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INTRODUCCIÓN

Verdad y eticidad

Aun cuando la estructura de Mitarbeiter der Wahrheit pudiera sugerir que nos encontramos ante una obra sin unidad ni pretensiones sistemáticas, la lectura detenida de sus páginas nos hará modificar sustancialmente ese juicio. No hay en ellas, ciertamente, un tema central que dirija las reflexiones del autor y capture, por así decir, férrea y completamente su atención. Fiel a su objetivo de construir «una especie de breviario de la vida cotidiana», se ocupa, con hondura y maestría inigualables, de las grandes cuestiones de la vida cristiana. La enumeración completa sería tediosa. No está demás, sin embargo, indicar algunas de las más sobresalientes: la fe, la esperanza, la caridad, el sentido de la muerte, la perennidad del mensaje cristiano, los valores cristianos ante el resto de la sociedad tecnológica, la relación entre Teología y Magisterio, el nacimiento y la Pasión de Cristo, el cielo, el purgatorio, el infierno, la actitud del intelectual cristiano, el sentido del dolor, el Concilio Vaticano II, etc. Un riquísimo y variado conjunto de problemas, pues,con ambiciones de abarcar las cuestiones decisivas de la existencia cristiana.

Ese aparente abigarramiento temático está, no obstante, cruzado internamente por una idea central, brillante y fecunda, que enhebra los variados asuntos confiriéndoles unidad y coherencia. Podríamos formularla así: «sin verdad no se puede obrar rectamente... la voluntad de verdad, la búsqueda humilde de la verdad, la disposición permanente a aprenderla es el supuesto fundamental de toda mo ral»[1]. Pese a su aparente sencillez, esa fórmula encierra, en la intención del autor, algunas de las más grandes y complejas cuestiones de la historia del pensamiento. Sin referirlos de un modo o de otro a la verdad resulta imposible entender cabalmente, por ejemplo, el hombre, el amor o el mismo Dios. El hombre, porque es lo más adecuado a su esencia, la «llamada del propio ser»[2]; el amor, porque la supone[3]; Dios, porque la es[4].

Aprehender la naturaleza del hombre ha sido un empeño constante del pensar. Kant reconoció sin titubeos que la pregunta «¿qué es el hombre?» —que aparece formulada en el Salmo 8 mucho antes de que la planteara el filósofo regiomontano— encierra de algún modo la respuesta a los demás interrogantes filosóficos —«¿qué puedo conocer?», «¿qué debo hacer», «¿qué me cabe esperar?»—, pues todas son preguntas antropológicas que, en última instancia, remiten a ella[5].

A pesar de haber sido estudiada entusiásticamente, la esencia del hombre ha sido con frecuencia erróneamente entendida. En ocasiones se incurre en un dualismo que olvida su intrínseca unidad[6]. Otras ve­ces se comete un torpe reduccionismo, que restringe el problema del hombre a una investigación sobre la fórmula química de la estructura del ADN de sus genes o sobre la capacidad de adaptación de su organismo a un determinado «nicho ecológico». Buena parte de la antropología moderna concibe al hombre como «mono desnudo», «rata pérfida», «destructor de la naturaleza», o como simple «producto de la herencia y del azar», incurriendo en un reduccionismo miope inhábil para dar cuenta de las dimensiones genuinas de lo humano, cuya gravedad se aprecia con fuerza creciente en las variadas formas de degradación y envilecimiento de que es objeto el hombre contemporáneo.

Semejante desenfoque, que lleva a identificar, como ha hecho Sartre, el infierno con el otro, o a definir al hombre como «robot ciegamente programado para la conservación de moléculas egoístas»[7], es una manifestación de la crisis de nuestra época, cuyo núcleo fundamental se halla en la renuncia a la verdad. Sin tomarla en consideración no se puede explicar suficientemente la naturaleza humana, pues su singularidad inequívoca reside en la capacidad para reconocer la verdad[8]. Ella es lo más adecuado a su esencia[9], su auténtica vocación: para ella ha sido creado por Dios[10]. Sin ese elemento, del que vive y se nutre, se hunde el suelo sobre el que se asienta su existencia.

Si el hombre no fuera «el ser que se mueve en la verdad», su misma dimensión moral resultaría inexplicable, pues, como hemos indicado previamente, sin verdad no se puede obrar rectamente. La moral remite ineludiblemente a la verdad. Y ello de doble modo. De un lado, constituyéndose en fundamento suyo. Como quiera que el lenguaje de la naturaleza es también el lenguaje de la moral, desentenderse de la verdad significa quedar incapacitado para comprenderlo, pues «el hombre que vive contra la verdad vive también contra la naturaleza»[11]. Apartarse de aquélla significa alejarse de ésta, eliminar el supuesto sustentante de la eticidad, es decir, permitir la vigencia del principio «lo antinatural es lo normal» que constituye una de las expresiones más netas del amoralismo. De otro, estableciendo su requisito esencial, a saber, «la libre aceptación de nuestro ser», por decirlo con la atinada expresión de Millán-Puelles[12] «Sólo podemos ser rectos y justos, si la rectitud triunfa en nosotros, si somos “correctos”. Sólo nos cabe ser tal cosa, empero, si corresponde a la verdad de nuestro ser... No puede haber justicia, si no comienza habiéndola en el hombre. Pero en el hombre no puede haberla si niega radicalmente su verdad»[13]. Sin esa doble remisión a la verdad, la moral se ve abocada a una de las siguientes situaciones: o a desaparecer, pues si la verdad no existe está justificado todo, o al fanatismo, cuyas manifestaciones más sobresalientes son la primacía de lo técnico sobre lo ético y la justificación de los medios por los fines a los que se ordenan.

