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EL PARADIGMA DE UNA PAJA AL DÍA

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Cuando a un ser humano se le atosiga con actividades que siente como inconexas, el que acaba desconectándose es él mismo, y entonces cualquier cosa es esperable.

Un ser humano desconectado se autodestruye. La autodestrucción es un camino inconsciente hacia la reconexión. La forma de autodestruirse de los adultos es, por regla general, distinta a la de los jóvenes; el resultado de la destrucción, sin embargo, es idéntico. Por desgracia rara vez se alcanza la conexión por esta vía y hay veces que cuando se alcanza es ya demasiado tarde. No consintamos la desconexión.

Voy a hacer una composición de lugar sin aportar cifras, que las hay, para no desviarme en exceso de lo que quiero lograr con este primer capítulo. Voy a transcribir una conversación que considero paradigmática, mantenida entre el profesor que esto escribe y un alumno (de unos quince años).

Después de unos diez años impartiendo clases de Filosofía, Antropología y Psicología en un oasis minúsculo, llegó el fin. ¿Por qué era un oasis? Porque era un pequeño lugar con sólo alumnos de bachillerato.

Además de con palmeras datileras y agua fresca, un oasis también se logra en cualquier espacio en el que se pueda permanecer algunas horas de silencio relativo, es decir, donde de ninguna forma se divisen alumnos de la ESO (la Educación Secundaria Obligatoria y el silencio son incompatibles). Con todo, el duro desierto también puede resultar bello.

Escenario:

Tras una fusión1 de institutos me han destinado a un centro educativo con todos los monstruos dentro. Al convertirse en un macrocentro público, los «malotes» de la zona, que antes estaban diseminados, se han concentrado en un mismo lugar, contraviniendo una de las pocas certezas que tienen muchos psicólogos y diría que todos los profesores. ¿Hacia dónde apunta esta certeza? Cuando se coloca a uno de estos «malotes» en un grupo de adolescentes «responsables», es mucho más fácil que la convivencia empeore y, en consecuencia, disminuya la «responsabilidad». Esto es algo que a los bienintencionados pedagogos —¿qué tendrán, por cierto, los pedagogos, para ser siempre tan absurdamente bienintencionados?— les cuesta mucho ver.

Los alumnos desmotivados, y por ello muy ruidosos, son mayoría cuando se sienten una «minoría» y ya se sabe que el ruido siempre gana al silencio en la batalla por la presencialidad. Sólo cuando no llegan a sentirse una «minoría»y permanecen como individuos aislados pueden pasar desapercibidos.

El asunto es que nuestro nuevo centro ha decidido crear esta «minoría» selecta que está destinada a crecer año tras año (se da la circunstancia de que este tipo de estudiante es el que más años pasa en el centro. Muchos de ellos agotan todo plazo posible. Nuevas camadas se irán uniendo a las veteranas).

¿Qué hace la comunidad educativa, es decir, nosotros y nuestros jefes, ante este problema? Creamos nuevos planes de estudio. Y advierto: tan importante es que sea «plan» como que sea «nuevo». De hecho, sospecho que es más importante que sea «nuevo» a que sea «plan».

Dicho lo cual añado que tengo la firme convicción de que una buena forma de meter la cabeza debajo de la tierra es tener nuevos planes de estudio:

• Nuestros jóvenes cada vez están más gordos: pongamos una hora más de educación física a la semana.

• Nuestros jóvenes no saben leer: pergeñemos un absurdo plan de lectura.

• Nuestros jóvenes se drogan (mucho): impartamos dos divertidas charlas de prevención al año (con las sillas bien dispuestas en círculo).

• Nuestros jóvenes (drogados) conducen a lo loco: exijamos asistencia obligatoria al salón de actos a la periódica y cruda charla de educación vial.

• Nuestros jóvenes son porno-consumidores: ofrezcamos un cómodo pack del programa de educación sexual (con las sillas bien dispuestas en círculo).

• Nuestros jóvenes sufrirán los efectos del cambio climático: escribamos, esta vez los profesores, una línea en las programaciones curriculares diciendo que utilizaremos poco papel y que siempre será reciclado.

• Nuestros jóvenes son sexistas: hagamos ambiciosos planes transversales de coeducación que se visibilicen con multitud de pegatinas y manifestaciones no mixtas en el patio, siempre en los dos días señalados en el calendario.

