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Capítulo I

El pragmatismo. La educación en John Dewey

El pragmatismo

El Pragmatismo es la expresión filosófica más original elaborada en los Estados Unidos. En sus comienzos el pensamiento norteamericano mostró claras influencias de la filosofía europea, como puede advertirse en la transcripción que hizo Thomas Jefferson (1743–1826) en la Declaración de la Independencia de 1776 de un principio de John Locke: «Nosotros consideramos de manifiesta evidencia estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que han sido dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables; que entre ellos están la vida, la libertad y la busca de la felicidad». No obstante, el debate filosófico en los Estados Unidos de América estuvo marcado desde sus comienzos por dos perspectivas no filosóficas: la proporcionada por la cosmovisión religiosa y la derivada de las teorías científicas de la época. Harvard, fundada en 1636, fue el lugar donde se combinaron estos dos factores, dando como resultado la ruptura con la iglesia calvinista, surgiendo así el unitarismo, que aceptaba el poder de la razón para dominar el mundo natural y la actitud religiosa ante la vida. El trascendentalismo, por su parte, rechazaba la religión unitarista y propugnaba en su lugar un concepto de divinidad y de experiencia religiosa trascendente. En el fondo se trata de dos lecturas diferentes de Kant: Kant, realismo escocés y empirismo de Locke (unitarismo) y Kant, el idealismo de Hegel y el romanticismo de los británicos Coleridge y Carlyle (trascendentalismo). El trascendentalismo influyó mucho en la literatura, con Ralph Waldo Emerson (1803–1882), sobre todo con su conferencia The American Scholar (1837) considerada la declaración de la independencia intelectual de los Estados Unidos. También es muy importante en esta época Walt Whitman (1819–1892), con Hojas de hierba (1855), quien tomó distancia del trascendentalismo y sostuvo que lo mejor de los Estados Unidos estaba «en lo común de las gentes».1

Durante la presidencia de Abraham Lincoln (1809–1865) tuvo lugar la Guerra de Secesión (1861–1865), en la que se enfrentaron el Sur esclavista (confederados) con el Norte unionista. Muchos estudiantes de Harvard se alistaron en los regimientos del Norte en esta guerra. Uno de ellos fue Oliver Wendell Holmes (hijo), quien fue herido gravemente. Sobre esto escribió un relato en el que expresó: «Es curioso con qué rapidez la mente se adecua, en ciertas circunstancias, a relaciones enteramente nuevas. Por un rato pensé que me estaba muriendo, y me pareció lo más natural del mundo. En el momento en que volvió la esperanza de vida, pareció tan aborrecible para la naturaleza como siempre el hecho de que yo debiera morir».2 Holmes, quien con el tiempo llegaría a ser miembro del Tribunal Supremo de Justicia de su país, meditó mucho sobre esto y sacó una conclusión que ejerció mucha influencia sobre el pragmatismo: la rapidez con que la mente se adecua a las circunstancias muestra que la prueba de una creencia no es la inmutabilidad, sino la adaptabilidad. Nuestras razones para necesitar razones siempre están cambiando. Holmes aprendió de la guerra que la certeza conduce a la violencia. Le producían un profundo disgusto las personas que se representaban como un instrumento de un poder superior: «Detesto al hombre que sabe que sabe». Por eso sostiene con mucha propiedad Louis Menand en su interesante libro El club de los metafísicos que lo que tenían en común hombres como Holmes, James, Peirce y Dewey no era un conjunto de ideas, sino una idea sobre las ideas: son herramientas que la gente crea para hacer frente al mundo en que se encuentra, producidas socialmente por grupos de individuos.

En la elaboración de este pensamiento común fue importante la influencia de la filosofía alemana. Durante el siglo XIX muchos universitarios norteamericanos realizaron estudios en Europa poco antes o después de graduarse. Muchos de ellos se inclinaron por hacerlo en Gran Bretaña, pero más de nueve mil lo hicieron en Alemania.

El término pragmatismo procede de la palabra griega pragma (acción) en el sentido que le había dado Kant, y alude a la postura que sostiene que la verdad es un principio social de autorregulación del curso de la acción. Entre las fuentes del pragmatismo están Hegel, Kant, Blondel, Hume y Berkeley.3 Sus principales representantes fueron Peirce, James y Dewey.

En 1907 Charles Peirce escribió un manuscrito que nunca publicó: «Fue a comienzos de la década de 1870 [fue en 1872] cuando un grupo de nosotros, los jóvenes del viejo Cambridge, llamándonos en parte irónicamente, en parte desafiante, “The Metaphysical Club”, porque por entonces el agnosticismo, con grandes ínfulas, fruncía soberbio el ceño frente a toda metafísica, solíamos reunirnos, a veces en mi estudio, a veces en el de William James». Constituían el Club, entre otros, Charles Peirce, William James, Oliver Wendell Holmes (hijo), y Chauncey Wright, «el Sócrates de Cambridge». Este «Club metafísico» fue el que dio origen al pragmatismo.4

Charles S. Peirce (1839–1914) fue el principal pensador americano de su época. Fue quien propuso el término «pragmatismo», aunque luego lo cambió por el de «pragmaticismo». Sostuvo que la función del pensamiento es producir creencias, y que éstas son reglas para la acción. La verdad es aquello en lo que creemos, y no hay una realidad a la cual las ideas puedan corresponder. William James (1842–1910) estudió Medicina en Harvard y se desempeñó como catedrático de Filosofía en esta Universidad desde 1874. Entre sus obras pueden mencionarse Principios de Psicología, Las variedades de la experiencia religiosa y Pragmatismo. Un nombre nuevo para viejos modos de pensar. Fue influido por Peirce, particularmente por un artículo de éste: «Cómo esclarecer nuestras ideas». En 1898 hizo la primera formulación del pragmatismo, sosteniendo que una doctrina es verdadera en la medida en que es útil y provechosa. Negó las categorías metafísicas y los principios universales. Sostuvo que el pragmatismo estaba de acuerdo con el nominalismo en su apelación constante a los casos particulares; con el utilitarismo, en poner de relieve los aspectos prácticos y con el positivismo, «en su desdén por las soluciones verbales, las cuestiones inútiles y las abstracciones metafísicas». Para James el pragmatismo no tiene dogmas ni doctrinas; solamente es un método. Al respecto escribió en Pragmatismo: «Como ha dicho muy bien el joven pragmatista italiano Papini, se encuentra en medio de nuestras teorías como el corredor de un hotel. Innumerables puertas se abren ante él. Tras una, se encuentra un hombre escribiendo un libro ateo; en la siguiente, otro, de rodillas, pide fe y fortaleza; en la tercera, un químico investiga las propiedades de un cuerpo. En la cuarta, se elabora un sistema de metafísica idealista; en la quinta se demuestra la imposibilidad de la metafísica. Pero el corredor es común a todos y todos deben pasar por él, si desean seguir un camino practicable para entrar o salir de sus habitaciones respectivas».5 De esta manera James reafirmaba su decisión de apartarse de la consideración de causas o principios y de considerar solamente los aspectos metodológicos con relación a las consecuencias de las acciones.

