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UT PICTURA POESIS / UT PICTURA RHETORICA
La gloria de Lisipo reside en cincelar estatuas llenas de vida;
Cálamis causa admiración por lo acabado de sus caballos;
Apeles exige para sí la cumbre por su cuadro de Venus;
Parrasio reclama un puesto de honor con sus cuadros pequeños;
[...] el Júpiter de Fidias se adorna en una estatua de marfil;
el mármol de su misma ciudad proclama a Praxíteles.
Propercio[1]
Ut pictura poesis
Muta poesis
La primera aportación al tópico[2] de que la poesía es una pintura parlante y la pintura una especie de poesía muda es la frase atribuida al inventor de la mnemotecnia, Simónides de Ceos (556-468 a.C.), recogida por Plutarco hacia el siglo I d.C.:
Simónides, sin embargo, llama a la pintura poesía silenciosa (muta poesis) y a la poesía pintura parlante (pictura loquens). Pues las hazañas que los pintores muestran como si estuvieran sucediendo, las palabras las narran y describen como sucedidas. Y si unos con figuras y colores, y otros con palabras y frases representan lo mismo, difieren en la materia y en formas de imitación, pero un único fin subyace en ambos[3].
El punctum de Simónides, presentado normativamente fuera de su contexto, se refería de hecho a una cuestión de fidelidad mimética en las artes, tanto verbales como plásticas, resaltando que ambas debían estar al servicio del Estado (Atenas, en este caso) o, al menos, prestarse a su glorificación. En realidad, Simónides después afirmaba que las artes visuales tenían algo de lo que carecía la literatura, y que ésta mejoraba cuando tomaba efectos descriptivos de la representación visual[4]. El comentario de Plutarco confirma esta lectura, ya que, si bien reconocía las diferencias en los medios de ambas artes (palabras y colores) y en el modo de la imitación (la pintura mostrando una acción que sucede y la poesía narrando una acción ya sucedida), minimizaba tales discrepancias y sugería una vaga identidad de propósito entre poesía y pintura: la viveza imitativa[5].
En gran medida, el desarrollo del aforismo de Simónides en la Edad Media[6] y el Renacimiento fue una polémica antagonista avivada por los letterati contra los pintores (i. e., contra su creciente ascenso social y proximidad al poder, espacio privilegiado que hasta entonces ocupaban los escritores en solitario): una controversia para la cual Mirollo ha acuñado el elocuente término de «iconinvidia»[7]. Dicha comparación, descontextualizada, resultaría inevitablemente ofensiva para artistas-teóricos como Leonardo da Vinci[8] o Francisco de Holanda, quien tantas veces se declararía «español de Portugal» y cuya obra fue traducida al castellano en 1563. Cuando a Holanda le pidieron que defendiese la pintura frente a la poesía, replicó con sarcasmo que él «con su poco ingenio, como discípulo de una Maestra sin lengua», tenía «aún por mayor la potencia de la Pintura que la de la Poesía y causar mayores efectos, y tener mucha mayor fuerza y vehemencia, ansí para conmover al espíritu y al alma a alegría y regocijo, como a tristeza y lágrimas con más eficaz elocuencia»[9]. Tanto Miguel Ángel como los demás contertulios citados en De la Pintura antigua (1548) aseveraban la superioridad de la pintura sobre la poesía, y uno de ellos (Lactancio/Lattanzio Tolomei) decía incluso que los poetas no tenían otro objeto que ilustrar los principios de la pintura e imitar un buen cuadro:
Acuérdaseme que el príncipe de ellos, Vergilio, se echa a dormir al pie de una haya como tiene con letras pintado y pone la hechura de dos vasos que había hecho Alcimedonte[10] […] Después pinta a Troya ardiendo, después pinta unas fiestas en Sicilia y aliende la parte de Cumas, un camino del infierno con mil monstros y quimeras y un pasar de Aqueronte muchas almas. Después un campo Elissio, el ejército de los Beatos, la pena y tormento de los impíos; después unas armas de Vulcano hechas de sobre mano […] Pinta las rotas de las batallas, muchas muertes fuertes de varones insignes, muchos despojos y triunfos. Leed a todo Vergilio, que otra cosa no hallaréis que hace sino el oficio de un Micael Angelo. Lucano (sic: Luciano) despende cien hojas en pintar una encantadora[11] […] Ovidio no es otra cosa todo, sino un retablo: Stacio la casa pinta del sueño y la muralla de la gran ciudad de Tebas[12][…] y los trágicos y cómicos ¿hacen otra cosa, sino pintar razonablemente?, y esto que digo yo, no se lo levanto, que cada uno de ellos mismos confiesa que pinta, y llaman a la pintura Poesía muda[13].
La crítica al topos de la muta poesis según los planteamientos de Leonardo u Holanda no alcanzó a los tratadistas de arte de la península Ibérica, incapaces de advertir el sutil agravio que la comparación suponía para los pintores, a quienes la polémica con los literatos no parecía preocuparles en absoluto. Por el contrario, los humanistas, poetas, dramaturgos y oradores no dejaron de valerse del símil siempre que les convino. Entre los numerosos casos del siglo XVI que podrían recogerse, citaremos algunos. El primero procede de El scholástico de Cristóbal de Villalón (ca. 1538-1542). Este diálogo ciceroniano, que representa las conversaciones ficticias mantenidas en Alba de Tormes en junio de 1528 por doce personajes relacionados con la Universidad de Salamanca, refiere en sus últimos folios un capítulo dedicado a la pintura, en el que, como era de esperar, resurge el topos de Simónides, aunque en una comparación enriquecida con el paralelo triple entre pintura, poesía y retórica:
Hallaréis que la pintura tiene gran conveniencia con la poesía y oratoria, porque los vivos y naturales que había de representar el orador los muestra la pintura con el pinçel, y así dezía Simónides, poeta famoso, que la pintura era poesía sin lengua y que la poesía era pintura hablada[14].
En cuanto a los poetas, el épico portugués Luís de Camões también definía la pintura en Os Lusíadas como poesía muda:
Feitos dos homens que, em retrato breve,
A muda poesia ali descreve[15].
Casi coetáneas son las Anotaciones de Fernando de Herrera a Garcilaso (1580): «Debió ver –dice refiriéndose al propio Garcilaso– la pintura de Ícaro y Faetón, o sea la pintura o la historia, porque la poesía es pintura que habla, como la pintura poesía muda, según dijo Simónides. Y hace su argumento con la semejanza e igualdad del caso de ellos al suyo»[16]. Un cuarto ejemplo, muy notorio, está tomado de un certamen que disputan la Pintura y la Poesía en el Canto V de La Angélica (1602) de Lope de Vega:
Bien es verdad que llaman la Poesía
pintura que habla, y llaman la Pintura
muda pintura que exceder porfía
lo que la viva voz mostrar procura;
pero para mover la fantasía
con más velocidad y más blandura
venciera a Homero Apeles, porque, en suma,
retrata el alma la divina pluma[17].
La preceptiva literaria del Renacimiento hispánico más interesada por la pronunciación que por otras partes del discurso retórico también se hizo eco del lugar común gestado por Simónides/Plutarco. «“Un poema”, dice Plutarco “es una pintura que habla”»[18], afirmaba el valenciano Juan Luis Vives en su De ratione dicendi (1533), uno de los primeros tratados de retórica de autor español en la Edad Moderna. Francisco Galés, profesor de oratoria en la Universidad de Valencia, publicó allí su Epítome de tropos y esquemas tanto de gramáticos como de oradores. Este elenco de figuras, dedicado, por tanto, todo él a la elocución, en su último capítulo se centra en los «Esquemas de tercer orden», y expresa una sentencia muy semejante a las anteriores a manera de exemplum: «Commutación […] es cuando una sentencia se invierte por la contraria. Como […] “Si el poema es una pintura que habla, la pintura debe ser un poema tácito”»[19]. En 1576, el famoso dominico fray Luis de Granada repetiría el aforismo también como ejemplo de conmutación, sin duda por seguir a Galés y por ser ya un tópico sumamente difundido[20]. El médico Alonso López Pinciano, traductor de Tucídices y autor de la primera poética española no reducida a simple técnica versificatoria[21], abundaba en 1596 en términos similares: «la pintura es poesía muda, y la poesía, pintura que habla; y pintores y poetas siempre andan hermanados, como artífices que tienen vna misma arte»[22]. Un tercio de siglo después vio la luz en Salamanca el Templo de la Elocuencia castellana del doctor Benito Carlos Quintero, seguidor del ideal de la oratoria de Cicerón, Quintiliano y san Agustín, y también interesado preferentemente, al igual que Galés, por la elocutio clásica[23]:
Es arte la poesia que consiste, como la pintura, en la imitacion; y asi es hermana suia; y importa, que no solo se valga para su vso de las voces y transsaciones comunes, sino que con nuevos colores entretenga, y deleite: de donde naciò, que a la pintura la llamasen los cuerdos, Poesia callada, y a la Poesia, pintura con voz[24].
Resulta enormemente significativo que los pintores españoles del Siglo de Oro no hicieran uso, ni positivo ni negativo, del tópico de la muta poesis, salvo cuando escribían poesía elegíaca (i. e., cuando se comportaban como poetas y no actuaban en defensa de su oficio)[25]. Aunque creemos que las razones que justifican esto son obvias, no estará de más recordar que en la península Ibérica la defensa de la nobleza y dignidad de la pintura no operó por rivalidad con su «hermana» la poesía, cuya estimación era incontestable, sino apoyándose en ella mediante analogías de fines y medios. De ahí que este lugar común hallase fortuna entre literatos y retóricos, pero no entre pintores, que prefirieron el más inteligible y enaltecedor apotegma horaciano «Como la pintura, la poesía» para defender su causa ante la sociedad de su época, en lugar en enfangarse en una competencia de resultados previsiblemente adversos con aquellos que, las más de las veces, estuvieron de su lado como valedores –pensemos en Lope de Vega o Quevedo– ante el poder civil o religioso.
Ver de cerca y ver de lejos. Contexto visual y sentido retórico de Ut pictura poesis
Históricamente, el lugar común de Simónides, no obstante su alcance[26], estuvo siempre subordinado a un tópico heredero suyo y mucho más memorable si cabe: el de Ut pictura poesis, perteneciente a la Epístola a los Pisones (ca. 16 a.C.), cuyo nombre de Ars Poetica se debe precisamente a Quintiliano[27]. Simplificando mucho sus celebérrimos perfiles, este dictum, de origen alejandrino[28], dio lugar a toda una teoría basada en la idea de que tanto la poesía como la pintura imitan a la naturaleza, y en cómo los lectores y los observadores de la Antigüedad y del Renacimiento respondieron a esa imitación[29].
La lectura retórica que los humanistas hicieron de la Poética de Horacio permitió fijar esas concordancias[30]. De hecho, esta obra fue juzgada como una aproximación esencialmente retórica al arte de la poesía[31]. Horacio no sólo bebió de la Poética de Aristóteles, sino también de su Retórica y, sobre todo, de Cicerón, pues aplicó a la poesía y al drama muchos de los preceptos tradicionalmente adscritos a los oradores. Su poema está ordenado conforme a la tríada retórica de elementa (contenido de la poética, vv. 1-130), ars (formas o tipos de poesía, vv. 131-294) y artifex (el poeta, vv. 295-476), y hace comentarios a los procesos retóricos de inventio, dispositio y elocutio, a la teoría del decorum[32] e incluso a los officia oratoris ciceronianos[33]. Además, su argumento central es que la poesía está fundamentalmente determinada por la audiencia para la cual ha sido escrita; es decir, su fin es persuasivo. En definitiva, puede concluirse que Ut pictura poesis, el dictum más famoso sobre la relación entre pintura y literatura, proviene de un texto que es una fusión de teoría retórica y poética, y así lo acentuaron sus comentaristas sucesivos[34].
El Arte poética se inicia con varias comparaciones entre la poesía y las artes visuales (grutescos, tablillas votivas, cerámica, estatuaria en bronce) para ilustrar el decoro estructural que todas las obras bien unificadas deben compartir, más que para sugerir conexiones intrínsecas entre lo verbal y lo visual, como ha interpretado la mayor parte de la crítica histórico-artística[35]. Seguidamente desarrolla una analogía más amplia entre pintura y poesía (presentada por la frase Ut pictura poesis) para explicar la naturaleza de la coherencia estilística que se necesita para agradar al espectador[36]. Los dos primeros versos revisten una gran importancia, ya que suponen la justificación clásica de la llamada «pintura de manchas», según se argumentará sobre todo en la primera mitad del siglo XVII:
Como la pintura, la poesía: la habrá que te cautive más,
cuanto más te acerques, y otra cuanto más lejos te retires.
Una gusta de la penumbra, otra querrá ser vista a plena luz,
la que no teme la penetrante mirada del crítico.
Ésta gustó una vez; aquélla gustará cuantas veces se mire[37].
En el platónico Teeteto aparece por primera vez el término skiagraphia (= «pintura de sombras» o «pintura al claroscuro»), hecha para ser contemplada de lejos[38]. En la República, contemporáneo del anterior, Platón aplicaba connotaciones positivas a ese «ver de lejos» y tocaba de paso los principios de decoro y de unidad orgánica[39]. Como último precedente a Horacio, Aristóteles, en un epígrafe de su Retórica, hacía corresponder las distintas clases de expresión con los géneros oratorios, equiparables a su vez con la pintura ejecutada para ser vista de lejos o de cerca. Cuanto más elevado fuera el genus, más semejante resultaría a la «pintura borrosa» traída por Platón[40]. El género deliberativo o político, que comprende la persuasión y la disuasión, se asimilaría entonces a una skiagraphia, mientras que el judicial, por sus exigencias de minuciosidad, tendría su paralelo en una skenographia[41].
Las palabras horacianas que suceden al tópico Ut pictura poesis tienen, por tanto, un fundamento filosófico y retórico. El poeta establecía aquí una comparación libre, observando que las condiciones para la recepción óptima de determinados poemas o pinturas pueden ser variables[42]. Lo que el autor pretendía decir, como se evidencia al analizar la frase en su contexto, es que, como ciertas pinturas, algunos poemas agradan una sola vez, mientras otros pueden soportar lecturas repetidas y un análisis más profundo. Así sucede con la pintura, de manera que algunos cuadros de una galería sólo gustan en la distancia y a la sombra, mientras que otros aguantan una mirada escrutadora bajo la luz del día[43]. Por esta razón contextual encontramos justificado analizar en este capítulo el topos de Ut pictura poesis bajo la estricta delimitación filológica del «ver de cerca y ver de lejos», y no en razón de interpolaciones o lecturas a posteriori, por difundidas que éstas hayan sido en la Europa del siglo XVII[44]. Dentro de los márgenes aquí fijados se encuentran las Anotaciones de Herrera, que empleaban términos semejantes para tratar de la claridad u oscuridad poética –consecuencia de la acumulación de metáforas– y de la proximidad o lejanía de los términos comparativos (real y figurado) de los tropos: si la claridad era una virtud de la dicción, no era menos digno el uso de palabras enigmáticas[45]. Contra esta clase de aserciones, muy traídas en la defensa de los grandes poemas gongorinos a lo largo del seiscientos, polemizaría el franciscano Quintero: «La Poesia clara, y buena, no cansa por facil, ni deja de agradar, aunque se lea mil veces; pero la mala apetece obscuridades, como la pintura descuidada, para no obligarse à sacar los colores que no tiene al rostro de su verguença»[46].
