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EN LA VENTANA DE CONSERJERÍA

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Cuando María Antonieta, la esposa de Luis XVI, se informaba de los motivos de los disturbios del pueblo, se le respondió:

—El pueblo pasa hambre, Majestad: no tiene pan.

Y su réplica fue:

—Si el pueblo no tiene pan, ¿por qué no come pasteles?

María Antonieta representa a nuestros autocomplacientes responsables educativos. Se acerca un tsunami —cada vez hay más hambrientos en las aulas que lo provocarán— y la administración piensa sólo en los pasteles.

El inicio de la Metafísica de Aristóteles resulta proverbial si de verdad lo que al final sucede es que nos acabamos instalando en una gigante pastelería. Todos los hombres desean por naturaleza saber, dice.

En la escuela, este deseo natural vive horas bajas o, dicho de otra forma, la escuela no logra satisfacer en muchos este deseo y, aunque lo constatemos día sí y día también, parece que quisiéramos mirar a otro lado:

«Siempre ha sido así», nos queremos consolar, y el consuelo nunca acaba de llegar.

Siguiendo con la terminología de Aristóteles, me temo que estamos generando un zoon politikón de nuevo cuño, un ser que vive esencialmente hambriento. A este nuevo animal político lo enlatado le produce alergia; ya no puede seguir alimentándose sólo con latas. Lo que puede venir a continuación es muy fácil de deducir, la insatisfacción siempre ha sido capaz de provocar movimientos sísmicos impredecibles.

Por lo tanto: ¡fuera pasteles!, ¡es la guerra! Preparémonos para ella o no habrá dosis de insulina suficiente para sobrevivir.

Lo que sigue ahora es asistir a un incendio. Cada capítulo, con su consejo rector, trata de aportar algo de madera para quemar esta escuela tan dependiente de planes y protocolos. Hay que esperar a que el fuego discrimine, y hay que tratar también de invocar a la lluvia para que las llamas no prendan en todo. Hay que salir del foso, hay que abandonar el bloqueo.

Si conseguimos que arda y luego que llueva, igual la desviamos de la catastrófica vía en la que se encuentra y logramos que de nuevo cielo y tierra se abracen.

Todo el mundo puede traer su fuego y su agua, todo el mundo puede poner en marcha, de modo urgente, su creatividad y su receptividad. Sólo esta comunión podrá salvar a nuestra malherida escuela. De no hacerlo, el peligro que habremos de afrontar en un futuro no muy lejano puede ser de proporciones apocalípticas.

Borregos que ladran

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