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La Transición no estaba escrita

El proceso que en la segunda mitad de los setenta condujo a España a la democracia no fue obra de un único autor, ni un solitario jugado desde el poder para que todo siguiera igual al lampedusiano modo. Nada fue lo mismo desde 1976, las cosas cambiaron muy lentamente o muy rápidamente, según las expectativas. Los ciudadanos, gobernados con mano férrea, se acostumbraron a que su voz tuviera eco y a que las bocas y las rotativas respiraran con regularidad y sin sustos. No fue el milagro español, como alardearon los más febril e infantilmente satisfechos, pero tampoco una chapuza ni una traición a los vencidos de la Guerra Civil como ahora proclaman quienes hablan del régimen del 78 para referirse al edificio levantado durante unos años de emociones políticas y miedo escénico.

Los críticos a la totalidad de la Transición olvidan que Franco murió en la cama de un hospital y no víctima de una emboscada revolucionaria. No fue derrocado por sus opositores, sino por la naturaleza. Y en la España que él dejó, como se demostró, no todo estaba atado y bien atado, pero tampoco estaba manga por hombro, en descuidada anarquía, para facilitar que algún avispado revolucionario o reformista sin mácula se pusiera a los mandos de la nave y nos condujera por los transparentes mares de una democracia sin pecado original.

La acusación más sostenida por los refutadores de la Transición es la que alude a que se hizo un pacto de amnesia para olvidar los crímenes de los franquistas durante tres años de guerra y treinta y seis de posguerra, en tanto los vencidos cargaban con la humillación de una segunda derrota. Pero los gritos de «amnistía, amnistía» conformaron la banda sonora de aquellos años y no como una reivindicación de las derechas, sino como una exigencia innegociable de la izquierda. Como han apuntado historiadores conservadores, pero también otros progresistas, da la impresión de que algunos consideraran que en la Transición tenían que ganar la guerra los que la habían perdido en 1939, como si se disputara la segunda vuelta de la contienda civil. Pero aquella guerra ya estaba jugada y ganada, o perdida, y para poco valían las ensoñaciones como no fuese para poner obstáculos en el entendimiento de las dos Españas, que en realidad eran más de dos. Quienes creen que se debieron juzgar en 1976 los crímenes de los treinta y nueve años anteriores tendrían que explicar qué sistema pensaban usar, de qué mecanismos se hubieran valido para realizar ese proceso. El verdadero poder fáctico era en aquellos años el ejército, en silencio y aparente estado ausente mientras tocara, pero preparado para intervenir tan pronto como fuera preciso. De los noventa y cinco generales de brigada que formaban las Fuerzas Armadas, setenta y ocho habían hecho la guerra; todos los generales de división eran radicales de derechas y los cuatro tenientes generales votaron en contra de la ley para la Reforma Política. El ejército, franquista hasta la médula, era la institución que menos había evolucionado en el transcurso de los años. ¿Es imaginable que algún gobernante hubiera podido poner en funcionamiento el aparato judicial para perseguir a los culpables entre los vencedores estando muchos de ellos, con seguridad, en el propio ejército o en su área de influencia? Entonces no se pedía siquiera que se abrieran las fosas en que estaban enterrados los asesinados por el franquismo. Pero han pasado los años y seguimos ante una asignatura pendiente, por falta de voluntad política y de fondos económicos. Si tanto tiempo después no se ha logrado un objetivo tan humano, tan justo y tan irrenunciable, es que no sería tan fácil. Pretender que se hubiera realizado con el Partido Comunista de España tocando a las puertas de la legalidad y los militares haciendo planes para asaltar el Congreso es más una tontería que una ingenuidad. Teodulfo Lagunero, fiel compañero y amigo de Santiago Carrillo en el exilio, ha reflexionado en sus Memorias[1] sobre el cambio producido tras la Transición:

Este cambio radical de España en todos los órdenes –y evidentemente para mejor– es la realidad de lo que se ha conseguido con la Transición. ¿Se hizo bien? ¿Pudo hacerse mejor? Se hizo como se pudo, y no hay más cera que la que arde. Los nostálgicos de la ruptura saben que esta, como ellos la entienden, no fue posible porque el pueblo español no estaba por la labor. Esas masas que se movilizaban contra el régimen, no eran las mismas que estuvieron dispuestas a enfrentarse al fascismo en 1936. No hay que darle más vueltas.

