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José María de Pereda
Nubes de estío
– III— A claustro pleno
ОглавлениеComo en la escalera no había otra luz que la del mechero de la meseta del segundo piso, donde estaba el domicilio de La Alianza Mercantil e Industrial, para, etc., etc., el acaudalado Brezales tuvo que subir a tientas y con tropezones los primeros tramos, bisuntos, desnivelados y estrechos, y acometer después, con las manos por delante, los retorcidos corredores de la casa, porque de la luz del mechero, aunque estaba abierta de par en par la puerta de ingreso, no alcanzaba al interior más claridad que la estrictamente necesaria para que viera el entrante lo denso de las tinieblas en que se zambullía. Envuelto ya en ellas don Roque, comenzó por arrimar su abrigo de verano a la pared, creyendo que le colgaba de la percha, que debía de estar por allí, sobre poco más o menos; y guiándose después por el rumor de las conversaciones de los consocios que se le habían anticipado, pudo llegar al salón que buscaba, sin detrimento grave de su respetable persona.
El tal salón era relativamente espacioso y estaba empapelado de obscuro, por lo que no alcanzaban a ponerle a media luz las de seis medias velucas que se quemaban en dos candeleros de zinc bronceados, que había sobre la mesa presidencial, de modesto cabretón en blanco, con tapete verde, y en dos palomillas de hojalata, contiguas a las jambas de la puerta. La mesa de cabretón, tres sillas adjuntas a ella y como cuatro docenas más arrimadas a las paredes, componían el pobre, pero honrado ajuar de aquella estancia y de la casa entera, alquilada por lo más granado y pudiente del comercio y de la industria, etc… de aquel rico pueblo, para tratar, con el necesario reposo y la debida comodidad, los asuntos enderezados al «fomento y desarrollo de los intereses locales.» Cuando se constituyó la sociedad, el presidente (cuya elección fue una verdadera batalla, porque las falanges de Brezales, que le disputaba el campo, lucharon como leones), que era hombre de buen gusto, y otra docéna de «despilfarrados» como él, trataron de vestir y de alumbrar el local con cierta decencia, que, cuando menos, le hiciera algo llamativo, ya que no resultara, ni con mucho, en consonancia con el esplendor de sus altos destinos. Pero se presentó en la primera junta general un voto de censura fulminante contra los atrevidos, alegando los proponentes, entre otras cosas, que allí no se iba a hacer vida muelle y regalona a expensas de nadie, sino a trabajar y a desvelarse por el bien de todos; por el «fomento y desarrollo de los intereses locales;» que todos estos trabajos y desvelos estaban reñidos con los perfiles del lujo, sin contar con que el comercio, el verdadero comercio, el comercio de los sudores y de los honrados afanes, era de suyo modesto, sencillo y, si bien se miraba, hasta un poco desaliñado y grasiento; que, después de todo, ¿qué más daba una banqueta de pino desnudo, que un sillón de terciopelo; una araña de treinta luces, que un candil de cocina? ¿Tenían algo que ver estas chapucerías de damisela con los importantes asuntos que iban a ventilarse en la casa de La Alianza Mercantil e Industrial, para el fomento y desarrollo de los intereses locales? Vela más, colgajo menos, ¿daban ni quitaban razones en los debates que pudieran promoverse allí? Hubo entre los agredidos de este modo quien se atrevió a replicar humildemente (en vista de que estaba con los suyos, para aquellos y otros análogos particulares, en una insignificante minoría), que bien que el cogollo y nata de los acaudalados de la famosa plaza mercantil se sentara, para celebrar sus juntas más importantes, en banquetas de pino, o en el suelo y hasta en cueros vivos, como los guerreros de Campolicán, si esto les parecía más cómodo y más barato, y hasta les engordaba; pero en cuanto al alumbrado, ¿por qué no había de aumentarse, siquiera con una libra de bujías, cuando las juntas se celebraran de noche, para no entrar a tientas por los pasillos y poder verse las caras los socios en el salón? Así como así, con el aumento de bujías y todo, no llegaría la cuota mensual de cada socio a media peseta. Faltó poco para que se le zamparan por el atrevimiento los protestantes, cuyo leader era Brezales, no por roñoso, sino por haber sido derrotado por ellos en la elección de presidente. Y como, además de esto, se había presentado ya otra proposición, que tenía muchos partidarios en la sociedad, solicitando que ésta se trasladase a un local que los firmantes habían hallado en un barrio más modesto, y que sólo rentaba cinco reales y cuartillo, importando muy poco, al lado de esta gran ventaja, las dos tabernas contiguas al portal, y la pobreza mal oliente de los vecinos de la escalera, los de la minoría, por no perderlo todo, transigieron en lo del alumbrado, y así seguían las cosas.
Se cuentan aquí todos estos pormenores, que a algún suspicaz pudieran sonarle a pujos de meterse de mala manera en la hacienda del excusado, o cuando menos a voto de censura a los araucanos de aquella mayoría, pura y simplemente porque no se dude de la veracidad del historiador, al describir, como se ha descrito, la desnudez y las tinieblas de aquellos ámbitos, tan ilustres por sus destinos. Se sabe ya, pues, por qué no había más luz ni mejores muebles en el local de La Alianza Mercantil e Industrial, etc., etc., y queda a salvo de la tacha de inverosímil, entre las gentes «despilfarradoras,» la pintura que se hizo de aquel cuadro. Y adelante ahora con el cuento, es decir, con la historia.
