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José María de Pereda
Nubes de estío
– IV—  Vista interior de don Roque

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Llegó a la calle el pobre hombre, espeluznado y sudoroso, mucho de ello por las fatigas de la batalla reciente en la atmósfera caldeada del salón, y no poco por la subsiguiente brega para encontrar medio a tientas su abrigo, que, enredado entre los pies de sus consocios, había ido a parar, hecho un bodoque, a un montón de barreduras escondido detrás de la puerta de salida. Iba solo ya y tapándose la boca con su pañuelo de bolsillo, porque el relente era fresco y él tenía un miedo cerval a las pulmonías; eran algo pasadas las diez y media, y en las calles que recorría no encontraba un alma, porque el movimiento y los atractivos de la población, a aquellas horas, no estaban por allí. Las gentes bullían a rebaños hacia el sitio de las ferias recientemente inauguradas, o alrededor del templete de la gran plaza, en el cual tocaba de balde la música del Hospicio. Por aquella plaza, o muy cerca de ella, tenía que pasar él para dirigirse a su casa.

Siempre había considerado el buen hombre la música como uno de los ruidos más incómodos; pero aquella noche los halló verdaderamente insoportables. Le remedaban la voz del presidente de La Alianza, que, por más que hubiera negado el hecho, se había querido burlar, se había burlado más de dos veces, de la seriedad de su excelente amigo, el gran muchacho, el gran patriota Sancho Vargas, y los rumores provocativos de los que apoyaban la sospechosa actitud del enfatuado presidente, y, sobre todo, las gansadas, los rebuznos del animalote de Aceñas, que había conseguido, gracias a ciertas tolerancias de mal gusto y de peor ley, disolver a coces, materialmente a coces, una reunión de la cual debió haber salido en triunfo, con hachas encendidas y en un coche tirado por la junta directiva, para mayor solemnidad, el ilustre autor de tan atrevidos planes. ¡Cómo le mortificaban al buen señor los revolcones dados en la sesión a su ídolo, y a él mismo, y a todos los amigos de los dos! Pero ¿en qué consistiría que aún le mortificaba mucho más que todo ello el recuerdo de aquellas pocas palabras que acababa de oír de boca del hombre de hielo, lima sorda y traidorcillo?… ¡Cuidado si era cargante la música dormilona de aquellas palabras! «¡Pues mire usted que el del otro!…» Y este otro era, como quien no dice nada, su gran amigo Sancho Vargas; y el proyecto estrafalario y estúpido a que él, Brezales, se había referido con justa indignación, el de Aceñas. ¡Equiparar tales cosas y hombres tan desemejantes! ¡y con aquella frescura, y como quien no rompe un plato! Pues aún no eran estas palabras de su amigo las que más daño le habían hecho, sino las últimas. ¡Esas, esas sí que le habían escocido y mortificado! ¡esas eran las que verdaderamente daban la medida de cuanto había de dañino en aquella naturaleza de sorbete: «¡Aquí no hay hombres, sino hombrucos!»