El pensamiento de John Dewey

John Dewey (1859–1952) fue profesor en la Universidad de Michigan (1884–1888), Minnesota (1888–1889), Michigan (1889–1894), Chicago (1894–1904) y Columbia, Nueva York (1905–1929). Sus fuentes principales fueron la filosofía de Hegel, el evolucionismo de Darwin y el pensamiento de William James. Definió su postura como instrumentalismo y sostuvo que el pensamiento es un producto de la evolución biológica. Sostuvo que la ciencia debe ayudar a lograr una reconstrucción racional de la vida humana, por lo que su filosofía prestó especial atención a la educación y a los problemas sociales y políticos. Sus obras son muy numerosas, entre las que se pueden mencionar La escuela y la sociedad (1900), Democracia y educación (1916), La reconstrucción de la filosofía (1920), Naturaleza humana y conducta (1922), Libertad y cultura (1939), El hombre y sus problemas (1946), etc.

Una cuestión que es importante destacar en Dewey es la relación que hay en toda acción humana entre motivos y consecuencias. Existen, sostiene, dos posiciones unilaterales que deben ser superadas. Por un lado está la de Kant, quien considera que los resultados obtenidos no cuentan para determinar la moralidad de la acción, porque no dependen de la buena voluntad. Por otro lado está la posición de Jeremías Bentham (1748–1832), que sostiene que la moral consiste en producir consecuencias que contribuyan al bienestar general y que los motivos no cuentan en absoluto. Dewey sostiene, en consonancia con los otros pragmatistas de su época, que en la acción humana lo que interesa fundamentalmente son las consecuencias previstas y deseadas. Pero si las consecuencias son deseadas los motivos también cuentan. Dewey identifica «conocimiento» con «método científico». Por eso sostiene que la «racionalidad» es una cuestión que se refiere a la relación medios y consecuencias y no a primeros principios fijos, como premisas definitivas o como contenidos de alguna certidumbre.

Rechaza que pueda haber una correspondencia exacta entre el conocimiento y lo que las cosas son. Esta certidumbre es reemplazada por Dewey por la creencia racional fundamentada, o lo que denomina en la Lógica «asertibilidad garantizada», ya que, a diferencia de Peirce, el término «creencia» le parece ambiguo. Este resultado provisorio del conocimiento dirige la conducta humana, pues su finalidad es la solución de problemas prácticos.

Precisamente, Dewey entiende por «pragmatismo» la doctrina según la cual la realidad posee un carácter práctico. La realidad carece de una entidad subsistente y solamente es para nosotros la suma de condiciones en las que se desarrolla la acción. En La influencia del darwinismo en la filosofía, de 1909, Dewey sostiene que la publicación de El origen de las especies alteró las filosofías que descansaban en el supuesto de la superioridad de lo que es fijo y final y de que el cambio y el origen son signos de lo defectuoso y lo no real. Por eso la tarea de la inteligencia no es el descubrimiento de la existencia de una realidad previamente constituida a la que deba adecuarse, porque no hay un orden de esencias fijas e intemporales dadas de una vez para siempre.

Dewey afirma que desde el punto de vista lógico la verdad absoluta es un ideal que no se puede realizar en la medida en que otras observaciones y experiencias sean posibles. Los conceptos tienen un carácter instrumental porque son los medios que permiten reorganizar el medio circundante. Si tienen éxito en esta tarea, son verdaderos. Dewey es muy enfático al sostener que quienes se oponen a esta concepción instrumentalista de la verdad son quienes conservan la herencia de la concepción filosófica clásica que sostiene la existencia de una Realidad Suprema como verdadero Ser, distinta de una realidad inferior e imperfecta. El concepto pragmático de la verdad, sostiene en La reconstrucción de la filosofía, rechaza radicalmente semejante punto de vista. No busca un cuerpo fijo de verdades superiores en que apoyarse; no mira hacia atrás, hacia algo que ya existe, sino hacia delante, hacia las consecuencias. La verdad solamente es lo comprobado en un momento de la investigación, que prosigue indefinidamente. Por eso sostiene que el pragmatismo se diferencia del empirismo histórico en que no insiste en el análisis de los fenómenos antecedentes sino en los consecuentes, no en los precedentes a la acción, sino en sus posibilidades. Dewey llamó instrumentalismo a su modo de concebir el pragmatismo, afirmando que tiene por principal cometido considerar cómo funciona el pensamiento en la determinación experimental de consecuencias futuras. Aquí nuevamente está la influencia de Darwin, porque Dewey afirma que tomar el futuro en consideración conduce a la concepción de un universo cuya evolución no está acabada. Pero está también la influencia de Peirce, de quien nuestro autor se reconoce deudor en distintos lugares de su Lógica.

Para Dewey la filosofía no es un conocimiento especializado reservado al ámbito académico, sino algo cuya materia y tarea surgen de las presiones y reacciones que se originan en la comunidad misma en que surge una filosofía determinada, cuya función es tratar de resolver los problemas de los seres humanos en su contexto social y cultural. El instrumentalismo de Dewey, en consecuencia, le da al pensamiento la tarea de reconstruir el presente estado de cosas y no el de contemplarlo.

