y entonando. El consejo no es nuevo ciertamente; pero no por viejo deja de parecerme más racional y recomendable cada día. Usted, como poeta, pero de los nacidos para serlo… Y note usted de paso, amigo Casallena, qué fino estoy esta tarde: antes le ponderé como médico, y ahora le ensalzo como poeta…
– Así estoy yo de abochornado y de corrido…
– Son más sinceros mis elogios que esa protesta; y si le he llamado la atención hacia ellos, es porque, como usted sabe muy bien, no los uso a diario… y vamos al asunto. Usted es poeta, repito; y como tal, lleva usted en el cerebro y en el corazón mayor cantidad de ideas y de sentimientos de la que proporcionalmente le correspondería si la distribución de esos dones la hiciera Dios por partes iguales entre sus criaturas más o menos racionales. Esa sobrecarga, amigo mío, es la que desequilibra y abruma, porque, con singularísimas excepciones, siempre cae en cuerpos que no pueden con ella. ¿Qué tiene usted que oponer a esta teoría?
– Nada absolutamente como teoría; pero como caso práctico referente a mí, mucho, ¡muchísimo!
– ¿A ver?
– Ni yo soy poeta del calibre que usted me da, ni hay en mí esa sobrecarga de ideas ni…
– Pura modestia, más o menos falsa.
– Corriente; pues seamos inmodestos por un instante, y supongamos que llevo sobre mí ese excesivo bagaje que usted dice: ¿cómo me las arreglo para ser un poco carretero, y un poco cavador, y?…
– Escandalícese del consejo, y llévenme a la cárcel, por dársele, los que no sean cavadores, ni carreteros, ni hacendados que lo parecen; pero tómele si tiene mucho apego a la pelleja: no haga usted coplas.
– ¡Santas y buenas! Pues si no escribo una medio siglo ha…
– El escribirlas es lo de menos: lo grave está en pensarlas, en el condenado vicio de estar revolviendo de día y de noche el rescoldo de la mollera. Eso es lo que mata. Haga por olvidar que le tiene allí, acostumbrándose poco a poco a mirar más hacia afuera que hacia adentro; déjese de ser haragán, y conviértase en hombre trabajador.
– Perdone usted; pero me parece que no casa bien con lo otro de las fatigas y vigilias de que usted quiere descargarme, para mejorar de salud, eso de llamarme haragán…
– Es que no soy yo quien se lo llama: se lo llaman el cavador y el carretero, y el negociante rico que parece carretero y cavador. Para estos vanidosos del trabajo, no merece tal nombre el que no pueda traducirse inmediatamente en fruto positivo y material, como el trabajo del buey. Pasarse las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, luchando a brazo partido con los fantasmas de la cabeza; perder la salud y la vida por dar forma, y color, y movimiento en un rimero de cuartillas a un mundo que le bulle a usted en embrión en la sesera, no es trabajar ni Cristo que lo fundó. Los trabajadores de esta especie son vagos de profesión en el concepto de aquellos caballeros admiradores del buey, lo cual no impide que, cuando son ponentes en un litigio sobre ochavos, o se quejan en público de una infracción de las leyes de policía urbana, hagan gemir las prensas con el dictamen o el «remitido,» y guarden «el impreso» como título glorioso, después de asombrarse de que no se haya desquiciado el mundo al conocerle. ¿Me va usted comprendiendo mejor, amigo Casallena?
– Perfectamente, señor y amigo de toda mi consideración y respeto; pero si tan racional y recomendable es el consejo que usted me da para curarme de mis males, ¿por qué no le utiliza usted para curarse de los suyos, que tienen la misma procedencia?
– Porque no lo hice cuando era tiempo de hacerlo; hoy, comenzando a envejecer y encenagado ya en el vicio, no tengo fuerzas para desarraigarle ni tiempo para empeñarme en ello. Además, por cuestión de esos cuatro días más o menos que me quedan, ¿a qué cambiar de postura? Prefiero pasarlos de borrachera en borrachera, hasta morir, como el beodo del cuento, abrazado a la cuba de mis amores. Y con esto dejémoslo, que es peor meneallo; y siquiera para demostrarme que quiere usted poner en práctica mi consejo, mire usted hacia afuera y recree los ojos un instante en ese ramilletito que pasa. Cuatro son las flores, ¡y qué bizarras! ¿Quiénes son ellas? Quiero decir, dos de ellas, porque a las otras dos ya las conozco, así como a la señora que las acompaña.
