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¡Dios bendito! ¡Qué hostia nos hemos pegado! Aquel invierno de 2020…

Estamos siendo testigos de tres pandemias simultáneamente. La primera es la pandemia del coronavirus. La segunda es la pandemia del hambre. La tercera es la pérdida del medio de sustento […] Tenemos la obligación de crear economías que no destruyan la naturaleza y que no destruyan los medios de sustento ni los derechos de los trabajadores, economías que no destruyan nuestra salud propagando enfermedades y pandemias, que no provoquen la pérdida de los medios de sustento, de la libertad, la dignidad y el derecho al trabajo, que no exacerben el problema del hambre en el mundo.

Vandana Shiva, «El 1 de mayo y las tres pandemias»

La posguerra promete ser más dura que la guerra. Una caída del PIB en todo el mundo que puede rondar el 10 por 100. Como una guerra que se alargue cuatro años. Como tablones clavados en las puertas de las casas formando parte de un paisaje permanente, deteniendo el tiempo y el espacio. Pero sin aviones, bombas, balas ni misiles, sin el fragor de una guerra ni el movimiento de tropas enemigas. Incertidumbre dentro de la incertidumbre envuelta en incertidumbre. Buscando el norte con una brújula rota. Si Dios creó el mundo nombrándolo, rastreamos las palabras a ver si vemos la luz nombrando la luz. Y aplicamos el alfabeto a la economía: recuperación en V, recuperación en Y, recuperación en W, recuperación en L.

Recuperación en puntos suspensivos…

Un imprevisto global que ninguno de las decenas de miles de economistas que pueblan tertulias, editoriales, columnas y universidades había sabido contar. ¿Se le había ocurrido antes a algún Nostradamus de las finanzas lo del «coma inducido», esto es, hibernar la economía para salvaguardar el tejido productivo y las rentas? Las crisis hacen socialistas a los liberales, y a los defensores de la economía abierta un poco más proteccionistas. Una retirada defensiva desde la certeza de que el hambre y el miedo de la gente ponen los nervios a flor de piel. Una enseñanza que tenemos en el ADN.

Igual que cuando se mueven las ramas o creemos haber escuchado un ruido, y aprendió nuestra biología a sospechar la posibilidad de un depredador detrás. Entonces nos replegamos en nuestro perímetro de defensa. Una «sacudida hacia dentro». Se hablaba de decrecimiento para luchar contra el cambio climático, pero ¿contener todos la respiración durante unos meses a ver si despistamos el riesgo y vuelve a palpitar el corazón? Y después, con aeropuertos y puertos detenidos, con aduaneros con metralleta y termómetro, con una economía buscando deprisa y corriendo el mercado interior que habían abandonado. Una lucha entre la globalización y la autosuficiencia. Corredores aéreos para el turismo, playas segmentadas, fases de desconfinamiento, teletrabajo, rastreadores, supercontagiadores, la escuela amenazada, mascarillas o barbijos de Vuitton o de plástico de bolsas de basura… Una revolución sin asaltar La Moncloa, Los Pinos, la Casa Blanca o el Palacio de Invierno. La revolución es un tiempo en el que se hace posible lo imposible. ¿Quién le iba a decir a los pasajeros de un crucero de lujo de la segunda economía europea que ningún puerto iba a dejarles atracar? Las revoluciones siempre vienen con sus contrarrevoluciones. Las revoluciones se hacen con entusiasmo; las contrarrevoluciones, con estrategia y dinero.

Es verdad que se trata de una tormenta perfecta para la economía. Mostrará sus dientes después de acabado el baile del desconfinamiento, las fases y los rebrotes. La posguerra va a ser más dura que la guerra:

Las grandes economías caen a tasas de dos dígitos. El confinamiento ha destrozado los canales de producción, ha obligado a cerrar fronteras, ha provocado un repunte del proteccionismo. Ha llevado a la quiebra a miles de empresas y ha desatado una hecatombe en los mercados de trabajo; sólo en EEUU ha destruido 33 millones de empleos desde marzo. El colapso de los mercados de materias primas es de dimensiones bíblicas. Este último trimestre del diablo es ya la recesión más fulminante y profunda de la historia: la destrucción de riqueza y empleo en cuatro meses es equivalente a cuatro años de Gran Depresión[1].