– ¿A qué llamará hombres de verdad esa ave fría de los demonios?– preguntose al llegar a este punto con sus pensamientos, mientras torcía el paso por una de las avenidas laterales de la plaza para huir de la vista de las gentes ruido de la música, que le impedían entregarse a sus meditaciones con la atención ardorosa que él necesitaba en aquellos instantes de fiebre.– Vamos a ver— se decía.– ¿Cómo han de ser los hombres que tú necesitas? ¿Cómo son los hombres con quienes tratas? ¿Cómo soy yo, finalmente? Hice mal, muy mal, ahora lo conozco, en darle la callada por respuesta, en mostrarme tan desdeñoso y altanero. Verdad que, en aquellos momentos, no se me ocurrió cosa mejor que responderle, como ahora se me ocurre, como se me ocurrió en cuanto nos separamos, yo hecho un rescoldo, y él tan fresco como una lechuga. Pues sí, señor: yo debí de meditar un poco las cosas sin tomar las suyas tan a pechos; y después de meditarlas, cogerle por un brazo, traérmele conmigo, y, puestos los dos en la calle, decirle:– «Vamos, amiguito, a ajustar esas cuentas al céntimo, porque es asunto el que has tocado que tiene más cola de lo que tú te figuras para el bien de este pueblo que nos ha visto nacer a dambos; y estás muy equivocado si piensas, por lo que a mí toca, que acabo de caerme de un nido.» (Me parece que no hubiera estado mal encajada aquí la ocurrencia que le pesqué a Sancho Vargas en la sesión.) «Píntame con pelos y señales esos grandes hombres, si no quieres que yo te diga que tú y otros muchos como tú habláis solamente porque tenéis boca;» y él me contestaría:– «Pues los hombres que yo echo en falta, han de ser así y asao.» Y resultaría que estos hombres no serían, a no estar loco el alma de Dios, fantasmas del otro mundo, sino personas de carne y hueso… como cada hijo de vecino; que no han nacido enseñados ni con un tesoro en cada dedo, y en cada ojo la virtud de sacar jamones de las peñas y ochentines acuñados de las losas de la calle, no más que con mirarlas y quererlo; habrán tenido, de muchachos, sus dolores de tripas y sus escuelas, y aprendido lo que todos, y un librejo de menos o de más, y a lo sumo, cuando han llegado a ser hombres, les habrá soplado mucho la fortuna, y bien aquí o en la otra banda, habrán hecho un gran caudal. Viéndose ricos ya, se habrán casado a su gusto, y habrán montado la casa a la altura correspondiente, y llegado a ser alcaldes, y presidentes de esto o de lo otro, y a tener muchos amigos de viso y dos o tres carruajes; y a viajar por media Europa, con la familia, y a llevar la palabra en el Casino entre los más espetados de los mayores contribuyentes; y a comer de lo mejor, y a vestir de lo más fino; a que se cuente con ellos y con su óbalo en todas las empresas, grandes y chicas, de la plaza, en los abonos al teatro y en la llegada de personajes de nota a la población; en fin, y por echar el resto, que tengan sanas intenciones, una buena voluntad y pecho para tirar una onza por la ventana cuando la ocasión lo pida. Me parece que, por escogido y ambicioso que sea el amigo, no podría pedir más que esto; y al oírlo yo, le diría:– «Pues si así han de ser tus hombres, ¿de qué te quejas, mala casta? Bien cerca de ti los tienes y no los ves; no te diré que a docenas, pero sí todos los que necesitas. Déjalos, déjalos que ellos se desenvuelvan y se explayen a su gusto; no le echéis zancadillas cuando se muevan, ni agua fría en sus entusiasmos, y ya los verás… Pero ¿qué has de ver tú, zarramplín de los demonios, réztil miserable? ¿Qué has de ver tú, caso que tengas ojos, si te los ciegan esos señorones replanchados que no encuentran bueno más que lo suyo y lo que tú murmuras, sólo porque con ello ofendes a los que les hacen sombra y quisieran ver en cueros vivos? Apártate, apártate de esas malas compañías, que, por más que te hagas el distraído, bien sé yo que las buscas y celebras. Déjalas, y ya que no te vengas con nosotros, ponte en la mitad del camino; y entonces verás dónde están los rencores y las envidias, y la causa de que en este pueblo, que nos vio nacer, no se haga cosa con cosa; y dónde, finalmente, los verdaderos hombrucos que todo lo echan patas arriba, porque, por mucho que se encaramen, no ven más allá de sus narices, como les dijo, con muchísimo salero, ese bobo que tú quieres poner al simón de Aceñas el beduino.» Pero como si