Читать книгу Siete caras de la Transición - Juan Antonio Tirado - Страница 7

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Preludio sentimental

Aquella noche me acosté niño franquista y por la mañana me levanté adolescente demócrata y rebelde, sin llegar a airado. Efectivamente, el dinosaurio todavía estaba allí, pero por poco tiempo. Se fue por la Barranquilla o al Valle de los Caídos, le pusieron encima una piedra de mil quinientos kilos de granito y hasta hoy. Ni siquiera resucitó al tercer año como deseaban Vizcaíno Casas y los cien mil franquistas que perpetuaron la memoria del venerado dictador. Con emoción y lágrimas en los ojos o, sencillamente, por no perderse la cita con la historia, enormes colas de españoles desfilaron durante horas delante del Caudillo de cuerpo presente. Una España lloró a Franco, otra España brindó con champán por la muerte del caimán y la tercera España soñó con vivir en un país decente, con libertad sin ira, mientras quizá acariciaba el deseo de no tener que ir a Londres a abortar ni a Perpiñán a ver el culo de Marlon Brando y a Maria Schneider sin bragas. Yo era de la tercera España, pero yo en realidad no tenía ni idea de lo que era ni de lo que se me venía encima. A mis 14 años, con una infancia rural andaluza iluminada con un candil, bajo cuya luz titubeante aprendí a leer, creía que Franco era un hombre bueno, el mejor y más ejemplar de los españoles. En casa no se hablaba de política. Yo había tenido dos abuelos: uno falangista a carta cabal y el otro republicano sin aspavientos, esto lo supe después. Mis padres poco sabían de política, pero sufrieron desde niños la ofensiva de la peor España, la del señoritismo, esa fiesta perpetua tan andaluza. No es por hacer pornografía sentimental pero mi padre aprendió la a y la e y la i mientras guardaba los cerdos y un maestro de los de entonces, de los de la mucha hambre, le iba introduciendo en los secretos del alfabeto. Tenía cinco años y se levantaba a las seis de la mañana. A los cinco años, mi madre también hacía faenas varias, en un tiempo en que tenía un solo vestido. Un día se lo comió una cabra, en fin, menuda historia. Esa es una España, no sé si de las dos o de las veintidós, de los años de aquel Franco al que en el 1975 unos lloraban con sinceridad mientras otros, más listos y también más necesarios, se reprimían para no quedarse en el andén del futuro.

Yo tenía catorce años y un completo desconocimiento de las cosas de la vida pública, era un ejemplo acabado de aquello que con tanto afán cultivó el régimen: el apoliticismo, coronado con la genial frase cínica del propio Franco: «Haga usted como yo, no se meta en política». En septiembre había ingresado en el instituto de bachillerato Luis Barahona de Soto de Archidona, mi pueblo, como integrante de la promoción que estrenó el BUP. Cuando apenas dos meses después la radio y la televisión transmitían el lento apagarse de la vida de Franco, y en las casas y las calles se hablaba de la cuestión con más inquietud que esperanza, empezaba a hacerme cargo de que aquello iba a cambiar, quién sabía de qué manera. Me extrañaba que los compañeros del instituto, sobre todo los de cursos superiores, asistieran al desenlace de aquella obra con espíritu festivo, expresando la aversión hacia un personaje que en mi incultura, ya digo, creía modélico. Tardé muy poco en ponerme al tanto en la materia, de manera que al cabo de unas semanas era ya un sincero antifranquista. Eso sí, el día del entierro, en la solemnidad del hecho histórico, seguido a través de Radio Nacional, lloré sinceramente, lo que mi padre me ha recordado de vez en cuando como señalándome un pecadillo. En realidad, más que al pesar por el hombre muerto, que también, mi llanto, sereno, tenía más que ver con la pasión por el gran acontecimiento, que es un tic que no he perdido.

Era domingo y a las tres, Iñaki Gabilondo, entonces joven director de Radio Sevilla de la SER, leyó un folio o improvisó un comentario en el que aludía al importante momento histórico que se inauguraba en España. Y José María García, en Carrusel deportivo, expresó un pesar que en el recuerdo se me antoja sincero.

En los meses siguientes la vida fue transcurriendo con la cadencia con que pasan las cosas en la adolescencia. En la memoria se me quedaron grabadas estampas deportivas y sentimentales antes que el discurrir a galope histórico de la noble causa política. El Atlético de Madrid ganó la última copa del Generalísimo, ya presidida por el Rey, al derrotar al Zaragoza por uno a cero, gol de mi ídolo de la infancia, José Eulogio Gárate. Francisco Umbral, que estaba a punto de convertirse en mi ídolo de la adolescencia y la primera juventud, ganó el premio Nadal con su novela Las ninfas. Un payaso genial, conocido en el siglo y en su oficio como Fofó, nos dejó y su mutis me conmovió más que la escapada por el telón de la historia del general gallego. Desde la televisión nos invitaban a ahorrar energía, porque «aunque usted pueda pagarlo, España no puede». A sus catorce años la gimnasta rumana Nadia Comanecci asombró al mundo en los Juegos Olímpicos de Montreal al conseguir nueve medallas, cinco de ellas de oro. Y en España, la noche en que se conoció el nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno era sábado y se estrenó en TVE el programa Palmarés. Los telespectadores se asombraron con las piernas infinitas y el ritmo descaradamente sensual de Bárbara Rey.

El destape fue el Dorado de la Transición, una fiebre de varias primaveras vivida intensa y gozosamente, se supone que con mayor gusto por los hombres, porque ellos, nosotros, fuimos los principales destinatarios de un diluvio de imágenes calientes que venían a corregir una sequía de cuarenta años de forzada abstinencia. Para un adolescente como yo, aquello fue un paraíso de traseros memorables, pechos de oro y almendra y bragas fantasiosas. La revista Interviú desnudaba a las mujeres más deseadas y en el cine las actrices más deslumbrantes comentaban que ellas solo se desnudaban si lo exigía el guion. Ah, pero el guion era muy exigente y sus reclamos siempre eran de cama. En aquellas películas, tan alejadas de la nouvelle vague, vimos a Nadiuska, Eva Lyberten, María Luisa San José, Victoria Vera o Ágata Lys. No era exactamente un paisaje feo para un adolescente. A propósito de estas quimeras de lujuria y erótica del poder escribió Umbral:

Vuelve el mini-short, el pantalón caliente, aquella prenda escueta y grácil que se pusieron ellas en verano. Hasta Carmen Díez de Rivera dicen que se va a poner el hot-pant. De modo que todos estamos cachondos y ha empezado el besuqueo preelectoral. Las elecciones van a ser un juego de prendas y el personal político ya ha empezado a quitarse la ropa.

Con la Transición llegó la prensa libre, todo ello en medio de una impresionante crisis económica, incontables huelgas, la compañía inseparable del terrorismo, de extrema izquierda y de extrema derecha… Al volver la esquina, en Madrid esperaba una primavera municipal en la que brotaría la Movida, epifenómeno urbano juvenil, expresión alegre a contrapié del gris estanco del franquismo.

Siete caras de la Transición

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