Volviose todo ojos Casallena, después de afirmar sus lentes sobre la nariz, y respondió, alargando mucho el cuello hacia el ramillete, como si intentara olerle:
– Las dos desconocidas son forasteras: crema fina de Madrid.
– Vamos, de esa que usted canta cuando pulsa la lira de los salones… ¡y ese sí que es vicio feo!
Sonriose Casallena como si tomara el dicho por una de las cosas compasibles de su interlocutor, y díjole:
– ¿Volvemos al ramillete?
– Con mucho gusto; y digo a ese propósito que me han parecido mejor que las dos madrileñas, las otras dos de acá que las acompañaban… porque, o yo no he visto bien, o eran las de Brezales. Parece mentira que sean hijas de tal padre… buena persona en el fondo, eso sí; pero de un corte de todos los demonios. La morena es cosa superior: tiene una cara de enigma tebano, que se la doy al más valiente.
– Sobre todo, de una temporadita acá,– apuntó maliciosamente Casallena.
– ¡Hola, hola! Conque de una temporadita acá… ¿Y qué enfermedad es ella, señor doctor?
– Pensé que usted la conocía, y por eso aventuré la observación.
– Le juro a usted que no sé palabra.
– ¿Es usted de fiar?
– ¡Hombre! ¿Esas tenemos ahora?… ¡Tras de las intimidades que nos hemos confiado?
– Es que la dolencia de que se trata, no es del cuadro patológico de las nuestras.
– Tanto mejor para conocida..
– Le aseguro a usted que si no mienten mis informes, y son el Evangelio, hay en el caso para un comienzo de novela.
– ¡Para un comienzo de novela! ¡Y se lo callaba usted! ¡Ni que anduvieran tiradas por los sucios esas cosas!
– ¿Ve usted cómo no resulta hombre de fiar? ¡Si conoceré yo a las gentes!
– Señor de Casallena, tentador de apetitos contrariados: ¡el caso, o la vida!
– ¡Canario! ¿Es seria la intimación?
– A muerte.
– Pues siendo así, no vacilo en la elección. Entrego el caso.. Oiga usted lo que se dice, y es la pura verdad…
Pero no pasó de aquí la historia, porque aparecieron delante de los dos interlocutores, y en el vano de la puerta del café, hasta tres amigos de ambos, concurrentes infalibles a la mesa a aquellas horas. Mozos eran los tres, y, año arriba, año abajo, de la edad de Casallena. Soldados de una misma legión, también tenían su correspondiente nombre de guerra, por el cual eran bien conocidos; porque hay que advertir que Casallena no se llamaba así ni en los registros civiles ni en los libros parroquiales. Juntos peleaban a menudo en el revuelto campo de las letras; y aunque bisoños los cuatro, habían ganado ya lauros que los hacían bien merecedores del entusiasmo con que luchaban por ellos, en el vagar que les dejaban las tareas de sus deberes profesionales. Dicho sea en honra suya, eran, con sus no muy viriles frontispicios, desgarbados por la insulsa indumentaria que imponían las leyes de la crema elegante, una ejemplar excepción entre muchos de sus congéneres: esa juventud frívola que se conforma con vestir a la última moda y caer bien en los salones de tono, y tiene en poco a los que saben algo de más jugo que eso. Los tres saludaron al hombre de la cara hosca, de los lentes de oro y de las barbas grises, con un apelativo más cariñoso que puesto en razón, y fueron correspondidos con sendos y cordiales apretones de manos. El más mozo de los cuatro amigos, y, por ende, de los tres recién llegados, Juan Fernández de mote, era la encarnación palmaria de la alegría descuidada y bulliciosa. Hablaba a voces y se reía a carcajada seca; atestaba sus ocurrencias de equívocos chispeantes, y con el sombrero en la coronilla, las manos acá y allá, las piernas como las manos, los grises ojos retozones y la voz desembarazada y resonante, remataba sus vehementes períodos con citas atinadísimas de personajes estrafalarios o de autoridades de gran nota. Escribía mucho y con frecuencia; y con ser tan hablador, aún corría más su pluma que su palabra. Pero, por una de esas incongruencias fenomenales en que se complace a menudo la naturaleza, este mozo, tan regocijado y tan ligero en su trato familiar, tan chancero y risotón, no escribía jamás en broma. Dábale el naipe por los asuntos serios, y era un dogmatizador de todos los diantres y un crítico de los más hondos.
