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INTRODUCCIÓN
ОглавлениеEl paro ha ocupado los primeros lugares en la lista de problemas sociales percibidos por los ciudadanos españoles desde hace muchos años. Según el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) de marzo de 2016, un 77,1% de los encuestados lo destacaban como uno de los tres principales problemas que existen en España. Durante las últimas décadas, este porcentaje nunca fue inferior al 35%, ni siquiera durante el pasado periodo de expansión económica. No es de extrañar que los ciudadanos tengan esta percepción en un país en el que, desde 1980, la tasa de paro, o de desempleo (el porcentaje de trabajadores que, de entre todos los individuos que participan en el mercado de trabajo, no tienen un empleo remunerado, pero lo buscan activamente y están disponibles para trabajar), nunca ha bajado del 8%, con tres fases en que se ha situado por encima del 20 % (1984-1987, 1992-1997 y 2010-2016), alcanzando casi el 27% en 2013 y rondando aún a mediados de 2016 el 20%.
Si se realizara otra encuesta a científicos sociales, políticos y otros creadores de opinión sobre cuestiones económicas acerca de las soluciones al problema del paro, muy probablemente la respuesta que obtendría un mayor predicamento sería la de que, para reducir el desempleo, hay que generar más actividad económica, es decir, conseguir que la economía crezca más. Esta presunción queda confirmada por la frecuencia y la ansiedad con la que se formulan preguntas tales como: ¿cuánto ha de crecer la economía para que crezca el empleo? y ¿cuánto ha de hacerlo para que disminuya el número de desempleados?
El indicador habitual del nivel de actividad económica es el producto interior bruto (PIB). Esta variable macroeconómica mide el valor de los bienes y servicios producidos en un país durante un determinado periodo de tiempo. Por un lado, es igual a la suma del consumo de los hogares, la inversión de las empresas, el gasto en consumo de las administraciones públicas y el saldo de los intercambios comerciales con el exterior. Por otro, es también la suma de las rentas que reciben los trabajadores, el excedente bruto de explotación que reciben los propietarios de los bienes de equipo y los impuestos sobre la producción.
En principio, parece obvio que el PIB y el número de ocupados han de estar asociados. Al fin y al cabo, para producir más bienes y servicios suele ser necesario ocupar a más trabajadores. Sin embargo, esta relación no es fácil de identificar. Más bien se trata de una relación «turbulenta». Para empezar, varía en el tiempo y en el espacio. Por ejemplo, se estima que, en 2015, la economía española creció un 3,2 % y el empleo un 3%. En 1988, el empleo creció una cifra parecida (un 3,5%) pero el crecimiento del PIB fue del 5,1%. En Estados Unidos, también en 2015, los crecimientos del PIB y del empleo fueron de un 2,4% y un 2%, respectivamente; en Alemania, de un 1,5% y un 0,4%; en Francia, de un 1,1% y un 0,1%; y en Italia, de un 0,8% en ambos casos. Es decir, Italia, con un menor crecimiento del PIB, creó más empleo que Francia y que Alemania, donde la tasa de crecimiento del PIB fue casi el doble. Estados Unidos, cuyo crecimiento del PIB fue solo superior en 0,9 puntos porcentuales al de Alemania, registró un crecimiento del empleo de 1,6 puntos porcentuales adicionales.
Estas diferencias se explican porque en la relación entre el crecimiento del PIB y la creación de empleo intervienen muchos factores. Así, en dicha relación, no es lo mismo que la economía esté en recesión que en expansión, y tampoco que la actividad económica crezca impulsada por una mayor demanda o por otras razones. Además, en economía, disciplina en la que es habitual distinguir entre el «corto plazo» y el «largo plazo», las condiciones que determinan las variables económicas suelen ser diferentes según sea el horizonte elegido. No es por casualidad ni por capricho que, cuando se habla de crecimiento económico con una perspectiva de corto plazo, la cifra que goza de mayor atención sea la tasa del crecimiento del PIB, mientras que, cuando se hace lo mismo con la atención puesta en el largo plazo, lo verdaderamente relevante resulta ser el crecimiento de la productividad.
Así pues, la pregunta sobre cuánto ha de crecer el PIB para que se cree empleo se formula recurrentemente, y no faltan respuestas en forma de cifras sin cualificaciones de ningún tipo, tales como, por ejemplo: «El empleo aumenta solo si el PIB crece un 1%». Cómo se llega a ese dato y cómo ha de ser interpretado son cuestiones que, normalmente, no se consideran dignas de discusión en los debates sobre políticas económicas. Sin embargo, y a pesar de ser muy frecuente entre economistas y responsables de la política económica el recurso a plantear el análisis de las causas y de las soluciones del problema del paro a partir de umbrales de crecimiento del PIB por encima de los cuales se empieza a crear empleo, este planteamiento constituye un mal enfoque.
Si, por el contrario, se pregunta por el crecimiento de la productividad media de los trabajadores, las respuestas suelen ser mucho menos precisas. Esto resulta paradójico, porque interpelar sobre cuánto ha de crecer el PIB para que crezca el empleo es básicamente lo mismo que hacerlo sobre cuánto crecerá dicha productividad media. El hecho de que dos preguntas similares reciban respuestas distintas debe significar que la relación entre el crecimiento del PIB y la creación de empleo es ampliamente «incomprendida». De la misma manera, el hecho de que la relación entre el crecimiento del PIB y la creación de empleo solo se considere en un determinado sentido y no tan frecuentemente en el contrario (¿cuánto crece el PIB cuando crece el empleo? y ¿cuánto lo hace cuando disminuye el número de desempleados?) constituye otra prueba de la incomprensión de la relación entre ambas variables.