Ahora bien, ¿cómo explica Dewey entonces la acción humana y su sentido? Para este filósofo pensamiento y acción son interdependientes. Todo pensamiento comienza con un problema a resolver, donde el pensamiento mismo es la respuesta. El pensar siempre está contextualizado, y lo que se designa como creencia, duda, idea, etc., no es sino una conducta en la que el organismo y el medio actúan conjuntamente o en interacción. La inteligencia, por otra parte, solamente es una cualidad que acompaña a determinados tipos de interacción, en los cuales el pensamiento es la herramienta con que cuenta el organismo racional para resolver las situaciones problemáticas. Pero para poder hacerlo es necesario que las experiencias previas sean de tal naturaleza que permitan resolver situaciones nuevas. De allí la importancia que Dewey asigna al hábito para la eficacia de la acción. Un hábito, escribe en Democracia y educación, «es una forma de destreza ejecutiva, de eficacia en la acción. Un hábito significa una habilidad para utilizar las condiciones naturales como medios para fines. Es un control activo sobre el ambiente mediante el control sobre los órganos de la acción».6 Nuestras ideas dependen de la experiencia, lo mismo que nuestras sensaciones. Y ambas, experiencias y sensaciones, son resultado originalmente de los instintos, pero inmediatamente de los hábitos. Así, las ideas dependen de los hábitos y los pensamientos y propósitos conscientes dependen de las acciones.7

Dewey considera que la razón totalmente libre de la influencia de los hábitos es una ficción. Los hábitos son secundarios y adquiridos, no innatos. Están formalmente precedidos por los instintos y los impulsos, pero para Dewey «en la conducta lo adquirido es lo primitivo».8 Los instintos y los impulsos, aunque preceden en el tiempo nunca son primarios de hecho, son secundarios y dependientes, porque el ser humano comienza su vida con la ayuda de los adultos, que tienen sus hábitos ya formados. Esto no significa que la función del hábito, para Dewey, sea reiterar las conductas ya establecidas, porque reiterar las conductas o adaptarse a nuevas circunstancias depende de la clase de hábito que intervenga. Precisamente para él la acción inteligente, con previsión de resultados, tiene como resultado la reestructuración de los hábitos adquiridos. La inteligencia, para Dewey, es el proceso de rehacer lo antiguo uniéndolo a lo nuevo. «Es la transformación de la experiencia pasada en conocimiento y la proyección de ese conocimiento en ideas y propósitos que anticipan qué puede suceder en un futuro y cómo hacer realidad nuestros deseos».9 La labor de la inteligencia ante cualquier problema es establecer una conexión operativa entre los hábitos. No es algo que el individuo posee de antemano, de una vez y para siempre. Es un haber social cuya función es pública y cuyo origen se concreta en la cooperación interpersonal.10 Al destacar la importancia del hábito en la explicación de la acción humana Dewey está señalando el origen social de la misma. No en vano el subtítulo que pone a su obra Naturaleza humana y conducta, en la que se refiere extensamente a los hábitos: Introducción a la psicología social. La influencia del medio social en la conformación de la conducta de los seres humanos es una constante en toda su obra, particularmente en los trabajos sobre educación y sociedad. El ser humano es moldeado por los hábitos, pero su capacidad crítica le permite reconstruirlos para la transformación de la sociedad. Esto lo expresa con mucha fuerza en su libro Democracia y educación, publicado en 1916.

Todo esto implica que nuestra racionalidad está ligada a los contenidos que recibe de la vida en sociedad. Incluso el comienzo del obrar humano está determinado por hábitos no reflexivos, que deben ser reestructurados para dar sentido a la acción mediante la racionalidad reflexiva que procura resultados, obteniendo significación por su contacto con la realidad existencial presente. Dewey escribe al respecto que «Para poder atribuir un significado a los conceptos, uno debe ser capaz de aplicarlos a lo existente. Ahora bien, es por medio de la acción como se hace posible esa aplicación. Y la modificación de lo existente que resulta de ella constituye el verdadero significado de los conceptos».11 Y agrega inmediatamente algo de particular importancia: «Por consiguiente, el pragmatismo está lejos de ser esa glorificación de la acción por la acción que se tiene por característica distintiva de la vida norteamericana».12 Esto es así porque Dewey defiende decididamente el carácter teleológico (empleando incluso ese término)13 de la acción humana. Obramos para algo, aunque para él, ese fin sea al mismo tiempo medio del proceso de la acción y nunca exterior a ella. Esto es particularmente propio del pensamiento reflexivo, como escribe en la Lógica: «La reflexión no implica tan sólo una secuencia de ideas, sino una con–secuencia, esto es, una ordenación consecuencial en la que cada una de ellas determina a la siguiente como resultado, mientras que cada resultado, a su vez, apunta y remite a las que le precedieron».14 Como ya dije, para Dewey acción y pensamiento se inician por un interrogante al que hay que responder, pero ello impone una finalidad y conduce la corriente de ideas por un canal definido. Esto está claramente expresado en su obra Cómo pensamos: «La naturaleza del problema determina la finalidad del pensamiento, y la finalidad controla el proceso de pensar».15

Cuando los fines se apartan de los medios con los que se alcanzan consecuencias, como si fueran ideales externos a la indagación, se convierten en fines concretos, en fines en sí. Dewey lo plantea de esta manera: «Cuando los fines se consideran literalmente como fines de la acción y no como estímulos orientadores de la elección presente, quedan congelados y aislados».16 Por el contrario, en la continuidad de la indagación, las conclusiones alcanzadas se convierten en medios para realizar investigaciones posteriores. Precisamente cuando no se tiene en cuenta el hecho de que se trata de medios y de que su valor está dado por su eficacia como medios operantes, se transforman en objetos de conocimiento inmediato.17 Para Dewey los fines originalmente son metas u objetivos que surgen como consecuencias naturales, no racionalizadas, cuando estas consecuencias agradan (de ahí la crítica de Russell, quien consideró estos fines de Dewey como deseos personales, crítica que éste rechaza porque considera que lo que cabe considerar es qué acontecimientos son relevantes para las acciones futuras y cuáles no). Estas consecuencias agradables constituyen el sentido y valor de una actividad cuando son objeto de deliberación.18 Así, «los fines son consecuencias previstas que surgen en el curso de la actividad y se emplean para darle un mayor sentido y dirigir su curso posterior. No son fines de la acción; siendo fines de la deliberación son ejes orientadores en acción».19 Los hombres, sostiene Dewey, comienzan realizando actividades instintivas o naturales reiterando aquellos resultados que resultan de su agrado. Este es el origen de las metas de acción o fines de la actividad presente. En ese sentido una meta es un medio en la acción presente, pero ésta no es un medio para alcanzar un fin remoto.