Pues este tal, picando en muchos puntos a la vez y metiéndolos todos a barato, entre restregones de pies, crujidos de la banqueta y disparos de carcajadas, tuvo la culpa de que a Casallena se le olvidase, cuajada en la misma punta de su lengua, la historia que había prometido al señor de la cara hosca. Pero no era éste de los que renuncian fácilmente a satisfacer los antojos de la curiosidad, cuando les muerde de veras; y en aquella ocasión le mordía de firme por lo visto, pues apenas hubo pasado lo más recio y estruendoso de aquel coreado palabreo, encarose con Casallena y le dijo:
– Venga ahora eso que iba usted a contarme cuando entró esta gentezuela.
Pero también esta vez se le atascó la historia en la garganta, y fue causa de ello la presencia de un nuevo personaje que se acercaba entonces a la mesa desde el fondo del café.
Mozo era también, como los otros cuatro; pálido, más que algo pálido; miope, afilado de faz y no muy medrado de cuerpo. Andaba con lentitud y sin hacer ruido con los pies. Llevaba entre los dientes una pipa de espuma, a medio culotar, y en la pipa un disforme tabaco con sortija; los brazos muy pegados al tronco, y las manos en los bolsillos del pantalón; el espinazo bastante encorvado, y el cuello muy erguido, por lo cual lo primero que se veía, y más chocaba en él, eran dos cosas: la cruz que formaba su puro descomedido encalabrinado en la pipa, con la línea horizontal de su fino bigote, y el centelleo de sus lentes, heridos de plano por la luz. Vestía y calzaba según los cánones más rigorosos de la moda reinante, y era limpio y atildado de pies a cabeza, en persona y en arreo. Los que sólo le conocían de verle en público tal como queda descrito, le tomaban por el prototipo del gomoso insubstancial y petulante, y abominaban de él. Después de tratado a fondo y de conocer sus gustos y su correa para conllevar impávido contrariedades y achaques que a otres hombres más fuertes los ponen a morir, se convenía en que era mozo de raro temple; cuando estos datos se sumaban con su estilo descarnado y lacónico y con ciertas y bien comprobadas genialidades, resultaba un carácter, cosa que no abunda en los tiempos que corren, y menos en los mozos que se usan; y, por último, después de añadir a esta ya respetable suma la cuenta que daba de lo que había visto, y sentido y observado en sus largos y extraños viajes, llegaba a confesar el más duro de convencerse, que en aquel cuerpo endeble había también un alma de artista. Y no quedaba otro remedio que estimarle muy de veras y añadirle a la suma de los pocos que, a su edad, son dignos de que les estrechen la mano los no muchos hombres ya maduros que no se corrigen del pecado de creer y proclamar que hay trabajos y aficiones que, aunque producen menos, ennoblecen mucho más que el trabajo y el instinto del buey; sin que esto quiera decir que los trabajos de esta índole no sean útiles y honrosos, cuando son limpios. Pero ya que tanto se ha ensalzado a la hormiga, justo es que alguien se atreva, de vez en cuando, a declarar lo que tiene de bueno la pobre cigarra.
Llegó el joven a la mesa; saludó en pocas palabras y con suma cortesía; fue muy cariñosarnente recibido; sentose sin hacer ruido al lado del señor de las barbas grises y la cara hosca, que se la puso bien risueña, por cierto; quitose de la boca la pipa para frotarla un ratito con su pañuelo y pedir al camarero, que se le acercó, una bebida helada; volvió a pulso la pipa a su boca, y se dispuso a oír en absoluto mutismo y con estoica tranquilidad, lo que en aquel concurso se debatiera o se murmurara.