callara: se aferraría en sus trece y me negaría la verdad; y entonces yo, cogiéndole de las solapas, le añadiría:– «Niega, niega, ciego de los ojos; niega hasta la palabra de Dios, que abonado eres y abonados sois para más de otro tanto; pero escucha este cuento: Yo tuve unas infancias pobres; yo barrí escritorios en pernetas, después de haber aprendido las escuelas sin zapatos y con pegas y remiendos en los calzones; yo hice los imposibles por rebasar de la raya de dependiente, porque bien se me alcanzaba que no pasar de allí en los días de la vida, como no hubiera pasado sin un milagro de Dios, era oler y no catar lo que a mí se me había metido entre cejas; y alcanzándoseme todo esto, con los ahorros de seis años de escribiente pagué un pasaje de tercera en un bergantín de mala muerte, y me planté en el otro mundo. Allí sudé sangre pura de mis venas en quince años de trabajo, no te diré cuál, ni cómo, ni en dónde, porque esto no es del caso, ni te importa un pito, curiosote y mentecato; pero sábete que aquel sudor me dio sus frutos en dinero, ¡muy buenos frutos! y que no pareciéndome bastanté para lo que se me había metido entre cejas, embarqueme con ello para acá, presupuesto a estirarlo a fuerza de golpes de fortuna, o a que el demonio se lo llevara todo de una palada. Llegué, establecime en grande, abarqué mucho, hasta más de lo que debía, pero sin dar cuarta al pregonero ni salirme de mis quicios; y las cuentas no me fallaron, y la suerte me ayudó; y fui ganando, y ganando, y metiéndome en cuantos negocios se me ponían por delante; y la buena fortuna comprobando con su ayuda lo bien hecho de mis cálculos. Y ya, con tanto ganar, las ganancias, solas de por sí, me traían los caudales a mi casa. Y así, hasta la hora presente. Yo tengo fincas, yo tengo barcos, yo tengo papel que vale montañas de oro, yo tengo… en fin, de cuanto Dios crio para riqueza de los hombres, y de todo tengo mucho y sano, y en rédito floreciente. Yo me casé, cuando quise, con la mujer que se me antojó; y ahí está: que se vea si hay otra dama en el pueblo que más campe, ni con hijas más guapas, más elegantes y vistosas y de más fina educación. Tengo los coches a pares, y ropas de lo mejor; los pudientes más soplados y mandones me hacen la rosca desde lejos; la mitad de la población me envidia los caudales, y la otra mitad los pone por comparanza como antes ponía las minas del Potosí. No he sido alcalde ni diputado cincuenta veces, porque no me ha dado la gana y porque yo me entiendo; pero lo han sido otros, porque a mí se me ha antojado que lo fueran. Y si me falta hasta la hora presente la jefetura del partido aquí, por artimañas que yo me sé, no tardaré en tenerla como es de justicia y de necesidad. Por lo pronto, tengo por amigo íntimo al primer hombre de la nación; tan íntimo, que, cuando le apuran las necesidades de sus altísimos cargos, a nadie le confía sus ahogos más que a mí, porque sabe que le saco de ellos con la vida y con el alma; y, a pesar de toda esta pompa, soy de buen acomodar: me da lo mismo el centeno de tres días, que el pan de flor tierno; estos mecheros de gas, que los farolillos de aceite, y las dulzainas de esa música del Hospicio, que el ruido de una cencerrada; no quiero mal a nadie, deseo el bien de mi pueblo, según mi leal saber y entender, y estoy, como hombre de larga experencia, por lo positivo. Pago, porque no se diga, la suscrición de tres periódicos de Madrid, que no leo; estoy abocado a una gran cruz, y no conozco otros libros que los de mi casa de comercio… ¿Te vas enterando, parlanchín sinsustancial? ¿Te has hecho bien cargo de la historia? ¿Te parece moco de pavo? Pues ese hombre soy yo, tal y como te he hecho el relato. Y dime, ahora que me conoces bien; dime ahora, dengosillo de pampurria; si a esto llamas todavía un hombruco, ¿dónde están y de qué son los hombrones de otras partes? ¡Ah, pízmeo isinificante! ¡Ah, fariseo indigente!… Ni te necesito ni te temo; pero vete a dar cuenta de lo que me has oído a los hombrazos que se divierten, como tú, con las burradas de Aceñas…» Y con este último golpe le hubiera dejado para no volver a hacer pinos en todos los días de su vida a veinte leguas de mí. ¡Pues no se me ocurrió cosa tan natural y en justicia! Pero otra vez será, que aún tenemos la pelota en el tejado, y hay juego abierto para una buena temporada…