Se ha criticado mucho, y muchas veces mal, la postura de Dewey sobre los fines de la acción humana, por lo que conviene analizar un poco más esta cuestión. Dewey no niega que la acción humana se realice de acuerdo a fines. Por el contrario, lo afirma. Sostiene que un fin, cuando se trata de una acción humana, implica siempre una actividad ordenada, en la cual el fin significa previsión anticipada de la terminación posible.20 Dewey rechaza que el fin exista fuera de la acción, pero si es previsión anticipada en cierto sentido tiene que precederla. Por eso actuar por un fin equivale a actuar inteligentemente como una consecuencia de las condiciones existentes. Debe basarse en una consideración de lo que está ocurriendo, en los recursos y dificultades de la situación. Las teorías sobre el fin más adecuado de nuestras actividades, afirma Dewey, «violan con frecuencia este principio. Suponen fines que se hallan fuera de nuestras actividades, fines extraños a la estructura concreta de la situación, fines que proceden de alguna fuente exterior. Entonces el problema consiste en hacer que nuestras actividades se dirijan a la realización de estos fines externamente ofrecidos. Son así éstos algo para lo cual debemos actuar. En todo caso, tales “fines” limitan la inteligencia; no son expresión del espíritu en la previsión, la observación y la elección de las mejores alternativas posibles. Limitan la inteligencia porque, dándose ya preparados, tienen que ser impuestos por alguna autoridad externa a la inteligencia, no dejando a ésta nada más que una elección mecánica de los medios».21 Entiende el autor que la idea externa del fin lleva a una separación de los medios respecto del fin, mientras que un fin que se desarrolla dentro de una actividad como plan para su dirección es siempre a la vez fin y medio. Todo medio es un fin temporal hasta que lo hayamos alcanzado y todo fin a su vez llega a ser un medio para alcanzar otros fines. «Lo llamamos fin cuando señala la dirección futura de la actividad a que estamos dedicados; medio, cuando indica la dirección presente».22

Para Dewey toda indagación comienza con una duda, y termina estableciendo las condiciones que la superan. Este estado de superación de la duda puede ser denominado creencia y conocimiento, términos que para él adolecen de ambigüedad, por lo que prefiere sustituirlos, como ya indiqué anteriormente, por el de «asertibilidad garantizada». Esta expresión designa más bien una posibilidad que una realidad y eso implica el reconocimiento de que todas las investigaciones especiales forman parte de una empresa constantemente renovada.23 Aquí Dewey cita un texto de Peirce en el que éste observa que «Debemos construir nuestras teorías de suerte que provean para tales descubrimientos ulteriores», señalando a continuación: «Los lectores familiarizados con los escritos lógicos de Peirce se darán cuenta de lo mucho que le debo en la posición general adoptada en este libro», refiriéndose con esto último a la Lógica.24

Ahora bien, con relación a la expresión «asertibilidad garantizada» Dewey señala que la resolución de una situación constituye el fin, en el sentido en el que «fin» significa fin–a–la–vista. Este concepto de fin–a–la–vista o fin–en–perspectiva (end–in–view) se refiere al objetivo que da sentido internamente a los distintos pasos de la investigación y que por eso son los medios considerados desde el punto de vista de la investigación concluida, mientras que los medios propiamente dichos son fines existencialmente aun no realizados. Por eso, como observa Putnam, estos fines–en–perspectiva de Dewey no son términos últimos, ya que una vez que se han conseguido, pasan a convertirse «en la situación en que vivimos y en la cual surgirán nuevos problemas».25 Dewey en la Lógica observa que un «fin a la vista» es una anticipación de una consecuencia existencial, y que, salvo que sea una quimera, adopta la forma de una acción a realizar. En Teoría de la vida moral también recurre a esta expresión. Señala allí que cuando los hábitos fracasan en dar continuidad a la actividad humana lo único que puede concatenar la sucesión de diversos actos es un propósito común existente en actos separados. Este propósito común (común a los diferentes actos) es un fin–en–perspectiva, que da unidad y continuidad a la actividad, ya sea para obtener una educación, conducir una campaña militar o construir una casa. Cuando más incluya el objetivo en cuestión, más amplia será la unificación que se logre. Si los hombres están realmente interesados en su comportamiento deben preguntarse a qué usos destinarán los resultados de sus acciones. «El desarrollo de objetivos extensos y perdurables es condición necesaria para la aplicación de la reflexión a la conducta; son en verdad dos nombres que se dan al mismo hecho. No puede haber cosa tal como moralidad reflexiva cuando no hay interés por los fines a que se encamina la acción».26 En el ser humano, por tener una experiencia madura a la cual recurrir, los obstáculos que encuentre en el desarrollo de su actividad le harán tomar conciencia de qué es lo que quiere; el resultado será previsto como un fin–en–perspectiva, como algo que se desea y por lo cual se lucha. El comportamiento tiene fines en el sentido de resultados que ponen un fin a esa actividad en particular, en tanto que un fin–en–perspectiva surge cuando se prevé una consecuencia particular y, una vez prevista, se le adopta conscientemente por deseo y se convierte deliberadamente en propósito directivo de la acción.27 Un fin–en–perspectiva difiere entonces de la mera anticipación o previsión de un resultado, por una parte, y de la fuerza propulsora del mero hábito o apetito, por la otra, ya que implica una necesidad, un deseo vehemente y un afán impulsor; y además implica un factor intelectual, la idea de un objeto que da significado y dirección al anhelo.