En su transliteración ciceroniana, si la gran poesía épica, como la homérica o la Eneida, necesitaba ser apreciada desde la distancia en su conjunto, más que de cerca –como la refinada poesía alejandrina– para extraer sus detalles, por idénticas razones una pintura de pequeño tamaño, de dibujo intrincado y delicados colores, debía examinarse desde mucho más cerca que otra pintada a base de manchas sobre un gran soporte[47]. La amplitud de la poesía épica clásica cumplía mejor la función de atrapar por más tiempo el interés del público que las sofisticaciones del Helenismo tardío[48]. También la poesía, como la pintura, tenía que agradar no sólo al principio, sino a lo largo de su desarrollo para evitar perder la atención del espectador.
La pintura hecha para verse de cerca gusta «de la penumbra», y ha de apartarse del brillo del sol y acondicionarse en una sala o galería especialmente diseñada para ello. Sin embargo, la pintura hecha para verse de lejos no teme la luz clara ni la penetrante mirada del crítico[49]. Cicerón recordaba que, en pintura, «a unos les gusta lo oscuro, descuidado y opaco, y a otros lo brillante, alegre y luminoso»[50], y que César, al fundir con la «elegante corrección de su latín –la cual es necesaria, aunque uno no sea un orador, sino tan sólo un ciudadano romano libre– los ornamentos del lenguaje oratorio», parecía como si colocara «en buena luz los cuadros bien pintados», haciendo un juego de palabras entre lumen en sentido propio y en el sentido figurado de «ornamento retórico»[51].
Tal observación, analizada en términos histórico-artísticos, explica adicionalmente la razón última, traída por Plinio[52], de que Apeles aplicase a sus obras una capa final de atramentum (una tintura negra, muy diluida en agua, hecha con resina y pez, y sólo visible a corta distancia), empleada para apagar de manera imperceptible los colores demasiado claros o vivos, y evitar que se perdiera la impresión armónica del conjunto cuando éste se contemplaba a distancia[53]. Francisco Pacheco recogió este lugar en el Arte de la pintura (1649) a fin de exponer la encarnación de esculturas al temple y su lustre posterior con barnices o gomas resinosas para oscurecer la candidez de los pigmentos claros, algo que Plinio consideraba insuperable en el pintor griego: «Una cosa no se pudo imitar de Apeles, que acabada la tabla, la bañaba con cierto atramento, o barniz, que lucía a los ojos y la conservaba contra el polvo y otros daños; pero, de tal manera, que el resplandor no ofendiese la vista y […] daba oculta gravedad a los colores floridos»[54]. Obras así, hechas con gran exactitud y sutileza, perdían su atractivo vistas a distancia o bajo una luz intensa[55].
Pacheco, en este y otros pasajes, comenta noticias y circunstancias más propias de la década de 1610-1622 –fecha de la publicación de su folleto A los profesores de la arte de la pintura– que de 1649 –año de impresión de su Arte de la Pintura, que debió de concluir entre 1634-1638–. Además de en el Arte, la idea horaciana de que unas pinturas gustan vistas de cerca y otras de lejos se reflejó en mucho de lo escrito en España durante la primera mitad del siglo XVII sobre la distancia del observador con respecto a la obra. En el origen de esta argumentación subyacía el famoso juicio de Giorgio Vasari sobre las pinturas del último Tiziano, ante las cuales el espectador se convertía en intérprete activo de las pinceladas deshechas del artista, fundiéndolas mentalmente y haciéndolas inteligibles con su participación visual[56]:
En estos cuadros, Tiziano observó un método completamente diferente del que había seguido en su juventud. Sus primeras producciones se distinguen por un acabado increíble [una certa fineza e diligenza incredibile], que permite apreciarlas de cerca o de lejos. Sus últimas obras, por lo contrario, están realizadas a grandes pinceladas [condotte di colpi, tirate via di grosso e con macchie], de modo que es necesario alejarse para apreciarlas en su perfección. Muchos artistas, para parecer hábiles, han querido imitar esta manera, pero sólo han obtenido deplorables resultados [hanno fatto di goffe pitture] porque pensaron que el Tiziano trabajaba con rapidez y sin encontrar dificultades. Se han engañado, pues bien se sabe que el artista retocaba muchas veces las primeras pinceladas. Este método, que consiste en disimular las dificultades y en imprimir a cada objeto el verdadero carácter de su naturaleza, es tan sabio como sorprendente [E questo modo sí fatto è giudizioso, bello e stupendo, perché fa parere vive le pitture e fatte con grande arte, nascondendo le fatiche][57].
Fray José de Sigüenza, predicador de El Escorial, un admirador declarado de Tiziano e imitador inconfeso de Vasari, fue pionero (1605), junto con el pintor y humanista cordobés Pablo de Céspedes[58], en la crítica del exceso de acabado en la pintura de gusto español. Y hábilmente, en sólo aparente paradoja –pues sus intenciones eran nítidas–, la aplicó sobre el más tizianesco de los pintores españoles que tuvo oportunidad de conocer, Juan Fernández de Navarrete «el Mudo», lo cual le permitía ejemplificar con un émulo del máximo exponente de la pintura «de lejos» los defectos achacables al carácter nacional de los españoles, «que aman dulzura y lisura en los colores»[59]. Al tratar del lienzo de San Jerónimo en el desierto, uno de los ocho grandes cuadros que ejecutó Navarrete para el claustro alto principal del monasterio de El Escorial, se detenía a apreciar los «paisajes de mucha frescura y arboleda» del contorno, «que no sé yo haya hecho flamenco cosa tan acabada y de tanta paciencia. Y esta sola falta tiene, que en estar tan acabado no parece de hombre valiente». Este reproche se debía a haber seguido el Mudo su natural aprecio «español» por lo pintado para admirarse a corta distancia, por lo pulido y aballado, es decir, lo difuminado «como debajo de una niebla o de velo, cobardía sin duda en el arte –pues permitía disimular defectos–, no siéndolo en la nación»[60]. Concluía Sigüenza, entonces, que en éste y otros cuadros tempranos, como el Bautismo de Cristo que ofreció como presentación a Felipe II, Navarrete «se dejó llevar del ingenio nativo, que se ve era labrar muy hermoso y acabado, para que se pudiese llegar a los ojos y gozar cuan de cerca quisiesen, propio gusto de los españoles en la pintura»[61]. También Juan Gómez, que pintó para uno de los testeros laterales de la basílica un Martirio de santa Úrsula y las Once Mil Vírgenes a partir de un dibujo de Tibaldi, se decantaría por un estilo de pareja «dulzura y lisura en los colores», no sólo en razón de su origen español, sino sobre todo aherrojado por su más que discreta calidad[62].
El orador sacro más celebrado en la Corte durante el primer tercio del siglo XVII, fray Hortensio Félix Paravicino –poeta, dramaturgo ocasional, amigo de literatos y pintores[63], entendido en arte, catedrático de retórica en Salamanca (1601) y predicador real (desde 1617) de Felipe III y Felipe IV–, dedicó parte de un culterano Sermón del glorioso Apóstol San Pedro a parafrasear las opiniones vasarianas sobre Tiziano y a vincularlas con los versos de Horacio sobre la «plena luz» bajo la cual debe contemplarse la pintura de manchas, que rivaliza con la realidad:
Que en las pinturas, saben los que desta cultura adolescen, que importa el mirarla a su luz, no solo para juzgarla, sino aun para verla. Pues no mirada a su luz vna tabla de Ticiano, no es mas que vna batalla de borrones, vn golpe de arreboles mal assombrados. Y vista a la luz que se pintò, es vna admirable, y valiente vnion de colores, vna animosa pintura, que aun sobre autos de vista de ojos, pone pleytos a la verdad[64].
Y en otro punto análogo describe la costumbre de los pintores de alejarse del lienzo para advertir el efecto de conjunto, algo que habían imitado los «miradores», guiados por el gusto particular:
Pónese un gran pintor a hacer un retrato, o cualquier lienzo valiente, por fuerza ha de llegar con el yeso a hacer el dibujo, y con el pincel a meter colores, pero veréisle que estando sobre el lienzo pintado, se aparta a ver el efecto que hace, y no se asegura del golpe que dio, cerca, hasta que le llega a examinar de lejos; cosa que ha introducido en los aficionados a este gran arte mirar y juzgar en las distancias las valentías. Pues los artífices, cuando pintan se llegan, pero cuando se aseguran, se apartan[65].
En una comedia titulada Gridonia, o Cielo de amor vengado, escrita por Paravicino entre 1621-1633 para su representación ante los monarcas, homenajeaba a otro gran venecianista, su amigo Dominico Greco[66], quien «en sombras bastó a hurtar sus esplendores», en cuya pintura veía el vulgo «borrones» incomprensibles. Como parte de la obra actúa un príncipe que afirma hizo pintar su palacio de Miraflores a
un Griego, de quien las vidas
andaban a hurtar colores.
Amagos eran de Dios
cuantos miraba borrones
el pueblo, que aun el mirar,
hay con ojos quien lo ignore[67].
Hasta las sátiras dirigidas contra el predicador trinitario abundaban en esta terminología, indicativa de un gusto bien definido: «Mi Padre, su pensar illuminado / adornado de Escorços y de lejos, / bien podrá lexos ser, pero tan lexos / ninguno fue que no bolvió cansado»[68]. Fuera de sonetos de este jaez, la opinión de Sigüenza o Paravicino era compartida por otros religiosos afectos a la Corte de este primer cuarto del siglo XVII, como el primero capellán de las Descalzas Reales, después patriarca de las Indias y por fin cardenal arzobispo de Sevilla, Diego de Guzmán y Haro. El también limosnero de la reina Margarita, esposa de Felipe III, poseía auténticos conocimientos de técnica pictórica –repárese en el uso abundante de los términos «imprimación [en yeso]», «diseño», «golpes [de pincel]», como se advierte en esta comparación entre la distancia óptima de contemplación de un lienzo y la necesidad de que los cristianos se amen los unos a los otros aun en la lejanía, a partir de un comentario de san Gregorio:
La pintura se quiere ver siempre con distancia, que aunque un gran artifice para cualquier retrato aya menester señalar con el yesso la emprimacion, para el diseño, o dibujo con el lapiz y despues meter colores con el pinzel hasta los golpes ultimos, a quien deve la tabla lo parecido, todavia a menester apartarse, para juzgar lo que pinta, y no se fia del golpe que dio en el lienzo cerca, hasta que se devia, registrale de lexos; reparad pues que no dize San Gregorio que se amen, como los pintores pintan sus lienzos, sino como los miran[69].
El modelo a imitar, según críticos como Sigüenza o aficionados como Paravicino y Guzmán, no era el característicamente «español», derivado del flamenco, sino el propuesto por Tiziano a partir de su madurez y, en general, el ligado a la escuela veneciana. Lope de Vega, en cuyos textos son frecuentes los símiles inspirados en la pintura, refrendaba la idea en sus famosos versos de La corona merecida (1603), en alabanza de un pintor anónimo:
¡O, ymagen de pintor diestro
que de cerca es vn borrón!
O en los del Mirad a quién alabáis (1620), en loor de otro:
¿Cómo a pocas pinceladas
se levanta por ser cerca
y desde lejos advierte
lo que acierta o lo que yerra?[70]
En el epílogo de El vergonzoso en palacio (ca. 1611, reimp. en 1621), Tirso de Molina utiliza este aspecto de la pintura para defender el sistema dramático lopista. De la misma manera que a la pintura se le permite representar la profundidad en el espacio, a la comedia se le debe permitir abarcar la profundidad en el tiempo, «que no en vano se llamó la poesía pintura viva, pues imitando a la muerta –Tirso invierte el tópico habitual y barre para su «casa literaria»–, ésta, en el breve espacio de vara y media de lienzo, pinta lejos y distancias que persuaden a la vista a lo que significan, y no es justo que se niegue la licencia, que conceden al pincel, a la pluma…»[71].
Queda claro, pues, que en la Corte madrileña, a comienzos del siglo XVII, la pintura preferida era la de técnica veneciana. La Corte quiere lejos, parecía corroborar el pintor-poeta antequerano Pedro de Espinosa, amigo de Francisco Pacheco y de Antonio Mohedano, en el elogio en prosa que escribió en 1625 en loor del retrato de su señor, don Manuel Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia: «La Corte, donde toda la vida es corta, quiere lejos, como pintura de El Greco, si bien no tanto que enfríe, mas ni tan cerca que abrase»[72]. Un año después de que hubiese recibido con suntuosidad incomparable a Felipe IV y a Olivares en Doñana, don Manuel era objeto de esta alabanza por haber heredado la corona ducal y retirarse a sus estados en Sanlúcar, ya que para los grandes de España el alejamiento voluntario de la Corte era un reflejo directo de su propio poder, que le había permitido reunir una rica galería de pintura con «espléndidos originales[73] del Basano, Carducho, Ticiano, Rafael, Tintoreto, Parmesano, Zúcaro y Barocio»[74]. Esa lejanía física y pictórica, por tanto, podía quedar magníficamente alegorizada y resumida por un pintor venecianista «de lejos» –aunque sólo temporalmente pictor regis– como Dominico Greco.
En ningún caso el paradigma cortesano estaba representado por Federico Zuccaro y otros pintores toscano-romanos. Sobre este criterio no deja ninguna duda el comentario que Sigüenza dedicó a la venida de Zuccaro a España y a las obras que realizó, dentro del discurso referente a la fábrica y partes del colegio y seminario escurialenses. El artista había concebido sus dos últimos lienzos aquí concluidos –la Natividad y la Epifanía–, originariamente destinados a la basílica, para «estar al lado de la custodia en el altar mayor y muy a los ojos», a diferencia de las otras pinturas de los cuerpos superiores del retablo, que «como les había dado tanta fuerza, para que relevasen de lejos, no serían tan apacibles mirándose de cerca». Zuccaro, creyendo haber satisfecho a la vez las necesidades decorosas del emplazamiento y los gustos estéticos de Felipe II, se las enseñó al rey diciéndole «con harta confianza: “Señor, esto es donde puede llegar el arte, y éstas están para de cerca y de lejos”». Sin embargo, el monarca le respondió con el silencio, y, cuando el pintor partió de vuelta a Italia, ordenó quitar ambas telas del retablo –«que son para de cerca y de lejos, como dijo su autor», repetiría después Sigüenza con mordacidad– y las mandó poner entre las dos aulas del colegio[75].
Vicente Carducho, a pesar de su origen florentino –apriorísticamente contrario a la pintura veneciana–, en sus Diálogos de la Pintura declaraba la misma opinión que Sigüenza, si bien distinguiendo entre el acabado diligente, propio de pintores sabios como Zuccaro, maestro de su hermano Bartolomé Carducho, y el estilo relamido y fatigoso, el finito (frente al nonfinito) de la crítica posterior: «Los doctos, que pintan acabadisimo, y perfilado, obran con cuidado y razon todas las cosas, y Ticiano fue uno dellos en su principio, siguiendo a Iuan Belino su primero Maestro, y despues con borrones hizo cosas admirables, y por este modo de bizarro y osado pintó despues toda la escuela veneciana, que algunas pinturas de cerca apenas se dan a conocer, si bien apartandose a distancia conveniente, se descubre con agradable vista el arte del que la hizo: y si este disfraz se haze con prudencia […], no es de menor estimacion, sino de mucho mas que esotro lamido, y acabado, aunque sea del que reconoce el cabello desde su nacimiento a la punta»[76]. Eso otro «lamido, y acabado», además de español, era tan consonante con la «suma diligencia» de la escuela alemana como con el «inmenso trabajo» puesto en algunas pinturas de Flandes[77].