La ética asentada sobre la verdad del ser y su libre aceptación es una moral del amor[14]. Para percibirlo basta reparar en la identidad de sus fines. El de la moral es, expresado con las bellas palabras del Píndaro, hacer que el hombre llegue a ser el que es, conseguir que su vida culmine recibiendo el beneficio habitual derivado del correcto ejercicio de su dotación activa. El del amor, permitir el nacimiento definitivo del hombre ­—sin el que el biológico queda incompleto— que le proporciona el asentimiento amoroso a su ser. En esa medida, en tanto que acto fundamental de acogimiento y afirmación del ser del otro, el amor permite construir una ética capaz de superar el dualismo, presente de modo casi ininterrumpido en la historia ‘de los sistemas morales, entre eudemonismo y universalismo.

La fundamentación es una de las tareas filosóficas esenciales. Nunca es tan ineludible, sin embargo, como cuando el ámbito de realidad necesitado de ella es un dominio de incondicionalidad: el de la verdad, la belleza o el bien. Todos ellos reclaman una especie de asentimiento universal, que no es sino el trasunto de la interna coherencia y validez «de suyo», al margen de las decisiones humanas, que los caracterizan. La incondicionalidad de lo moral se puede percibir sin dificultades reparando en su carácter de ámbito no sujeto a compromisos. La moralidad es la región que marca el límite de los pactos posibles. En su caso la labor fundamentadora es, pues, especialmente urgente.

Nuestras anteriores reflexiones permiten extraer una importante conclusión: la moral se asienta en la verdad y en afirmar y aceptar libremente la constitutiva de nuestro ser. Ahora bien, ¿cuál es la verdad del hombre? J. K. Ratzinger la ha expresado así: «La verdad de nuestro ser es que Dios nos ha creado y que Él es nuestro camino»[15]. No vivir en la verdad de nuestro ser significa dos cosas. En primer lugar, perder el norte y, en consecuencia, extraviarse. «Cuando el mundo se cierra a Dios y se separa de Él es como un planeta fuera de su campo gravitatorio vagando sin rumbo por la nada. Es como una tierra en la que ya no brilla el sol y en la que la vida se extingue»[16]. En segundo lugar, remover el fundamento de la eticidad y la medida necesaria para el obrar recto. Si Dios no existe, dice el genial novelista ruso F. Dostoyewski, todo está permitido. A esta proposición puede ponérsele reparos, pero también hay que concederle que percibe un hecho fundamental: el de la pérdida de la norma moral que supone eliminar el fundamento de la ética. «Cuando el hombre pierde a Dios, ya no puede ser justo nunca más, pues al olvidar a Dios extravía su norma fundamental. Si nos desligamos de la verdadera medida, todo lo demás no podrá ser sino desmesura»[17]. Así podríamos expresar ahora la idea rectora a la que aludíamos al comienzo de nuestras reflexiones: la moralidad se funda en la verdad del hombre, y la verdad del hombre es la Verdad.

JOSÉ LUIS DEL BARCO COLLAZOS

Málaga, otoño 1990

[1] J. K. Ratzinger, Mitarbeiter der Walzrlzeit. Herausgegeben von Sr. Irene Grassl, Verlag Johann Wilhelm Naumann, Würzburg, 1990, p. 242 (243). El número entre paréntesis indica la página de la edición española.

[2] Ibíd. p. 230 (232).

[3] Ibíd. p. 83 (87).

[4] lbíd. p. 212 (215).

[5] «lm Grunde konnte man aber alles dieses zur Anthropologie rcchnen, weil sich die ersten drei Fragen auf die letzte beziehen». l. Kant, Logik, Konigsb erg, 1800, p. 26.

[6] Cfr. R. Spaemann, Über der Begriff einer Natur des Menschen, en Der Mensch in den modernen Wissenschoften, Klett-Cotta, Stuttgart, 1985, pp. 100-116.

[7] R. Dawkins, Das egoistische Gen, Berlín, 1978, p. 145.

[8] J. K. Ratzingcr, op. cit., pp. 279-280 (279-280).

[9] lbíd., p. 230 (232).

[10] lbíd., p. 280 (280).

[11] lbíd., p. 215 (218).

[12] Cfr. A. Millán-Puelles, El ser y el deber, en Sobre el hombre y la sociedad, Rialp. Madrid, 1975, pp. 55-89.

[13] J. K. Ratzinger, op. cit., p. 212 (215).

[14] Cfr. R. Spaemann, Glück und Wohlwollen. Versuch über Ethik, Klett-Cotta, Stuttgart, 1989.

[15] J. K. Ratzinger, op. cit., p. 212 (215).

[16] Ibíd.

[17] Ibíd.

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