Hasta aquí he proporcionado algunos elementos para comprender la relación que establece Dewey entre la acción humana y sus consecuencias. Queda por ver cómo considera los juicios morales y si sus argumentos son convincentes dentro de su propio sistema de justificación. En «La lógica de los juicios prácticos», obra escrita en 1916, Dewey argumenta que todos los juicios morales son objetivos. Considera que esto es así porque entiende que estos juicios pertenecen a una clase más general, la de los «juicios prácticos». Y para él todos los juicios prácticos son objetivos. Estos juicios, afirma Dewey, no difieren en nada ni en su «origen» ni en su «fuente» de otros juicios más comunes sobre temas empíricos.28 En La busca de la certeza Dewey sostiene que no se debe limitar el estudio de la acción a los actos egoístas, a los actos prudentes ni, en general, a lo que se estima como expeditivo o como cosa de utilidad. Tanto el mantenimiento y la difusión de los valores intelectuales, de las creencias morales, de lo estéticamente admirable, como el mantenimiento del orden y el decoro en las relaciones humanas, dependen de lo que los hombres hacen.29 Esto es congruente con una tesis central del pragmatismo, que es sostener el carácter práctico de todos los juicios. Y este carácter práctico es el que le permite a Dewey sostener la continuidad entre la ciencia natural y la moral, ya que comparten la misma estructura de la acción inteligente, que permite rechazar la existencia del mundo moral o de los valores como algo diferente al mundo de las realidades naturales. En Teoría de la vida moral plantea esto mismo en estos términos: «Sería difícil encontrar una pregunta más importante para el verdadero comportamiento que ésta: ¿Está la región moral aislada del resto de la actividad humana? ¿Tiene solamente valor moral una clase especial de objetivos y relaciones humanas? Esta conclusión es resultado necesario de la idea de que nuestra conciencia y conocimiento moral es único en su clase. Pero si la conciencia moral no es algo aparte, no puede trazarse una línea firme y precisa que divida un reino moral de otro no moral dentro de ella misma».30 Desde su punto de vista, el conocimiento «moral» es simplemente el conocimiento que es útil en cierta clase de problemas, en este caso, problemas morales. El conocimiento moral no es entonces el conocimiento perteneciente a algún reino aislado de verdades trascendentales; tampoco está de alguna manera aislado de nuestros otros conocimientos, ni es diferente a ellos. Por cierto, comenta McCarty, nosotros tenemos, en todo conocimiento, un conocimiento que es, potencialmente, «conocimiento moral». Cualquier conocimiento, cualquiera que sea, puede llegar a tener un significado moral, toda vez que se «descubre que tiene una relación con el bien común».31 Esto es interesante, porque supone el rechazo de la concepción humeana y analítica de que hay un universo de proposiciones descriptivas puras absolutamente separado de otro universo en estado puro de proposiciones normativas. Observa Miguel Catalán que a diferencia de quienes aceptan la prohibición de formular enunciados valorativos partiendo de enunciados empíricos, Dewey consideró que el abismo entre ser y deber ser implícito en la falacia naturalista no era una muestra de honradez intelectual concebido por una mente analítica y disciplinada con el fin de «poner las cosas en su sitio», sino la expresión de una dicotomía más, inmersa en la trama general de los dualismos en que se encuentra atrapada la tradición filosófica occidental.32 De manera que para Dewey el conocimiento humano constituye un cuerpo común, que está creciendo continuamente a medida que las redes de relaciones más íntimamente interconectadas son descubiertas a través de la investigación científica. Y mucho de este conocimiento, si no todo, tiene significado moral. De ahí que no haya un abismo que separe el conocimiento no moral del que es verdaderamente moral. De modo que si tenemos un conocimiento de cualquier tipo y ese conocimiento tiene alguna relevancia para los problemas humanos, ese conocimiento también es un conocimiento moral. El problema es entonces reconocer la naturaleza natural y común del conocimiento moral, y descubrir cómo, por qué medios, y bajo qué condiciones se lo obtiene, y luego como acrecentarlo, enriquecerlo y extenderlo. Y otro problema de no menor importancia es considerar si Dewey logra justificar su validez.

Para Dewey un juicio de que algo es un «valor» es simplemente un caso especial de juicio práctico, compartiendo la objetividad característica de todo juicio práctico. Los valores son simplemente objetos que se considera que poseen una cierta fuerza dentro de una situación dada, que se desarrolla temporalmente hacia un resultado determinado. Esos objetos llamados valores son objetivos; no dependen de nuestro criterio axiológico. «Nosotros no participamos en “hacer que una cosa sea buena” tomando la decisión de que es buena, eligiéndola como un valor. Más bien, la “bondad” o el “valor” es un hecho objetivo que debe descubrirse mediante la investigación. Debemos hacer un juicio empírico con respecto a qué son esos hechos–valores. Sobre esa base, nosotros formulamos un juicio práctico. Entonces, del modo más corriente, actuando sobre ese juicio práctico, nosotros participamos en determinar la situación futura».33 Para Dewey el problema de los valores se relaciona directamente con el problema de la acción inteligente. Si la validez de las creencias y juicios acerca de los valores depende de las consecuencias de la acción emprendida a favor de ellos, escribe en La busca de la certeza, si se abandona la supuesta asociación de los valores con un conocimiento capaz de ser demostrado con independencia de la acción, entonces el problema de la relación intrínseca entre ciencia y valor resulta totalmente artificial. Los valores son objeto del método científico como cualquier otro objeto de conocimiento. Pero el conocimiento que proporciona la ciencia moderna no es un conocimiento fijo y absoluto. Lo aceptamos como verdadero hasta que un conocimiento futuro más adecuado lo sustituye. Esto nos lleva a concebir, según el instrumentalismo de Dewey, que fines y valores son móviles y provisionales,34 tal como lo es la existencia misma.

Ahora bien, en este contexto, ¿qué podemos concluir con respecto a la «objetividad» de los juicios de valor? Como se ha dicho, Dewey considera los juicios de valor tan objetivos como lo son los demás juicios científicos. Los juicios de valor son «objetivos» por la misma razón que otros juicios son aceptados como válidos: porque, son verificables por el método hipotético–inductivo. El estatuto objetivo de los juicios de valor es crítico, porque sin tal objetividad, ninguna guía inteligente de la conducta humana es posible. Y el «criterio de verdad» de esa objetividad no es otra cosa para Dewey que el principio básico del pragmatismo: la prueba de las ideas, del pensar en general, se halla en las consecuencias de los actos a que conducen las ideas, es decir, en los nuevos ordenamientos de cosas que se producen. Según esto debe sustituirse la busca de la certeza, que solamente sería posible en un mundo fijo e inmutable, por la busca de la seguridad por medio del control activo del curso cambiante de los fenómenos. Aquí lo más importante es la «inteligencia operante», expresión que en Dewey equivale a «método». «Los moralistas, en general, trazan una línea fronteriza entre el campo de las ciencias de la naturaleza y la conducta que se considera moral. Pero una moral que establezca sus juicios de valor a base de las consecuencias, ha de depender íntimamente de las conclusiones de la ciencia. Porque el conocimiento de las relaciones entre los cambios que nos permite conectar las cosas como antecedentes y consecuencias es, precisamente, ciencia».35