Alguien tendrá que pagar este golpe. Los que no quieren hacerlo ya están hablando entre ellos y activando sus lobbies. Salvar al soldado Wall Street. Las finanzas son la variable independiente de la que depende todo lo demás. Es uno de los rasgos de los que llamamos neoliberalismo. Nadie se atreve con ellas. El virus es objetivo. Qué hacer con él forma parte del arsenal de ideas. La huella de nuestros miedos históricos no está tanto en lo que pasó, sino en el relato de lo que pasó. En la Peste Negra, unos rezaban, otros mataban judíos y herejes, otros se resignaban por la decisión de Dios, otros buscaron científicamente al transmisor. Las monarquías de la península Ibérica aumentaron las recaudaciones fiscales. El relato «tremebundo» de los frailes sirvió a los intereses del poder. El apocalipsis casi siempre es conservador. En el siglo XIV, los frailes se golpeaban con el cilicio para purgar los pecados del mundo. Hoy, los seguidores de Trump, en Estados Unidos o en España, exigían romper el confinamiento y salir a contaminarse para que los que mueran rediman a los que se salven gracias a la «inmunidad del rebaño». A los acaudalados pasajeros del crucero británico MS Braemar, con cinco casos detectados de coronavirus, sólo les dio acogida y les permitió atracar en puerto Cuba.

Al SARS-CoV-2 lo cercaremos científicamente, pero la lectura de la enfermedad, los contornos del poscovid-19, vendrá dictada por los relatos. De momento, el cuento que va ganando es el de las finanzas. Al final, todo parece un rescate encubierto e indirecto de los grandes capitales. Si la recuperación aumenta la deuda de los Estados, vuelven a ganar los bancos. Y esa va a ser la tónica. La derecha va a estar de acuerdo con que los Estados liberen ayudas para las personas, que en su lectura será para el consumo. Cuando sea el momento, propondrán recortes para limitar la deuda. Regresarán las metáforas: «vivir por encima de nuestras posibilidades», «no permitirnos más de lo que podemos pagar», «hay que equilibrar los balances», «los impuestos son un peligro»… Y será, al menos en su cabeza, como en 2008. ¿Tendremos memoria[2]?

El capitalismo neoliberal está herido de muerte. Porque su legitimidad está herida de muerte. Y, sin legitimidad, ningún sistema dura. No se trata de firmar en piedra que no va a recuperarse, porque lo ha hecho muchas veces. Pero sabemos que de cada crisis sale con un abanico de soluciones más estrecho y con más efectos colaterales adversos (los más evidentes y peligrosos: las guerras y seguir devastando la naturaleza para mantener la tasa de beneficio de una maquinaria que no piensa en otra cosa). El reguero de sangre de animal herido se podía rastrear antes del invierno de 2020.

El capitalismo en su fase financiera está herido de muerte, pero va a morir matando. La covid-19 va a inaugurar una nueva etapa que empezaremos a ver después del confinamiento. El miedo va a hacer al mundo más temeroso. ¿Qué harán con los rascacielos? ¿Qué será de los cruceros? ¿Y los estadios de fútbol y béisbol? ¿Y con la peregrinación a La Meca? Antes, es muy probable que pasemos por una fase de autoritarismo, donde van a ser menos importantes los fusilamientos y las torturas que el control tecnológico y mediático. La primera fase del enfado va a encontrar más preparados a los poderosos, que harán lo imposible para imponer una salida de la crisis sobre las espaldas de las mayorías. Es muy probable que tengan que recurrir a medidas de fuerza –con el caso extremo de golpes de Estado «constitucionales»–, pero será una señal de la agonía del sistema.