El de la Transición es un cuento, a veces feliz, a veces inquietante que adquiere sentido a partir de la presencia callada y obsesiva de la Guerra Civil, lobo feroz que inteligentemente mantiene vivo durante décadas el franquismo. La Transición, Caperucita de la democracia, nace y vive en un periodo histórico marcado por la incertidumbre, por el miedo y también por el deseo de conseguir que España se incorporase a la normalidad de sus vecinos europeos. Durante muchos años nuestro país había quedado apartado del inventario político occidental hasta el punto de ser relegado a la categoría de extrañeza pintoresca y anomalía autocrática. El relato de la Transición se fue escribiendo al tiempo que se desarrollaban las obras de desmontaje del régimen franquista y fue una historia seguida en vilo por la sociedad española, tan afanosa por conquistar tierras democráticas como desconocedora de los materiales con que construir el nuevo sistema. No había día sin emoción, sin estremecimiento, sin el temor de que el edificio político se viniera abajo.

La Transición se vivió como una gesta y así fue exportada a algunos países latinoamericanos. Los europeos, que suponían que volveríamos por los fueros guerracivilistas, nos observaron con curiosidad y luego con admiración. Todo ello llevó a la autocomplacencia a los protagonistas de aquel proceso. No faltaron ya en ese momento los relatos críticos, aunque ha sido en los últimos años cuando se han hecho más frecuentes los discursos de quienes argumentan que la Transición fue una traición a los perdedores de la Guerra Civil. Para estos críticos, todo quedó en un pacto de las élites del régimen anterior con una oposición vendida o medrosa ante el lobo franquista.

En este libro defiendo la tesis de que la Transición es el logro más importante, atendiendo a su desarrollo y a lo perdurable del sistema engendrado a partir de él, de la España del siglo XX. Un siglo convulso, con más sombras que luces, con dos dictaduras, con una guerra que sembró el país de muertos y odio para décadas y una república que fue la gran apuesta en busca de una España mejor y más justa, pero que quedó frustrada por la fiereza y resentimiento de las derechas y también por los errores y ceguera de la izquierda. A partido jugado, a fuego extinguido, las opiniones no están condicionadas por el fragor del momento, por lo que son a la vez más libres y más cómodas. Distintos partidos, intelectuales, asociaciones de la sociedad civil y politólogos se han propuesto demoler el edificio de la Transición democrática. Así, Juan Carlos Monedero, uno de los fundadores de Podemos, decía en 2015, en el programa de televisión La tuerka:

El simpático arribista y obsequioso con el poder Adolfo Suárez le lavó la cara a un país que necesitaba que le dijeran que hizo más de lo que hizo, donde las impotencias cruzadas de los franquistas y los demócratas se zanjaron en una reforma pactada que sobre todo en el campo de la izquierda necesitaba alguna mentira para ser digerida. Esa mentira la brindó Suárez. Este país que se acostó franquista y se levantó demócrata le regaló a los franquistas el honor de apuntarse el tanto de la democracia, pero no es verdad, la democracia no la trajo ni Suárez, ni el Rey, ni Felipe González, ellos solo lucharon por su puesto de trabajo.

Con un argumentario similar al esgrimido por Monedero, pero desde la derecha, Enrique de Diego, en su libro La monarquía inútil[2], dibuja las que, a su juicio, son las líneas que conforman la Transición. Sobre De Diego ha dicho humorísticamente el Gran Wyoming que «es un periodista tan de derechas que hasta lo echaron de Intereconomía». Estas son sus palabras:

Lo que se denomina como el pacto de la Transición, que da lugar al llamado consenso de la Constitución de 1978, es el acuerdo de todos los partidos políticos en no cuestionar la monarquía, en asegurar el puesto de trabajo (vitalicio y hereditario) de Juan Carlos y la familia Borbón. El denominado pacto constitucional puede resumirse en la evitación del referéndum monarquía o república. […] Toda la Transición, en origen, se plantea como un abrumador neocaciquismo monárquico. A fuerza de derroche y de generar una gigantesca estructura burocrática y partidaria se consigue el objetivo de que el monarca quede fuera del debate, porque en todo se podía ceder menos en ese punto.

