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¿Qué hacer cuando las cartas al director son ahora virus y fake news?

Pues la destrucción de la inteligencia es una peste mucho mayor que una infección y alteración semejante de este aire que está esparcido en torno nuestro. Porque esta peste es propia de los seres vivos, en cuanto son animales; pero aquélla es propia de los hombres, en cuanto son hombres.

Marco Aurelio, Meditaciones, Libro IX

Ahora que el cielo está claro y el aire limpio, más fake news. Hay dos tipos de mentiras: las que son intencionadas y buscan un efecto en quien se considera –o quiere que se considere– el enemigo político, y las que sin ser intencionadas están sometidas a los grandes números –es decir, que si sólo lo hiciera uno, no pasaría nada, pero, cuando lo hacen muchos, ya es un problema–. Es lo que, en 1978, Thomas Schelling llamó micromotivaciones que generan macroconductas. Lo resume González Férriz: «De igual manera, puede entenderse que un tuitero semidesconocido quiera expresar su exasperación por el confinamiento con exabruptos, o que un periodista o un político aprovechen la situación para vindicar su posición ideológica, pero, cuando todos los tuiteros, políticos o periodistas hacen lo mismo al mismo tiempo, la conversación pública se convierte en el equivalente moral de un edificio en llamas»[1].

Estas mentiras no tienen aspecto de mentiras y son altamente contaminantes. La capacidad viral de las redes convierte a todo el mundo en epidemiólogo. La falta de intermediaros en la red, que inicialmente produjo una explosión de creatividad, pronto fue detectada por carroñeros organizados y también por depredadores individuales, y la convirtió en un vertedero donde las noticias falsas se difunden más que las verdaderas. Llaman más la atención, son más juguetonas. Ante un herido, la red no ha permitido, como se esperaba, que surgieran decenas de médicos; lo que emergen son miles de voluntarios para rematarlo. Viralidad y virus tienen la misma raíz.

Se le echó la culpa de todo a China, que, aunque tarde, fue la que más colaboró con la OMS –lo que llevó a Trump a afirmar que la OMS trabajaba para China–. Se construyeron bulos acerca de que el virus se había construido en laboratorios de guerra bacteriológica china o norteamericana. Se demostró que el virus no tenía manipulación. En virus anteriores se localizó hasta la cueva donde estaba el murciélago responsable del SARS. Como es evidente que China es un país autoritario y todos recordamos la imagen del ciudadano parando un tanque en Tiananmen, la acusaron de que su autoritarismo generó la expansión de la epidemia cuando lo real es que la epidemia ha aumentado el autoritarismo. Que en EEUU se persiga a los informantes que denuncian las atrocidades del ejército, que se silencie a la prensa libre, que se manipulen los datos para que, por ejemplo, gane el Brexit, son cosas que no parecen afectar a la calidad de la democracia. O señalar a México como responsable del contagio, cuando por cada 100 contagiados en EEUU hay uno en el país vecino. O plantear la necesidad de intervenir en Venezuela, cuando las cifras de contagio y muertos por el coronavirus en ese país son ridículas en comparación con España, Italia o Estados Unidos.

La covid-19 es usada en los Estados Unidos, patria de las fake news, para avanzar en cuestiones que le resultarían más problemáticas en tiempos de mayor control democrático. Así, han intentado prohibir los abortos en Texas y han aumentado las subvenciones a la escuela concertada. En la búsqueda de enemigos exteriores, se han hecho recortes en los organismos internacionales y se han concedido moratorias para que las empresas contaminantes sigan con sus emisiones de CO2. Al tiempo, Trump ha entregado a los más ricos del país –propietarios de fondos de inversión y de patrimonio inmobiliario en su mayoría– un regalo en forma de unos 80.000 millones de euros ahorrados en impuestos[2].

Dirijamos ahora la mirada a la covid-19. «No sabemos», suele ser la respuesta más repetida de los científicos cuando les preguntan al respecto. En realidad, sobre la enfermedad del coronavirus, causada por el virus SARS-CoV-2, sabemos lo justo. Que aún no hay una vacuna, que parece la única solución real. Que muta. Que regresa. No es extraño que los textos sobre este asunto dediquen una parte a desmontar bulos sobre el coronavirus. En tiempos de fake news, tampoco las enfermedades están libres de esta plaga. La ignorancia puede ser terrible. Lo vimos con las ocurrencias iniciales de algunos importantes mandatarios. Porque es tentador buscar soluciones simples a un problema complejo. Concluye el biólogo evolutivo Rob Wallace: «Si la covid-19 registra, digamos, una letalidad del 1 por 100 en el proceso de infección de cuatro mil millones de personas, eso serían cuarenta millones de muertos. Una proporción pequeña de un número grande puede seguir siendo un número grande». En España, hubieran sido casi 500.000 muertos. La gripe mató en 2018 en España a 6000 personas. La covid-19 existe.

Estamos recopilando información inmersos en un confinamiento en el que tenemos la sensación de que no nos alcanza el día. Porque la actualidad nos absorbe. No sabemos qué nos tenemos que perder, y la información es tan abundante que terminamos por estar desinformados. Nadie, ni la gente que vive al día inventando y rebuscando oportunidades en las calles de nuestras ciudades, ni los que ven seis horas de programas de entretenimiento en la televisión, ni siquiera los que andan enfrascados en sus más estrictas cosas, puede estar al margen de lo que está pasando. Dos mil millones de personas vieron en directo el funeral de Lady Di. Con el coronavirus, la mitad de la humanidad, 3900 millones de seres humanos, fueron llamados al confinamiento[3].

Estamos sobreinformados y también mal informados. No es lo mismo comentar un penalti, el desarrollo de un programa del corazón, el tiempo, un cotilleo, que un chisme que ha nacido desinformado o malintencionado. La información hay que ordenarla para que signifique algo. Correr para ser el primero en contar lo obvio o lo repetido dice poco de nuestro compromiso intelectual. Los medios de comunicación pretenden viralizar sus noticias como señal de éxito y posibilidad de negocio. Viralizar es expandirse un virus. Para terminar de ordeñar las palabras, cuanto más virulenta es una noticia, más se viraliza. No es extraño que los programas televisivos más vistos tengan que ver con el sexo y sus probabilidades, con la muerte y sus acercamientos.

Lo más honesto es decir, con los epidemiólogos, que no sabemos nada o muy poco. Quizá sólo sepamos una cosa: hay una fuerza que tiene más capacidad de dirigir nuestras sociedades que la amenaza de catástrofes. ¿Qué fuerza es esa? ¿Es nueva? ¿La conocemos? Cada vez que hay un incendio nos acordamos de los bomberos. Pero en el invierno, las protestas de los bomberos y de los trabajadores forestales son una constante. ¿Acaso reaccionamos? Esa fuerza es el dinero. Un viejo conocido. La fuerza que explica por qué las políticas de austeridad frenaron todas las recomendaciones de proteger a la ciudadanía de la más que probable siguiente pandemia[4]. Poderoso caballero.

[1] [https://telos.fundaciontelefonica.com/micromotivaciones-en-tiempos-de-viralidad/]

[2] [https://www.eldiario.es/theguardian/estimulo-economico-Trump-beneficia-megamillonarios_0_1017348681.html].

[3] [https://www.euronews.com/2020/04/02/coronavirus-in-europe-spain-s-death-toll-hits-10-000-after-record-950-new-deaths-in-24-hou].

[4] [https://www.eldiario.es/theguardian/gestion-coronavirus-politicas-cientificas-generacion_0_1015248658.html].

El paciente cero eras tú

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