En la prudencia «valiente» descolló Pacheco, con «aquellos borrones que honraron las naciones» –a pesar de ser borrones dibujados, pues se aludía aquí al Libro de descripción de verdaderos retratos[78]– y, sobre todo, Velázquez «con las manchas distantes, que son de verdad en él, no semejantes», a las que se refería Quevedo en su célebre silva El pincel (1629)[79], y fracasó Eugenio Cajés, a quien el literato compró un cuadro –del que nada más se sabe– para darse cuenta al revenderlo del mal negocio que había hecho. Quevedo aquí emplea irónicamente los tópicos del Deus pictor y del retrato vivo para evocar una repugnante «borrasca de colores» que entremezcla las bajas cualidades del pintor y su mal producto. Si en El pincel esos loci le sirven para celebrar al artífice, capaz de igualar a la naturaleza creadora, en este caso se emplean para elaborar una vituperatio del pintor:
Si la ballena vomitó a Jonás,
a los dos juntos vomitó Cajés:
borrasca es de colores la que ves;
el dinero se pierde aquí no más.
Si a Nínive por orden de Dios vas,
¿por qué veniste [sic] a dar en mí al través?
Tan mal pescado el que te almuerza es,
que de comido dél vomitarás.
A Jonás la ballena le tragó;
y pues los cuatrocientos por él di,
Jonás y la ballena tragué yo.
Y por sesenta y siete que perdí,
a los tres nos tragó quien la pagó,
y otra ballena se dolió de mí[80].
Menos conocidas que esta afición de Quevedo por el coleccionismo de cuadros, o incluso por la lectura de la Retórica de Aristóteles (ed. Lyon, 1547)[81] o de tratados italianos de poética y de artes visuales[82], son sus tímidas tentativas pictóricas, que debió de suspender al poco de iniciarlas ante la burla de sus enemigos. El único testimonio que nos ha llegado al respecto es este soneto, atribuido a Góngora, que parodia los lugares literarios asociados a los pintores-poetas sobre los cuales versa este capítulo:
¿Quién se podrà poner contigo en quintas,
después que de pintar, Quevedo, tratas?
Tù escriviendo ni atas, ni desatas,
i assi haces lo mismo quanto pintas.
Poesia i pintura son distintas
i ambas cosas en ti son poco gratas,
pidiendo tuertos ojos, cojas patas,
satiras varias y diversas tintas.
Imita al mismo Ovidio, al mismo Apeles;
tu pintura sera qual tu poesía:
bajos los versos, tristes los colores.
Veremos en tus tablas i papeles
ser igual el poder i la osadía
de los malos Poetas i pintores[83].
Así, en Quevedo poesía y pintura no se asemejan salvo en su pobre calidad; nada puede lograr el escritor imitando a Ovidio o a Apeles, pues sus colores son tan tristes como bajos sus versos; su atrevimiento, en fin, sólo iguala al de los peores artífices. Benito Arias Montano, discípulo de Pedro Mexía y Alfonso García Matamoros[84], además de experto en arte e intermediario de compras de pintura en Amberes para su envío a España, hubiera coincidido con Quevedo –y con sus venenosos críticos– en que virtudes como el acabado o la calidad eran proporcionales a la maestría del autor y, por tanto, al coste de sus cuadros, «porque conforme al precio es la perfeción dellos», los de buena mano se podían «ver de cerca y de lejos, los de menos precio parecen bien de lejos»[85].
De entre los teóricos españoles formados en el Renacimiento, sólo dos citaron el dictum horaciano de Ut pictura poesis en su versión completa («Ut pictura poesis, erit»): el jurista Gaspar Gutiérrez de los Ríos y Pacheco. El primero lo recogía a la letra en 1600: «Como la pintura ha de ser la poesía, unas cosas te darán más gusto, si estás más cerca, y otras si te apartas más lejos de ellas»[86]. Pacheco fue más lejos que Gutiérrez –lectura recomendada, por cierto, en su Arte[87]– y no sólo citó el aforismo entero, sino que también explicó su sentido real. Lo ideal para él era que la obra pictórica fuera «semejante a lo natural, acabadísima de cerca, y de lexos relevada, y que se salga del cuadro: y lexos y cerca paresca viva, y que se mueve. Porque si una pintura engaña de lexos, y otra de lexos y cerca, será ésta mejor que la otra, pues le lleva aquella parte tan principal de ventaja»[88]. Como ejemplo de tal anhelo, y ante la previsible objeción de que «la pintura a borrones, hecha para de lexos, tiene su particular artificio y acuerdo, en los que la exercitan bien; y tiene mayor fuerza y relievo que la acabada y suave», la cual solía apuntarse a favor de la pintura de manchas, replicaba que no había causa con la que tal afirmación pudiera probarse, «porque, el que labra puede dar a su pintura toda la fuerza que quisiere, como se ve en la pinturas de Leonardo da Vinci, de Rafael de Urbino, que son acabadísimas, y en las de nuestro Mase [sic] Pedro Campaña, dicípulo [sic] del mismo Rafael, que no sólo de lexos, pero de cerca, nos sucede pensar que es relievo siendo pintura»[89]. Así fue «el modo de pintar de Apeles, Protógenes, Parrasio, Zeuxis y los demás», «acabado como lo es el natural, pues los engaños que de la vista de sus obras sucedieron fueron de cerca y no de lejos; y que no eran sus pinturas a borrones ni confusas»[90], toda una paráfrasis/apropiación de los dos primeros versos del Ut pictura poesis. No obstante, y al igual que hiciera Carducho, para Pacheco semejante defensa del finito y de la contemplación cercana no implicaba una apología del detalle minucioso hasta el extremo; no era lo mismo el acabado que el trabajo dificultoso y arduo sobre la superficie pictórica. Los flamencos habían sido excelentes en esta «manera de dulzura y asiento de colores, que con grande suavidad y limpieza se ven en el cuadro de pintura, y partes muy determinadas en las figuras, que de cerca y de lejos deleita, alegra y entretiene». Muy lejos quedaban los imitadores locales de la manera de los Países Bajos, tan sólo apreciados por los indoctos. Muchos de ellos, como Luis de Morales, si bien pintaron «dulcemente, y para muy cerca», carecían de «lo mejor de l’arte y el estudio del debuxo y aunque han tenido nombre, no ha sido entre los hombres que saben»[91].
Variaciones hermenéuticas sobre el Ars poetica de Horacio y la pintura
En realidad, la máxima horaciana pretendía comparar la poesía con la pintura (la poesía es como la pintura); al fin y al cabo, Horacio estaba escribiendo una epístola sobre la poesía[92]. El tópico en la Edad Moderna fue alterado para comparar –o más bien para identificar– pintura con poesía al escribir sobre pintura (la pintura es como la poesía)[93]. De este modo poesía y pintura, más que hermanas, pasaron a ser hermanas gemelas. Los significados posteriores a veces obedecieron a cambios en la sintaxis o en la puntuación en el verso donde aparecía la frase, leyéndose preferentemente como «Ut pictura poesis erit». Dicho paralelo tuvo dos expresiones interesadas y a menudo simultáneas: una para servir a la consideración de la pintura como arte liberal, y la otra para equiparar pintura y poesía en tanto artes imitativas.
Entre Horacio y El Bosco: pintura y poesía como artes liberales
Las cuatro ramas de la educación en la Grecia clásica eran la gramática –esto es, leer y escribir, pero también la memorización y el estudio de los poetas– y el dibujo, ambas «útiles para la vida y de múltiples usos», junto con la gimnasia, «porque conduce al valor», y la música, por ser placentera. Este carácter deleitoso de la música también concernía al dibujo, cuyo conocimiento no sólo tenía la mencionada vertiente utilitaria, sino una del mayor interés para el arte: «saber contemplar la belleza de los cuerpos», es decir, tener un juicio estético[94]. Dentro de la Política aristotélica no hay la menor alusión a la poética como disciplina pedagógica autónoma, como tampoco existe en el único esquema completo de las artes liberales conservado de la latinidad tardía, debido al retórico Marciano Capella (fl. 430) y del cual derivan los medievales Trivium (formado por la gramática, la retórica y la dialéctica) y Quadrivium fijados por san Isidoro y por Casiodoro en las Institutiones divinarum et humanorum lectionum (550-562).
El Libro V de Las bodas de Filología y Mercurio comienza con la aparición de la Retórica ante los dioses entre el resonar de las trompetas. Viste yelmo y coraza y agita sus armas como el trueno; sus ropas están cubiertas de lumina y colores, en referencia a los términos alusivos a los tropos y figuras del discurso[95]. El origen de esta iconografía se halla en las alegorías griegas de la Persuasión (gr. Peitho). Dicha personificación, en atención a su capacidad seductora, formaba parte de la corte de Afrodita, junto con las Gracias y las Horai (o Estaciones), y como símbolo de la representatividad de la oratoria dentro de la vida política de las ciudades griegas adornó algunos importantes lugares de la Grecia clásica descritos por Pausanias, como el templo de Afrodita en Mégara[96] o la base de la estatua fidiaca de Zeus en Olimpia[97]. En esa esfera pública, la Persuasión solía vincularse a otras deidades distintas de Afrodita o Eros, fundamentalmente a Atenea, diosa de la polis por antonomasia, y a Hermes Logios, patrón de los ladrones y los oradores. La armadura de Atenea y el caduceo de Mercurio pasarían así, por vía de asociación, a la Retórica de Marciano Capella y de ahí a la Edad Media.
A partir del siglo XII, y hasta el Renacimiento, en Italia y España es común ver, junto a la Retórica, una representación de los más famosos oradores griegos y romanos, encabezados por Demóstenes y Cicerón. Así aparece en la capilla de los Españoles, pintada por Andrea da Firenze para Santa Maria Novella (1365)[98]; entre las siete artes liberales en la bóveda de la biblioteca de la Universidad de Salamanca, pintada hacia 1480 por Fernando Gallego[99]; en las entalladuras de la Visión deleitable de Alfonso de la Torre (primera edición, 1485)[100], muy influyente sobre la Arcadia de Lope y la Filosofía secreta de Pérez de Moya; en la Escuela de Atenas de Rafael (1509-1510), personificada como un guerrero armado según el texto de Capella, con quien debate un gesticulante Sócrates y otros oradores[101], o en la de la biblioteca de El Escorial, obra de Pellegrino Tibaldi en colaboración con Bartolomé Carducho ejecutada entre 1590 y 1592, donde a la personificación femenina de la Retórica acompañan Demóstenes, Isócrates, Cicerón y Quintiliano[102].
Sigüenza, al describir la biblioteca escurialense, no olvidó esta alegoría, «una hermosa y valiente figura de mujer, con extraño aderezo de ropas y más extraña postura y escorzo. En la mano derecha tiene el caduceo de Mercurio, llamábanle los antiguos el dios de la elocuencia […] Tiene un león al lado para significar que con la elocuencia y con la fuerza del bien hablar se amansan los ánimos más feroces»[103], efectos éstos de la retórica que, en la paráfrasis del jerónimo a cargo de Pacheco, no alcanzaba menos gloriosamente la pintura[104]. En 1561, Pedro Mexía había escrito una Historia de los emperadores desde Julio César hasta Carlos V (ampliación de otra anterior suya de 1545 que llegaba a Maximiliano), dedicada al futuro Felipe II. En ella enfatizaba la labor protectora de los grandes emperadores del pasado hacia los retóricos y los maestros griegos y latinos de elocuencia –como había hecho Vespasiano– o la erudición misma de los propios soberanos, a imagen de Septimio Severo, versado en letras y gran orador[105]. Al incluir la Retórica dentro de un conjunto mixto de artes liberales sacralizadas por la presencia de la Teología –del que están ausentes la pintura, la escultura e incluso la arquitectura como «nuevas» artes liberales–, la iconografía escurialense aprobada por Felipe II se integraba en el espíritu contrarreformista del pintor y teórico Giovanni Battista Armenini (1587), quien proponía fusionar la imagen de la Iglesia con las siete artes liberales, con sus «afectos y ánimos llenos de doctrina», disponiendo cada una de ellas cerca de los armarios donde se contenían los libros de las materias correspondientes[106].
Si bien Capella se ocupó de la gramática, la retórica, la dialéctica, la aritmética, la música, la geometría y la astronomía, nada expuso acerca de la poética o de las artes plásticas, que sí contemplara Aristóteles[107]. Según Horacio, «pintores y poetas gozaron siempre de pareja libertad para osarlo todo»[108], lo cual repetía Luciano como «un antiguo refrán»[109]. Unos y otros tenían igual capacidad inventiva o «licencia poética»[110]. Eso permitía que, mediante la asociación de la pintura con un arte liberal, aquélla fuera valorada por encima de la práctica manual; en suma, implicaba el ennoblecimiento de la pintura. Dicha teoría fue reelaborada en la Edad Media –por Guillermo Durando de Mende (ca. 1280-1286) en su Rationale divinorum officiorum, la más completa síntesis de la liturgia medieval[111]– y en los siglos XIV[112] y XV[113] por autores que optaron por tomar la pluma para alabar el pincel, como se decía en una metáfora contemporánea: una paradójica dificultad esa de tener que escribir para defender la supremacía del pintar, de usar por fuerza medios poéticos para celebrar la superioridad de lo pictórico ante la cual ciertos artistas, que no nos han dejado un legado escrito con sus ideas sobre la pintura, se rebelarían afirmando la preeminencia de su arte a través del mismo, como harían Annibale Carracci en sus autorretratos[114] o Velázquez en Las Meninas[115].
Las consecuencias de la doctrina sobre la ingenuidad de la pintura, que alcanzarían un valor táctico y programático enorme para los teóricos del arte y los pintores del Siglo de Oro, son de sobra conocidas[116]. Lo que lo pintores españoles deseaban no era demostrar que la pintura era igual o mejor que la poesía o las demás artes liberales, sino equipararse a los caballeros, que estaban tradicionalmente exentos de pechar y de obligaciones militares, y demostrar así que sus profesores no eran gente de oficio, ni sus talleres eran tiendas ni vendían mercaderías. Sin duda, los empobrecidos reinados de Felipe III y Felipe IV fueron años en los que se presionó a los oficios y gremios a contribuir con su parte a toda costa, lo que se traducía en que aquellos oficios bien organizados tenían una mejor disposición de pagar los impuestos entre sus miembros y distribuir las cargas fiscales de manera más equitativa. Para ahorrarse impuestos, eludir las levas y pleitear con los talleres de otros oficios, los pintores recurrieron a juristas profesionales a fin de que les representaran legalmente ante las autoridades y defendiesen eficazmente sus derechos, tales como el citado Gutiérrez de los Ríos, Francisco Arias[117] o Juan Alonso de Butrón, de quienes volveremos a tratar más tarde, los cuales suponen un caso inédito en la defensa de la liberalidad de la pintura en el primer cuarto del siglo XVII. Este aspecto «práctico» de la literatura artística española es uno de los elementos diferenciadores de la teoría italiana coetánea[118], aunque no de las costumbres judiciales concernientes a los artistas, pues en Italia, «en pleitos del Arte», también tenían «los pintores tribunal aparte con vn assessor», como bien nos recuerda Carducho[119]. Al mismo tiempo, la participación de los juristas en el debate público supuso la introducción de un importantísimo acervo de retórica clásica –una formación habitual en los abogados– dentro de los tratados de Carducho y Pacheco, que leyeron, frecuentaron y ponderaron a sus letrados predecesores.