Estudiar la historia como una cuadrícula de líneas imaginarias, procurando que no quede por encajar ninguna pieza en el puzle es una tarea inútil. Pretender formatear el sentido de las cosas que ocurrieron hace cuarenta años en un país que todavía no era este país para llegar a proposiciones políticas que permitan sustentar un proyecto ideológico en el presente es jugar con trampa. La España de 1976 no era un territorio enaltecido por la pasión política, sino más bien un país que tendía a la asepsia y que desconfiaba de los partidos y sus líderes. ¿Cómo iba a ser de otro modo después de casi cuarenta años de pedagogía franquista? El ciudadano medio de aquel tiempo, suponiendo que tal cosa exista, y existe, se movía entre dos polos: el recuerdo vivo de la guerra y la primera posguerra y el descrédito de la política como oficio. No era fácil ser inmune a las prédicas del poder día tras día, tras mes, tras año, tras década. Claro está que existían muchos luchadores contra la dictadura, valientes y concienciados ciudadanos para los que la política era un arma para cambiar las cosas, pero no era esa la España mayoritaria que hubiera podido protagonizar la ruptura. El informe FOESSA (Fundación para el Fomento de Estudios Sociales y Sociología Aplicada) de 1975 señalaba que un 80% de los ciudadanos creía que lo más importante era mantener el orden y la paz. El sociólogo Víctor Pérez Díaz, que ha impartido clases sobre la Transición en prestigiosas universidades internacionales, además de escribir un libro sobre la cuestión, España puesta a prueba[3], ha señalado que el análisis de la cultura ciudadana de los españoles antes de la muerte de Franco mostraba un amplio desinterés por la política, con la presencia incluso en el discurso de fuertes factores de carácter autoritario, y eso pese al proceso real de modernización que se había producido en el país desde los años sesenta. Al fantasma del desorden público recurrió el régimen y luego el búnker y sus aledaños en los años posteriores al fallecimiento del dictador. Quien tenga memoria de aquel tiempo recordará que desde los órganos conservadores y ultraconservadores manaba una suerte de consigna que caló en importantes capas de la sociedad. La idea prevalente era que con Franco vivíamos en paz y orden y que con la democracia había llegado el desarreglo, cuando no la anarquía. El miedo a salir de noche se convirtió en una expresión de uso común, incluso fue el título de una película, y quizá se creó entonces esa penosa expresión referida a los delincuentes según la cual por una puerta entran y por otra salen. La llamada España real, si por esta se entiende la sociológicamente mayoritaria, andaba por esos derroteros en los años del tardofranquismo. La memoria es frágil, pero las hemerotecas, reveladoras. Este es un fragmento del editorial que publicaba el diario El País el 20 de noviembre de 1976, un año después de desaparecido el general Franco. En él se hace un acercamiento al personaje histórico, contextualizando su papel como generador de orden, ese orden que está en el imaginario ciudadano como el gran logro del autoproclamado Caudillo:

El dictador se limitó en principio a hacer aquello para lo que había sido llamado: poner orden en un país caótico y temerariamente abandonado al vértigo de la historia. Lo hizo a su modo, expeditivo y elemental. […] La tranquilidad en las calles era obvia, fue obvia por lo menos hasta la aparición del terrorismo. Eso permitió un sosiego en el trabajo y un adormecimiento de las clases dirigentes. La tranquilidad y el orden tuvieron además la contrapartida de las cárceles, el exilio y las persecuciones. […] La tranquilidad permitió además la reconstrucción material primero y el enriquecimiento económico después de un país destrozado por la Guerra Civil. Franco tuvo la suerte de incorporarse aun desde fuera al boom del desarrollo europeo de los sesenta. […] Bajo Franco se reconstruyó la infraestructura nacional y se multiplicó la renta individual de los españoles. No gracias a él o a pesar de él, sino bajo su mandato, y cualquier análisis no parcial que pretenda hacerse de la era franquista ha de reseñar ese hecho.