No se sabe a ciencia cierta si Casallena después de saludar a su amigo, estuvo dispuesto a cumplir su compromiso empeñado con el señor de enfrente: lo que no tiene duda es que este señor, apenas vio que ahumaba ya la pipa del joven recién venido, se encaró con Casallena otra vez, y le dijo, rebosando la impaciencia en sus palabras:
– Vamos, continúe usted ahora, o, mejor dicho: comience usted con mil demonios. ¿Qué es lo que le pasa «de una temporadita acá», a la chica mayor de?…
Indudablemente estaba de malas aquel asunto tan apetecido por la curiosidad del interpelante, porque ni siquiera le fue dado a éste terminar su interpelación. Impidióselo en su amigo y coetáneo que se plantificó de golpe y porrazo, como llovido de las nubes, delante de la mesa por el lado de la calle. El cual amigo, aunque de aire decente, no era alto ni muy derecho, ni elegante en el sentido que dan a esta palabra los fieles vasallos de la moda: en su ropaje, aunque de buena calidad, había abusos de tijera por resabios y manías de otros tiempos. Su cara, de buen color, era aguileña, su gesto habitual, de pimienta con vinagre; el corvo pico de su nariz le partía en dos porciones iguales el entrecano bigote, y le caían hacia los hombros, enrarecidas y lacias, unas patillas grises que habían sido en otra edad tupidas, negras y lustrosas. Estaba en muy buenas carnes, y eran contadas las personas que, al llamarle, anteponían el don a su nombre de pila, Fabio. Para todo el mundo era Fabio López; y nada más puesto en razón tratándose de un hombre como él, que era un talego de cosas, sempiterno mozo disponible, y con un espíritu, cuando estaba de buenas, juvenil y brioso como en los tiempos primaverales de sus campañas universitarias.
Llegando, pues, este sujeto como él llegaba de ordinario a aquel sitio y otros tales, hablando a voces y encajando en cada frase media docena de interjecciones crudas, entre mordisco y chupada a su cigarro sempiterno y de los peores, increpó de este modo a los cinco mozos de la tertulia, casi al mismo tiempo que arrancaba con los dientes el tercio superior de su tabaco, que parecía un hisopo:
– ¿Qué canastos hacéis aquí vosotros, pollos invernizos, mientras andan por ahí afuera esas mujeres tan guapas, muertas de necesidad? ¡Reconcho, qué morena! Cada día me parece mejor. Ahí arriba me he topado con ella. ¡Canastos, qué ojos tiene, y qué despachaderas en el gesto! Esas, esas son, reconcomio, lo que hay que apetecer: las que a mí me gustan; las bravías; que haya que cogerlas a lazo y sujetarlas con acial. ¿No es verdad, compañero? (su coetáneo). ¡Canastos, qué mujer esa!… Verdad que a usted ya le tienen estas cosas sin cuidado… ¡Si fuera usted un pobre huérfano desamparado como yo!… Y tú, Casallena de los demonios, ¿para cuándo guardas las coplas finas y el ponerte tristón y languiducho? De seguro, para lavar la cara a las cursis de Madrid, como las que iban con ellas… Con ellas he dicho, porque, canastos… ¡mira que la hermana, en su clase de rubia garapiñada!… Te digo que debe ser una pura guindilla… Hombre, tú, que eres médico, y a propósito de estos delicados particulares, ¿cómo me explicas ese fenómeno… fisiológico?… ¿Cómo de un padre tan feo y tan bruto, pueden resultar dos hijas tan guapas? ¡Canastos, qué morena!… Córrete un poco allá, Picolomini, mal jurista, que hoy necesito yo mucho espacio y mucho viento… y mucha fragancia marina, como decís los poetas de regadío; muchas sales de… ¿de qué, Casallena? Porque resulta ahora que las aguas del mar abundan en sales de… en fin, de esas que vienen a respirar los escrofulosos de Zamarramala, engañados por los de tu oficio. Pues de esas sales necesito yo también ahora, o del aire que las trae, que no es lo mismo; y además… ¡Casaa!… ¡Así llaman los de Becerril al mozo del café!… ¡Concho, qué brutos!… Tráete un vaso de agua con azucarillo; y por si acaso está muy fría, tráete también la botella de coñac para echarla unas gotas. Pues sí, señor: la trigueñita esa, es cosa de verse de cerca. ¿Usted, compañero, ya ha tomado su uvita para amortiguar las neuralgias? ¡Canastos! en otros tiempos se curaba usted las murrias que le partían, con canutillos a pasto… ¡Eso sí! arrojando siempre la punta de ellos, con cara de asco, como si los tragara a la fuerza, cuando lo hacía porque no llegaba la crema hasta allí. ¡La hipocresía de la gula!