Cuando entró Brezales en la sala, aún no había comenzado la sesión, y los concurrentes, de pie y fumando los más de ellos, departían en corrillos sobre el triple objeto de la convocatoria, o sobre la importancia o impertinencia de cada uno de los tres proyectos; o bostezaban de fastidio, según las circunstancias y los genios; pero sobre todos los rumores del salón, descollaba la voz del proyectista, rebozada, digámoslo así, en el continuo y desacorde crepitar de los papeles que manoseaba y revolvía hacia un lado y hacia otro, hacia arriba y hacia abajo, golpeando sobre ellos a lo mejor y metiéndose los al más frío por los ojos. Tras el hechizo de aquella voz se fue el bueno de Brezales, paso a paso y de puntillas, con las manos cruzadas sobre los riñones, la cabeza un poco vuelta y el oído en acecho. Llego así al grupo, conteniendo hasta la respiración y haciendo señas con un dedo sobre los labios para que no se diera nadie por entendido de su llegada; se colocó detrás del sustentante, bajando mucho la cabeza y retorciendo un poco más el pescuezo para recoger, con el único oído que de algo le servía, hasta las migajas de aquel sabroso palabreo; y cuando el hombre que se desmedraba por el bien de sus ingratos convecinos puso fin al razonamiento que tenía entre dientes a la llegada de Brezales, éste, conmovido de entusiasmo, le abrazó por la espalda, exclamando al propio tiempo:
– ¡Eso es hablar con substancia! ¡Eso es pensar con aplome! ¡Eso es hacer algo por el verdadero progreso de la localidad! Señores— añadió dirigiéndose a todos los del grupo,– hay que votar eso y que apoyarlo… hay que echar hasta los hígados para que se realice, y para ello cuenten ustedes con lo que soy, con lo que tengo y con lo que valgo.
El de los proyectos se volvió hacia Brezales, de cuya presencia no se había percatado hasta entonces; y tras una mirada de alto abajo, que, bien leída, significaba «eso es lo menos que yo sé discurrir cuando me pongo a ello,» y respondió en voz melosa y con disfraces de tímida.
– Gracias, señor don Roque; pero verá usted cómo no pasa ninguno de los proyectos, como sucede con todo lo verdaderamente serio y útil que se presenta aquí. A mí, personalmente, poco me importa, porque confío en que no ha de faltar en el día de mañana quien haga justicia a mis desinteresados desvelos; pero lo siento por este pueblo que os vio nacer, en cuyo daño vienen a parar todas esas… miserias, por no decir otra cosa.
– ¡Envidias! dígalo usted, y muy alto, porque es la verdad— exclamó Brezales, decidido ya a todo por obra de sus entusiasmos.– Envidia, envidia y no más que envidia.
– Eso— dijo humildemente el otro,– a Dios que los juzgue; pero bien pudiera ser.
En esto se oyó, hacia la única mesa que había allí, el repiqueteo de una campanilla clueca, señal de que iba a comenzarse la sesión. Los concurrentes, sin dejar de fumar los que fumando estaban, fueron arrimándose a las paredes del local, descubriéndose poco a poco y sentándose en las sillas. Ocuparon las suyas detrás de la mesa el presidente y dos individuos de la junta directiva; y después de los trámites de reglamento, aquel señor, de buena traza por cierto, con palabra bastante fácil y no mal estilo, dio cuenta del objeto de la reunión. Hecho esto, dijo:
– El señor don Sancho Vargas tiene la palabra.
El aludido por el presidente era el hombre de los tres proyectos. Ocupaba una de las sillas arrimadas a la pared frontera a la mesa. Le hería de lleno la extenuada luz de uno de los cabos de la puerta, y se le distinguía bastante bien a tres o cuatro pasos de distancia. No había nada más visto que él en la población, y quizás consistiera en eso el poco relieve que daba su persona en el flujo y reflujo, en el ir y venir del público semoviente. No chocaba por alto ni por bajo, por flaco ni por gordo, por guapo ni por feo; lo mismo decía su cara afeitada al rape, que con barbas; igual le sentaba el vestido flojo y descuidado, que el traje de media etiqueta, y tanto daba suponerle una edad de cuarenta años, como de sesenta y cinco. Las dos caían bien en su físico adocenado e insignificante. No era nativo de aquella ciudad, a la cual, siendo él muchacho aún, se había trasladado su padre desde otra relativamente cercana y donde la suerte no se le mostraba muy propicia en sus especulaciones mercantiles. Mientras fue mozuelo, no se le conocieron otras aficiones que el atril del escritorio, el fisgoneo de las vidas ajenas y la compañía de los «señores mayores.» Muerto su padre, continuó él, su heredero único, los negocios de la casa, ni muchos ni muy lucidos. Esto acabó de afirmar allí su reputación de juicioso y serio; y como hablaba en juntas, comisiones y corrillos formales, y ponía comunicados en el «órgano de la plaza» sobre el ramo de policía y capítulos del arancel de Aduanas, y nunca se sonreía, y además desdeñaba el trato de los hombres algo mundanos, artistas, poetas y demás «gente perdida» de la sociedad, ciertos señores del comercio le admiraron, y aun le juraron por listo y por capaz de todo lo imaginable… Y como la espuma desde entonces.