Javier Pradera, intelectual ya fallecido, ligado a la actividad clandestina durante la dictadura, desde su detención y encarcelamiento en los conocidos como sucesos de 1956, y miembro destacado del diario El País desde su fundación, entre otras muchas actividades, como la codirección junto a Fernando Savater de la revista Claves de razón práctica, ha dedicado agudas reflexiones a la Transición en un libro reeditado tras su muerte[4], en el que interpreta el tardofranquismo como una obra en marcha y no como un plan preestablecido:

A la muerte de Franco, el repertorio de posibilidades históricas y políticas no era ilimitado, pero sí muy amplio. La situación geoestratégica de España y la herencia del pasado marcaban las fronteras, interiores y exteriores, de cualquier proyecto –de transformación o involución– imaginable en aquellos momentos. Sin embargo, las variantes concebibles dentro de ese marco eran muy numerosas, desde una república rupturista hasta una monarquía continuista. Al principio de la partida inaugurada con el fallecimiento de Franco, el juego no estaba hecho, ni las cartas marcadas. […] La Transición es una etapa histórica animada por la interacción de múltiples centros autónomos de poder, cuyos actores fueron numerosísimos y donde la participación popular y las movilizaciones de masas alcanzaron una importancia decisiva. Mención aparte merece la labor realizada por los medios de comunicación en defensa de los valores democráticos y la crítica del continuismo franquista durante las fases iniciales de la Transición, con medios como El País o Cambio 16 que ayudaron a romper el oligopolio de la prensa conservadora colaboracionista.

En un sentido similar se expresa el historiador Santos Juliá, conocido por sus trabajos sobre la España del siglo XX y experto internacional en la figura de Manuel Azaña, para quien una de las claves positivas de la Transición fue que «del Rey abajo a nadie se le preguntó por su pasado con tal de que estuviera dispuesto a colaborar en el presente»:

La potencia del mito de la reconciliación resultó un relato que daba sentido al futuro y eso hizo que todo el mundo viniera a abrevar en sus aguas. Los políticos, desde los azules a los rojos de antaño, descubrieron el placer de encontrarse y presumieron de un alto grado de integración institucional. […] La Transición fue menos excitante que una revolución o que una fiesta, pero fue mucho más eficaz y duradera en su capacidad de integración y en la solidez de sus resultados. En este nuevo clima político y moral resultó relativamente fácil inaugurar una original política de integración y solidez de sus resultados.

Que la puesta en marcha de los mecanismos de reforma del sistema franquista estuvo protagonizada por personalidades del régimen anterior es obvio. Los actores iniciales del cambio, empezando por el monarca, son franquistas. Son franquistas, más o menos moderados, los que copan los puestos relevantes de la Administración; los antifranquistas están en el exilio, exterior o interior, lejos, en todo caso, de los mecanismos donde se deciden las cosas. Son los Fernández Miranda, los Suárez, los Osorio, los Areilza, los Martín Villa quienes desde dentro empiezan a transformar las estructuras de la dictadura. Pero esos cambios no hubieran sido posibles sin la presión constante de la oposición, organizada sindicalmente a través de CCOO y articulada desde fuera por el PCE de Santiago Carrillo. La calle, que ya desde mediados de los sesenta había sido escenario de numerosas manifestaciones y revueltas, se tornó vendaval que removía los cimientos fosilizados del franquismo. Esa urgencia de la calle impulsó y profundizó la Transición, acortando las fases. En ese contexto, la legalización del PCE fue un hecho fundamental. Al reparto de la reforma, además de los iniciales e inexcusables actores franquistas, fueron incorporándose Santiago Carrillo, Marcelino Camacho, Ramón Tamames, Felipe González o Enrique Tierno Galván. De ellos y de millones de españoles es el éxito de aquella aventura colectiva.