La lógica del sistema es autoritaria. La concienciación social está abierta, peleando entre los golpes de la realidad y las promesas ideológicas del paraíso consumista. Los liderazgos sociales emancipadores con capacidad de movilizar a las masas están detenidos. El coronavirus parece un sueño donde la realidad conocida se distorsiona. Del sueño podremos recrear pesadillas o esos dibujos de cuando niños, llenos de esperanza. La frontera entre el siglo XX y el siglo XXI se llenó de películas donde nos implantaban los sueños, de Blade Runner a Total Recall, de Vanilla Sky a Inteligencia Artificial. La derecha ha ganado tantas veces a la izquierda porque sus análisis son más realistas. Y en las sociedades capitalistas hay un tercio de la población que está dispuesta a convivir e incluso liberar las cadenas de cualquier pesadilla.

El Brasil de Bolsonaro, los Estados Unidos de Donald Trump, la Hungría de Orbán, el Israel de Netanyahu o la India de Narendra Modi son una prueba evidente de la pesadilla y sus residentes. «Yo soy la Constitución», dijo Bolsonaro. Antes había sostenido que la covid-19 era apenas una gripezinha, que los brasileños no se iban a contaminar porque eran capaces de bucear en las alcantarillas sin que les pasara nada, y que, si la pandemia costaba vidas, también costaba la muerte de las empresas. Todos los fines de semana hay manifestaciones de apoyo a Bolsonaro en Brasil. Al igual que en Bolivia –lo que permitió el golpe de Estado contra Evo Morales– hay una mayoría de evangelistas en los bajos escalafones del ejército y la policía. En Brasil, de 22 ministros, 9 son militares y hay más de 2100 en el gobierno federal[3]. La estupidez se transmite también por el aire. «¿Qué pasa si este virus muta hacia una forma más benigna? ¿Qué pasa si muta y se pone buena persona?». Lo dijo Jaime Mañalich, ministro de Sanidad de Chile. El portavoz del Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS) del gobierno de Donald Trump, el encargado de bregar con la covid-19, afirmó en un tuit: «Como aperitivo, millones de chinos chupan la sangre a murciélagos rabiosos y se comen el culo de osos hormigueros». Era su prueba irrefutable de que el gobierno de los EEUU no había llevado el virus a Wuhan, como sostenía alguna teoría conspirativa. El hombre encargado de tranquilizar al país. El responsable de cuidar de la salud de todos los norteamericanos[4].

Un tercio de locos o de radicales de extrema derecha, en cualquier lado, son muchos locos y muchos radicales de extrema derecha. Especialmente si están en los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, en los medios de comunicación y en las grandes empresas.

La sociedad burguesa de comienzos del siglo XX estaba tan cansada de sí misma que se fue a la guerra con una frivolidad que sólo la brutalidad de la guerra de trincheras disiparía. En esta segunda década del siglo XXI, la sociedad de clases medias aspiracionales se ha comportado como una sociedad satisfecha, obediente, gracias, en primer lugar, al endeudamiento, que a su vez ha permitido la perspectiva de un factible viaje low cost, el acceso a una ropa de marca comprada en un outlet, el disfrute, de un modo u otro, de las mismas series de televisión que ven los que están a la última, una mirada optimista brindada por el evidente ascenso social que ven los ancianos –aunque a sus nietos les hayan robado esas gafas– y la mayor libertad alcanzada por las mujeres para pensar su libertad. Además, con la posibilidad exprimida por la derecha de canalizar la frustración hacia los inmigrantes y hacia los «políticos» (menos que hacia los banqueros y los rentistas). Todo en un marco irresponsable, como en un anuncio permanente de la chispa de la vida donde todo es concordia. Como dice Peter Sloterdijk: «Sin frivolidad no hay público ni población que muestre una inclinación hacia el consumo»[5].