Alzose el tal de la silla, con el rollo de sus papeles entre manos, y comenzó a hablar en estos términos, palabra más o menos, con voz lenta, algo flauteada y temblorosa, como la de aquel que tira del hilo de su estudiado discurso con miedo de que se rompa o se le trabe a lo mejor:
– Señores: me levanto con el temor y la cortedad que son propios de las personas humildes como yo, cuando, después de concebir grandes, colosales proyectos, se creen en el deber patriótico de exponerlos ante un concurso tan ilustrado como el que en este momento me presta su atención. («¡Bravo!» en varias Partes de la sala.) Además de estos motivos, hay otros particularísimos a mi humilde persona, que me hacen confiar muy poco en el buen éxito de mis tres últimos proyectos; y digo últimos, porque, amén de los ya bien conocidos de todo el mundo, tengo otros, igualmente vastos y transcendentales, que no conoce nadie más que el modesto ciudadano que tiene el honor de dirigiros la palabra en este instante, y que de día y de noche, robando las horas al sueño y al descanso corporal, se sacrifica al bienestar de sus semejantes y al engrandecimiento de la ciudad que casi le vio nacer. (¡Ah! ¡Oh! ¡Mucho! ¡Mucho!) ¡Gracias, señores míos; gracias por los alientos que me infundís con esas muestras de cariño a mi humilde persona! Y ya que se toca este punto, entiendo yo, señores, que estoy en el deber de dejarle bien ventilado antes de pasar más adelante en mi discurso. Sí, señores, yo me desvelo, yo me desmejoro, yo me desvivo por hacer algo, por crear algo, que no se ha hecho aquí todavía, porque quizás no se ha sabido hacer, o no ha habido hombres con bastantes agallas para intentarlo. Yo con la pluma, yo con la palabra, yo con mi prestigio (que alguno tengo aquí y fuera de aquí; aunque me esté mal el decirlo), he trabajado, vengo trabajando, como todos sabéis, de muchos años a esta parte, en todos los ramos de los intereses materiales: desde la policía urbana, hasta lo que vais a tener el honor de conocer dentro de unos instantes; y todo por la prosperidad y engrandecimiento del pueblo que os vio nacer; y debo decirlo muy alto: me envanezco de verme poseído de este sentimiento patriótico; de ser tan patriota como el primero… ¡más patriota que ninguno de mis convecinos, por muy patriotas que sean! («¡Bravo, bravo!» en los sitios de costumbre.) Pues bien, señores, así y todo, yo tengo enemigos, y de muy varias calidades: hay quien pone tachas a mis concepciones, y más de dos sabiondos que llaman de zapatero a mi estilo. Así, señores, ¡de zapatero! Claro está, señores, que yo desprecio estas miserias, porque estoy a inmensa altura comparado con toda esa cáfila de charlatanes envidiosos. («¡Por ahí, por ahí!» en las sillas de siempre.) Sí, señores, ¡de envidiosos! ¡La envidia! Ésta es la rémora en este desdichado pueblo que casi me vio nacer (¡Bravo, bravo!), donde jamás habrá armonía entre los elementos pudientes, ni se llevará a cabo mejora que valga dos cominos, porque a los hombres de genio se les ahoga; y basta que una cosa la proponga Juan, para que la combata Pedro, su envidioso enemigo, por buena y útil que ella sea…
Al llegar a esta palabra el orador, le atajó el presidente con un recio matraqueo de la campanilla acatarrada.
– Estoy a las órdenes de Su Señoría,– dijo enfáticamente el atajado, soñando, quizás, en sus modestas alucinaciones, que en aquellos instantes estaba trabajando por el bien de la nación entera en los escaños del Parlamento, a la faz de la Europa, que le decretaba retratos de cuerpo entero en las cajas de cerillas.
– Déjese usted, señor Vargas— contestole el presidente, con una suavidad que cortaba un pelo en el aire,– de pomposos tratamientos que no corresponden a la humilde categoría del puesto que aquí ocupo, y tenga la bondad de considerar que todo eso que usted nos cuenta está fuera de su lugar en esta ocasión y en este sitio, ademán de ser muy grave.
– ¿Muy grave?– exclamó el de los tres proyectos, con fingida pesadumbre, porque se relamía de gusto interiormente al caer en la cuenta de que, sin pretenderlo, había revuelto un poquitín de cisco, a modo de incidente parlamentario.
– Muy grave, sí— insistió el presidente,– y muy fuera de sazón, como se lo voy a demostrar a usted.
Y se lo demostró en muy sencillos razonamientos. Sancho Vargas, como todos los humildes de su calaña, tenía por enemigos y por envidiosos a cuantos discrepaban de sus rotundos pareceres en lo más mínimo, y no acataban sus proyectos como a las palabras del Espíritu Santo, cuya sublime autoridad no había alcanzado todavía él. Siendo esto notorio, como igualmente lo era que a sus instancias estaba reunida allí la Sociedad para discutir la importancia de los proyectos que él sometía a su juicio y a su dictamen, o sobraba la reunión, o estaban de más las palabras duras con que el proyectista castigaba de antemano a los que pusieran tachas a sus obras.
– Por lo demás— añadió el presidente,– ¡dichoso usted, que tiene enemigos que le envidien! Para mí los quisiera yo; porque, o no entiendo jota en achaques de la vida, o sólo es envidiable y envidiado lo que descuella sobre la masa anónima del vulgo. En ningún tonto se ceba jamás la envidia.
