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DUELO PRINCIPESCO AL SOL

Somos animales jerárquicos. Cuando desaparece una jerarquía es porque otra la ha hecho desaparecer. Cuando a quien le corresponde no ocupa su lugar de mando, lo hace quien no le corresponde. Entonces se instala la zozobra y no se logran fines.

Los profesores han de ocupar su lugar y simbólicamente su lugar no es el de la víctima.

No se debe olvidar, por último, una cosa: el profesor es profesor porque quiere. Incluso los que odian su trabajo quieren permanecer a toda costa en él.

Cuando Platón situó en su altar mayor la idea del Bien, todo empezó a emanar desde ahí. Tuvieron que pasar casi dos mil años para que un florentino llamado Nicolás Maquiavelo rompiera esa ilusión beatificante que subordinaba la política a la ética (la política dejó abruptamente de verse como un modo organizado de hacer el bien).

Con Maquiavelo, por lo tanto, la política deja de vivir ilusoriamente conectada a la idea del Bien porque mostrará lo separados que están ambos ámbitos. De hecho, desde Maquiavelo, se sabe con certeza que es la ética la que se subordina utilitariamente a la acción política, si esta lo estima conveniente. Dicho de otra forma, el sumo bien es el mantenimiento del poder, sea este del tipo que sea, y si para su conservación hay que actuar éticamente, pues los gobernantes lo hacen, pero si lo que conviene es actuar inmoralmente, se procede en consonancia.

La escuela es una organización, mal que le pese, más política que ética, y cuando quiere conjugar ambas, cuando quiere ser primero referente ético para luego serlo político, yerra y hace el ridículo con su organización timorata.

Hecha esta rápida introducción veamos qué tal pega el señor Nicolás Maquiavelo como nuevo jefe de estudios.

¿Y si Maquiavelo tiene razón? Pues sólo puedo decir que esta posibilidad la escuela no la contempla. Entonces la autoridad se desvanece y eso tiene su precio.

Vamos al duelo:

Ver spaghetti westerns tiene su recompensa, sobre todo si uno tiene que enfrentarse a un adolescente que está enfadado con todo lo que hay en el mundo. En la larga lista de lo que les enfada, colocan en los primeros puestos a cualquier figura que represente a sus padres. En la escuela papá y mamá no son otros que sus profesores.

A pesar del perenne enfado, a estos jóvenes les pirra divertirse. De hecho, son irrefrenables adictos al anestésico de la diversión. La autoridad es con lo que juegan, sobre todo si la desprecian, que, dado que Maquiavelo es ignorado, siempre es el caso.

Ya que no se dispone de la ayuda del florentino, al profesor, por lo menos, le viene bien saber poner ojos de Lee Van Cleef, de la teniente Ripley o del mismísimo Clint Eastwood, ante el continuo reto que va a vivir de miradas pétreas lanzadas por muchachos que saben que no les va a pasar nada miren como miren.

Aquí va una historia de duelo, sin sol, sin colt y sin príncipes:

Un profesor de física y química y sesenta años bien cumplidos me cuenta cómo un alumno en edad universitaria, el doble de tamaño que él, y que sigue aposentado en la ESO, le dice que como tiene mucha hambre va a volver en mitad de la hora del recreo a su aula a por el bocadillo que ha olvidado sacar. El profesor le dice que no se puede ir por una norma que lo impide (la norma puede ser todo lo discutible que se quiera, pero la cosa es que existe, y este profesor no cede a la fácil tentación de caer en el arbitrio divinizador). El alumno insiste en su idea, apoyado por unos diez incondicionales que asisten expectantes a la escena. El profesor le advierte de que si lo hace le impondrá la correspondiente falta. El alumno dice que le ponga lo que quiera pero que él va a ir a por su bocadillo y acto seguido lo hace. La falta que se le impone no pasa de una llamada a casa para contar lo sucedido.

La pistola del profesor de física, como la de Woody Allen, es de jabón y el muchachote lo sabe, así que no puede cumplirse una de las máximas maquiavélicas que reza como sigue: las leyes no pueden ser malas donde son buenas las armas.

Otro duelo jabonoso, esta vez con moraleja:

Llueve y las criaturas deciden quedarse dentro de las instalaciones, al lado de la puerta que da al patio. Se avecina tormenta, y no me refiero a la de fuera. Cada pocos segundos se repite el siguiente ritual: grupos pequeños (siempre de chicos, nunca chicas) se lían a empujones, a turnos, y se origina un tumulto escandaloso que recuerda a cualquier concierto punk que quiere ser muy punk. El agudo grito nervioso de una profesora ante los primeros empellones va a ser el que definitivamente dé inicio a los turnos pautados de sucesivos empujones y a la loca diversión. Se monta tal jaleo que no tardan en acudir refuerzos. Se decide sacar a todos de allí y salen en alegre y triunfante algarada. Unas niñas que estaban sentadas en la escalera pacíficamente desde el principio también son obligadas a salir.

Esa es la moraleja. Cuando los duelos no son serios, cuando no son sólo contra el pistolero de turno, todos tienen que empezar a enjabonarse y a cumplir un montón de normas más.