Cennino Cennini, autor del más temprano tratado moderno de pintura, El Libro del Arte, fechable a finales del siglo XIV, ponía la pintura y la poesía justo debajo de la ciencia, la cual juzgaba la más digna entre las artes, y decía que el pintor, como el poeta, podía crear cualquier cosa «según su fantasía», ya se tratara de «una figura erguida, sentada, mitad hombre y mitad caballo», tal como le placiera[120]. Para pintar convenía, en definitiva, «tener fantasía y destreza de mano, para captar cosas no vistas, haciéndolas parecer naturales y apresándolas con la mano, consiguiendo así que sea aquello que no es»[121]. Leonardo, de quien tanto se valió Pacheco en otras ocasiones, hizo suyas las ideas de Horacio, filtradas por Cennini: «Si tan libre es el poeta en su invención cual lo es el pintor, sus ficciones nos dan tan gran satisfacción a los hombres cual las del pintor, pues si la poesía consigue describir con sus palabras formas, hechos y lugares, el pintor es capaz de fingir las exactas imágenes de esas mismas cosas»[122], mientras que Holanda puso en boca de Miguel Ángel la máxima horaciana sobre la libertad creativa casi sin modificación alguna: «Poetas y Pintores tienen poder para osar, digo para osar lo que les pluguiere y tuvieren por bien»[123]. En los últimos años del quinientos se convertiría en un argumento básico para sustentar la liberalidad del arte de la pintura entre los teóricos contrarreformistas[124]; en la práctica, quizá el caso más conocido a la hora de reclamar la autonomía de su arte sea el del Veronés, quien ante la denuncia inquisitorial que recibió en julio de 1573 por los detalles inapropiados que había introducido en una Santa Cena se justificó diciendo que los pintores podían tomarse las mismas libertades que los poetas y los locos, y en lugar de aceptar los repintes sugeridos por el tribunal, más allá de algunos detalles, decidió cambiarle pragmáticamente el título por el más «profano» (y decoroso en términos de invención argumental) de las Bodas de Caná[125].
El famoso tópico sobre la inventiva común de pintores y poetas, apenas referido, según veremos, por los teóricos nacionales, tiene un hito en el Renacimiento español con las referencias críticas de Felipe de Guevara, Ambrosio de Morales y Sigüenza a El Bosco, epítome de pintor-inventor de temas raros y monstruosos[126]. Para estos teóricos, las criaturas de El Bosco respondían, no obstante, a la lógica de la imitación de lo real y al decoro, a una figuración poética con carácter de acertijo o de paradoja grotesca, pero también moralizante[127]. El erudito gentilhombre Felipe de Guevara, historiador, numismático y coleccionista de arte y antigüedades, en sus manuscritos Comentarios de la pintura (1560) aludía a El Bosco justo después de proponer la apelación de «grilo» para la pintura burlesca o ridícula[128]. El humanista no niega que Hieronymus pintase extrañas efigies de cosas admirables, pero, si así fue, lo hizo siempre con buen juicio, mientras sus émulos se quedaron en figurar imágenes desvariadas y ajenas al natural[129]; por eso lo más censurable para él, evocando a Vitruvio[130], eran los grutescos, contrarios a la mimesis de la naturaleza por cuestionar las leyes físicas[131], y los «matachines» –derivado del italiano mattaccini, bufones imitadores de danzas y poses militares–, alusión a las figuras vestidas a la romana, con celadas y coseletes, que se retorcían como elementos ornamentales en ciertas pinturas y esculturas manieristas, al estilo de las de Alonso Berruguete[132]. Sorprendentemente, las premisas de Guevara en contra de este tipo de pintura decorativa se parecían demasiado a las traídas en apoyo de El Bosco; ello probablemente responda a razones de gusto personal, recibido de su padre Diego de Guevara y derivado de su origen bruselense, y a otras que retomaremos más abajo al hilo del P. Sigüenza, pero también a la confusión de géneros que existía en España durante la segunda mitad del siglo XVI, de la cual da cuenta Sebastián de Covarrubias en el Tesoro de la lengua castellana (1611). Allí, bajo la definición de «grutesco», se ejemplifica lo descrito con una pintura bosquiana: «Este género de pintura se hace con unos compartimentos, listones y follajes, figuras de medio sierpes medio hombres, sirenas, esfinges, minotauros, al modo de la pintura del famoso pintor Jerónimo Bosco»[133]. Dicha mistificación entre el grutesco y El Bosco fue uno de los argumentos traídos a favor de la liberalidad creativa de la que se suponía disfrutaban poetas y pintores, y por esta razón discutiremos tal asunto en esta parte del libro.
En un volumen editado en Córdoba en 1586 en que se recogen varias obras de Ambrosio de Morales y otras de su tío, Fernán Pérez de Oliva –conocedor de la arquitectura y aficionado a la pintura–, el cronista de Felipe II vinculaba la doctrina del filósofo Cebes con el tríptico de El Bosco que hoy conocemos como El carro de heno[134]. La llamada Tabla de Cebes fue atribuida a un filósofo tebano del siglo V a.C., discípulo de Sócrates, participante en el diálogo Fedón, de Platón, y por ello la lección de filosofía moral que se desprende de ella fue muy estimada por los humanistas cristianos, que ignoraban que «su» Cebes fue un autor anónimo del siglo I d.C. Morales, que acabó la traducción de la Tabula Cebetis hacia 1534 y que entraría en contacto amistoso con los Guevara hacia 1544-1545 como poco, describía con minuciosidad el cuadro bosquiano, que para él no era sino una actualización «arqueológica» del mismo tema: «Assi yo lo dexo con solo dar cuenta aqui de otra pintura, con que en nuestros tiempos, quasi a imitacion de Cebes, se ha representado con mucha agudeza y doctrina toda la vida humana. Tiene esta Tabla el Rey nuestro Señor, y fue el que la inuento y pinto Geronimo Bosco, pintor ingeniosissimo en Flandes»[135].
El P. Sigüenza, dentro del Discurso XVII del Libro IV de su Historia de la Orden de San Jerónimo, estableció entre El Bosco y el poeta latino macarrónico Merlín Cocayo un paralelo sumamente afín con las ideas de Guevara –cuyo tratado pudo conocer; no olvidemos que dedicó sus Comentarios a Felipe II y que éstos estuvieron en posesión de Juan de Herrera– y Morales, lo cual nos hace sospechar que lo que se hallaba bajo tal interpretación eran en realidad las opiniones del Rey Prudente[136], poseedor de las tablas bosquianas evaluadas por los tres escritores, seis de ellas adquiridas de los herederos de Guevara en 1570 por intermediación destacada de Morales[137]. Sigüenza comenzaba recordando que poetas y pintores son vecinos a juicio de todos; sus facultades, hermanas y sus temas, fines, colores y licencias, indistinguibles entre sí. Pues bien, Cocayo, un autor de origen mantuano que vivió en la primera mitad del siglo XVI y que tuvo por nombre verdadero el de Teofilo Folengo, ofrecería al religioso una oportunidad única para tratar de la poetica licentia y la originalidad:
Entre los poetas latinos se halla [sic: habla] de uno (y no de otro que merezca nombre) que […] acordó hacer camino nuevo: inventó una poesía ridícula, que llamó macarrónica. Junto con ser así, que tuviese tanto primor, tanta invención e ingenio, que fuese siempre príncipe y cabeza de este estilo […] Y […] fingió un vocablo ridículo y llamóse Merlín Cocaio... En sus poemas descubre con singular artificio cuanto bueno se puede desear y coger en los más preciados poetas, así en cosas morales como en las de la naturaleza, y si hubiera de hacer aquí oficio de crítico mostrara la verdad de esto con el cotejo y contraposición de muchos lugares.
A este poeta tengo por cierto quiso parecerse el pintor Jerónimo Bosco, no porque le vio, porque creo pintó primero que este otro «cocase», sino que le tocó el mismo pensamiento y motivo. [...] Hizo un camino nuevo, con que los demás fuesen tras él y él no tras ninguno y volviese los ojos de todos a sí, una pintura como de burla y macarrónica, poniendo en medio de aquellas burlas muchos primores y extrañezas, así en la invención como en la ejecución y pintura, descubriendo algunas veces cuánto valía en aquel arte, como también lo hacía Cocaio hablando de veras[138].
Junto con El Bosco, únicamente Tiziano hizo para Sigüenza «camino y manera propia»[139]. Con tal aseveración, dos de los pintores favoritos de Felipe II –si no los dos pintores favoritos– quedaban cualificados a la luz de su originalidad, por lo menos a ojos de nuestro crítico, de modo que la singularidad pictórica debía de ser, amén de la calidad, el valor principal de estimación para el Rey Prudente, de cuyas opiniones artísticas tantas veces fue portavoz Sigüenza. Esta lectura es coherente con lo que en el Discurso VI el jerónimo había dejado dicho respecto a los grutescos pintados en los techos y bóvedas de los capítulos. Los califica de nuevos, graciosos, alegres, extraños, hermosos; los compara con la pintura de los egipcios –otra similitud con Guevara– y pone a España como foco de expansión europea del género, una vez traído de Italia. De hecho, los términos que emplea en su definición son consistentemente italianos (bizarría; capricho o caprichoso; vagueza). La sacristía, cuya bóveda está pintada al grutesco, «hace una labor nueva y graciosa, alegre»[140]; y los capítulos del monasterio son tenidos por «piezas de muchos desenfado, alegres, claras y de grandeza» gracias a estas
mil bizarrías y caprichos […] y otras cien monerías propias de esta suerte de pintura, que no pretende más de deleitar la vista con esta vagueza […], todo tan vivamente colorido y labrado, que alegra y entretiene mucho […] Consiste la perfección de esto en los buenos contrapuestos y repartidos, variándolo todo de suerte que parezcan todos diferentes y quien quisiere entretenerse, si le sobra tiempo, halla siempre cosas nuevas.
«Y basta ahora decir esto así en confuso», termina, como queriendo trasladar ecfrásticamente la impresión visual producida por estos frescos a su propio estilo literario[141]. Observe el lector que tanto Guevara como Sigüenza no distinguen el grutesco y las pinturas bosquianas en términos formales sino de invención, esto es, en razón de su contenido. Ambas tipologías son extrañas y variadas, pero en las primeras el fin es solamente deleitoso y en las segundas resulta también moralizante. Es innegable que muchos de los cuadros de El Bosco tuvieron un fondo teológico y ético, en el sentido que Guevara relacionaba con la pintura de Arístides de Tebas –el primero que, según Plinio, pintó los sentimientos (gr. ethos) de los hombres y sus perturbaciones[142]–, Morales equiparaba con la Tabla de Cebes o Sigüenza aludía diferenciando entre los demás artistas, que pintaban al hombre según su apariencia externa, y El Bosco, que se atrevió a pintarle como es por dentro[143].
Con los años fue perdiéndose el significado de las alegorías bosquianas, de aspecto a veces costumbrista: el abogado y profesor en ambos derechos Juan Alonso de Butrón (1626) tan sólo reparó en lo lascivo de sus «caprichos» y Pacheco terminó tachándolo poco menos que de hereje e inmoral y a Sigüenza de exagerado en su honra al pintor, un creador de «ingeniosos caprichos» (réplica del término de Butrón, cuya argumentación amplificará después) de los que no había que hacer «misterios», pues no se trataba más que de fantasías licenciosas que el sanluqueño desaconsejaba emular a sus colegas[144]. En lugar de integrarse en la muy original corriente española afecta a El Bosco a fin de discutir los límites de la libertad artística y su asociación con la poesía, Pacheco se limitó a traducir las primeras y más programáticas páginas del tratado de Gian Paolo Lomazzo[145] –casi la única vez dentro de todo el Arte de la Pintura– para extraer la muy trillada cita «Horacio dice, que el pintor y el poeta tienen igual licencia de hacer con libertad lo que quieren, esto se entiende en cuanto a la disposición de las figuras o historias, con el modo y proporción que quieren»[146], dentro de una percepción en general restrictiva de la independencia creadora de los pintores, como se advierte en el conjunto de su tratado. Resulta de enorme interés comprobar que sólo Gutiérrez de los Ríos[147], Francisco Arias[148], Butrón[149] y Juan Rodríguez de León[150] emplearon, aparte de Pacheco (que lo hizo vía Lomazzo y no a partir de Horacio, como los juristas y doctores precedentes), los versos antedichos, lo cual, unido al excurso humanista de Guevara, Morales y Sigüenza –incomprensible para los pintores subsiguientes–, nos reafirma en que el tópico de la libertad creadora no preocupó en absoluto a los artistas españoles a efectos de demostrar la ingenuidad de su arte: les bastó con reiterar una y otra vez el Ut pictura poesis.
Juan Huarte de San Juan, en su Examen de ingenios (1575), al clasificar las ciencias de acuerdo con las facultades que en su ejercicio intervienen –memoria, entendimiento e imaginación–, coloca la pintura entre las disciplinas que dependen de esta última facultad y «consisten en figura, correspondencia, armonía y proporción». Huarte así considera ciencia a la pintura al situarla entre artes liberales como la poesía, la elocuencia o saber predicar[151]. Pareja concepción valorativa aparece en el adagio de Erasmo Liberi poetae et pictores, tomado no de Horacio sino de Luciano[152]. Este libro del humanista holandés fue muy popular en España –siempre gustosa de la sentencia y del epigrama–, gracias además a la intercalación de consideraciones cristianas en sus comentarios a los apotegmas antiguos, y prueba la conversión de la máxima horaciano-lucianesca en auténtico topos[153]. A comienzos del siglo XVII asistimos al empobrecimiento fatal del recuerdo de Erasmo, que es visto como un humanista enemigo de los religiosos. En el Cisne de Apolo (1602) de Luis Alfonso de Carvallo, el aforismo se etiqueta de «licencia» bajo la cual se amparan los mentirosos poetas[154], un argumento que ya empleara en 1564 el tratado antimiguelangelesco de Giovanni Andrea Gilio (Dialogo nel quali si ragiona degli errori e degli abusi de’ pittori circa l’storie) para evidenciar los límites que debían acatar todos aquellos artistas en exceso confiados al precepto de Horacio, especialmente aquellos dedicados a la pintura religiosa[155]. Las Tablas poéticas de Francisco Cascales (1617) comparan igualmente pintura y descripción literaria en términos de censura, tildando a artistas y poetas de individuos a los que «siempre se les ha concedido ser osados y licenciosos (lat. licentiosus = libre, desarreglado, sin freno) en qualquier cosa»[156], y Lope de Vega, aunque utiliza alguna vez los Adagios en su Laurel de Apolo (1630), si tiene ocasión para enfrentar a Aristóteles con Erasmo –como hace en su Prólogo–, la aprovecha para decir que éste se equivocó, en ese punto como en «otras muchas cosas»[157].