Aquí se clavó el de los tres proyectos, tomando por donde más le halagaba la sutil ironía del presidente; y no fue poca fortuna para todos, porque con los razonamientos anteriores, que le escocían como un vapuleo, iba hinchándose de «noble indignación» el vapuleado; sus partidarios se retorcían en sus asientos, y a don Roque se le encrespaban los pelos grises: señales todas de una borrasca que, por poco que durara, había de durar más que la luz de las seis velucas, que se corrían como unas condenadas y se anegaban en lagrimones como rosarios de almendras.
En fin, que tras del obligado tiroteo de explicaciones, y protestas, y salvedades entre el orador y el presidente; dos intentonas malogradas de don Roque de arenga fogosa a sus partidarios para que, «como un solo hombre,» empujaran avante en la Sociedad los grandiosos y salvadores proyectos de aquel perínclito ciudadano (paráclito dijo él), que de su cuenta quedaba después sacarlos triunfantes arriba con la fuerza de sus influjos, bien conocidos de todos; una ligera escaramuza, nacida de estos malogros, entre Butibambas y Muzibarrenas, por asomos de los nunca fenecidos resabios de prepotencia tradicional entre las dos dinastías, y vuelto a lanzar el quos ego por el presidente para calmar el agitado oleaje de aquel mar insulso, desenfundó el hombre de los tres proyectos los papelotes del primero, y comenzó a dar cuenta de él. Decía el rótulo:
Medios de mejorar las condiciones higiénicas, económicas y morales de la masa obrera de esta capital.
Después iba un preámbulo enorme, en que se discurría larga y perezosamente, hasta con citas en latín de Breviario, sobre la reciprocidad de deberes entre los pobres y los ricos; causas con causas, efectos mediatos e inmediatos de las crisis mercantiles del mundo conocido, y, por consecuencia, de las actuales penurias «del proletariado trabajador;» y por fin y remate se exponía el modo razonado, «en el humilde concepto» del razonador, de redimir al obrero de aquella localidad de las dos tiranías más insoportables y perniciosas: la tiranía del propietario, y «la del aire putrefacto o corrompido.» Para conseguir este gran triunfo, se fabricaría un barrio de obreros, al tenor de lo marcado en los croquis que acompañaban a la Memoria, en el extenso campo baldío «radicante» al extremo Oeste de la población. Las casas serían anchas y bajas, aisladas unas de otras, con su jardincito delante y su huertecito atrás; su comedor con estufa para el invierno, y una terraza al saliente para jugar las criaturas y tomar el fresco toda la familia en las noches de verano; amplia y bien soleada cocina, con servicio de agua a caño libre… y por el estilo lo restante.
– Y ¿cuántas casas de esas entran en el proyecto?– preguntó un socio impaciente, no se sabe si con recta o torcida intención.
– Todas las que se necesiten,– contestó con altivez el sustentante.
– Vamos— replicó con suma humildad el otro,– a razón de una por cada obrero que se presente. ¡Pues casas son! Y suponiendo que haya terreno bastante para construir esa nueva ciudad, ¿de dónde ha de salir lo que cuesta tan grande obra?
– De donde lo haya, y sin meter mano en las arcas de usted— respondió muy amoscado Sancho Vargas,– como hubiera usted visto inmediatamente sin necesidad de preguntármelo. ¡Bueno estaría, señores, mi proyecto, si, por aliviar las cargas de esa benemérita clase menesterosa, arrojara yo otra tan pesada sobre los hombros de los pudientes! ¡No, señores, no acabo de caerme de un nido! («¡Bravo!» en algunas sillas. Don Roque guarda la frase feliz en su memoria, para utilizarla en la primera ocasión que se le presente.) Se cuenta con que el Ayuntamiento, disponiendo de lo que es suyo, ceda el terreno gratis, y con que el Gobierno de la nación dé el dinero necesario para las obras. (Rumores de varias clases en todas las filas del salón. El presidente se rasca suavemente la cabeza con un dedo encorvado, y dice algunas palabras al vocal de su derecha, que cierra los ojos, y, a su vez, se rasca la barba con otro dedo, encorvado, también.)
– ¿Tendría la bondad de decirnos el señor don Sancho— preguntó un socio muy cortés de la minoría,– si se ha de pagar algo por vivir en esas casas?
– ¡Buen nabo arrancaría el pobre obrero con el regalo que tratamos de hacerle— respondió con olímpico desdén el sustentante,– si tuviera que pagarle en alquileres! Para no salir de tiranos, ¿a qué redimirle del casero, que le esquilma hoy?
– Entiendo yo, señores— dijo a esto un concurrente que era dueño de unas cuantas viviendas de gente pobre,– que no son mayormente… ¿cómo lo diré?… correctas, ciertas expresiones que el señor de Vargas ha dedicado a los dueños de casas de poco precio; y entiendo, además, que, como no se las ha dado hechas y de balde el Gobierno, a ninguna ley de arriba ni de abajo faltan cobrando, tarde y mal, la miseria que les paga el pobre que quiere vivir en ellas.
– ¡Oh, mi señor don Celedonio! Yo le juro a Su Señoría, quiero decir, a usted, con la mano puesta sobre mi honrado corazón— exclamó entonces el orador balanceándose mucho de medio arriba, de puro sumiso y complaciente, pero al mismo tiempo asombrado del poder de su palabra revoltosa y del arte que le había infundido el cielo para brillar «en su día» entre los adalides más famosos de «los Cuerpos Colegisladores;»– yo le juro, repito, que no he tenido la menor intención de ofender a la honrada y benemérita clase de propietarios y contribuyentes por lo urbano. Si alguno ha entendido de otro modo esas palabras, pronunciadas en el calor de la improvisación, y no se cree satisfecho con esta declaración de un hombre que no miente jamás, yo las retiro desde luego. («¡Bravo! ¡muy bien!» en las sillas de siempre.)