Con referencia a esto Miguel Catalán sostiene que Dewey es consciente de que el método experimental de las ciencias físicas contiene en la repetitividad del experimento un elemento metodológico imprescindible; y la repetitividad es algo que no es aplicable a la esfera ética sino en un grado muy bajo. En su intento de aplicar el método de las ciencias físicas a las ciencias morales, Dewey se ve obligado a silenciar este aspecto defectivo de su teoría, que parece no considerar suficientemente los aspectos individual y existencial de la ética.36 Además, debe observarse que si la acción se justifica por las consecuencias previstas, debe haber algún criterio para establecer qué consecuencias son «buenas» o convenientes. De lo contrario todo quedaría supeditado al parecer del sujeto actuante. Debe observarse que Dewey, ni el pragmatismo originario en general, es relativista. Un hombre tan confiado en el método científico no puede sino buscar la objetividad del conocimiento. Sin embargo, cabe preguntarse si Dewey tuvo éxito en alcanzar ese carácter objetivo, al menos en el caso de los juicios morales. Su estrategia consistió fundamentalmente en apelar a la experiencia acumulada por la comunidad y al consenso logrado en su interior sobre cómo deben ser calificadas esas acciones en virtud de sus consecuencias. Pero el problema es que en las sociedades modernas, si bien hay algunas normas comunes, suele haber opiniones encontradas sobre qué normas y qué procedimientos son los que corresponden en cuestiones morales. Dewey confiaba que aplicando el rigor del método científico al análisis de las acciones todos los hombres llegarían a las mismas conclusiones en asuntos morales. Pero en la práctica dio paso a un relativismo que él no había deseado.37

La teoría pedagógica de John Dewey

Para Dewey toda actividad es una experiencia en la medida en que el hombre tenga conciencia de ella, es decir, cuando su acción sobre la realidad retorna a él para modificar su conducta. Por eso llama experiencia a toda actividad que se continúa en sus consecuencias, que se manifiestan en los cambios que se producen en el sujeto. Es así como la experiencia en sí misma consiste concretamente en las relaciones activas que tienen los hombres entre sí, y las que tienen los hombres con las cosas que los rodean.

Para comprender correctamente esto es necesario tener en cuenta que Dewey destaca dos aspectos, o principios, que determinan a la experiencia como tal: el principio de continuidad y el de interacción, que no se pueden separar uno del otro, ya que su unión activa, recíproca, da la medida de la significación y el valor de la experiencia.

El principio de continuidad significa que toda experiencia recoge algo de lo que ha pasado antes y modifica de alguna manera la cualidad de la experiencia subsiguiente. El principio de interacción señala el encuentro de las condiciones objetivas y subjetivas que intervienen.

Estos dos principios permiten distinguir cuáles son las experiencias educativas de las que no lo son: «Una experiencia es antieducativa cuando tiene por efecto detener o perturbar el desarrollo de ulteriores experiencias», escribe Dewey en Experiencia y educación.38 Por eso define a la educación en términos de experiencia; la educación, escribe en Democracia y educación, es «…aquella reconstrucción o reorganización de la experiencia que da sentido a la experiencia y que aumenta la capacidad para dirigir el curso de la experiencia subsiguiente».39 Reitera esta concepción en Mi credo pedagógico, donde escribe que la educación ha de ser concebida como una reconstrucción continua de la experiencia, y el proceso y el objetivo de la educación son una y la misma cosa.40 Se afirma así la primacía del valor utilitario, con prescindencia de toda norma o cualificación moral. Con esta concepción Dewey se opone tanto a la llamada educación progresiva, que hacía de la actividad libre y del cultivo de la individualidad el centro de sus consideraciones, como a la educación tradicional, que defendía, según la valoración de Dewey en Democracia y educación, una escuela transmisiva que pretendía la conformidad con conocimientos y normas que han sido elaborados en el pasado. Como una síntesis —en sentido hegeliano— Dewey convierte a la experiencia en el centro de su concepción sobre la educación, pensando al individuo como un ser total e integrado a su medio social y natural. Por eso el tipo de educación que adquiere el ser inmaduro se realiza controlando el ambiente en que actúa. Todo medio ambiente es causal en lo que concierne a su efecto educativo, por lo que puede afirmarse que la escuela tiene tres funciones suficientemente específicas. La primera es ofrecer un ambiente simplificado, seleccionando los rasgos que son más fundamentales y capaces de hacer reaccionar a los jóvenes. Luego establece un orden progresivo, utilizando los factores primeramente adquiridos como medios para obtener una visión de los más complicados. Su segunda función de la escuela como ambiente escolar es eliminar, hasta donde sea posible, los aspectos perjudiciales del medio ambiente existente para que no influyan sobre los hábitos mentales que el niño está adquiriendo. Consecuentemente, la tercera función del ambiente escolar es contrarrestar diversos elementos del ambiente social y tratar que cada individuo tenga la oportunidad de librarse de las limitaciones del medio social en que ha nacido y pueda así ponerse en contacto vivo con un ambiente más amplio. Entiende Dewey que el deseo de todo padre norteamericano ha sido que sus hijos tengan más facilidades en la vida que ellos. Ese deseo es inherente a ese sistema social con su fe en las posibilidades del hombre común. Es precisamente en la educación, considera Dewey, donde debemos esforzarnos en poner en práctica lo que el historiador James Truslow Adams llamó el «gran sueño americano» (the American Dream): la visión de una vida más larga y más plena del hombre ordinario, de iguales oportunidades para todos para hacer de sí mismos todo lo que son capaces de llegar a ser.41

Dewey sostiene que no se puede establecer una jerarquía de valores entre los estudios, ya que cada uno tiene una función única e irreemplazable en la experiencia en la medida en que indica un enriquecimiento característico de la vida. Entiende que la educación no es un medio para vivir, sino que es idéntica a una vida fructífera, por lo que el único valor último que puede establecerse es precisamente el proceso mismo de vivir.42 Pero no es un fin para el cual los diversos estudios y actividades son medios subordinados. Éstos no son más que las diversas partes del todo del cual son integrantes. De allí que sostenga que los educadores «han de estar en guardia» contra los fines que se alegan como generales y últimos. Esto nos hace retroceder a considerar el enseñar y el aprender como meros medios que prepararían para llegar a un fin desconectado de los medios, ya que ningún estudio o disciplina son educativos si no tienen un valor propio inmediato.