… por la falta de creencias. Ahora, todo lo malo que se hace es por la falta de creencias. ¡Canastos con la falta de creencias! Ya estoy yo de esas faltas hasta la coronilla… Para eso, el pobre Casallena no se ha tomado, contando por los indicios visibles y los antecedentes que se le conocen, más que un chocolate con media arroba de tostadas fritas, dos platillos de pasteles y una copa de Jerez. ¡Ángel de Dios!… Pero, hombre, éste siquiera tiene la franqueza de su voracidad: se come hasta las migajas, y lame las paredes del pocillo. Lo peor es que, para lo que te luce… Y ¿dónde habéis dejado al gomoso de mi otro sobrino? ese sportman platónico, quiero decir, sin caballo ni esperanzas de tenerle… casi lo propio que el amigo que le ha pegado esos vicios y no tiene más cabalgadura que una pollina casera. En octubre la manda a estudiar a los montes de su lugar, y en junio se la traen pelechando. Pues apuesto una desazón a que ese sobrino mío está esperando en casa el perfumado billete de la última condesa de Madrid que se ha prendado de él, sólo con verle pasar por enfrente de sus balcones. ¡Canastos con los tenorios anodinos que se gastan ahora!… Por supuesto, también por la falta de creencias… ¡todo por la falta de creencias!… Pues volviendo a la rubia, quiero decir, a la otra, porque yo prefiero, pero con mucho, ¡con muchísimo! a la morena… ¿qué demonios me han contado a mí de esa real moza, ahora que me acuerdo? Pues yo algo sé… por supuesto, de lo limpio… Y después de todo, a mí ¿qué canastos me importa? Agua que no has de beber… Pero conste que su padre no se la merece, ¿no es verdad, muchachos?… Ni tampoco ninguno de vosotros, con franqueza, aunque la modestia o la necesidad os haga crear cosa muy distinta… Esa mujer debió haber nacido en mis tiempos, cuando los elegantes no andábamos, como los de hoy, en babuchas y de corto y apretado por la calle, como niños zangolotinos… ¡Reconcho, qué raza y qué modas!…
Y así sucesivamente: los amigos del preopinante escuchaban a veces riéndose, y a veces temblando de miedo, a que entre aquel encadenamiento de ocurrencias fulminantes, expelidas a voces, estallara a lo mejor una claridad que resonara demasiado en los ámbitos del café, que iba colmándose poco a poco de concurrentes; pero no pudieron meter baza por ningún resquicio del monólogo. El alud los arrollaba siempre, hasta que entrando en escena nuevos contertulios, este pintor, aquel periodista, el otro estudiante y el recomendado de más allá, la tormenta fue calmándose, y se encauzó la murmuración, haciéndose más extensa.
En esto se andaba, citando se plantó delante de todos, en la acera inmediata, el mismísima señor de los Brezales, como él se firmaba, o Brezales a secas, como le llamaba todo el mundo. Ya se ha dicho de este sujeto que era el tipo de la vulgaridad enriquecida; y aquí se confirma el aserto, con la añadidura de que era así, no sólo en conjunto, sino en cada uno de sus pormenores físicos y morales: vulgar de pelo, y de orejas, y de pies, y de bigotes, y de espaldas, y de ojos, y de ropa… vulgar, en fin, hasta en la manera de atreverse a ser chancero y gracioso, o solemne y profundo, según los casos, entre gentes de poco más o menos, con la osadía que da a los hombres de escaso meollo la posesión del dinero atropado con la escobilla del atril. Gentes de poco más o menos eran para él las de la mesa; y por serlo, se anunció a ellas con el registro chancero en esta forma:
– ¿A quién se despelleja hoy aquí, señores del plumeo?
– Precisamente a usted y a toda su casta,– respondió López con la velocidad y la fuerza del rayo.
El señor de los Brezales soltó una carcajada. Pura broma, para corresponder a la del otro. Porque toda aprensión podía entrar en su cabeza, menos la de que fuera, en ningún caso, materia despellejable un hombre tan rico y tan serio como él, y que, además, se carteaba íntimamente con un «estadista» de los más sonados.
– ¡Ah, pícaros, beneméritos de una cárcel!– añadió a la carcajada.
– En cambio— replicó el implacable López,– a otros, con menos títulos, los creerá usted merecedores de la patria… y así va el mundo chapucero…
– ¡Oh, qué buenas cosas tiene este don Fabio!– dijo brezales volviendo a reírse, pero sin caer en la cuenta de que merecedor no significaba lo mismo que benemérito; y luego, cambiando de tono y de actitud, prosiguió:– Vamos a ver, caballeritos: yo ando reclutando gente, y a eso he venido aquí.