La lista con las taras potenciales que rondan a «nuestros jóvenes» es larga y, según pasen cosas y adquieran la suficiente notoriedad en los noticiarios, se renueva continuamente. Cuántas veces no oiremos eso de «se debería de enseñar X en la escuela como asignatura fundamental».

A la vez que van asomando las taras, muestran el hocico sus correlatos preventivos:

• Urge educación financiera o tal vez geopolítica.

• Se necesita prevención frente al juego. O tal vez…

• Nuestros estudiantes necesitan conciencia constitucional, europea, cósmica…

Lo que haga falta, ¡da igual! El plan de estudios siempre estará presto. Y, podemos estar muy tranquilos, porque quien lo redacte también.

El objetivo principal parece consistir en dar acuse de recibo escolar a la tara social y sellarlo con un absurdo «misión cumplida», sin cumplir absolutamente nada.

Luego, power-point mediante, cualquier experto nos formará convenientemente ante la novedad. Y siempre sabremos, mientras nos formamos, que ni se va a leer más, ni se van a dejar de comer napolitanas baratas a la entrada de los hipermercados, ni se va a dejar de consumir porno, ni se va a arreglar eso que se pretende arreglar al convertirlo en asignatura o en charleta quincenal.

Lo que sí hace un buen plan de estudios es mostrar cuáles son nuestras vergüenzas sociales, contradicciones, que dirían los marxistas. Quien trabajando en la escuela crea que la institución puede con todas estas vergüenzas, está dando demasiada importancia a su trabajo. Si quien lo cree no pertenece al gremio de educadores está excusado por su inocencia. Desgraciadamente tampoco podemos descartar esta inocencia en la arrogancia del que trabaja en la escuela. Y eso sí que es peligroso, como veremos.

Y dicho esto último, me pregunto: ¿hacia qué vergüenza se apunta cuando desde primero de la ESO hasta cuarto nuestros guías imponen una clase de una hora semanal con el pomposo título de Valores Éticos?

Existe una famosa anécdota de Tolstói, contada por el filósofo italiano Norberto Bobbio. Durante una marcha el escritor ruso apostrofa a un sargento que maltrata a un soldado con un ¿Es que no conoce el Evangelio? A lo cual el sargento replica: Y usted, ¿no conoce el reglamento militar? Julien Benda, dice el mismo Bobbio, comenta la anécdota con las siguientes palabras:

Esta respuesta es la que se ganará siempre el hombre espiritual que quiera reaccionar contra el hombre temporal. Y me parece muy cuerda: quienes guían a los hombres a la conquista del mundo no saben qué hacer con la justicia y la caridad.

Nuestros «guías para la conquista del mundo», como tampoco saben muy bien qué hacer con la Ética, la meten con calzador en ínfimos huecos carentes de peso. La palabra ÉTICA siempre luce bien en cualquier lugar mientras, eso sí, no tenga posibilidad de enredar mucho, como tantos y tantos otros planes disueltos en la irrelevancia.

Y vuelvo a mi realidad de profesor de Valores Éticos en un centro gigante:

En un ejercicio de desarrollo de la libertad de expresión que dudo se dé en otros ámbitos, he oído cómo los alumnos nos llaman a los profesores, directamente y con total tranquilidad, mafiosos y chivatos. Continuamente se quejan porque dicen sentirse en una cárcel, aunque la queja está abierta-mente permitida (desde luego lo que no está es ni perseguida ni castigada y es independiente de la forma en que venga envuelta. Ni que decir tiene que lo de las formas hace tiempo que está perdido). La desobediencia ciega y el reto por el reto campan a sus anchas en esta pseudo-cárcel y los carceleros somos el juguete con patas de algunos niños que lo que les pasa es que están terriblemente aburridos (además de ser muchos de ellos muy aburridos, efecto de tanta virtualidad, supongo).