La Transición tuvo un desarrollo imperfecto, lleno de fallas, en unos casos por la forzada improvisación y en otros, los más graves, porque se hizo, básicamente, desde arriba, con la autoría de quienes habían vestido la camisa azul. Pero no entiendo que se hubiera podido desarrollar de otro modo, a menos que se hubiera desencadenado un proceso revolucionario. Para eso tendría que haber existido un ánimo en la gente, que no existió. Franquistas o antifranquistas, los españoles del utilitario, la televisión y una cierta holgura económica no estaban por esas aventuras. En realidad, el cambio había comenzado a fraguarse en los años sesenta, con el Plan de estabilización puesto en marcha por el Gobierno de los tecnócratas, que empezaron a sacar a España de la autarquía para meterla en el capitalismo al estilo de los otros países europeos. La llegada millonaria de los turistas y los millones en divisas enviados por los emigrantes fueron claves para el cambio de ciclo económico, que llevó aparejado también una relajación de los usos y costumbres y una rebeldía contra la idea totalitaria del régimen. Las huelgas fueron a partir de entonces moneda corriente. Los ministros del Opus, los famosos lópeces: López Bravo, López Rodó, López de Letona, constituyeron el primer paso, aunque involuntario, hacia la democracia. Así lo entiende el periodista Teófilo Ruiz, autor de El milagro del Opus Dei[5], para quien otro protagonista relevante y antagónico a este es el Partido Comunista.

La crítica radical a la Transición la hizo, veinte años antes de la aparición de Podemos, Pablo Castellano. En su libro Yo sí me acuerdo[6], el entonces dirigente socialista hace un análisis profundo y sin concesiones de una realidad que conoció en su germen y paso a paso. En su opinión, el pecado original de la Transición es que no abrió el cauce para partidos y sindicatos verdaderamente preocupados por la gente, sino que estos surgieron y se desarrollaron como grupos oligárquicos en manos de élites:

Los democráticos líderes de la oposición –escribe Pablo Castellano– actuaban igual que los herederos del régimen, los unos disponiendo en almoneda del Movimiento Nacional y los otros de la historia y tradición de sus organizaciones, de sus militantes y sus programas, así como de su patrimonio.

A los apologetas les gusta decir que la Transición, amén de modélica, fue pacífica. Pero no es cierto, los datos desmienten esa afirmación. Entre 1975 y 1983 fueron asesinadas 591 personas. Son datos recogidos por Mariano Sánchez en su libro La Transición sangrienta[7]. De estos crímenes, ETA reclamó la autoría de 334, el Grapo de 51, los grupos incontrolados de extrema derecha mataron a 49 personas, los grupos antiterroristas o paramilitares a 16 y la represión policial acabó con la vida de 54 personas. Otras 8 fueron asesinadas en la cárcel o en comisarías; 51 murieron en enfrentamientos entre la policía y grupos terroristas. Son números que refutan cualquier ensoñación de proceso pacífico hacia la democracia.

Un fino analista político de ABC, Lorenzo López Sancho, que fue también un espléndido crítico teatral, escribía en febrero de 1976 sobre el estrecho margen en que iba a moverse en un primer momento el cambio político todavía por estrenar. La reflexión es interesante sobre todo teniendo en cuenta la filiación conservadora del periodista y del periódico:

Toda la reforma que se haga será hecha por la clase política establecida hace 37 años en el poder. La posibilidad reformista es la que se encierra entre dos extremos: Girón y Fraga. Latitud enorme la que resta fuera de esos dos meridianos. El pueblo seguirá por ahora siendo sujeto pasivo de la acción política en la que no tendrá participación alguna hasta la muy categorizada del Referéndum final.

Ese tejido político, pensado y también improvisado, hecho a partir de una realidad cruda y con muchas limitaciones, nunca en una circunstancia ideal, dejó partes mal zurcidas y otras directamente fallidas. El dibujo del mapa autonómico no está entre los logros de aquel proceso, visto al menos cómo se ha desarrollado el sistema que un día se llamó coloquialmente del café para todos. No, no fue una Transición perfecta, pero a partir de ella hemos vivido los cuarenta mejores años de los últimos cien. De otros impulsos colectivos salimos peor parados.

Siete caras de la Transición

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