– Corriente, y a otra cosa— replicó el llamado don Celedonio;– y ya que estoy en el uso de la palabra, tenga la bondad de decirnos el señor don Sancho quién va a pagar a los inquilinos de esas casas en proyecto el agua a caño libre que ha de haber en ellas, y de dónde ha de salir el dinero para reparaciones y demás.
– Voy a satisfacer la curiosidad de usted— respondió el interpelado,– porque aquí consta ese considerable pormenor, como todos los que atañen al proyecto; y a su tiempo los hubiera conocido la Sociedad, si las impaciencias de algunos no me hubieran obligado a cambiar de método en la exposición del plan entero. Esos dos importantes renglones a que usted se refiere, se cubrirán, con sobras, según el irrebatible cálculo que consta en la Memoria que quedará sobre la mesa, por medio de un impuesto sobre varios artículos de lujo, y de otro, personal, sobre el pasaje trasatlántico que toque en este puerto en toda clase de embarcaciones. (¡Ah! ¡Oh!)
– Bien estará todo eso cuando usted lo ha hecho y lo cree realizable— díjole el don Celedonio, probablemente con la mejor intención, porque no era hombre de segundas;– pero entiendo yo que va a ocurrir una grave dificultad el día en que esa nueva ciudad esté concluida, porque el Ayuntamiento haya dado los terrenos, el Gobierno el capital, y el impuesto sobre indianos y otros artículos de lujo se haya dejado cobrar como una seda; y esa dificultad es, entiendo yo, la de que al hacer el reparto de las casas, la mitad de la clase pudiente se va a declarar masa obrera. Yo, desde luego, pido una de esas casas, más baratas y mejores que la mía, que no es del todo maleja. (Risas y Protestas en todo el salón.)
– ¡Ah, señor don Celedonio, señor don Celedonio!– clamó entonces el proyectista, con arrastres hondísimos de su voz amargurada;– ¡que un hombre como usted, tan formal como usted, de la brillante posición de usted, tome a broma de mal gusto un asunto tan serio, tan elevado, tan transcendental; un proyecto que me ha costado a mí tantas horas de cavilar, tantas noches sin dormir, sin otra esperanza de galardón que el bien de una clase menesterosa, en este pueblo que casi me vio nacer! ¡Ah, señor don Celedonio, señor don Celedonio! ¿Qué dejamos entonces para esa gentezuela de poco más o menos, que me tiene a mí por simple y se mofa de mi estilo? (¡Bravo! ¡Mucho! ¡Admirable! ¡Intrigantes! ¡Envidiosos!) Ya lo oís, y yo no lo he dicho. Ya lo oye el señor presidente; y cuando el río suena… («¡Eso, eso! ¡Por ahí duele! ¡Duro, duro!»– Consta en documentos que don Roque Brezales gritó en aquel incidente ruidoso como un desesperado.)
El presidente, a todo esto, sacudía la campanilla a más y mejor, y se esforzaba por meter en su cauce aquel manso río que se había desbordado súbitamente; pero no logró su objeto sino a duras penas. Cuando consiguió hacerse oír, dijo al inconsciente revoltoso de los tres proyectos, recogiendo su alusión directa y personal:
– Nada de lo que aquí se ha gritado por sus amigos de usted, señor Vargas, me hace cambiar de opinión sobre lo que dicho le tengo acerca de los envidiosos que le persiguen; y todo lo mantengo ahora, porque dos cañonazos, o tres, o ciento, no alcanzan más que uno solo.
– No entiendo el símil, mayormente,– respondió algo atarugado y un si es no es jadeante el aludido.
– No es— replicó el presidente muy fino,– de absoluta necesidad que usted lo entienda, con tal de que haya entendido lo restante.
– Eso sí.
– Pues con ello basta y sobra: quédese aquí el incidente, y vamos al asunto; pero por derecho, porque el tiempo corre que vuela, y no hay más luz en toda la casa que la que está consumiéndose aquí. (Risas.) Es la pura verdad, y la digo porque sería una mala vergüenza para nosotros tener que levantar la sesión, o continuarla con cerillas por habernos quedado a oscuras.
Para evitarlo y llegar cuanto antes al nombramiento de la comisión que debía estudiar el proyecto y dar su informe sobre él, el presidente hizo un resumen de los puntos que abarcaba. Sancho Vargas le dio por bien hecho.
– Pido la palabra,– dijo entonces airadamente un socio de los que, siendo en la calle unos infelices, concurren a todas las juntas generales con cara feroz, y no despliegan los labios sino para residenciar a todo el mundo.
