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PRÓLOGO

El presente estudio no es el primer trabajo de investigación del autor. Se nota en la madurez reflexiva con que aborda el tema, en la precisión léxica, sin merma de una redacción ágil, y en el ceñido orden expositivo, fruto de una tarea de años ejecutada sin prisas. Precisamente, la materia estudiada no ha atraído singularmente la atención de los estudiosos, debido, entre otras razones, a su naturaleza interdisciplinar.

En la Introducción, sopesada y medida, el autor –junto al propósito perseguido, método empleado y resultados obtenidos– delimita y analiza el objeto de la investigación en sus distintas facetas sucintamente apuntadas, que se desarrollan con amplitud en los respectivos capítulos a los que se abre este pórtico. La Introducción actúa a la manera de piedra que, lanzada a un estanque, se expande en ondas concéntricas. Y, como toda introducción que se precie, aunque precede al resto, es lo último redactado, a la vez prólogo y conclusiones. Ella da cuenta cabal del contenido explayado en los sucesivos trancos de que consta la obra.

El afán de precisión en materia que se presta a divagaciones inanes, asoma ya desde el largo título: Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Y se aducen siempre las razones que mueven a determinados posicionamientos, como a propósito de los límites cronológicos adoptados para el crecido Siglo de Oro, que rebasa en unos cincuenta años los cien de su cupo. Se fija –nos dice– su comienzo, siguiendo a Ticknor, hacia 1480 en atención, entre otros hechos, al surgimiento del humanismo cortesano español y al desarrollo de la predicación castellana tardomedieval, y se señala su ocaso hacia 1630 en consideración a las fechas de la edición de los Diálogos de la Pintura, de Vicente Carducho, y del Arte de la pintura, de Francisco Pacheco, así como a la del fallecimiento de los predicadores reales Hortensio Paravicino y Jerónimo de Florencia (1633).

La Introducción es aquí parte inseparable de la obra, su «obertura». Así lo entiende el autor, que, tomando términos de la oratoria, la rotula «Exordium», que es comienzo obligado del discurso dedicado a captar la atención del oyente. Si entre los tipos de exordium que distingue la oratoria –como se nos recuerda en el capítulo 6– están el que procede veladamente (insinuatio o ephodos) y el que se manifiesta abiertamente (principium o proemion), la introducción del libro que nos ocupa responde claramente a este último.

La idea de la poesía como pintura hablada y de la pintura como poesía pintada, presente desde la Antigüedad, apunta a las relaciones de distinto orden e intensidad apreciables entre poesía y pintura, esto es, a sus conexiones, patentes para artistas y poetas, retóricos y tratadistas de las artes, entre otros. Juan Luis González García cita y analiza al efecto los textos de autores griegos y latinos vigentes en el mundo medieval, a los que suma los descubiertos en su tiempo por los humanistas, quienes a su vez ofrecen interpretaciones y visiones propias. Las afinidades entre poesía y pintura, compartidas por la retórica, llevan a establecer una serie de relaciones, que se difunden a través de la teoría y la práctica de la oratoria sagrada, que las populariza. El impulso de convencer y «con-mover» que se vive en la oratoria conduce a preconizar estilos ajustados al género del discurso y materia tratada, que tienen sus paralelismos en el ser y hacer de la pintura reflejados, entre otros medios, en la combinación del diseño y del color –con predominio del primero o del segundo– y en la gestualidad.

La interrelación palabra-imagen, sus transferencias mutuas –con simultaneidad y/o prioridad de la una o la otra– afectan a la invención y elaboración de la pintura del Siglo de Oro mediante, entre otras vías, la doctrina retórica y, dentro de ella, especialmente la representada por la oratoria sagrada en la predicación y en publicaciones. Los tratadistas del arte españoles, por su lado, beben en las fuentes clásicas y en tratados de los siglos XV y XVI –sobre todo italianos–, alimentados a su vez, en mayor o menor grado, de aquéllas. En prueba de lo dicho, el autor aporta una significativa y numerosa relación de textos y de ejemplos, a los que acompaña la correspondiente glosa. Pasa así revista a una serie de imágenes (tales, la imagen litúrgica y la de devoción), atendiendo a sus distintos usos (públicos y privados) y considerando también otros aspectos, como el de su relación particular, individual, con la persona.

Quiero señalar también que esta obra ofrece ocasión para detenerse –al que le interese– en cuestiones colaterales que salen al paso, cual la de la inclusión de la pintura entre las artes liberales o la discutida primacía entre las artes. El amplio y riguroso manejo de las fuentes y demás referencias bibliográficas invita a ahondar en estos y otros temas. La importancia concedida a la retórica en la paideia cristiana desde los primeros tiempos en la sociedad romana, la convirtieron en un elemento vivo del legado de la Antigüedad. Los recursos retóricos, actuando en la configuración del pensamiento, contribuyen a conformar los mecanismos de la mente y, de ahí, la aportación al conocimiento de ciertos rasgos de la mentalidad de una época. Porque, si bien es verdad que los préstamos de la Antigüedad contaron también con opositores, en general se sobrepusieron a las reservas cautelares. A este respecto, me viene a la memoria el dístico de Menéndez Pelayo, católico a machamartillo, en el que proclama: «En arte soy pagano hasta los huesos, / pese al abate Gaume, pese a quien pese».

Una exposición satisfactoria del presente estudio me impulsaría, siguiendo la sugerencia del personaje de Borges, a reescribirlo, pero es tarea de la que me veo libre, pues el lector que me lea tendrá en este momento el libro en sus manos.

Jesús M.ª Caamaño Martínez

Catedrático emérito de Historia del Arte

Universidad Complutense de Madrid

Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro

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