De pronto, y cuando ya no llegaban a sus orejas ni los más recios trombonazos de la banda del Hospicio, y el relente de la noche hubo secado la última gota de sudor en el más escondido de sus poros, sintió que se le apagaban los fuegos de sus preocupaciones, como se habían apagado los seis cabos del salón; que entre aquellas tinieblas frías se volcaba la máquina de sus pensamientos, y que se le enseñoreaban del meollo, por haber quedado encima otros, tan mortificantes y de tal peso, que le abatieron los bríos y hasta le cortaron el andar.

– ¡Válgame Dios!– se dijo entonces en un estremecimiento espasmódico y mientras se levantaba hasta las orejas el cuello del pisoteado gabancete.– ¡Que sea yo tan inconcuso (nunca se averiguó qué significación quiso dar a esta palabra) que me esté batallando horas y horas por arreglar la hacienda del vecino, cuando no sé a la presente cómo desenredar el lío gordo de mi casa! Yo risueño, yo chancero, yo a pique de romperme el bautismo por intereses del prójimo, y… ¡por vida del otro jueves!… ¡Si las gentes supieran la procesión que me anda por dentro!… ¡Y aún habrá quien piense que no soy bastante hombre! ¡Chapucerín del demonio! En mi casa, en mi casa es donde yo necesito demostrarme a mí propio que lo soy, y quedar satisfecho de haberlo sido. Y el serlo o no serlo es cuestión de vida o muerte para mí, o para mi formalidad, que da lo mismo, tratándose de quien se trata. Pero ¿qué cuerno ha de prometer uno cuando tiene hijas regaladas, porque lo merecen, y se le cae la baba delante de ellas? Pedirán la luna, y será uno capaz de salir por esas calles y revolver el mundo entero por ponerla en precio tan siquiera. ¡Vaya usted a echárselas de hombre con enemigos así!… Y no hay más remedio que echárselas cuando la necesidad lo pide… Como me las echaré yo, y tres más nueve. ¡Pues no faltaría otra cosa!… Lo cierto es que si yo hubiera sido llamado a formar, de sus principios, al género humano, hubiera hecho cosa muy diferente de lo que se ha hecho en el particular. «Tú, hija— hubiera dicho yo, pinto el caso,– que has de ser educada y mantenida por el padre que te dio el ser y no puede querer para ti cosa alguna que no te convenga, no tendrás más pensamientos que los que te preste tu padre, mientras viva y sea hombre de bien y de posibles, porque, en otro caso, no hay que hablar.» Con esto sólo, ya tenía uno evitados los disgustos más gordos de las familias. Pero no se ha hecho así, por una mala inteligencia, en mi humilde sentir, y ¿cómo vamos a enmendarlo ya?… No queda otro remedio que espabilar bien las luces que uno le debe a Dios; palpar y medir el terreno; pisar en seguro, aunque sea poco a poco, pero siempre adelante, y, en último extremo, armarse de fortaleza, y cartuchera en el cañón… ¡Válganme todos los santos del cielo! ¡qué bien se dicen estas cosas, pero qué trabajo cuesta llevarlas a cabo, si se llevan alguna vez!

Pensando de esta suerte y andando poco a poco, llegó a su casa, de portal no grande, pero muy pintarrajeado, de poca luz y mucho candelabro; preguntó a la portera si habían venido las señoras; respondiole que sí; guardó en el bolsillo del gabancete el pañuelo que había llevado sobre la boca, y subió a buen paso, porque supuso que le estarían esperando para cenar. Y no se equivocaba en la suposición. Por entrar en el vestíbulo, le dio en las narices el olor de la infalible ensalada de fríjoles, y en los oídos el traqueteo de las sillas del comedor y de los platos de la mesa.

– ¿Ya están cenando?– preguntó con un poco de cortedad a la criada que le había abierto la puerta.