Concediósela el presidente, y dijo, de medio lado, con ceño adusto y con voz fiera:
– Según resulta de lo que acaba de oírse, el Ayuntamiento ha de dar de balde la inmensidad de terreno que ocuparán las innumerables, cómodas y lujosas habitaciones que han de regalarse a los obreros; el Estado, la millonada enorme para construirlas, y un impuesto sobre ciertos artículos de lujo y el pasaje trasatlántico, para conservarlas, con su caño libre, sus terrazas y sus jardines de recreo. No me meto a averiguar ahora si esto es cosa de sainete, o un proyecto digno de que le tome en consideración una Sociedad tan formal como la nuestra; pero antes de que pase a la comisión que ha de poner esas dudas en claro, pregunto yo al señor don Sancho Vargas: ¿con qué contribuye él, con qué contribuímos nosotros a ese vasto y costosísimo proyecto en que todo está pagado ya? ¿Qué pone él, qué ponemos de nuestra parte, para mover con el ejemplo las naturales resistencias del Gobierno y del Municipio? No tengo más que preguntar.
Mirole Vargas con desdén olímpico, y le respondió altanero:
– Yo pongo, nosotros ponemos lo único que me toca y nos toca poner: la iniciativa… el prestigio, la gestión poderosa. ¿Le parece a usted poco?
– Muy poco— respondió el arisco fiscal.Con todo ello junto, si lo saca usted a la plaza por garantía, no levanta un empréstito de tres pesetas. (Aprobación y protestas, según los grupos.)
– Pues demos de barato— replicó Sancho Vargas encrespándose de veras,– que todo eso sea verdad, y los que ponen tachas a mi proyecto tengan siquiera un asomo de razón: yo pregunto, yo pregunto, señores, porque puedo y debo preguntarlo; yo pregunto, yo les pregunto ahora mismo: ¿por qué habéis ensalzado, hasta las nubes otros proyectos semejantes, y elevado a sus autores a la categoría de los grandes genios y a la excelsitud de los semidioses? Y estos semidioses y estos grandes genios, ¿qué más pusieron de lo suyo en sus obras que lo que pongo yo de lo mío en las mías? Nada yo; nada ellos. Total, igual. Y, sin embargo, ellos por las altas cumbres entre voladores y bengalas, y yo por el polvo de los suelos, rechiflado y con coroza. (Rumores, acá de adhesión, y acullá de protestas.) ¿Hay quien lo duda? Pues falta razón para ello. ¿Queréis que os cite nombres? ¿que os determine casos?… ¿que os recuerde fechas?… (¡Sí, sí… ¡No, no! ¡Fuera! ¡fuera!… ¡Bravo, bravo!… ¡Basta, basta! ¡A otra cosa! ¡Sí, sí! ¡No, no!)
Otro arrechucho, otra batalla, y nuevos y mayores esfuerzos del presidente para poner paz entre aquellas embravecidas falanges, capitaneada la más fogosa de ellas por el pacífico Brezales, que aquella noche estaba dispuesto a armar camorra con el lucero del alba.
– Se procede al nombramiento de la comisión— grita el presidente cuando su voz pudo oírse en aquella baraúnda,– y se recomienda la brevedad.
El señor don Roque Brezales, como ya se ha indicado, contaba en la Sociedad con muchos adeptos cuando se ventilaban puntos como los de la libra de velas de marras; pero fuera de estos casos, siempre que se las había con las falanges del presidente, que eran las mejor vestidas y de más gramática, perdía la batalla; y eso le pasó aquella noche con motivo del nombramiento de la comisión de tres individuos, por más que se brindó a ser candidato él mismo para dar mayor prestigio a la cosa, y los apasionados del autor del proyecto hicieron prodigios de fortaleza. Toda la comisión salió de los otros.
Con la rescoldera de este trago en el cuerpo, se alzó nuevamente, después de reanudada la sesión, el heroico autor de los tres proyectos para dar cuenta del segundo. En el cual se trataba de una Indispensable y definitiva reforma del puerto de aquella ciudad.
– Pido la palabra,– dijo, al enterarse del caso, un concurrente gordo, grandote, muy planchado y extenso de pechera, bigotes erizados y ojos de paquidermo.
– ¿Para qué la pide usted?– le preguntó el presidente.
– La pido— respondió el otro con un retintín muy singular,– porque de esos particulares tengo yo que hablar, ¡y mucho! (Risas y exclamaciones de un estilo nuevo allí aquella noche.)
Prometiole el presidente que hablaría cuanto quisiera, pero a su debido tiempo, y mandó continuar en su tema al sempiterno preopinante. El cual dio lectura a una larga disertación, con latines también, en que se intentaba demostrar que las reformas actuales, que tantos caudales costaban ya al erario público, eran deficientes y absurdas; que se había cortado con miedo la bahía, y que era de imprescindible necesidad, para la conservación del puerto, sacar toda la línea de muelles construidos y proyectados medio kilómetro más al Sur.
– ¿Otra tajadita más?– exclamó un oyente.– Pelo a pelo, se quedan los hombres calvos.
– Esa es la opinión del vulgo, que no ve más allá de sus narices,– contestó con altivo desdén el de los proyectos.
– Gracias, señor narigudo— replicó el oyente, que era de los bien vestidos.– Pero eso mismo nos solían responder los sabios que se empeñaron en la actual reforma, calificada de absurda ahora por usted, cuando los chatos la llamábamos disparate.
– No es el caso el mismo— repuso el gran proyectista,– puesto que ustedes desaprobaban la reforma porque robaba mucha bahía, y yo la declaro absurda porque no roba todo lo que debe.
