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LA MEMORIA (OTRAS NOVELAS COLONIALES)

En un libro de Juan José Saer, que se llama La pesquisa, el Pichón Garay y Tomatis, dos amigos a los que hace años ha separado el Atlántico, se rencuentran para recuperar un libro secreto escrito por su difunto amigo, ¿el Matemático?, que, póstumamente, ha descubierto su hija. Al ingresar en la biblioteca del último, Saer describe como:

La luz entraba por pequeños resquicios en la madera, y atravesando el salón en larguísimos filamentos dorados, golpeaba las estanterías de la pared contraria. Vista desde donde estaban ellos, parecía un entramado de sombras y colores, en el que abundaban los azules y los verdes, pero también los más diversos tonos de gris, pedazos de libros apocados por la oscuridad y, por lo tanto, silenciosos. Así deben haberse sentido los visitantes de Alejandría – sostuvo Tomatis, a lo que, varios minutos después, le debatió Pichón – O acaso es así como uno debería imaginarse una biblioteca a punto de ser olvidada.

Recuperar la memoria, perderla… en estos gestos se juega uno la ‘vida’, es decir, la posibilidad de continuación, de recuento, de corrección, de semejanza. Probablemente, esta breve cita es incapaz de rescatar en su totalidad la potencia estética del pasaje descrito por el escritor argentino. Pedazo más bien triste de memoria es menos un monumento que una indicación, direcciones en medio del camino que apuntan a una experiencia –todavía– recuperable. Y es que con la literatura ocurre que no toda ha sido todavía olvidada. Como en Acercamiento a Almotásim, la historia de Borges en la que un hombre intuía la existencia de otro por los gestos que este podría haber contagiado a hombres que sí lo conocen, quedan en los textos rezagos de aquellos que su autor ha frecuentado: por aquí un pasaje memorable –innoblemente señalado con comillas–, por allá una idea, una noción o una palabra. Es el olvido lo que se vuelve invisible: nos cuesta encontrar aquello que un texto ha perdido. Y, sin embargo, sentimos su ausencia. Sobre todo, es en las carencias donde la hallamos: donde una estructura ya no se sostiene, cuando el juego al que nos tenía acostumbrados –y donde antaño solía apaliarnos– se presenta inocuo, o peor aún, equivocado.

Recuerdo con cierto pudor mis primeras lecturas de El guardián entre el centeno, acaso la gran novela juvenil americana, sobre todo cuando me encuentro acongojado. Embebido en los dramas cotidianos, el recuerdo del joven Caufield me permite identificar mi disparate: lo recuerdo caminando por el Central Park neoyorkino, pensando adónde irán los patos en invierno, contratando los servicios de una prostituta para conversarle, escapando de la casa de su antiguo maestro tras imaginar en él –quizá en una proyección freudiana– inapropiados deseos sexuales. Lo recuerdo a él, sobre todo, mirando al mundo como si éste entero no se tratara más que de un mensaje; uno que se dirige únicamente a él. Esta posibilidad de encerramiento, que sin vergüenza todos debemos confesar haber sufrido, es la que este libro tan bien capturaba. Con cierta ironía, pero quizá no con cierta saña, el libro describía los límites mismos del solipsismo: su rayar con la locura, su realidad profundamente pueril.

Es esta capacidad de autoironía la que no han sabido mirar los nuevos –y antiguos– lectores liberales. Un afamado escritorcito chileno ha escrito un homenaje a la novela de Salinger que se titula Mala Onda y que ahonda en sus tropelías burguesas. El protagonista de esta segunda novela ha leído a Caufield imaginarse el mundo como un gran campo de centeno y, rodeado por las naderías de su existencia urbanita, quiere reconocer en las calles de su ciudad aquello que él sospecha que lleva dentro suyo. Su crisis es menos honda en tanto que es más repetida y el autor trata de disimularlo en los excesos: al alcohol lo remplazan las drogas y a los taxistas los remplazan policías, pero la desidia del lector memorioso – en una primera lectura también yo supe dejarme llevar por sus pretensiones– no se ve remplazada por nada. Además, la novela flaquea en lo que realmente importa: en mostrar que el tal Matías no es realmente nadie, y que sus crisis personales son poco menos que una puesta en escena de lo que hoy seguimos llamando ‘entrada en madurez’ pero que bien podría llamarse ‘aceptación de clase’.

Entre contestataria y novelística, entre genérica y económica, otra novela del ecuatoriano Juan Fernando Andrade probablemente ha sido ya aceptada en la clase de las novelas citadinas y marketeables. Se llama Hablas demasiado y parecería que su protagonista hubiera leído a Matías leyendo a Caufield. En este caso un joven quiteño desespera rodeado de sexo, drogas y rock and roll. Escuchando sus canciones espera tropezar con la resolución al enigma, deambulando por el norte de Quito y las artesanales calles de Guápulo anhela el encuentro con lo que únicamente podría estar en otra parte. Su padecimiento resulta de sus dramas personales: la dificultad de aceptar su –bien pagado– posible trabajo, la imposibilidad de entablar una relación sentimental con una mujer a la que considera inapropiada, las depres de sus amigos, antiguos compañeros colegiales. Ojalá las sombras de la biblioteca que, en la novela de Saer, visitan Pichón y Tomatis se posaran pronto sobre el dorso de esta novela.