– No, señor: arrimándose a la mesa solamente,– respondió la moza.

– Es natural… Me he retrasado más que de costumbre. ¡Por vida! Y luego, alzando la voz y enfilándola por el largo pasillo que tenía a su izquierda, dijo:– Allá voy en seguida; no me esperéis para empezar.

Después tomó por el otro pedazo de corredor que tenía a su derecha, y a los pocos pasos se zambulló, a oscuras, en su cuarto. Dio con la caja de cerillas, al primer tanteo de sus manos, sobre una mesa de noche; encendió la bujía en cuya palmatoria había hallado los fósforos; se despojó del gabancete, que estaba como un trapo de fregar, y después de la americana y del sombrero; vistiose una larguísima bata de percal (porque a esto de las batas le había dado él siempre gran importancia, como prenda de singular distinción); se atusó de prisa y a dos manos la revuelta pelambre de su cabeza redonda; la cubrió con una gorrita de seda; despachó en el aire otros menesteres del momento; apagó la luz, y volvió a salir del cuarto, que era grande, con dos camas, y dos perchas, y dos lavabos, y dos butacas, y dos sillas, y dos cuadros con dos vírgenes, varias ropas colgadas, y por los suelos calzado del género común de dos.

Desde la mitad del pasillo, andando hacia el comedor, y como si hablara para sí solo, comenzó a dar excusas por su tardanza. Era la segunda vez, en todo el verano, que hacía esperar a las mujeres de su casa. Cada lunes y cada martes tenía él que esperarlas a ellas dos horas para cenar y otras tantas para comer; pero eso no tenía que ver para el caso: ellas eran ellas, y él era él. ¡El hombre, no por ser marido y padre, estaba dispensado de ser complaciente, cortés y caballero con las damas! aunque fueran sus hijas y su mujer, como lo estaban la mujer y las hijas «del hogar doméstico» de ser puntuales, por ser damas, «con sus obligaciones de tales fuera del propio domicilio.» Así, textualmente, pensaba el señor don Roque acerca de este delicado particular.

Por eso, y no por otras razones, llegó al comedor pisando menudito y echando pestes contra los compromisos anexos a la condición de hombres importantes, y contra La Alianza Mercantil e Industrial, con sus juntas extraordinarias, y sus intrigantes, y sus envidiosos, y sus beduínos, que le habían sacado a él de sus casillas aquella noche y entretenido malamente dos horas más de lo regular.

Pues ¿y cuándo le tocó el turno de las excusas a doña Angustias, que estaba muy lejos de acriminar a su marido por la tardanza? ¡Lo que ellas habían tenido que hacer y que moverse! Estaban rendidas de cansancio y muertas de debilidad, y por eso se habían arrimado a la mesa en cuanto conocieron, por el modo de sonar de la campanilla, que era él quien llamaba a la puerta. A las cinco y media de la tarde habían salido en coche las tres, para hacer varias visitas en los hoteles de la playa; desde allí se habían venido con ellas las de Gárgola. Tres y dos, cinco. Apenas cabían en el landó; pero apretándose, apretándose… En vilo venía una de las chicas. Después habían ido a pie a las ferias. ¡Qué rebullicio aquél y qué matraqueo! ¡Cuánta gente ociosa y cuantísimo descortés! ¡Qué manera de mirar la de algunos, y qué chicoleos tan cursis a lo mejor! ¡Hasta los vocingleros de las tiendas, con el pelito atusado y bailando en el aire las porquerías que deseaban vender, se permitían echar sus flores! Y eso de día, porque de noche, aquello era ahogarse de calor y de apreturas; ya se lo tenía advertido a sus hijas: que no contaran con ella para andar de noche por allí. Lo había hecho una vez, para que vieran la iluminación… pero una y no más. Al salir del ferial se encontraron con las de Sotillo, solas como siempre y campando por sus respetos. Verdad que ya estaban bien aseguradas de peligros. ¡Qué peripuestas, qué charlatanas y qué insufribles! Tuvo que presentárselas a las de Gárgola, que se quedaron pasmadas al oírlas. ¡Mujeres más simples! Ellas eran buenas, eso sí, y complacientes y cariñosas como nadie; pero mareaban, y además se ponían en ridículo. A las pobres chicas las habían vuelto tarumba con las grandezas de costumbre. Las habían preguntado por todas las familias más sobresalientes de Madrid, ¡y con una frescura!… Si se había casado Lola Torrijos; Tita Quiñones estaba algo desmejorada la última vez que la habían visto en «el Real.» Por entonces enviudó la duquesa del Pámpano. ¡La pobre! Daba compasión oírla. ¡Qué dolor el suyo!… Lo mismo que si las trataran a todas con la mayor intimidad. Salió, por supuesto, a relucir lo de los primos grandes de España y tíos embajadores; y si las aprietan un poco, hubieran soltado lo de sus entronques lejanos con príncipes y virreyes. Después de esta parada, que fue larga, un paseo de extremo a extremo de la población; y vuelta a la playa en ferrocarril para acompañar a su casa a las dos amigas; allí nuevas detenciones y nuevos paseos, y un poco de música en el salón de conciertos; y vuelta a la ciudad, y más paseos, y más música en la plaza, hasta las diez y media muy dadas…