– Y ¿para qué es la recluta?– le preguntaron.
– Para la junta de ahora mismo— respondió.– ¡Pues me gusta la ocurrencia! ¿No han visto ustedes la convocatoria en El Océano de esta mañana?
Nadie de los presentes se había enterado de ella.
– ¡Ésta es más gorda!– añadió Brezales verdaderamente asombrado.– Son ustedes, si mis noticias no fallan, los que escriben ese papel, y ahora resulta que no saben lo que en él se dice. ¡Así anda ello!
– Pero ¿de qué junta se trata, mi señor don Roque?– preguntó Casallena con su voz suave y acompasada.
– De una extraordinaria— respondió solemnizándose un poquito el interpelado,– que va a celebrar dentro de media hora la Alianza Mercantil e Industrial…
– Para el fomento– interrumpió Casallena,– y desarrollo de los intereses locales… Ya recuerdo el título.
– Y de la cría caballar– añadió Fabio López a media voz; y luego volviéndose a Brezales y soltándola toda, le preguntó:– Y ¿qué tenemos nosotros que ver con eso?
– Por si lo tienen me he acercado aquí— respondió el buen hombre.– ¿Ninguno de ustedes es socio?
– ¿Qué canastos hemos de ser?– exclamó el otro.– Esa sociedad es de hombres de mucho pelo, y ésta que usted ve aquí es gente de escasa pluma.
– Pues es de lamentar— dijo Brezales,– porque convendría que los que redaztan papeles concurrieran allá para pintar las cosas tal y como son en sí, y no salirnos luego con un sinfundio por fiarse demasiado del relate de otro.
– Pero ¿tan importante va a ser lo que allí se ventile?– le preguntaron.
– ¡Importantísimo!– respondió Brezales acabando de solemnizarse y de erguirse.– ¡Muy importante! Se van a presentar a la discusión de la Junta tres proyectos maníficos. Los conozco bien, porque se me han consultado repetidas veces. He tenido ese honor.
– ¿Y de quién son, si puede saberse?– preguntó el coetáneo de Fabio López.
– ¿Pues de quién han de ser, canastos?– exclamó éste, revolviéndose mucho sobre la banqueta:– de Joaquinito Rodajas. Apostaría las narices.
– Pues se quedaría usted sin ellas— replicó el candoroso Brezales,– porque los proyectos no son de ese caballero, a quien no tengo el gusto de conocer, sino de otro que, por cierto, no es estimado aquí en todo lo que vale… porque somos así; pero que vale mucho, ¡muchísimo! ¡Oh, qué gran muchacho! Jamás le pagará la población la mitad de lo que le debe.
– ¿Y no se puede saber quién es esa segunda Providencia que nos ha caído de lo alto?– preguntó el de los lentes de oro y la cara hosca.
– Joaquinito Rodajas, hombre: ya se lo tengo dicho,– respondió su coetáneo, poniéndose hasta de mal humor.
– Y yo vuelvo a repetir— dijo midiendo las sílabas el sencillote Brezales,– que padece usted una equivocación, señor don Fabio. No son de ese los proyectos; y en penitencia de la terquedad de usted y del poco aprecio que hacen todos ustedes de estas cosas tan interesantes para el fomento y desarrollo de los intereses locales, ni les digo ahora a qué se confieren los proyectos, ni el nombre de su autor. Cuanto más, que mañana se sabrá todo por los papeles públicos. Y con esto me voy, porque ya irá a empezar aquello, y hay que dar ejemplo de puntualidad… Si por caso ven ustedes algún socio de La Alianza, háganme el favor de arrearle para allá de mi parte… Con la tonía y la pachorra de estas gentes, no se puede atar con arte cosa que valga dos cominos. Adiós, señores.
Y se fue, y le cortaron un nuevo sayo los de la mesa; y como ya comenzaban los sirvientes a encender los mecheros de1café, señal de que también estarían encendiéndose las luminarias del ferial, espectáculo que no perdía nunca el amigo y coetáneo del hombre de la cara hosca, y a éste le iba pareciendo demasiado fresco el ambiente que se colaba por la puerta abierta, marcháronse también los dos antiguos camaradas, apretándose el uno los ijares de vez en cuando, y taciturno y avinagrado el otro, indefectible término y paradero inmediato de las mayores alegrías de aquel singular temperamento.