Homero-pintor vs Fidias-poeta: pintura y poesía como artes imitativas
La comparación entre pintura y poesía como artes miméticas e ilusionistas –y por tanto engañosas– arranca de Platón[158]. Éste acusaba a poesía y pintura de sólo copiar las apariencias («cosas inferiores en relación con la verdad») y de no servir para transmitir el conocimiento, pues apelaban a la más baja racionalidad y eran potencialmente peligrosas para los jóvenes, de manera que tenían que ser prohibidas en su Estado ideal[159]. Sin la carga peyorativa de Platón, Aristóteles también afirmaría que tanto pintura como poesía eran artes imitativas: la pintura imitaba «muchas cosas reproduciendo su imagen» mediante «colores y figuras», y la poesía a través del lenguaje «con versos diferentes combinados entre sí o con un solo género de ellos»[160]. De igual manera, el argumento de la fábula era como el dibujo preparatorio en la pintura, mientras que el retrato de caracteres en la tragedia se asemejaba al color[161].
Cicerón reelaboró éstas y otras ideas del pensamiento filosófico griego en sus Tusculanas (45 a.C.), y también recurrió a la práctica –común en adelante– de llamar «pintores» a los poetas[162], comenzando por el príncipe entre éstos: Homero. Él, aunque ciego, describía las cosas con tanta viveza como si estuvieran pintadas, de manera que es «su pintura, no su poesía», lo que vemos[163]. Luciano de Samosata (162-164 d.C.), en la misma línea, le calificaba de «el mejor de los pintores»[164]. Según compiló Estrabón en su descripción del templo de Zeus en Olimpia[165], Fidias reconocía haber aprendido de Homero cómo representar propiamente la majestad del padre de los dioses para la colosal escultura crisoelefantina que labró ca. 430 a.C. basándose en los versos donde el poeta exponía cómo los cielos temblaban y el Olimpo se estremecía ante el asentimiento del Tonante a la petición de Tetis[166], y en 105 d.C. otro orador e historiador, esta vez de origen griego, Dión de Prusa (también conocido como Dio o Dión Crisóstomo), dedicó algunos párrafos de su Discurso olímpico, pronunciado ante la famosa estatua de Zeus, a discutir quién era el mayor artista, si Homero o Fidias[167]. La respuesta estaba en quién fue el que mejor representó a la deidad. Fidias, casi más filósofo que artista para Dión, debía sin duda mucho a Homero, pues sin ese precedente su representación de Zeus no habría llegado tan lejos. Sin embargo, la palma le correspondía no al literato, sino a su imitador Fidias, puesto que sus dificultades para «retratar» al dios habían sido superiores, ya que el rapsoda podía mostrarle «vivo», mientras que el artista, cuyo medio era por naturaleza estático, sólo podía sugerir la potencialidad de sus acciones e amalgamar todas las características del dios en una sola imagen. De nuevo la tarea del poeta y del escultor era la misma –la imitación a la manera aristotélica–, pero empleaban un modo distinto de «arte» para sobreponerse a las limitaciones técnicas y materiales[168].
La crítica renacentista pretendió rebatir el famoso argumento metafísico de la República según el cual el arte está triplemente apartado de la verdad, y se empeñó en probar lo contrario: que la pintura, como la poesía, era una imitación de una verdad ideal, aunque no de las «ideas» en el sentido platónico del término. Alberti aprovechó la cita directa de Estrabón[169] para rebasar los límites convencionales del Ut pictura poesis, e invirtió por primera vez los términos del tópico para convertirlo en lo que sería común en la teoría pictórica italiana: Ut poesis pictura[170]. En la España del Renacimiento tampoco escasearon las menciones del sintagma «Homero pintor» que forjara Tulio[171]. Guevara, en sus Comentarios, parafraseaba a Luciano, «dexados Apeles y Eufanor [sic: Eufránor]» –pintores griegos del siglo IV a.C.–, y metía aparte al «mas excelente de los Pintores, que fué Homero»[172]. El Poeta fue ejemplo para otro famoso artista ateniense predecesor de los anteriores, Polignoto de Tasos, quien también «pintó á Ulyses junto al rio, acompañando las Virgenes que habian salido á labarse [sic] con Nausicaa, de la misma manera que Homero lo escribió»[173]. No eludiría Guevara la asociación Homero-Fidias articulada por Estrabón y Alberti, si bien para contraponerla a un segundo y original paralelo entre Homero y Zeuxis de Heraclea en el que el pintor terminaba no sólo equiparándose, sino superando, al mítico poeta:
Fidias […] labró para los Olimpios [sic] un Júpiter, el qual fué tan estimado, que le juzgaron por una de las mejores obras del mundo, y así fué contado por una de las siete maravillas de él. Preguntado pues, cómo habia imaginado una tan gran magestad como habia puesto en el rostro de Júpiter..., dixo, que la habia sacado y concebido de los versos de Homero, que estan en el primer libro de la Iliada, en los quales Homero pinta á Júpiter con tanta grandeza y poderío, que dice, que quando él meneaba las pestañas de sus ojos, se estremecia toda la máquina del mundo.
Zeuxis... habiendo de pintar á los Coos una Helena, la qual fué la mas hermosa muger del mundo, para imaginar una hermosura tan grande que conviniese á Helena, se puso á competir con los versos de Homero en el tercero libro de la Iliada, donde cuenta que estando Helena un dia sobre los muros de Troya con el Rey Príamo, mostrandole los mas nombrados Capitanes Griegos que parecian en el exército, saliéron unos viejos, los quales eran los principales del Consejo de Príamo, y viendo á Helena, dixeron: ¿quién reprenderá á los Griegos ó á los Troyanos porque se maten y pasen tantos trabajos como reciben por una muger como esta? El encarecimiento de Homero fué grande, considerando ser la flor de Asia, y de toda Europa, la que competia y movia por cobrar y defender á Helena...; y así Zeuxis no se contentó con ménos hermosura para su Helena, de la que mereciese decirse de ella en los versos que Homero dixo de la viva, y así confiado de su arte los recitó quando la mostró acabada al pueblo[174].
Si la historia de Zeuxis y su Helena pintada a partir de cinco doncellas crotoniatas, aquí tomada de La invención retórica[175], hace explícita la huella del ciceronianismo en uno de los primeros debates españoles acerca del paragone, esta referencia literal de Gutiérrez de los Ríos al pasaje ya citado de las Tusculanas demuestra toda una continuidad programática: «Dícese de Homero que fue ciego, pero con todo vemos su pintura, y no su poesía». Añade luego: «¿Qué región, que raya, que lugar de Grecia, que talle y disposición de forma, que pelea, que escuadrón, qué navío, que movimiento de hombres, que de fieras, no nos pintó esto para que lo que él no vio lo viésemos nosotros?»[176]. También Gutiérrez de los Ríos atribuyó por error a Dante la observación petrarquista –alusiva en realidad a Homero[177]– acerca de que aquél había sido un «Sabio pintor de las memorias y cosas antiguas»[178]. Pacheco, sin embargo, rectificó esta equivocación y trascribió la frase en el italiano original al final de su Arte de la Pintura[179].
Detrás de la cualificación de Homero como pintor y modelo de pintores subyacía la recomendación albertiana de que el artista se familiarizara con la compañía de poetas, oradores y «los otros doctos en letras» y estudiase sus textos, no sólo para encontrar motivos ornamentales con destino a sus obras, sino «en provecho de sus invenciones, que en pintura suponen la mayor alabanza»[180]. Consejos como éste fueron asumidos por la preceptiva retórica y artística del primer tercio del siglo XVII Español. Bartolomé Jiménez Patón, filólogo, erudito y arbitrista, discípulo del Brocense y cuya amistad con Lope, surgida en el colegio de jesuitas de Madrid, se sustentó en frecuentes elogios recíprocos[181], consagró parte del capítulo XVI de su Elocuencia española en arte (1604) a un tipo de fábula (entendida como invención argumental) muy cercana en su aspecto verosímil a la historia moral, según trataban los poetas épicos:
porque los Heroicos aunque parezen que escriven historia, como Virgilio pintando a Aeneas combatido de las tempestades y Hombero [sic] pintando a Ulixes atado al árbol del navío para no ser engañado de las Syrenas, sienten muy otra cosa de lo que muestra aquel velo y cubierta […]; y aunque parece que no significa más que lo que la letra suena, con todo en cada figura que pintan dan a entender la diversidad de costumbres de los hombres y les dan avisos en aquello de lo que a cada uno le conviene hazer en su modo de vivir[182].
El dictum de Estrabón («Phidias confesaba aver aprendido de Homero, con que magestad, y grandeza debia pintar a Iupiter»[183]), verosímilmente tomado de Alberti, fue igualmente anotado por Carducho con valor de autoridad. Poetas antiguos y modernos podían ser objeto de inspiración para los pintores, que en un logrado oxímoron «oirían pintar» a los literatos: «oigan con admiracion, e imiten al grande Homero quan noble y artificiosamente pinta al airado Aquiles, ó el fuerte Ayax. Oigan a Virgilio quando pinta a Dido furiosa y enojada contra Eneas, al Tasso en su Ierusalen al proprio sugeto, el Ariostro [sic] pintando a Rugero, ó las locuras de Orlando»[184].
La llaneza con la que teóricos como Jiménez Patón o Carducho disertaron de poesía es análoga a la que otros poetas, contemporáneos suyos, demostraron al referirse a las artes pictóricas. Tan fácil generalización indica la existencia de unos fundamentos interartísticos sólidamente establecidos en la Península Ibérica desde el siglo XVI y basados en una tradición crítica e histórica[185]. En ella entronca Fernando de Herrera «el Divino», que tuvo acordado escribir un Arte poética citada por Francisco de Medina en el prólogo de las Anotaciones herrerianas a las obras de Garcilaso de la Vega, hoy perdida o acaso nunca comenzada[186]. Pacheco nos dejó la efigie de Herrera en su Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones (1599), le comparó con Demóstenes y Cicerón en su Arte de la Pintura[187], y además se ocupó de publicar una recopilación póstuma con su producción lírica en 1619, donde se recogía este soneto:
El trabajo que Fidia ingenioso,
qu’a Iupiter Olimpio dio la gloria;
fue sobervio despojo de vitoria
al Tiempo, en nuestra injuria pressuroso;
Pero al valor d’Aquiles animoso
El siempre insine Omero alçò la istoria,
i dio a la Fama eterna su memoria,
con alta voz d’el canto generoso.
Yo, que mal puedo ser en onra vuestra
nuevo Omero; conságro, Luz d’España,
de mis incultos versos l’armonia.
Mas si me mira Caliópe diestra,
valdra (si mi desseo no m’engaña)
mas que Fidia mortal la Musa mia[188].
Siguiendo el tópico del Ars longa, vita brevis, Herrera anhela que sus versos, inspirados por Calíope, superen al mortal Fidias, ya que mal puede ser él un «Nuevo Homero». La gloria del escultor, obtenida a partir de la estatua de Júpiter Olímpico, venció al tiempo presuroso, igual que el valor y la memoria de Aquiles alcanzaron la fama gracias a Homero. La cualidad sonora de estas «pinturas» del ciego Homero era comparada por Juan de Jáuregui –dibujante, retratista, poeta y autor de un tratado titulado Discurso poético– con la poesía silente de Navarrete «el Mudo» en sus Rimas de 1618. Así alababa la Naturaleza al pintor de El Escorial:
Y si Homero componía
su gran pintura canora
sin ojos, también podría
formar, sin lengua sonora,
un mudo, muda poesía[189].
En las hojas preliminares de las Rimas hallamos algún otro encomio además del de Pacheco, como el del poeta y erudito Francisco de Calatayud y Sandoval, amigo de Juan de Fonseca –a quien dedicó tres silvas a otros tantos retratos pintados por Jáuregui[190]–, versificado de este modo:
Tú, de estirpe gloriosa,
planta hasta las estrellas levantada,
Ya Píndaro[191], ya Apeles,
o muda poesía en tus pinceles
o pintura aspirante en tus escritos...[192]
Según Fernando Luis de Vera y Mendoza (1627), Juan de Jáuregui era «el honor de Sevilla, como Virgilio de Mantua», pues nadie sabría por qué inclinarse, si por su pintura de Judit o por los versos que compuso sobre dicha historia bíblica[193]. Por su doble condición de pintor y poeta, Jáuregui ocupaba para Carducho una posición modélica de cara al artista culto: «A don Iuan de Iauregui mira, que escribe con lineas de Apeles versos de Homero, y no menos admira quando canta numeroso, que quando pinta atento»[194]. E infaliblemente unas líneas después reaparecía la paradoja de la «pintura audible», ahora referida a Juan Pérez de Montalbán, pintor aficionado, discípulo y editor de Lope, del cual «¿qué pinturas no se han oido, siendo los versos como los lienzos, y juzgando los oidos como los ojos?»[195]. Sobre el Polifemo y las Soledades, por último, decía Carducho que en ellas Góngora «parece que vence lo que pinta, y que no es posible que execute otro pincel lo que dibuja su pluma»[196]. Otro defensor de Góngora, Francisco Fernández de Córdoba, en su Apología por las Soledades (ca. 1617) también recogía buena parte de los tópicos examinados hasta ahora, comparando poemas y pinturas, especialmente los paisajes flamencos: «La poesía en particular es pintura que habla, y si alguna en particular lo es, lo es ésta: pues en ella (no como en la Odyssea de Homero a quien trae Aristóteles como ejemplo de un mixto de personas, sino como en un lienzo de Flandes), se ven industriosa y hermosísimamente pintados mil géneros de exercicios rústicos, caserías, chozas, montes, valles, prados, bosques, mares, esteros, ríos, arroyos, animales terrestres, aquáticos y aéreos»[197]. Y si a Fernández de Córdoba la pintura flamenca de paisaje le parecía tan elocuente como la poesía e incluso mejor ejemplo que la Odisea homérica, sólo dos artistas igualmente extranjeros, aunque no al alma ni a los sentidos, despertarían los «antojos» de Lope de Vega, en las Rimas del licenciado Burguillos (1634):
Marino, gran pintor de los oídos,
y Rubens, gran poeta de los ojos...[198]
A imagen del pintor-poeta Pacuvio, ejemplo para Plinio del ennoblecimiento que alcanzó la pintura entre los romanos[199], otros autores del Siglo de Oro cultivaron ambas artes, si bien con calidad desigual: Baltasar del Alcázar, Gabriel de Bocángel, Vicente Carducho, Pablo de Céspedes, Pedro de Espinosa, Juan de Fonseca y Figueroa, Antonio Mohedano, Jerónimo de Mora, Juan Pérez de Montalbán, Martín Pérez de Oliván, Francisco de Quevedo, Juan Ribalta, Francisco de Rioja, Pedro de Valencia, Juan van der Hamen y León o Lope de Vega, pero también la monja clarisa Isabel de Villena[200] –hija natural de Enrique de Villena, poeta y traductor de Cicerón–, las hermanas carmelitas Cecilia y María Sobrino[201], el dominico Adriano Alesio, el agustino Luis de León, el beato Nicolás Factor o san Juan de la Cruz. Todos ellos son nombres próximos cronológicamente al ámbito de nuestro estudio, muchos de los cuales han aparecido ya o reaparecerán en páginas venideras[202]. Practicó asimismo la escritura en verso –bien que discretamente– Francisco Pacheco, con quien concluiremos esta sección que se iniciaba con las opiniones de Aristóteles sobre la imitación de pintores y poetas: «la poesía, también, a su modo, imita con palabras, aunque no como el pintor con líneas, y colores: y tal vez se llama el poeta pintor y pintor el poeta»[203]. Gastada por los siglos, la doctrina del Filósofo termina siendo mera apostilla, dicha al paso[204].