Lo de justos por pecadores se cumple aquí a rajatabla, y se da la paradoja de que a más normas —leyes, más ocasión se da de incumplirlas a quien no respetaba las que ya había y, por el contrario, se le añaden más a quien no ha dejado de cumplir ninguna—.

Es obvio que la escuela, que tiene la no muy acertada tendencia a mirar sólo hacia adelante como buena hija terrible de la modernidad que es, ha olvidado, como se recuerda una y otra vez en El príncipe, que «existe un buen uso de los actos de crueldad» y se mete siempre en su propio callejón de la inocencia.

Un mal uso de los actos de crueldad, por el contrario, se da cuando aumentan progresivamente y se multiplican de día en día, en vez de disminuir y atisbar su fin. Parafraseando a Maquiavelo: cuando se quiere gobernar algo, es necesaria una crueldad organizada sujeta a fines, de lo contrario la crueldad surgirá por igual y desde cualquier lugar y, desde luego, se irá descontrolando porque no habrá una autoridad que la gestione y no habrá fin alguno.

Una vez que se asume dicha gestión se presenta la cuestión, dice el propio Maquiavelo, de saber si a la autoridad le vale más ser temida que amada. Se responde que sería menester ser uno y otro juntamente; pero como es difícil serlo a un mismo tiempo, el partido más seguro es ser temido, primero que amado, cuando se está en la necesidad de carecer de uno u otro de ambos beneficios. Y añade: los hombres temen menos el ofender al que se hace amar que al que se hace temer.

Cuando los educadores se enredan en este mundo de la inocencia se amputan a sí mismos y sólo quieren ser bienamados. Quien se siente inocente no tarda en ser también víctima. En esa posición ya no se puede aprender a «no ser bueno y a servirse o no servirse de esa facultad según las circunstancias lo exijan». Y eso es terrible, sobre todo para los estudiantes que, con semejante ejemplo, nunca aprenderán a gobernar nada.

En psicología profunda se dice que el árbol alcanza el cielo sólo si sus raíces llegan al infierno. Se sabe por ello que quien vive en la inocencia —la «víctima» es un ejemplo— está negando, de facto, su raíz. Los problemas y la desdicha son el campo donde germina esta inocencia.

Es falsa la idea de que en los problemas y en la desgracia no existe la satisfacción. En este estado se vive siempre acompañado por los solidarios de turno y se es casi hasta feliz. Uno ahí es de los buenos y el malvado «infierno» siempre es el otro. Por ello resulta tan tentador quedarse en el sufrimiento. La solución, por el contrario, viene de la mano de la traición y de la culpa. Hay que salir de ahí y abandonar la compañía: la soledad aparece. La solución es más trabajosa y nunca está exenta de riesgos.

Un profesor que se cree inocente porque salvaguarda a la sociedad de una cultura decadente hará lo posible por seguir sufriendo esta situación. Una consecuencia atroz de este supuesto es que acabará premiando sólo a quien sepa ser inocente y solidario con su desdicha. Otra también atroz es que se convertirá en un eterno quejica resentido y desconectado de la vida.

Así que puede decirse que muchos profesores, en el fondo, somos felices con la pérdida de autoridad. Somos felices imaginando que el mundo va muy mal pero nosotros no, sólo por darnos cuenta de la magnitud de la catástrofe que sufrimos.

En una ocasión escuché la queja de un profesor porque sus alumnos jugaban a cartas mientras daba clase. Lejos de avergonzarse por su confesión, se veía como un héroe que a duras penas resistía ante la barbarie que iba ganando terreno. El gremio saludaba su coraje, dignidad y paciencia.

Acabo y recupero a Maquiavelo: un profesor tiene que saber ser malo, ir a duelo con pistolas que no sean de jabón y jugársela de verdad. Tiene que recuperar su sombra y sacarla a pasear y tiene que saber que cae en el menosprecio cuando, pasa por variable, ligero, afeminado, pusilánime, irresoluto. Hay que poner sumo cuidado —prosigue Maquiavelo— en preservarse de una semejante reputación como de un escollo, tiene que ingeniarse para que en sus acciones se advierta grandeza, valor, gravedad y fortaleza, de lo contrario pierde toda la comunidad.

De hecho, el AFECTO, una de las mejores estrategias educativas, si no la mejor, tiene mucho mayor poder si se conjuga con este último consejo maquiavélico (el temido que se hace odioso acabará por perder el control sobre lo gobernado).

Mary Read, en Historia universal de la infamia, aconseja algo parecido. Declaró una vez que «la profesión de pirata no era para cualquiera, y que, para ejercerla con dignidad, era preciso ser un hombre de coraje, como ella». Profesor, profesora o pirata, tanto da.

Un buen centro debe contar con profesores piratas que puedan enseñar a sus alumnos cómo defenderse del mundo, de los otros y, sobre todo, de sí mismos sin excusas, sin culpables facilones que harto compliquen el movimiento, o sea, la vida.

Borregos que ladran

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