Y queda todavía bastante que decir de nuestros vicios americanizados… En su todavía incompleta trilogía (Una comunidad abstracta y Te faruru) el quiteño Salvador Izquierdo escribe, a la manera de David Markson, un compendio de datos curiosos de artistas canadienses de vanguardia para disimular las ganas de contar la historia de cómo una tarde alguien perdió a su perro al sacarlo a pasear. En este caso, toda una historia del arte de Canadá se presta para explicar coincidencias y distancias con la insignificante biografía del escritor: la edad de su calvicie, el número de hijos, a quién se le ha perdido un perro. La, por lo demás, lúcida ensayista Daniela Alcívar Bellolio escribe que la novela “se sostiene en un movimiento de desprendimiento; (donde) la subjetividad del narrador no está oculta sino diseminada, y se va desgarrando de cada cita, de cada asociación, de cada repetición”, pero olvida mencionar la vacuidad de este procedimiento.

Años atrás, tendría yo quizá menos de quince, jugaba el entonces recién aparecido Minecraft, un juego estilo sandbox o caja de arena (una retícula tridimensional basada en cubos de colores que simbolizan distintos materiales) en el que el jugador es arrojado en un mundo construido algorítmicamente, con la posibilidad de viajar por él, construir, desarmar, crear, producir, sembrar, luchar, e incluso escribir. Recuerdo en una noche de insomnio haber construido un barco sobre el que después atravesé la costa. Durante noches y días virtuales vi pasar delante de mí junglas, bosques, playas, montañas, nevados, pantanos y planicies. Me pregunté acerca del porqué de aquella empresa. En medio de las tormentas temía no encontrar el camino de regreso; esperanzado, en cambio, con la salida del sol me detenía para aprovisionarme de víveres y de materias primas. No podía detener ese viaje, pues tiempo atrás había abandonado los confines de mi mapa. Jugaba, entonces, por mi memoria.

Solo años después pude mirar esa experiencia metafísica con cierta indecisión; solo entonces lo que antes me había parecido una historia propia de mi estadía en el mundo se me presentó –algo quizá ahora evidente– como una experiencia genérica, como aquello mismo que se vendía en paralelo con el juego. La metafísica como mercadería. Comprendí que la historia individual de mi odisea estaba marcada por las limitaciones algorítmicas del mundo que exploraba. Sus dimensiones estaban establecidas, sus ratios de aparición y desaparición, la cantidad de recursos con los que podía encontrarme, aquello que podía encontrar… no había en Minecraft más que prescripciones. Sospeché que en la Literatura algunos conceptos como ‘la experimentación’, ‘la novela’ o ‘la vanguardia’ operaban de manera parecida.

Acaso lo mismo les pasa a nuestros recuerdos. Es cierto, yo también sé aceptar que un valor innegable de aquello que se ha escrito es su relación con unas existencias individuales, el rezago de una subjetividad en su relación con el mundo, con una geografía y con un tiempo, además de la forma en que este encuentro queda plasmado en una obra. Dudo, en cambio, del supuesto “brillo que emana del momento en que el narrador se pone verdaderamente en juego en su escritura, y al mismo tiempo, da prueba de su irreductibilidad a ella”; dudo que el valor de la escritura se encuentre en algo así como la experiencia individual, un supuesto contenido o positividad –e incluso exceso– que además se pueda transferir a un personaje literario y que, como si se tratara de una cadena –moralizante– de favores, se pueda ofertar al lector para su consumo.

Como en la cita de Saer que abre este ensayo, las bibliotecas han de ser un tapiz de recuerdos y omisiones, una selección de libros, de autores y tradiciones, de pa(i)sajes. Probablemente, estas novelas y este texto a su vez habrán de ser olvidados; y, sin embargo, quizá nosotros, como lectores, como escritores, como ensayistas de la forma, hemos de saber olvidar también la forma misma de la novela, que tanto privilegia la supuesta verdad de la experiencia. Acaso esta impresionante invención europea que ha sido la joya de la corona de la Literatura durante los siglos pasados ha dejado ya de ser una herramienta para hacernos pensar y se ha vuelto un instrumento para lo contrario. Colonizar es, en lenguaje coloquial, “dar pensando”, aceptar que nuestras actitudes vengan determinadas por prescripciones a veces americanas, a veces francesas. Nuestra condición colonial es nuestro límite, nuestro no saber mirar. Y es que, acaso escribir puede ser una forma emancipadora, un acto de auto–fundación que nos permita dialogar y no ser hablados; en cambio, novelar, me parece, quizá hace rato, no es más que escribir para que nos sepan leer, allá lejos, nuestros contemporáneos.

El abandono de la experiencia

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