– Pues por mí— dijo el otro,– que la roben de punta a cabo; ¡para lo que queda ya de ella!…
– ¡Ah, señores!– exclamó el sustentante, tomando aires de profeta gemebundo,– y ¡cuán lamentable es hablar de memoria en tan delicados particulares! ¡Cuán lastimoso el desconocimiento de determinados principios científicos! ¡Si los hubiérais estudiado como yo, robando el tiempo al dormir, por no quitársele a los deberes mercantiles que sobre mí pesan! ¡Si hubiérais conversado largamente con los hombres de la facultad, como he conversado yo, una, dos, diez, ciento y mil veces, en este pueblo y fuera de él con vigilias y dispendios cuantiosísimos, y no del peculio ajeno, sino a expensas del propio, con el más honrado, con el más patriótico, sí, señores, con el más patriótico desinterés! ¡Ah, señores: si supiérais vosotros, como yo sé, lo que son los hilos de corriente, y la ley maravillosa de las arenas en suspensión! ¡Si supiérais, repito, que es un hecho, comprobado por la ciencia, en sus cálculos de gabinete, que cuanto más angosto es un canal, mayor es el tiro de la corriente, y mayor la cantidad de sedimentos que se lleva consigo!
– ¡Vaya si sabemos eso, aunque chatos, quiero decir, aunque legos!– saltó de pronto el mismo concurrente bien vestido.– Y aún sabemos algo más: sabemos, sin habernos costado grandes vigilias ni cuantiosos dispendios; en fin, lo que se llama de balde, que cuando la anchura del canal sea cero, no entrará en él un mal grano de arena… ni tampoco una gota de agua.
– Esa es una exageración de mal gusto,– replicó Vargas en tono despreciativo.
– Esto es— afirmó el otro, sin enfadarse,– un corolario de las perogrulladas científicas que tan caras le han costado a usted… aunque no tanto como al puerto.
El hombre gordo de bigotes erizados y ojos de paquidermo, que no cesaba de murmurar por lo bajo desde que había salido a relucir aquel asunto, pidió aquí la palabra; pero con tal interjección y de tal modo, que el presidente se apresuró a concedérsela, y lo hizo en estos términos:
– Diga usted lo que guste, señor Acémilas.
– Aceñas— rectificó el aludido, entre una explosión de risotadas del concurso.– Aceñas; Juan Aceñas, que no es lo mismo.
– Es cierto— añadió el presidente,– y usted me perdone, señor don Juan, la equivocación, que fue motivada por la semejanza de las dos palabras.
– Puede usted excusarse explicaciones— dijo Aceñas arrellenándose más a gusto en la silla,– y hasta quitarme el don, aunque me sobra din para llevarle, porque a mí me tienen sin cuidado lo mismo las pullas de arriba, que las risotadas de abajo; yo sé lo que soy, y sé lo que es cada uno de los demás aquí presentes, y a esto me atengo… Vamos, ¿no ha quedado sobrante un poco de risa para celebrar esta «animalada de Aceñas,» como se llama por ahí a todo lo que yo digo?… ¿No?… ¡Qué pobres hombres éstos, que ni siquiera saben reírse a punto y sazón! Señor presidente, yo empiezo por no levantarme para hablar, porque si las sillas no se han puesto aquí para comodidad de los que las pagamos, no sé yo para qué canastos se han puesto… Además, yo no entiendo de ese teatro que ahora se usa en estas reuniones, como si fuéramos a hacer leyes para la nación..¡Comedias! (Redobles de campanilla y advertencias del presidente.) Voy allá de contado; pero que conste lo dicho. Todo lo que aquí se ha manifestado, principalmente en lo que toca a reformas del puerto, en una sarta de disparates.. (Protestas de muchos, y en especial de Sancho Vargas y de Brezales.) No hay que picarse, caballeros, porque lo que digo de lo que aquí se ha dicho, lo extiendo a lo que en el puerto, se ha hecho… Porque (exaltándose brutalmente) yo tengo también mi proyecto correspondiente, pensado por mí… discurrido por mí… estudiado por mí, paso a paso sobre el terreno; y quiero que este proyecto se conozca, y se estudie, y se ejecute… y se ejecutará, porque tengo medios, sin contar con los de ustedes, que no necesito para hacer que se tome en consideración donde debe de tomarse. Este proyecto mío, que se imprimirá en su día para que le conozca el mundo entero, he querido explicarle aquí, aunque sólo por encima, porque supe que se iba a presentar otro esta noche, que es el del señor Sancho Panza… digo, Vargas… También yo confundo los nombres, señor presidente. (Éste se muerde los labios, por no reírse, mientras sacude la campanilla, y Vargas vomita tempestades de indignación, cortadas por sus idólatras.) Sólo que el señor don Sancho tiene menos correa que yo, a lo que veo… ¡Otro pobre hombre! ¡Apurarse ahora por una asnada más o menos de este borrico de Aceñas!… Sí, señor, de este borrico… Así me llama usté a mí cuando me mientan delante de usté… Pues ahora vamos a ver quién es más; y para ello, dígase y conózcase mi proyecto, y compárese con el suyo. (Atención con sonrisas y zozobras.) El proyecto mío no se anda con miseriucas y chapucerías de cuartillo de agua más o menos, quitado al caudal de la badía; yo tomo las cosas más en grande y más de lejos: o echarlas patas arriba de una vez, o no poner mano en ellas. En mi plan entra también la ciudad entera, con un desarrollo territorial de legua y media, por el Oeste y Norte, y poco menos por el Nordeste y Sur clavado. Diréis… «ésta es otra burrada de Aceñas.» (Risas y rumores varios.) Pues van a ver ahora los sabios de la matemática cómo no hay que estudiar en muchos libros para hacer esos milagros. Yo no me quedo en el puerto; yo salgo de él, y, siguiendo la costa de la parte de acá, me planto en Cabo Chico, y desde allí saco un espigón, mar afuera, de una largura de dos millas, vara más o menos; y de pronto, tuerzo a la derecha sesgándome un poco, y sigo con el muro hasta empalmarle con el peñasco de acá de la boca del puerto. Con esto consigo matar los temporales del Noroeste en aquel sitio, y la ganancia del territorio robado a la mar por los murallones. (Asombro, carcajadas y hasta pateos.) Naturalmente que a alguno le ha de escocer esto, sin saber lo que se pesca. ¡Cómo que la playa de baños y toda la pompa de lujos que anda por allí, queda debajo del rataplén! (Más carcajadas y más pateos.) Pero no se paran a calcular esos inocentes propietarios, como lo he calculado yo, lo que valdrá un carro de tierra entonces en aquel sitio… ¡cien veces más de lo que vale hoy! Ya está arreglado de esta suerte lo de la parte de afuera. Vuélvome ahora al puerto; y desde la misma punta de él, por la banda de adentro, arranco otro murallón, aguas arriba, separándome hacía el Sur, sobre un kilómetro, de esa miseria de muelles que están en obra y estarán por muchos años; y al llegar como a la metad de la badía, vuelvo de repente sobre la izquierda y la cruzo de parte a parte. (Horror de exclamaciones.) Me parece, señores, que la ganancia en tierra firme, por este lado, no es floja tampoco.