La pintura como persuasión
De Ut pictura poesis a Ut pictura rhetorica
Una tendencia existente desde la Antigüedad fue la de tratar de eliminar la distinción entre la poesía y la retórica[205]. Al fin y al cabo, ambas compartían una terminología común y los medios de instrucción de oradores y poetas eran muy semejantes, cuando no idénticos[206]. Para Platón ambas artes estaban ciertamente muy cerca la una de la otra, aunque no sólo en su similitudes formales sino en sus reprobables fines. Sócrates objetaba ante Gorgias que la poesía, como la retórica, ejercía una fuerza irresistible sobre el alma humana: apartaba el temor, aliviaba el dolor y producía placer[207]. Mediante la manipulación de las emociones la poesía –una suerte de discurso en verso– no sólo era capaz de mover al auditorio a simpatizar con la buena o mala fortuna de otro, sino de persuadir con engaños a los oyentes para que obrasen de una determinada manera[208]. Y todo ello gracias a las habilidades psicagógicas de los poetas, compartidas con los oradores y los nigromantes en el Fedro[209].
La Retórica de Aristóteles, pese a estar muy basada en la platónica[210], toma muchos de sus ejemplos de los poetas, sobre todo en las secciones dedicadas al empleo de la metáfora como recurso expresivo y propio de la elegancia retórica[211]. La Poética y la Retórica presentan además numerosas referencias cruzadas: en la Poética se hace alusión a la Retórica en los párrafos que se ocupan del pensamiento y la elocución[212], mientras que en la Retórica se citan frecuentemente los libros de la Poética[213]. Ambas obras del Organon coinciden, por último, en un buen número de ejemplos literarios[214].
En el año 62 a.C., Cicerón compuso un discurso en defensa del poeta de origen griego Arquías, un antiguo maestro suyo al que se le había acusado de conseguir fraudulentamente la ciudadanía romana. La fama del Pro Archia se debe a su originalidad, consistente en plantear el discurso como una doble defensa: por un lado, del propio Arquías y de su situación legal; por otro –y ésta es la parte fundamental–, como una apología de la poesía y, en general, de todas las humanidades. Para justificar la novedad de una oración forense en favor de la hermandad de las artes, algo muy apartado de lo común en los discursos judiciales, Cicerón inició su exordio alegando que «todas las ciencias que atañen a la formación humana poseen un vínculo común y están unidas entre sí por un cierto parentesco»[215]. El Arpinate retomó esta noción pocos años después en su De oratore (55 a.C.). Los poetas, específicamente, mantenían «una estrecha relación con los oradores»[216]. En efecto, el poeta era formalmente «muy afín al orador: un poco más sujeto en cuanto a los ritmos, más libre en cambio en cuanto a las posibilidades de vocabulario, ciertamente compañero y poco menos que parejo en los distintos tipos de ornato. Y, realmente, casi idéntico en que no circunscribe ni delimita su ámbito con mojón alguno, siéndole permitido, con el mismo cúmulo de posibilidades, seguir el curso que quiera»[217]. Si en esta obra del Cicerón maduro poesía y retórica disfrutaban de la autonomía que Horacio consideraba inseparable de las artes liberales, e incluso el rétor gozaba de algo menos de atrevimiento que el literato en lo que al léxico, al ritmo (numerus) o al ornatus se refiere, en el Orator (46 a.C.) sería el poeta quien, «esclavizado por el verso»[218], buscase «las cualidades del orador»[219] y no al contrario, pues incluso los efectos más singulares de la poética, «la modulación de la voz y las cláusulas rítmicas», podían legítimamente trasladarse al campo de la elocuencia[220]. Recapitulando, aunque el parentesco entre poesía y retórica era innegable y se materializaba en la elocutio, y en una mayor visibilidad del orden artificial para la poética, Cicerón apreciaba en el perfecto orador un compendio de las demás artes, incluida la poesía: «la agudeza de los sofistas, la profundidad de los filósofos, poco menos que las palabras de un poeta, la memoria de un jurisconsulto, la voz de un tenor y casi los ademanes de los grandes actores»[221].
La soberanía de la retórica sobre la poética, conforme a la tesis sutilmente argumentada por Cicerón, se volvería una constante doctrinal. La auctoritas añadida de Quintiliano convirtió la poesía en un mero repertorio de modelos para la retórica, fundando una relación de subordinación de la primera con respecto a la segunda que perviviría hasta el fin de la Edad Moderna[222]. La poesía venía a supeditarse a un tipo concreto de retórica, la epidíctica, pues su función principal era dar placer (delectatio) a través del puro ornatus, aunque participaba de los otros dos officia[223]. Los oradores, por el contrario, debían «de estar armados, de pie en el frente de batalla, tomar decisiones en los más arduos asuntos y esforzarnos en lograr la victoria», conforme a una metáfora militar muy del gusto de los tratadistas[224].
Virgilio y Homero, «el modelo y el origen para todas las partes de la elocuencia», con la misma función paradigmática que en los siglos XVI y XVII mostrarían Ariosto y Tasso en Italia o Garcilaso y Góngora en España, fueron reducidos a prontuarios de lugares comunes[225]. Tanto abundaban en Homero los patrones estilísticos (comparaciones, amplificaciones, ejemplos, digresiones, indicios, pruebas y refutaciones...) «que hasta quienes han escrito manuales acerca de las artes retóricas toman de este poeta la mayoría de los testimonios que a estas materias atañen»[226].
Retórica y poética compartían, pues, terrenos comunes que irían variando con el discurrir del tiempo. El gusto por ilustrar la preceptiva retórica a partir de escritos poéticos persistiría en casi todos los manuales de oratoria subsiguientes. En el siglo IV, la retórica y la poética estaban tan entremezcladas que, para Macrobio, Virgilio debía ser considerado tan eminente orador como poeta: tal era el conocimiento que mostraba de la oratoria y tan cuidadosa su atención por las reglas de la retórica[227]. De hecho, la pregunta «¿Era Virgilio un orador o un poeta?» se convirtió en un tópico habitual en los ejercicios de elocuencia conocidos como controversiæ[228]. Durante la Edad Media, la poética y la epidíctica estaban prácticamente asimiladas entre sí como formas de la elocuencia[229]; el predicamento de Averroes (1175) –que era como citar el de Aristóteles[230]– sustentaba que todo «discurso poético» era un panegírico o un vituperio[231].
A pesar de no tener presencia pública salvo en los ceremoniales y en la predicación, en los siglos XIV y XV se produjo una situación predominante de la retórica con respecto a la poética y a toda clase de prosa artística. Esto no quiere decir que no salieran a la luz tratados de poética, sino que lo hicieron en menor medida que los de oratoria[232]. Los humanistas tuvieron la retórica y la poética por hermanas desiguales, aunque en la práctica ambas proporcionaban las reglas para escribir con corrección en prosa y verso, respectivamente. Durante el Renacimiento, la poética se vio como una segunda retórica, una «retórica versificada». El programa de studia humanitatis concebía la poética como un arte fundamentalmente métrica al servicio de la retórica, cuya supremacía como ciencia general del discurso fue incuestionable hasta el siglo XVII. No se trataba de dos disciplinas coexistentes tratando cada una de formas distintas de literatura, sino de una relación de dependencia, de una voluntad deliberada y progresiva de someter la poética a la retórica[233].
Dante concedió gran importancia a este problema, y por ello redactó un tratado sobre la poesía en lengua vernácula titulado De vulgari eloquentia, que influiría notablemente –en lo que aquí nos ocupa, que es la asimilación de la poética a la retórica y no la apología de las lenguas nacionales[234]– sobre eruditos como Pietro Bembo o Benedetto Varchi, y en España sobre humanistas como Juan de Valdés, en su Diálogo de la lengua; sobre profesores y autores de espiritualidad de la talla de Alejo Venegas y fray Luis de León, en el prólogo del Libro III de su De los nombres de Cristo, y sobre preceptistas de retórica y gramática como Pedro Simón Abril y Juan Lorenzo Palmireno. Ya el título de este opúsculo de Dante, que no es sino el primer ensayo de filología sobre la lengua italiana, nos revela que, hacia 1303-1305, era normal considerar la poesía como un tipo de elocuencia[235]. Boccaccio, que en tanta estima tuvo a su gran conciudadano, exhortaba a los poetas a conocer los preceptos y métodos de la oratoria, aunque sin perder de vista que en el ordenamiento de las palabras la retórica era bastante distinta de la ficción poética[236]. Finalmente, Francesco Petrarca, por los mismos años, atribuiría a la poética y a la retórica idénticos fines y métodos[237]. Así, el Renacimiento italiano terminó identificando poesía y oratoria[238].
En España los tratados de teoría literaria, en general, comenzaron a florecer algo más tarde que en Italia[239], pero en conjunto la preceptiva oratoria se desarrolló antes que la poética, sin duda debido a que la retórica, una de las bases de la educación, se enseñaba en las escuelas y ser orador era oficio de muchos, pero no ser poeta. De hecho, las indicaciones más tempranas de la aparición del humanismo en España, hacia 1420-1422, son las traducciones al castellano de algunos textos retóricos clásicos bien conocidos durante la Edad Media, escritos que cuentan entre las primeras versiones europeas en lengua vernácula de tratados de preceptiva retórica de la Antigüedad[240]. Así, Alonso de Cartagena, obispo de Burgos, reivindicaba la retórica frente a las artes dictaminis en el prólogo a su romanceamiento del primer libro del De inventione ciceroniano (ca. 1422), cuyo manuscrito se conserva en la biblioteca de El Escorial[241]. Cartagena expresaba una sorprendente familiaridad con Cicerón, de quien conocía casi todas las obras retóricas (salvo el Brutus y las Partitiones oratoriae), a saber: De oratore, Orator, De optimo genere oratorum e incluso los Topica. No sabemos, sin embargo, si las leyó en su totalidad o solamente de manera fragmentaria. La retórica, según él, no era un simple medio de embellecer la alocución, ni tampoco una técnica. La función propia de la elocuencia suponía persuadir por medio de un discurso que armoniosamente combinara la razón y el estilo, estimulando a la par la práctica de los principios morales y de una vida de acuerdo con la verdad.
Con idénticos fines pedagógicos, Enrique de Villena tradujo Ad Herennium en los últimos años de su vida († 1434). Junto con esta obra, hoy perdida, sus versiones de Petrarca, de la Divina Comedia –la primera traducción a otra lengua romance de este texto de Dante– y de la Eneida –la primera traducción de Virgilio a una lengua vernácula– combinaron claramente retórica y poesía. Villena solía atribuir indistintamente a una las características de la otra y viceversa[242]. En el Proemio y carta (ca. 1455-1458) del marqués de Santillana[243] hay huellas importantísimas de las teorías poéticas de Horacio[244] y Boccaccio (a quien llama «orador insigne»), y de la retórica ciceroniana de los tres estilos extraída del De oratore: sublime, mediocre e ínfimo. Con esta paráfrasis de Cicerón se estableció por primera vez en España, y de un modo codificado, la asociación de poesía y elocuencia[245]. En 1463, otro cortesano, el converso Juan de Lucena, compuso en Roma el diálogo De Vita Beata (publicado en 1483, en vida de su autor), en el que participaban como interlocutores el marqués de Santillana, como orador y político, y el poeta Juan de Mena, que había hecho al castellano adelantarse introduciendo cultismos en otras lenguas de Europa. Cada uno defendía en él la vida que no tenía, la que ignoraba, aquella de la que no poseía experiencia directa y que anhelaba. Mena, el literato, que se había quedado ciego hojeando libros, respaldaba la vida activa; Santillana, un hombre de acción, preconizaba la vida contemplativa del poeta, que echaba de menos[246]. Un último caso en las postrimerías del siglo XV es el del poeta Juan del Encina, que incluyó un Arte de poesía castellana en su Cancionero (1496), donde, entre numerosas alusiones a Juan de Mena, justificaba el carácter «artístico» de «la poesia e el trobar» con las autoridades de Cicerón y Quintiliano, que encontraban la poética afín a la retórica en «persuadir y demulcir (= halagar) el oydo», en la elocución elegante y pura[247].
La querella en torno a la superioridad de la retórica sobre la poética aportó algunos de los principales argumentos a la disputa acerca del paragone entre poesía y pintura en el Renacimiento[248]. Argan diferenciaba entre los binomios «pintura-poesía» y «pintura-elocuencia», precisando que el segundo era una evolución del primero[249]. Durante la Edad Media, la única preocupación del artista era dar forma a la obra de arte, para lo cual tenía a su disposición una serie de conocimientos prácticos. A comienzos del Renacimiento, su interés se encaminó a producir una pintura científicamente correcta y poéticamente bella, acorde con la Naturaleza, pero después las intenciones del pintor se decantaron por el modo de crear una imagen convincente y persuasiva de cara al espectador[250]. Retórica y pintura, por su propia naturaleza, requerían la participación del público[251]. Ello implicaba un reconocimiento explícito de la presencia de éste y suponía afirmar que la pintura tenía de facto la capacidad de persuadirlo, que no era pasiva ni estática, sino que estaba dotada de un poder conmovedor, lo que Freedberg llamó «el poder de las imágenes»[252]. Estos dos planteamientos –la importancia del observador para la pintura y el poder de la pintura para conmoverlo– eran dos caras de la misma moneda: cada una presuponía la existencia de la otra y dependía de ella[253].
Tanto Alberti como Leonardo, al tratar del paragone, utilizaron los modos clásicos de la retórica epidíctica de laus y vituperatio para elevar la pintura y rebajar el resto de las artes[254]. El paragone declaraba así la superioridad (laus) de una de las artes a expensas (vituperatio) de las otras (poesía, escultura, música). Igual que el orador ejercía la persuasión al llevar a su auditorio a un estado de ánimo congruente con su propósito, así el artífice albertiano del Libro III del De pictura aspiraba a conmover el ánimo del observador. También Leonardo venía a parangonar la pintura con la retórica, pues en la Disputa entre el poeta y el pintor decía al primero que «si tú me dices que con palabras puedes sumir a un pueblo ya en el llanto, ya en la risa, te replicaré que no eres tú quien conmueve, sino el orador, por gracia de una ciencia que poesía no es»[255]. La palabra hablada, pronunciada, era superior a la palabra escrita. El único arte que Leonardo presentaba como igual a la pintura en su poder de conmoción del público era la oratoria, pues podía lograr sobre la audiencia una impresión que la poesía no tenía posibilidades de emular. Lo visible, así, se convertía en efecto del discurso y sólo era perceptible a través del poder evocador de la palabra.
