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La motivación
Оглавление¿Y por qué alguien como yo escribe un libro como este? Supongo que en los orígenes de muchos libros hay una obsesión del autor. Yo tengo muchas obsesiones, pero la relevante a la hora de justificar la redacción de este libro tiene que ver con la insatisfacción y la preocupación por las formas en las que los análisis económicos relevantes para cuestiones sociales se presentan a la opinión pública y se utilizan (o no) para fundamentar decisiones sobre políticas económicas.
La ciencia económica ha sido criticada a lo largo de los tiempos y, especialmente, durante los últimos años. Se la ha tachado de inútil para prevenir las crisis y para fundamentar respuestas eficaces de política económica. En su mayoría, muchas de estas críticas provienen de círculos con poca capacidad para apreciar el estado de la economía como disciplina científica. Pero también es verdad que los economistas han sido poco realistas a la hora de reconocer las limitaciones de su conocimiento, que no son escasas, y poco convincentes en la comunicación a la opinión pública y en el asesoramiento de los responsables de las políticas económicas sobre cuáles son las contribuciones que dicho conocimiento puede ofrecer (y cuáles no) para la formulación de tales políticas en general, así como, en particular, de las políticas orientadas a mejorar el funcionamiento del mercado de trabajo.
En parte, debido a la ansiedad que la crisis económica ha generado, la sociedad ha aumentado considerablemente su demanda de opiniones sobre asuntos económicos. Los medios de comunicación han respondido con prontitud a esa demanda, y, así, han proliferado los gurús económicos que, mediante libros, pizarras en programas de televisión, artículos de prensa o entradas en blogs, se han lanzado a emitir opiniones sobre cuestiones económicas. Gracias a ello, la cantidad de información que recibe la opinión pública sobre Economía es ahora mayor que nunca.
Sin embargo, también hay algunos inconvenientes en este aluvión de información económica. No toda ella es rigurosamente contrastada, explicada y analizada. Más bien, con demasiada frecuencia y rapidez, la comunicación de cuestiones económicas muta en justificación de determinadas posiciones políticas.4 El resultado es que la opinión pública ha quedado demasiado expuesta a ideas políticas disfrazadas de análisis económicos y a seudoeconomistas mediáticos que dejaron de estudiar Economía hace mucho tiempo, si es que alguna vez la estudiaron. Por otra parte, ni los gobiernos ni muchas instituciones económicas nacionales e internacionales se han esmerado tanto como deberían a la hora de hacer entender sus análisis y sus decisiones de política económica a la opinión pública. En consecuencia, creo firmemente que la información que sobre cuestiones económicas se comunica a la opinión pública y la manera en la que se hace, por unas y otras vías, son manifiestamente mejorables.
Una primera razón de este estado de cosas es la percepción errónea sobre cuál es y cuál debería ser la relación entre los economistas y los responsables de las políticas económicas. En principio, la labor de los asesores económicos es ofrecer la información más precisa posible sobre el problema económico y social que se pretende resolver y una evaluación de los costes y beneficios de las medidas alternativas disponibles para resolver dicho problema. A los gobernantes les toca tomar decisiones, muchas veces muy difíciles, que luego son evaluadas por los votantes. Una vez tomada una decisión, es también su tarea explicar a la opinión pública los objetivos que se pretenden alcanzar con dicha medida, los pesos que se asignan a sus costes y a sus beneficios y, por ende, las razones que llevan a justificarla como una medida eficaz.
En la realidad, la relación entre la ciencia económica y la práctica de la política económica también es turbulenta e incomprendida. La responsabilidad de ello es compartida por economistas y políticos. Todavía hay gobernantes que piensan que no necesitan estudios y análisis rigurosos para fundamentar sus decisiones y que anteponen sus prejuicios ideológicos o su pretendido conocimiento de determinados temas a lo que los enfoques técnicos puedan aportar. Y, cuando necesitan justificar sus decisiones, tales gobernantes no dudan en recurrir, antes que a los que han demostrado conocimientos en el campo en cuestión, a «economistas de cóctel», algunos siempre dispuestos a regalarles el oído a cambio de nombramientos e invitaciones a actos y reuniones de postín, o bien, simplemente, por la sensación de cercanía al poder. Según Lee H. Hamilton, que fue vicepresidente del Comité Económico del Congreso de Estados Unidos: «Decirle a un político lo que necesita saber pero no quiere oír es todo un arte. Desafortunadamente, los políticos estamos más inclinados a escuchar a aquellos que nos dicen lo que queremos oír, y hay una amplia oferta de economistas dispuestos a satisfacer esta demanda».