– Pero, hombre— interrumpió un concurrente algo socarrón,– ¿qué vamos a hacer de tantísimo terreno como adquirimos de esa manera?
El hombre gordo se le quedó mirando unos instantes, con gestos y contorsiones tan pronto de ira como de burla, y al fin le respondió:
– Pues mire usted: con ser tanto, y sin contar las dos leguas de ensanche que yo doy por el Oeste, puede que se necesite todo, si es que llega, para construir la ciudad que ha discurrido el señor don Sancho Panza… digo, Vargas.
Lo que aquí pasó no es para pintado. El aludido, puesto de pie, fulminó protestas contra el casi sacrílego agresor, y cargos durísimos contra el presidente. Sus idólatras, con Brezales a la cabeza, hacían otro tanto, y hasta pateaban y esgrimían los puños; el presidente desbadajó la campanilla a fuerza de zarandearla; otros señores declaraban que no les parecía el suceso para tanto vocerío, y esto sulfuraba más y más a los sulfurados; Aceñas, sin moverse de su silla, se reía como un inocente de los unos y de los otros, y azuzaba con sus gestos, provocativos de puro estúpidos, las iras de los más desbaratados. Se temió que iba a concluir a silletazos aquello, que por momentos se encrespaba; pero, por una feliz coincidencia, las luces de los cabos espirantes comenzaron a oscilar, como si el vocerío las asustara, produciéndolas desmayos; y el presidente, tomando pretexto de ello, dio por terminada la sesión cubriéndose la cabeza. Cubrirse, y espirar de golpe las seis luces de los cabos, no se sabe si por alguna corriente de aire establecida de pronto, o porque se anegaran al fin en el exceso de sus lágrimas, fue todo uno.
Esto acabó de aplacar la borrasca como por encanto. Oyéronse algunos charrasqueos de fósforos de cocina, frotados contra las cajas; viéronse varios puntitos luminosos en la densa obscuridad; y, guiándose con ellos, abandonó el salón la masa negra de los concurrentes, que parecía, por lo apiñada y presurosa, un rebaño de merinos.
Don Roque Brezales iba de los más zagueros, y aún logró quedarse el último, con otro socio, un sujeto que nunca desplegaba los labios en aquellas reuniones ni en otras parecidas, ni se apasionaba por nada ni por nadie.
– Pero ¿ve usted, hombre?– le dijo Brezales, sudando hieles todavía y con los pocos pelos erizados, tirándole de los faldones de la levita para que se pusiera a su lado.– ¿Ve usted qué cosas? Si esto se escribiera en libros, se diría que no era cierto, que era pintar por pintar. ¡Qué gentes, qué desatinos!
– ¿Por quién lo dice usted?– le preguntó el otro.
– ¿Por quién he de decirlo? Por ese bestia de Aceñas. ¡Qué proyecto el suyo! ¡Y consentir que eso se trate aquí!…
– ¡Pues mire usted que el del otro!…
– ¿Es posible que usted se atreva a compararlos?
– Sí, señor; y aún me quedo con Aceñas, que, siquiera, me divierte.
– Nada— exclamó aquí don Roque en el colmo del despecho:– el mal incurable, el mal de este pueblo; la tonía en unos, la burla en otros, la envidia en muchos y la inación en todos. Lo poco que se intenta, a nadie parece bien, y nada se hace al cabo. Aquí falta unión, aquí falta patriotismo, aquí falta…
– No se canse usted, don Roque— le interrumpió con mucha serenidad su acompañante:– aquí no hay más envidias ni más rencores que en otras partes; aquí no falta patriotismo ni deseo de hacer cosas buenas y bien hechas: lo que falta son hombres, porque aquí no hay más que hombrucos.
Con lo que don Roque, que se creía un gigante, y por otro tenía a Sancho Vargas, tachó a su desengañado amigo de envidioso, y no se dignó responderle.