La aproximación interartística se desplegó tanto en la teoría veneciana como en la romano-florentina. El pintor y teórico Paolo Pino (1548) insistía en la idea, propia del naturalismo ilusionista –un lugar común desde Plinio–, de que poesía y pintura imitaban la naturaleza y las emociones hasta el punto de que los hombres confundían las imágenes pintadas con la realidad viva[256]. Para Lodovico Dolce la poesía, la historia o cualquier composición elaborada por un hombre de letras podía entenderse como una pintura[257], e incluso los poetas podían aprender de los pintores: si la pintura de Rafael de Alejandro y Roxana se parecía a un pasaje de Luciano, Virgilio se inspiró para el Laocoonte de su Eneida en los tres escultores rodios autores del grupo[258]. El protagonista de su Diálogo, Aretino –quien comenzó su carrera como pintor en Perugia, no lo olvidemos[259]–, demandaba del artista que sus figuras movieran el ánimo de los espectadores, a veces turbándolo, otras alegrándolo, y en otras ocasiones incitando a la compasión o al desdén, dependiendo del carácter del asunto. Si ello no se cumplía, el pintor no habría logrado nada. Lo mismo sucedía con el orador: si lo pronunciado carecía de ese poder, también carecería de espíritu y de vida[260].
Respecto a los teóricos florentinos, Benedetto Varchi estimaba, en la tercera disputa de su Lección II, que dos de las obras maestras de Miguel Ángel, «no menos poeta que pintor» (esto es, diestro en ambas artes), el Juicio Final –dantesco en temática y forma, en personajes como Caronte o Minos– y las estatuas alegóricas de las tumbas de la capilla Medici, habían sido suscitadas por la lectura de Dante[261], igual que Zeuxis y Apeles se inspiraron en Homero[262]. Lomazzo recogió los nombres de los más célebres artistas italianos del Renacimiento que escribieron versos, tales como Bronzino, Luini o el propio Miguel Ángel, transcribiendo incluso algunos poemas completos de Donato Bramante y de Leonardo. Además de citar a Ariosto en relación con la pintura en más de cuarenta ocasiones a lo largo de su Tratado, en el segundo capítulo del Libro VI no olvidó recomendar a los pintores acudir a la poesía en busca de temas de inspiración y para otros asuntos técnicos, como aprender las características, las emociones y el movimiento de las personas y los animales[263].
Sobre los tratadistas de arte del siglo XVI influyó el dictum de la Poética aristotélica de que el objeto de imitación de la pintura (i. e., el asunto de la tragedia) eran las acciones de los hombres[264]. De aquí coligieron que la representación precisa de las posturas corporales expresivas de las pasiones del alma era el objetivo principal del pintor. Este punto de vista invitaba a interpretar la pintura en términos textuales, pues asimismo se había dicho que era misión de la literatura describir los movimientos del alma a través de las palabras. Al enfatizar esta tarea común a ambas artes, se desarrolló una estética en la que se fueron intercambiando los elementos de la crítica artística y literaria[265]: Dolce tradujo al italiano y comentó la Poética en 1535; Pomponio Gaurico, más conocido por su diálogo De sculptura (1504), también escribió un comentario al respecto titulado Super arte poetica Horatii (1541)[266]; Gilio, por su parte, se basó en una fusión de Aristóteles (en el Libro III de su Retórica) y Horacio, sazonada con ejemplos de Virgilio y de Petrarca, para sus Topica poetica (1580).
Uno de los fenómenos más recurrentes en los tratados renacentistas de poética en las paráfrasis de los textos de Aristóteles y Horacio fue el afán de imbricar ambos, aunque fuese de manera forzada. Junto con ellos, Hermógenes fue el autor de la Antigüedad grecolatina más debatido entre los humanistas que participaron en las controversias entre poética y retórica. Hermógenes, un maestro griego de oratoria que vivió en época de Marco Aurelio (161-180 d.C.), compuso una serie de tratados que llegaron a ser populares manuales y objeto de glosa a cargo de comentaristas posteriores. Su obra más influyente, Sobre las formas de estilo, definía la poesía como «materia panegírica, y el más panegírico de todos los discursos», es decir, de nuevo la apreciaba como una simple subdivisión de la retórica epidíctica, muy al modo iniciado por Quintiliano en el siglo precedente[267]. A lo largo del Renacimiento y a raíz de la influencia de los Rhetoricorum libri quinque de Jorge de Trebisonda, se difundió entre eruditos como Erasmo o Vives el análisis de textos poéticos mediante las categorías de Hermógenes, también advertidas en Lomazzo y Tasso[268]. De hecho, una destacada interpretación de Tasso –sobre todo en sus Discorsi dell’Arte Poetica de 1587– y Ariosto gira precisamente en torno a la aplicación de sus siete formas (o «ideas») estilísticas puras: claritas (claridad o sapheneia), magnitudo (grandeza), venustas (belleza), velocitas (rapidez), affectio (carácter o ethos), veritas (verdad) y gravitas (fuerza o deinosis)[269]. También Fernando de Herrera, en sus Anotaciones a Garcilaso, usó frecuentemente de la autoridad de Hermógenes[270] y citó en más de cincuenta ocasiones, sin nombrarlo, a Giulio Cesare Scaligero[271], de quien enseguida trataremos.
En Del arte de hablar, Vives hacía múltiples referencias a Hermógenes, y también en la Retórica del erasmista Miguel de Salinas (1541) se incluía al griego entre las principales fuentes de la Antigüedad, junto con Cicerón y Quintiliano, pero habrá que esperar a los De oratotione libri septem de Antonio Lulio (1558) para encontrar la primera traducción y adaptación completa del corpus hermogeniano, además de un tratado titulado De poetica decoro. Se trata de un grueso volumen en folio que supera el medio millar de páginas, de una enorme riqueza para el estudio de las teorías retóricas y poéticas del Siglo de Oro hispánico. Tras el preceptista balear, Scaligero hizo un gran uso de las formas de Hermógenes en su voluminosa Poética (1561)[272]. Ciceroniano confeso –escribió en 1531 una Oratio pro Cicerone contra el Ciceronianus de Erasmo–, para él la poética debía atenerse a la unidad horaciana de conjugar enseñanza y deleite. Ya Sperone Speroni, en su Dialogo della Rhetorica de 1542, había reconocido que las artes deleitosas para el intelecto eran sólo dos: la retórica y la poesía, y que la reina de todas ellas era la retórica[273]. Para Scaligero cada oración de una estrofa consistía en «imagen, idea e imitación, justo como la pintura»[274]. Además de esta paráfrasis del Ut pictura poesis y del ideario aristotélico[275], y como era previsible en un adalid de Cicerón como canon perfecto, el humanista completó su aportación al paragone entre retórica y poética minusvalorando esta última por el uso del verso y la imitación de asuntos ficticios[276].
El Ars poetica horaciano se tradujo y comentó en la Península en fechas muy cercanas a Speroni y Scaligero, también a cargo de maestros de retórica. Durante la segunda mitad del quinientos vieron la luz dos comentarios de Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense: De auctoribus interpretandis siue de exercitatione (1558), como apéndice a su De arte dicendi, e In artem poeticam Horatii annotationes (1591), que propiciaron una influyente lectura retórica de la epístola Ad Pisones[277]. El jesuita Bartolomé Bravo, autor de una muy práctica Arte oratoria (1596) que complementaba por vía de ejemplos la obra de Cipriano Suárez (De arte rhetorica, 1569), también había publicado en Salamanca un Liber de arte poetica en 1593; otro miembro de la Compañía, el padre Bernardino de los Llanos, natural de Ocaña pero residente en México desde 1584, llevó a imprenta allí en 1605 y anónimamente un Poeticarum Institutionum Liber, un año después de editar una antología de textos de retórica españoles titulada Illustrium auctorum collectanea; y un yerno del Brocense, Baltasar de Céspedes († 1615), humanista granadino, profesor de Retórica y lector de discursos ciceronianos en Salamanca a finales del siglo XVI, además de componer una Retórica, elaboró después de 1604 una Poética influida por la estética y la teoría de Horacio[278], muy ancilar de las poéticas italianas sobredichas, sobre todo la de Scaligero[279]. La utilización de las categorías estilísticas hermogenianas, bien por vía directa –en Vives, Salinas, Lulio y en las Institutiones rhetoricae de Pedro Juan Núñez (1578), profesor en Barcelona y Valencia–, bien a través de la autoridad de Scaligero –en el foco salmantino en torno al Brocense y dentro del ámbito jesuítico postridentino–, nos indica que en España, a partir del último tercio del siglo XVI, estaba bien extendida la idea de que la retórica había vencido a la poética en la disputa del paragone. Al ser la primera más afectiva y conmovedora que la segunda, se infería que la mejor poesía era aquella que, amén de ser deleitosa, emocionaba y excitaba las pasiones del ánimo.
En el Siglo de Oro se pensaba que al poeta no podía seguirlo el orador en todo, por tener entre sí leyes opuestas, pues a aquél se le permitía «mas licencia –repárese una vez más en el término horaciano– en vsar voces nueuas, leuantadas, cultas, translaciones no vsadas, y mas veces traidas al lenguaje» por ser su único fin la ostentación y el entretenimiento, no la «claridad prouechosa»[280]. Esta opinión del doctor Quintero en pos de la inteligibilidad y del movere es permutable con la de otros teóricos de la Contrarreforma que consolidaron la persuasión como el fin principal de la retórica y la pintura, sobre todo la de género religioso. Tratados de inspiración postridentina, como, por ejemplo, el Discurso de Gabriele Paleotti (1582)[281] o los Trattati della nobiltà della pittura de Romano Alberti (1585), se ciñeron a esta idea persuasiva del arte, un objetivo –la conmoción– al cual se subordinaría cualquier otra cosa en aras de la eficacia impositiva[282].
La jerarquía de los géneros pictóricos en el Siglo de Oro
La progresión del Ut pictura poesis al Ut pictura rhetorica, del delectare al movere, corrió paralela al establecimiento de una jerarquía de los géneros pictóricos en la tratadística española, de los simplemente deleitosos a los conmovedores del ánimo. Para esta fijación tuvo gran importancia el valor literal de los asuntos representados, los cuales, obviamente, culminaban en la temática religiosa: ningún argumento podía ser más sublime o trascendente que aquellos relacionados con la divinidad, a los que seguirían las figuraciones del ser humano y, en un estadio inferior, la naturaleza animada –primero la fauna y después la flora–, terminando en la naturaleza muerta, el más bajo de los géneros[283]. La teoría postridentina de la pintura defendió su nobleza no por razones intrínsecas al arte –como hicieron los humanistas– sino por los temas representados por él. De tal modo se pronunciaron Gilio y Paleotti, sin dejar de aludir a la nobleza de la pintura como consecuencia directa de lo que se pintara[284]. La profesión quedaba entonces dignificada por la obra, y no al revés. Es decir, una cierta ejemplaridad podía ennoblecer una obra mediocre que figurase un tema digno de veneración, pero un pintor, por hábil que fuera, no podría salvar de la crítica una obra impúdica o torpe. En tales ideas abundaba Raffaello Borghini en su célebre tratado Il riposo (1584), compuesto en forma de diálogo entre Bernardo Vecchietti y Baccio Valori, además de otros personajes. Valori cumplía el papel de defensor de la pintura en su acostumbrada comparación con la escultura. Al final se concluía que tanto pintura como escultura son nobles por compartir el mismo origen (el disegno) y el mismo fin (la imitación de la naturaleza), pero la nobleza de una y otra depende de los temas que se ejecuten, de su finalidad. En consecuencia, la pintura sacra será noble por enseñar a los iletrados lo que en el papel impreso se destina a los estudiosos[285]. Y también para Romano Alberti, de nuevo, la pintura más noble coincidirá con la pintura religiosa, pues eleva al hombre hacia Dios[286].
En Los Ponces de Barcelona, una comedia de ca. 1610-1615, Lope hacía sostener a uno de los protagonistas que lo que realmente daba timbre de nobleza a la pintura no eran los hábitos de caballero otorgados a los artistas por los poderosos, sino la temática religiosa de muchos cuadros, a través de los cuales los fieles podían acceder a Dios[287]. Y por si no bastara el teatro lopesco para verificar la difusión generalizada del vínculo entre asunto sagrado y dignidad del arte, considere el lector que hacia 1625, en la corte madrileña, muchos artistas pagaban alcabala por las pinturas de asunto profano, los bodegones o los retratos, pero algunos de ellos, escudándose en apoyos como los anteriores de Gilio, Paleotti, Borghini o Romano Alberti respecto a la naturaleza noble y superior de la pintura religiosa, evitaban pagarla cuando abordaban esa materia. El llamado por Gállego «Pleito de Carducho» se inició precisamente por la petición del fiscal de que se condenara a los pintores de Madrid a pagar el diezmo de alcabala «de todas las pinturas que ubieren vendido o vendieren, aunque sean de cosas divinas o de santos, [ya] que los pintores desta corte benden muchas pinturas, de las quales, a título de desir son de cosas divinas y santas, no pagan alcavala, siendo así que no tienen excepción alguna»[288]. El procurador contestó que sus representados nunca habían pagado la alcabala por ser su arte liberal y de ingenio, no basado en compraventa sino en contrato, y que «las Ymágenes y pinturas de deboción […] por su excelencia sola pudieran ser libres de dicha alcabala»[289]. Este último argumento también pretendía lograr la categorización de «liberal» para la pintura: ¿cómo podía considerarse oficio de pecheros una actividad sublime ejercida por Dios (en tanto creador o Deus pictor), por los ángeles y los santos?
Los alegatos expresados durante el pleito fueron publicados inicialmente en 1629 y luego en 1633, cuando ganaron el pleito y como apéndice a los Diálogos de la pintura de Carducho, que no por casualidad desde su mismo título advierten de su intencionalidad: la defensa de la pintura. Este pintor pidió «algunas informaciones» a los que llamó «siete sabios» para probar que la pintura debía quedar libre de impuestos. De ellos dijo que eran «siete Cicerones» que habían vuelto a graduar las artes liberales poniendo la pintura en alto. Éstos fueron: Lope de Vega, José Valdivieso, Lorenzo Van der Hamen, Juan de Jáuregui, Juan Alonso Butrón[290] y los hermanos Antonio de León Pinelo y Juan Rodríguez de León. Al final, como hemos dicho, se emitió sentencia favorable a los artistas de la corte, que en adelante no hubieron de pagar por las «pinturas que ellos hicieren y vendieren aunque no se les ayan mandado hacer», mientras que tendrían que pagar «de cualesquier pinturas que bendieren no echas de ellos, así por los dichos pintores como otras qualesquier personas, en sus casas, almonedas y otras partes»[291]. Hasta el denominado «Pleito de Barrera» (1639-1640) los pintores no quedarían también eximidos del pago de alcabalas sobre los cuadros no religiosos[292].