La doña Angustias narraba bien: tenía buenas caídas, y suma gracia para subrayar las malicias con la voz y con los ojos, que aún eran parleteros. Había facilidad y soltura muy agradables en todos sus movimientos; conservaba sana la dentadura, y abundante el pelo, ya gris, de su cabeza, bien conformada; y aunque pecaba en exceso la redondez de sus carnes, todavía le sentaba bien la ropa, sin esforzar mucho el ingenio su modista. Su marido la escuchaba sin pestañear, pero no con aquella delectación extática de otras veces: parecía más atento que a saborear las sales del relato, a estudiar el efecto de ellas, por debajo de la visera de su gorra, en la cara de Irene. Algo de esta curiosidad debía sentir también la misma narradora, sobre todo cuando su hija Petra, por no creer, sin duda, bastante marcados los trazos de determinadas siluetas, como, verbigracia, las de las famosas de Sotillo, había salido en su ayuda con el santo fin de darles el necesario relieve con aquella magistral donosura de que Dios la había dotado, y era el embeleso de su madre, voto de excepción en la materia: en estos casos, y aún en otros más, doña Angustias miraba también a Irene con el rabillo del ojo, como la miraba Petrilla muy a menudo, picada igualmente de la misma curiosidad.

Y a todo esto, Irene callada como un marmolillo, comiendo poco más de nada y reflejando en su cara que tenía la consideración puesta en asuntos bien extraños a los que se ventilaban allí.

Positivamente era lo que llamaba el de Madrid, en su jerga flamenca, una mujer de buten, o lo que es lo mismo, en castellano honrado y decente, una real moza; pero no estaban en lo justo ni él ni el inflamable Fabio López, al afirmar el primero que, detrás de los negros, rasgados y velludos ojos de Irene, había, o podía llegarse a ver, un alma preñada de misterios temerosos; y el segundo, que eran el reflejo de un espíritu bravío y casi montaraz. Nada de eso: vista de cerca y desapasionadamente, la hermosura de aquellos ojos, aunque negros y sombríos, era noble, hasta dulce; y más que encubridores de cavernas con endriagos, eran bruñido espejo en que se retrataban altas ideas y sentimientos nobilísimos. Podría verse allí la entereza de alma, el tesón de un honrado propósito, la sinceridad de un carácter retraído llevado al último extremo; pero, observando con buena fe, nunca los insanos instintos, ni los antros misteriosos, ni la trastienda temible. Así que lo que aquella noche se veía en ellos, no eran rencores fríos ni propósitos de melodrama, sino sentimientos hondos, preocupaciones amargas y penas de las más vulgares y corrientes en el proceso de la vida. Y de que así lo estimaban también todos y cada uno de los que la acompañaban a la mesa, era una prueba palpable lo forzado de los chistes en la conversación, y el tinte singular de las miradas que se la dirigían a cada instante, particularmente el de las de Petrilla, que rayaba en melancólico a fuerza de ser compasivo. Sobre las demás partes de su cuerpo, estaba en lo cierto la fama: no tenían pero, y esto le baste al lector para forjárselas a su gusto.