Pero todo lo que tenían, como haría un mago con las palomas o un replicante con sus lágrimas en la lluvia, va a desaparecer de nuestra vista. Y los que gobiernen no podrán argumentar que hay que apretarse el cinturón por aquello de que la gente ha vivido por encima de sus posibilidades. Y no se podrá argumentar que las desigualdades son buenas para el sistema. Ni que no pasa nada porque a pocas manzanas o cuadras de donde vivimos se esté muriendo gente o pasando hambre o viviendo en los márgenes sin lo mínimo para vivir. Ni que unas empresas que enriquecen a unos pocos ensucien un medio ambiente que termina vengándose. Todo esto lo van a intentar. Lo de las fake news va a ser una tontería en comparación con lo que viene. En 2008, cuando los poderosos dijeron, asustados, que había que dulcificar el capitalismo, no había condiciones para el enfado. Los poderosos son más marxistas que los pobres. Ahora sí. De hecho, antes de la covid-19 el enfado ya estaba en las calles. Y está pasando todo demasiado rápido como para que se olvide. Los que la sufrieron, se acuerdan de la crisis de 2008. Dicen que el olvido necesita una generación, esto es, unos quince años. Alguno andará pensando en implantes colectivos de memoria.

El escenario está abierto. ¿Ganará el relato de que los que más tienen deben colaborar más? ¿Ganará el relato que dice que la naturaleza ya no nos puede dar más avisos? ¿Ganará el relato de que protegernos, cuidarnos y reinventarnos es una tarea colectiva? Es muy difícil que sea así en el corto plazo. Confinados, la acción colectiva es más difícil. Además, las aguas discurren por surcos profundos que nos llevan necesariamente a otros sitios ya prefigurados. Pero, en el medio plazo (que pueden ser meses), ni los liberales con más medallas van a poder defender que se llenen las calles de parados, de sin techo, de hambrientos, ningún gobierno va a aguantar el empuje de millones de personas pidiendo soluciones, nadie va a tolerar ver cómo otra vez unos pocos se benefician privatizando bienes esenciales para la vida.

Como en La vida de Brian, vamos a ver a muchos profetas subidos en su púlpito ofreciéndonos sus apocalipsis, su paraíso, su éxodo, su desierto y su vergel. Decía Jesús Ibáñez que la antesala de una revolución siempre es una gran conversación. Eso pasó con las «primaveras árabes», Occupy Wall Street o el 15M. El poscovid-19 va a ser una gran conversación. Con revolución o con contrarrevolución. Hay razones para el pesimismo en el corto plazo y para el optimismo en el medio y largo plazo. Decía Bertrand Russell que un optimista es un idiota simpático y un pesimista un idiota antipático. Buenos diagnósticos es lo que necesitamos. Ojalá seamos capaces de ahorrarnos el dolor del interregno.

Recuperación en puntos suspensivos…

[1] Claudi Pérez, «Así será el mundo tras la Gran Reclusión», El País, 10 de mayo de 2020. Disponible en: [https://elpais.com/economia/2020-05-09/asi-sera-el-mundo-tras-la-gran-reclusion.html].

[2] John F. Weeks, The Debt Delusion. Living Within Our Means and Other Fallacies, Cambridge, Polity Press, 2020.

[3] «Brasil: pandemia, guerra cultural y precariedad. Entrevista a Lena Lavinas», Nueva Sociedad 287 (mayo-junio de 2020). Disponible en: [https://nuso.org/articulo/brasil-pandemia-guerra-cultural-y-precariedad/?utm_source=email&utm_medium=email].

[4] [https://edition.cnn.com/2020/04/23/politics/michael-caputo-tweets/index.html].

[5] Peter Sloterdijk, «El regreso a la frivolidad no va a ser fácil», entrevista en El País, 3 de mayo de 2020. Disponible en: [https://elpais.com/ideas/2020-05-02/peter-sloterdijk-la-supervivencia-es-indiferente-a-las-nacionalidades.html].

El paciente cero eras tú

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