Tal vez sea pronto para matizar, pero conviene hacerlo cuanto antes porque se va a repetir la escena unas cuantas veces y va a parecer que en la escuela estamos sólo en el Vietnam del napalm, y no sería lo exacto. Hago un poco de sociología doméstica para decir que los alumnos se pueden dividir en dos grupos: una minoría que va francamente bien y que tiene claro que en la escuela se aprende mucho y una amplia masa desencantada que no espera gran cosa de la escuela, más allá del título que pueda obtener. El desenganche de estos niños es progresivo, pero me atrevo a decir que con sólo diez años de edad algunos ya empiezan a desmembrarse de la comunidad de estudio. Con doce años la desbandada comienza a ser más clara y en tercero de la ESO es plaga. Esa plaga luego pasa como puede y con relativo éxito hasta el bachillerato. En este grupo del desencanto se pueden distinguir dos subgrupos más: los que tienen reseca o muy dañada la capacidad creativa y viven en la «metafísica del sopor» (por lo general no ocasionan problemas disciplinarios de ningún tipo, pero son sujetos extraordinariamente aletargados), y los desbocados y muy cafres, que buscan una última oportunidad curiosamente en el polo vinculado y opuesto de la creación, que no es otro que el de la destrucción (ahí sí está Vietnam).

Como el replicante de Blade Runner pero sin moverme del instituto, es decir, sin ir más allá de Orión ni acercarme a la puerta de Tannhäuser puedo decir eso de:

—He visto cosas que vosotros no creeríais. He visto volar mesas cayendo al patio desde una tercera planta, baños inundados todos los martes (¿o suele ser los jueves?), mapas de escupitajos de múltiples colores y diversas densidades esparcidos por todo el espacio imaginable, basureras volcadas en los pasillos, puertas rotas, paredes golpeadas…

Hecha la matización, sigo y especifico un poco más para acercarme a la cita final. En una clase de tercero, intentando hacer un trabajo crítico en torno al sistema escolar (marcar elementos positivos y negativos de la escuela, vivencias de cada cual como estudiante y ese tipo de cosas), un alumno interrumpe abruptamente una intervención mía para preguntarme si prefiero la «coca» o la «María» (no estábamos hablando de drogas, aunque eso para él era lo de menos). Recogimos, respecto a este mismo alumno, el hilarante consejo pedagógico de no exigirle trabajo alguno para que no estallara ante semejante presión (las pataletas en versión adolescente son muy violentas). Había que evitar —entendí que solicitado por la madre de la criatura— que el iracundo padre supiera de las andanzas de su hijo que, como he dicho, es también iracundo cuando se le exige que, como estudiante que es, estudie.

En mi primera clase de Valores Éticos, en otro tercero distinto, les pido a los alumnos que me cuenten algo de sus vidas. Ética viene de Ethos, y Ethos es costumbre. Así que preguntar por la vida de los alumnos es preguntar por sus costumbres. Puede ser un buen punto de inicio, pienso.

Un chaval con cara triangular, muy delgado y con orejas de duende que acentúan su expresión triangular levanta la mano impetuosamente. Tardo dos turnos en cederle la palabra y aquí comienza la intervención a la que hacía mención al principio del capítulo y a la que quería llegar:

—¿Cuál es tu nombre? —pregunto con una simpatía algo forzada al duende con espinillas.

-BK —me contesta, con mucha satisfacción y deleite.

—Bien, BK, cuéntanos a todos algo de tu vida —sigo en modo «simpático impostado».

¿Mi vida? Yo me casco una paja todos los días —responde.

(Risotadas).

Fin de la conversación.

Paradigma al que le sobra ¿qué?:

Otro plan.

Así que, y concluyo este primer capítulo, un número de alumnos lo más bajo posible es la forma más natural de que ciertas cosas impensables sigan ocurriendo.

Post scriptum:

La conversación de la que hablo se da el primer día de clase. Acabado el curso y concluidas todas mis clases con el grupo de tercero, es de justicia decir que BK es un chaval amable.

El problema con esta historia reside, a mi juicio, en saber qué ha pasado en la escuela para que chavales como BK tengan la necesidad de hacer ese tipo de comentarios y además puedan hacerlos. El mensaje que lanza mi alumno, por más inoportuno que sea, es profundo en un sentido: está en tercero de la ESO y ya no espera de la escuela absolutamente nada.

Verlo así puede ser el inicio para que el maestro trate de revertir esa imagen tan atroz en la cabeza del alumno.

La mirada del maestro es determinante. El maestro que no eduque su mirada no debería serlo.

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1 Fusión significa ahorro pero también merma de calidad, como intentaré demostrar.

Borregos que ladran

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