Las excusas de don Roque y los relatos de su mujer anotados por Petrilla, dieron para los fríjoles, para las chuletas de ternera y hasta para unas frituras de lenguado que había por extraordinario aquella noche; pero cuando llegó el turno a los postres (pasta de guayaba contrahecha y queso de Flandes), ya no había de qué hablar, y reinó el silencio en el comedor, que, por más señas, ni era grande ni chocaba por lo bien vestido: un aparador embutido en la pared; un espejo mediano sobre una chimenea, en la de enfrente; un trinchero en la inmediata hacia la calle; papel de a peseta en todas ellas, más un reló y dos bodegones malos; una lámpara de pacotilla; la mesa, con muy modesto servicio; unas sillas de nogal… y nada más.

El estado de ánimo de Irene hacía muy violenta la situación en los demás comensales, sin otros ruidos allí que el de los platos y tenedores, y el ir y venir de la fámula que servía a la mesa. Había que romper de cualquier modo aquel silencio tan embarazoso para todos, y a Petrilla se le ocurrió pedir a su padre que contara lo que había pasado en la reunión de La Alianza. No podía ofrecérsele a don Roque un plato más de su gusto para fin y remate de la cena. Le daría el asunto para mucho más de lo que se necesitaba, y ocasión de nuevos desahogos de la bilis que aún le abrasaba.

Comenzó el relato con la mayor parsimonia, y poco a poco se fue calentando: puso a unos en los cuernos de la luna, y a otros para pelar; llegó hasta las lindes de lo elocuente en ciertas ocasiones, y en otras al foco mismo de lo desbaratado y feroz. Dijo hasta desvergüenzas. Pero el demonio de la chiquilla, fuera por el simple deseo de enredar más el asunto, o porque lo sintiera así, tuvo la ocurrencia de ponerse de parte de los otros; y remedó a varios de los de su padre, y los pintó de tal arte, que doña Angustias se atragantaba de risa, y a la misma Irene le apuntaban amagos de ella entre los labios. A Sancho le desolló vivo.

– ¡Eso sí que no te lo consiento!– exclamó entonces, hasta iracundo, don Roque, que ya se había amoscado de veras con la deslealtad de su hija.– Búrlate de los demás, búrlate de mí mismo, de tu mismo padre, si quieres; pero no me toques a ese hombre, ni en broma. ¡La única cabeza de ley que hay en el pueblo! Y en últimos y finalmente, ¿qué sabes tú de esas cosas, bachilleruca del diantre?

– No te me enfades, papá— respondió Petrilla con una sonrisa, y un acento, y un caer de ojos que pellizcaban,– porque no vale la pena; pero desengáñate: ese Sancho… Panza, es tonto, y tonto por lo serio, que es el peor género de tontería que se conoce.

– ¡Chiquilla!

– Corriente; que no lo sea— añadió Petrilla hecha una malva al ver a su padre tan sulfurado.– Después de todo, como yo no me he de casar con él…

Y como en esto acabara doña Angustias de guardar los postres en el aparador, y comenzara la doncella a recoger la cristalería y los mendrugos de pan; apagadas las iras de don Roque y vuelto a su ordinario y pacífico nivel por la virtud de cuatro zalamerías de Petra, diose por terminada la sobremesa, y cada mochuelo (salva sea la comparanza) se fue a su olivo.

Don Roque y su mujer salieron los últimos. Al abocar al corredor, y no habiendo nadie que los oyera, dijo al primero la segunda, en voz muy baja y en tono algo dolorido.

– Estas negruras de Irene no se despejan.

– Ya se le irán despejando— contestó, quizá de buena fe, don Roque.– Y de todas maneras, mañana… será otro día.

Nubes de estio

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