El fin debe ser siempre una consecuencia de las condiciones existentes y nunca puede estar fuera de nuestras actividades, como si fuese proporcionado por alguna fuente exterior. La idea de un fin externo al proceso educativo mismo lleva a la separación de los medios respecto al fin. Esto se contrapone con su concepción de que un fin se desarrolla dentro de una actividad como plan de su dirección, siendo entonces siempre a la vez fin y medio y su distinción es solamente una cuestión de conveniencia. Todo fin llega a ser un medio de llevar más allá la actividad tan pronto como se ha alcanzado. Lo llamamos fin, escribe Dewey en Democracia y educación, cuando señala la dirección futura de la actividad a que estamos dedicados; lo llamamos medio cuando indica la dirección presente. Por eso escribe: «En nuestra indagación acerca de los fines de la educación no nos interesa por tanto encontrar un fin fuera del proceso educativo al cual esté subordinada la educación. Nos lo prohíbe toda nuestra concepción. Nos preocupa más bien el contraste que existe cuando los fines se hallan dentro del proceso en que operan y cuando se implantan desde fuera».43 Según esto es un error —bastante reiterado— sostener que la educación para Dewey no tiene fines. Los tiene, con la condición de que una vez alcanzados se transforman en medios para alcanzar otros fines. Lo que Dewey rechaza es un fin último y universal de la educación, un fin que no resulte del proceso educativo mismo, que siempre debe estar orientado al presente que constituye su medio social. Por eso la idea de la «reconstrucción» está presente en su concepción tanto en el ámbito filosófico como pedagógico, a punto tal que podría afirmarse que la filosofía puede definirse como la teoría general de la educación, puesto que ambas son instancias de la situación del hombre de su época, que lo arroja al mundo de la producción al que debe encontrarle sentido a través de la comprensión de que el valor social de su trabajo implica un replanteo no solamente especulativo, sino también soluciones concretas.

Todo lo anterior indica la connotación marcadamente social que tiene la educación para Dewey. No se trata ya de preparar para un futuro ignoto sino de vivir el presente de una manera cada vez más socializada. Por eso considera que la escuela debe transformarse en una comunidad en miniatura, donde el alumno «aprende haciendo» y no recibe la ciencia hecha sino que la va gestando a través de su propio esfuerzo, creando los modos de vida propios de la sociedad democrática. La democracia es entendida por Dewey como un ideal ético más que como una forma de gobierno, en el que se destaca el grado en que los intereses de un grupo son compartidos por todos sus miembros, y la plenitud y la libertad con la cual un grupo actúa en relación con los otros grupos. En su concepción la formación del espíritu democrático se debe al trabajo, que engendra costumbres sociales de colaboración. Esto, sin embargo, no implica que esta acción obedezca a un fin predeterminado y externo a la acción misma. El fin nunca se halla fuera del proceso y debe ser una consecuencia de las condiciones existentes. Su validez está determinada solamente por su eficacia, que debe ser necesariamente moralmente aceptable, por lo menos para el consenso social.

La escuela, escribe en Mi credo pedagógico, es primariamente una institución social. Siendo la educación un proceso social, la escuela es simplemente la forma de vida en comunidad en la cual se han concentrado todos los medios más eficaces para llevar al niño a participar en los recursos heredados y a utilizar sus propias capacidades para fines sociales. La educación es un proceso de vida y no una preparación para la vida ulterior. La escuela ha de representar la vida presente, que tiene que ser tan real para el niño como la que vive en su casa o en su medio social cotidiano. Para Dewey el hogar es la forma de vida social en la que el niño se ha creado y donde ha recibido su educación social. La función de la escuela es profundizar y ampliar su sentido de los valores recibidos en el hogar. Por eso la escuela tiene una función subsidiaria, que viene a ser como una extensión de la formación familiar.

La educación debe estimular la capacidad del niño por las exigencias sociales en las que se encuentra, estimulándolo a actuar como miembro de una unidad social más amplia que el hogar. Pero no por esto el niño pierde su individualidad, ya que su crecimiento individual y el interés por el orden social deben estar en armonía. La democracia no se puede desarrollar sin una educación que la haga posible, y la escuela es un agente esencial en este proceso.

En lo que respecta a la función del docente Dewey consideró que su función era la de proporcionar las circunstancias que facilitaran una buena experiencia. No es un mero transmisor de información, sino que debe organizar las actividades de modo que se produzca en el alumno un proceso de descubrimiento en el que lo experimental tiene un papel muy importante. Además, coherentemente con todo lo que he expuesto antes, la misión del docente no es la de proporcionar herramientas útiles para un futuro ignoto sino la de formar un ambiente en el cual el alumno participe de una verdadera vida social. Entiende que allí está la mayor dignidad de la profesión docente: la de ser un servidor social destinado a mantener el orden social y asegurar el desarrollo social acertado.44 Su función es provocar una experiencia vital y personal. No está en la escuela para imponer ciertas ideas o para formar determinados hábitos en el niño, sino que es un miembro de la comunidad para seleccionar las influencias que han de afectar al niño y para ayudar a responder adecuadamente a estas influencias.45 Entiende que cuando la educación se basa en la experiencia educativa como un proceso social el maestro pierde su posición de dictador exterior y asume la función de guía de las actividades del grupo. Pero aquí seguramente hay en este autor un manifiesto deseo de apartarse de la concepción del maestro autoritario de lo que él denomina educación tradicional. Olvida Dewey que según nos ilustra la psicología social, el grupo escolar casi nunca es un grupo en el sentido psicosocial estricto, y que el docente no es un mero integrante de ese pseudo grupo que solamente se limita a facilitar las tareas que éste desea realizar. El maestro no solamente es guía en el sentido deweyniano, sino que su papel es efectivamente dirigir las actividades de sus alumnos hacia un fin deseable.