Otras veces, cuando los gobernantes recurren al apoyo técnico, lo que de verdad están pidiendo es una coartada para actuar según sus prejuicios. Una vez, Montagu Norman, gobernador del Banco de Inglaterra entre 1920 y 1944, le dijo a su economista jefe: «No estás aquí para decirnos qué hacer, sino para explicarnos por qué lo hemos hecho» (y es probable que algo parecido le dijera a John Maynard Keynes, con el que tuvo que lidiar en numerosas ocasiones).5 Lamentablemente, se suele cumplir lo que Alan Blinder llama la «ley de Murphy de la política económica»: los economistas tienen tanta menor influencia sobre la política económica cuanto más saben y más grado de consenso alcanzan; tienen tanta mayor influencia cuanto menos saben y más vehementemente están en desacuerdo con el resto de la profesión.
No obstante, también hay que tener en cuenta que en el campo de batalla de los políticos abundan los grupos de presión y los defensores de intereses particulares con capacidades de influencia sobre las decisiones de política económica o sobre cómo se transmiten a la opinión pública, y, además, los partidos políticos con aspiraciones de gobernar necesariamente han de compaginar distintas sensibilidades e ideologías. En consecuencia, las decisiones sobre política económica han de tener en cuenta también estas restricciones, aparte del apoyo técnico que puedan tener y de la consideración que dicho apoyo merezca.
Pero no toda la culpa es de los gobernantes y de los límites políticos y sociológicos que los condicionan. Tanto los economistas que trabajan en las administraciones públicas como los que intentan influenciar las decisiones de política económica desde otros ámbitos podrían resultar más útiles si reconsideraran algunas de sus actitudes. Muchos de ellos no prestan siempre demasiada atención al proceso por el cual la información estadística y los resultados de la investigación económica se traducen en resultados que puedan ser útiles para la política económica.6 Otros pretenden tener análisis más profundos y con más soporte empírico para sus propuestas de los que en realidad tienen.7 Y, cuando los tienen, para empezar, deberían ofrecer esos consejos en un lenguaje más accesible y no preocuparse demasiado por si están basados en principios económicos sencillos, ya que, en la mayoría de las ocasiones, las cuestiones de política económica que se han de resolver no van más allá de la aplicación de dichos principios. A este respecto, un buen consejo es seguir el «principio del beso», que, a pesar de su nombre y al contrario de lo que algunos piensan y practican, no insta a regalar a los políticos muestras de cariño, sino que se refiere al acrónimo KISS («beso»), del inglés «keep it simple, stupid» («mantenlo sencillo, estúpido»).
Otros científicos sociales y muchos responsables de las políticas económicas reaccionan ante las «intromisiones» de asesores económicos y economistas académicos en sus respectivos campos de actuación con acusaciones de falta de humildad y tachan a la economía de «ciencia imperialista».
En algunos casos, puede que tengan razón; no obstante, aunque sea cierto que los economistas, en general, son poco humildes y no saben mucho sobre algunas cuestiones económicas y sociales, también lo es que mucha otra gente, incluidos los gobernantes que deciden las políticas económicas, saben bastante menos sobre cualquiera de ellas y tampoco suelen destacar por su humildad.8
Estas reflexiones son las que, de alguna manera, justifican este modesto intento de contribuir a mejorar la divulgación de ideas sobre el crecimiento económico y la creación de empleo, en general, y sobre el funcionamiento y las políticas del mercado de trabajo, en particular. Confío en que este sea el lugar y el momento adecuados y en que haya alguien, con responsabilidades políticas o sin ellas, dispuesto a escuchar.