John Dewey es un autor que no siempre ha sido comprendido correctamente y ha recibido críticas que no siempre han sido justas. Como se sabe, sus ideas educacionales siguen teniendo una influencia muy grande, y más allá de coincidencias o divergencias, como todo autor destacado se merece un estudio menos superficial que el que algunas veces tiene. También hay que tener bastante cuidado con el lenguaje que emplea, lleno de expresiones propias de su tiempo y comprensibles solamente en el contexto del ambiente cultural norteamericano. En general es más conocido por sus obras sobre educación, pero tuvo también una gran preocupación por la filosofía política, inseparable, por otra parte, de su filosofía de la educación. Siempre se definió como un liberal, pero esta palabra también tiene un sentido diferente al que se le da en otros contextos. Desde joven manifestó su oposición al rumbo que tomaba el capitalismo norteamericano. Y mantuvo siempre esa posición. En 1927 protestó enérgicamente por la ejecución de Sacco y Vanzetti, dos inmigrantes italianos acusados falsamente de robo, anarquismo y asesinato, y reivindicados en 1977. Y en 1937, a los setenta años, viajó a México para presidir la comisión que juzgó a León Trotski —a pedido de éste—, en la casa del pintor comunista Diego Rivera, y que lo declaró inocente de los cargos por los que había sido expulsado de la Unión Soviética estalinista. Es muy posible que Dewey haya sido el último pragmatista en sentido estricto, ya que el pragmatismo posterior reapareció mezclado con otras filosofías «europeas», principalmente con la llamada filosofía analítica. Sus escritos, después de un cierto período de olvido, han vuelto a estudiarse en los últimos años, y son innumerables las tesis doctorales que se le han dedicado a fines del siglo XX y en lo que va del XXI.

1 Cfr. Whitman, Walt: Hojas de hierba. Trad. de Leandro Wolfson. Ed. Longseller, Buenos Aires, 2002; en particular: Canto de mí mismo.

2 Menand, Louis: El club de los metafísicos. Historia de las ideas en los Estados Unidos. Trad. de Antonio Bonnano. Ed. Destino. Buenos Aires, 2003, p. 51.

3 También influyeron en algunos de los principios pragmatistas las ideas de Charles Darwin.

4 Cfr. Menand, Louis, p. 210.

5 James, William: Pragmatismo. Un nombre nuevo para viejos modos de pensar. Trad. de Luis Rodríguez Aranda. Ed. Sarpe, Madrid, 1984, p. 66.

6 Dewey, John: Democracia y educación. Una introducción a la filosofía de la educación. Trad. de Lorenzo Luzuriaga. Segunda edición. Ed. Morata. Madrid, 1997, p. 50.

7 Cfr. Dewey, John: Naturaleza humana y conducta. Introducción a la psicología social. Trad. de Rafael Castillo Dibildox. Fondo de Cultura Económica. México, 1964, p. 40.

8 Idem, p. 90.

9 Dewey, John: Liberalismo y acción social y otros ensayos. Trad. de J. Miguel Esteban Cloquell. Edicions Alfons el Magnànim. Valencia, 1996, p. 89.

10 Idem, p. 101.

11 Dewey, John: «La evolución del pragmatismo norteamericano (1925)». En: La miseria de la epistemología. Ensayos de pragmatismo, Trad. de Angel Manuel Faerna., Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, p. 64.

12 Ibidem.

13 Como por ejemplo en «El concepto de arco reflejo en psicología (1896)». En: La miseria de la epistemología, p. 107.

14 Dewey, John: Lógica. Teoría de la investigación. Trad. de Eugenio Imaz, México, Ed. Herrero Hermanos, 1965, p. 22. Cursiva en el texto.

15 Dewey, John: Cómo pensamos. Nueva exposición de la relación entre pensamiento reflexivo y proceso educativo. Trad. de Marco Aurelio Galmarini. Paidós, Barcelona, 1998, p. 30. Cursivas en el texto.

16 Dewey, John: Naturaleza humana y conducta, p. 210.

17 Cfr. Dewey, John: Lógica, p. 161.

18 Cfr. Dewey, John: Naturaleza humana y conducta, p. 208.

19 Ibidem, cursivas en el texto.

20 Dewey, John: Democracia y educación, p. 93.

21 Idem, p. 95

22 Idem, p. 97.

23 Cfr. Dewey, John: Lógica, p. 22.

24 Ibidem, nota 1.

25 Putnam, Hilary: La herencia del pragmatismo. Trad. de Manuel Liz y Margarita Vázquez. Ed. Paidós, Barcelona, 1997, p. 219.

26 Dewey, John: Teoría de la vida moral. Trad. de Rafael Castillo Dibildox México, Ed. Herrero Hermanos, 1965, p. 51. Cursivas en el texto.

27 Ibidem.

28 Cfr. McCarty, Christine: «Dewey’s Ethics: Philosophy or Science?» Educational Theory. Vol. 49, nº 3, 1999, University of Illinois, p. 343.

29 Dewey, John: La busca de la certeza: un estudio de la relación entre el conocimiento y la acción. Prólogo y versión española de Eugenio Imaz, México, Fondo de Cultura Económica, 1952, p. 27.

30 Dewey, John: Teoría de la vida moral, p. 147.

31 Cfr. McCarty, Christine: «Dewey’s Ethics: Philosophy or Science?» p. 345.

32 Cfr. Catalán, Miguel: Pensamiento y acción. (La teoría de la investigación moral de John Dewey). Promociones y Publicaciones Universitarias. Barcelona, 1994, p. 17.

33 Cfr. McCarty Christine: «Dewey’s Ethics: Philosophy or Science?» p. 344.

34 Cfr. Catalán, Miguel: Pensamiento y acción, p. 83.

35 Dewey, John: La busca de la certeza, p. 239.

36 Cfr. Catalán, Miguel: Pensamiento y acción, pp. 99 y 100.

37 Cfr. Ballesteros, Juan Carlos Pablo: «Acción y sentido en John Dewey». Rev. Sapientia, Fascículo 219/220, Buenos Aires, 2006, pp. 171 a 185.

38 Dewey, John: Experiencia y educación. Trad. de Lorenzo Luzuriaga. Ed. Losada, México, 1967, p. 22.

39 Dewey, John: Democracia y educación, p. 74.

40 Cfr. Dewey, John: Mi credo pedagógico, en El niño y el programa escolar. Mi credo pedagógico. Trad. de Lorenzo Luzuriaga. Ed. Losada, México, 1999, p. 66.

41 Cfr. Dewey, John: Mi credo pedagógico, p. 96.

42 Cfr. Dewey, John: Democracia y educación, p. 205.

43 Dewey, John: Democracia y educación, p. 92.

44 Cfr. Dewey, John: Mi credo pedagógico, p. 71.

45 Cfr. Idem, p. 62.

Corrientes pedagógicas contemporáneas

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