Tanto en la España altomoderna como en el resto de Europa, la pujanza insoslayable de la pintura (y la escultura[293]) sagrada sobre los demás géneros acarreó que sus fines persuasivos se extendieran a todas las artes visuales. La pintura, mucho más que un instrumento para el proselitismo, se vio como un medio privilegiado capaz de trasponer la distancia entre el hombre y Dios, tanto en los aspectos cognitivos como en los afectivos de dicha relación. Para el espectador, la experiencia íntima de orar o de escuchar un sermón, en lo que tenían ambos actos de apelación a la imaginativa, a las emociones, a la conmoción de la voluntad, podía ser análoga a la experiencia que podía sentir ante un cuadro piadoso en el que se representara una escena dramática de la vida de Cristo, de la historia bíblica o del martirologio[294]. Que las pinturas movieran a respeto, a ira, a piedad, a devoción, a lágrimas y a temor, le sonaba a Carducho a cosa tan sabida que le parecía «escusado el hazer relacion de lo que las historias están llenas, en lo espiritual, en lo moral, y profano, engañando tal vez hasta los animales»[295]. Su perfecto pintor dibuja, medita y discurre, pero también «propone, arguye, replica, y concluye» a su modo, con el lápiz o la pluma[296]. Por compartir tales capacidades afectivas con la retórica –a la que Carducho no llama «hermana» sino «amigo noble»–, la pintura se comunica con ella de un modo frecuente y familiar[297], pretendiendo
hazer en la superficie cuerpos, y siendo muertos, y sin alma ninguna (como vivas) hablen, persuadan, muevan, alegren, entristezcan, enseñen al entendimiento, representen a la memoria, formen en la imaginativa, con tanto afecto, con tanta fuerza, que engañen a los sentidos, quando venzan a las potencias[298].
La nobleza de la pintura religiosa se deducía, por ende, de sus propios fines conmovedores: «mejor se ennoblecerá la pintura exercitada con la regla cristiana. Y se podrá decir con verdad, que muncho más ilustre y altamente puede hoy un pintor cristiano hacer sus obras que Apeles ni Protógenes, ni otros famosos de la antigüedad»[299]. Los demás fines del arte, asimismo según Pacheco, como el docere o el delectare, dependían de este primero:
Pues viniendo a la utilidad, si es verdad que cuanto un bien es mayor, tanto es más divino, porque se avecina más al que universalmente suele Dios comunicar a todas las criaturas, será verdad que la utilidad que nace de la pintura es más divina que otra alguna, que suele proceder de las otras artes […] mecánicas […]; por lo cual, si hacemos comparación entre ésta y aquéllas, veremos clarísimamente que no sólo cada una, mas todas juntas […] le son grandemente inferiores[300].
Con modelos tales, los pintores justificarían la dignidad que tenía su profesión y la importancia de sus obras sobre otros productos realizados por artesanos de diversos oficios, reproduciendo el debate secular entre sophia y techne, para diferenciar entre la actividad espiritual, animada por una profunda relación con la divinidad del poeta –y, subsidiariamente, del pintor de imágenes religiosas, que debía poseer una instrucción especial en materias de la fe–, y la labor dominada por el esfuerzo físico que caracteriza al artesano, esclavo de sus fatigas. Así, la relevancia de la pintura sacra como estímulo de la piedad y vía para la salvación ocupó el centro del debate acerca de la función de las artes en España a partir de la década de 1580 y no abandonaría esta posición de ventaja hasta 1620-1630, cuando en el entorno cortesano de Velázquez se trastornó definitivamente la jerarquía institucionalizada en favor del retrato y el bodegón –novedosamente dignificados por exigir de la inventio, antes patrimonio exclusivo de la pintura de historia–, lo cual a su vez propició la divulgación de flamantes géneros imitativos como el paisaje o las perspectivas o batallas. El pintor español del Siglo de Oro que más y más ambiguamente se movió entre las convenciones de los géneros sería, a la postre, el principal artífice de su recodificación, pero la fusión completa de las doctrinas sobre oratoria y poética no llegaría a efectuarse hasta el siglo XVIII, cuando comenzaran a publicarse tratados que intentaban presentar unívocamente las reglas de ambas artes. Florecerá entonces una retórica con tintes poéticos, esto es, una retórica «poetizada» sólo útil a la composición literaria[301]. Este tipo de obras, que exceden el arco cronológico de nuestro libro, terminarían haciendo mucha más insistencia en la ilustración placentera del conocimiento –es decir, en el docere y delectare como fines de la elocuencia– que en la fuerza necesaria para doblegar la voluntad. Pero entre ca. 1480 y 1630 la situación fue justo la contraria.
[1] Propercio, Eleg. III, 9-16. Cit. Elegías, ed. A. Ramírez de Verger, Madrid, Gredos, 1989, p. 196.
[2] El origen y uso general del tópico de la pintura parlante/poesía muda es bien conocido en la historiografía artística contemporánea desde Lee, op. cit., pp. 13-22.
[3] Plutarco, De gloria Athen., en Moralia 346f-347a. Cit. Obras morales y de costumbres (Moralia), vol. 5, ed. M. López Salvá, Madrid, Gredos, 1989, p. 296. Plutarco, por otro lado, invocaba el paralelo sinestésico entre pintura y poesía en otro lugar de sus Moralia, dentro de los consejos destinados a enseñar a los jóvenes a escuchar la poesía. A éstos había que recordarles «que el arte poético es un arte mimético y una facultad análoga a la pintura», y que no escucharan «sólo aquello que todos repiten, que la poesía es una pintura hablada y la pintura una poesía muda», mostrando a las claras la resonancia que había alcanzado el tema en su tiempo. Cfr. Plutarco, Quom. adol. poet. aud. deb., en Moralia 17f-18a. Cit. Obras morales y de costumbres (Moralia), vol. 1, ed. C. Morales Otal y J. García López, Madrid, Gredos, 1985, p. 99.
[4] Steiner, op. cit., pp. 5-7.
[5] S. Benassi, «Ut non poesis, pictura: pittura vs poesia», en Gli antichi e le origini del moderno. Modelli estetici tra letteratura e arti figurative, Bolonia, CLUEB, 1995, pp. 20-21. Este sentido «vivo» pero paradójicamente silencioso de la pintura es el que retomó Platón en las frases siguientes del Fedro (ca. 370 a.C.), dirigidas por Sócrates a su interlocutor: «Porque es que es impresionante, Fedro, lo que pasa con la escritura, y por lo que tanto se parece a la pintura. En efecto, sus vástagos están ante nosotros como si tuvieran vida; pero, si se les pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios. Lo mismo pasa con las palabras». Cfr. Platón, Phæd. 275d, cit., p. 401.
[6] El topos de la «pintura como una poesía silenciosa» se repite en textos medievales como los Libri Carolini (ca. 790-792) o las reflexiones agustinianas adoptadas por san Buenaventura y santo Tomás de Aquino. Véase De Bruyne, op. cit., vol. 1, p. 28 y vol. 3, p. 126. Sobre la interpretación de las imágenes en la teología carolingia, véase K. Mitalaité, Philosophie et théologie de l’image dans les libri carolini, París, Institut d’études augustiniennes, 2007.
[7] Véase J. V. Mirollo, «Sibling Rivalry in the Arts Family: The Case of Poetry vs. Painting in the Italian Renaissance», en A. Hurley y K. Greenspan (eds.), «So Rich a Tapestry»: The Sister Arts and Cultural Studies, Lewisburg, Bucknell University Press, 1995, pp. 29-71, retomado en id., «Bruegel’s Fall of Icarus and the Poets», en A. Golahny (ed.), The Eye of the Poet. Studies in the Reciprocity of the Visual and Literary Arts from the Renaissance to the Present, Lewisburg, Bucknell University Press, 1996, pp. 131-139.
[8] Ya a comienzos del siglo XVI, Leonardo se dirigía a un poeta genérico de manera semejante: «Si tú llamas a la pintura poesía muda, el pintor podrá decir que la poesía es pintura ciega». Cfr. Leonardo da Vinci, Tratado de Pintura, ed. A. González García, Madrid, Akal, 41998, pp. 51 y 55.
[9] F. de Holanda, De la Pintura antigua seguido de «El diálogo de la Pintura». Versión castellana de Manuel Denis (1563), ed. F. J. Sánchez Cantón, ed. facs., Madrid, Visor, 2003, p. 175. En 1557, apenas una década después que Holanda, el veneciano Lodovico Dolce –orador y tratadista–, dentro de su Aretino ponía en boca de Fabio: «Quisiera añadir que, si bien el “Pintor” es definido como un “Poeta mudo”, y que “muda” también se llama a la Pintura, a pesar de todo obra de tal modo que parece que las figuras pintadas hablan, gritan, lloran, ríen y hacen cosas que producen tales efectos». M. W. Roskill, Dolce’s Aretino and Venetian Art Theory of the Cinquecento, Toronto, University of Toronto Press, 2000, pp. 96-97.
[10] Virgilio, Eg. III, 32-48. Cit. Églogas. Geórgicas, Madrid, Espasa-Calpe, 81975, p. 21.
[11] Luciano, Eikones 1-9. Cit. Los retratos, en Obras, vol. 2, ed. J. L. Navarro González, Madrid, Gredos, 1988, pp. 427-434.
[12] En Estacio, Siluae V, 4. Cit. Silvas, ed. F. Torrent Rodríguez, Madrid, Gredos, 1995, pp. 244-245, y en el Libro II, traducido en verso castellano por el licenciado J. de Arjona, de La Tebaida, vol. 1, Madrid, Sucesores de Hernando, 1915, p. 94, respectivamente.
[13] Holanda, op. cit., pp. 171-172.
[14] C. de Villalón, El scholástico, ed. J. M. Martínez Torrejón, Barcelona, Crítica, 1997, p. 312.
[15] Versos traducidos como «hazañas nuestras, que en pintura cruda / describe allí la poesía muda» en L. de Camões, Os Lusíadas VII, 76, ed. A. Duque, Madrid, Editora Nacional, 1980, pp. 432-433.
[16] A. Gallego Morell, Garcilaso de la Vega y sus comentaristas, Madrid, Gredos, 1972, p. 346.
[17] Cit. por Herrero García, Contribución, cit., p. 148. Para otros casos semejantes véase B. M. Damiani, «Los dramaturgos del Siglo de Oro frente a las artes visuales: prólogo para un estudio comparativo», en J. M. Ruano de la Haza (ed.), El mundo del teatro español en su Siglo de Oro: ensayos dedicados a John E. Varey, Otawa, Dovehouse Editions, 1989, pp. 138-140.
[18] J. L. Vives, De rat. dic. III, 32. Cit. Del arte de hablar, ed. J. M. Rodríguez Peregrina, Granada, Universidad de Granada, 2000, p. 154.
[19] F. Galés, Epitome troporum ac schematum et grammaticorum et rhetorum ad autores tum prophanos tum sacros intelligendos non minus utilis quam necessaria, ed. M. Guillén de la Nava, en Garrido Gallardo (ed.), op. cit., cap. 9. Galés parafrasea aquí un pasaje de Ad Her. IV, 28, cit., pp. 269-270, que demuestra la pervivencia del motivo en Roma por mediación de las teorías retóricas helenísticas.
[20] L. de Granada, Retórica, cit., vol. 2, p. 189.
[21] A diferencia de la primera poética española renacentista, que es un repertorio de tropos: El Arte Poética en Romance Castellano de Miguel Sánchez de Lima (1580). Véase Manero Sorolla, «La imagen poética», cit., p. 202, n. 66.
[22] A. López Pinciano, Philosophia Antigua Poetica, ed. A. Carballo Picazo, vol. 1, reimp., Madrid, CSIC, 1973, p. 169; y algo antes, en p. 134, lo reitera como ejemplo de analogía: «desta manera dezimos a la poesía, pintura, y a la pintura, poesía».
[23] Herrero Salgado, La oratoria sagrada, cit., pp. 230-231.
[24] B. C. Quintero, Templo de la eloquençia Castellana. En dos Discursos. Aplicado el vno al uso de los predicadores, Salamanca, Rodrigo Calvo, 1629, f. 34.
[25] Véanse así los reveladores casos de Francisco Pacheco y Pablo de Céspedes en J. Rubio Lapaz, Pablo de Céspedes y su círculo. Humanismo y Contrarreforma en la cultura andaluza del Renacimiento al Barroco, Granada, Universidad de Granada, 1993, pp. 397, 401. J. M. Cervelló Grande (ed.), Gaspar Gutiérrez de los Ríos y su Noticia general para la estimación de las artes, vol. 1, Madrid, Fundación de Apoyo a la Historia del Arte Hispánico, 2006, pp. 172-173, sí que lo recoge (por tratarse el autor de un jurista y no de un artífice): «Si el fin del Poeta, es imitar las cosas al natural: el del Pintor es el mismo. El pintor le imita con colores: el poeta con palabras […] Por estas razones llama Simonides Poeta, a la pintura poesía muda, por ser significada con colores, y a la poesía pintura, que habla por ser pintada con palabras».
[26] Véase sobre todo N. Galí, Poesía silenciosa, pintura que habla. De Simónides a Platón: la invención del territorio artístico, Barcelona, El Acantilado, 1999.
[27] Quintiliano, Inst. Orat. Præf. 2; VIII, iii, 60, op. cit., vol. 1, p. 11; vol. 3, p. 201.
[28] M. Praz, Il giardino dei sensi, Milán, Mondadori, 1975, p. 227, n. 1.
[29] A esta segunda interpretación, fundamentada en la estética de la recepción, está dedicada la obra de N. E. Land, The Viewer as Poet. The Renaissance Response to Art, University Park, Penn., Pennsylvania State University Press, 1994. Para el caso español resulta imprescindible J. Portús Pérez, Pintura y pensamiento en la España de Lope de Vega, Hondarribia, Nerea, 1999, esp. pp. 31-41.
[30] F. Tateo, «Retorica» e «Poetica» fra Medioevo e Rinascimento, Bari, Adriatica, 1960, p. 210.
[31] B. Weinberg, A History of Literary Criticism in the Italian Renaissance, vol. 1, Chicago, University of Chicago Press, 1974, p. 72.
[32] A. Camarero Benito, «Teoría del decorum en el Ars poetica de Horacio», Helmantica 41 (1990), pp. 247-280.
[33] Véanse G. C. Fiske. y M. A. Grant, «Cicero’s Orator and the Ars Poetica», Harvard Studies in Classical Philology 35 (1924), pp. 1-75, e id., Cicero’s «De Oratore» and Horace’s «Ars Poetica», Madison, Wis., University of Wisconsin Press, 1929.
[34] C. S. Baldwin, Ancient Rhetoric and Poetic, Nueva York, MacMillan, 1924, p. 246.
[35] P. Hardie, «Vt pictura poesis? Horace and the Visual Arts», en N. Rudd (ed.), Horace 2000: A Celebration. Essays for the Bimillenium, Londres, Duckworth, 1993, p. 120.
[36] W. Trimpi, «Horace’s “Ut Pictura Poesis”: The Argument for Stylistic Decorum», Traditio 34 (1978), pp. 29-73.
[37] Horacio, Ars poet. 361-365. Cit. Epístolas. Arte poética, ed. F. Navarro Antolín, Madrid, CSIC, 2002, pp. 219-220.
[38] Sócrates emplea el término skiagraphia para designar el conocimiento o recta opinión sobre lo común y general, por oposición al conocimiento de la diferencia y lo particular: «Sin embargo, Teeteto, ahora me ocurre exactamente igual que al que contempla una pintura borrosa, es decir, después de acercarme a lo que estábamos diciendo, no entiendo ni lo más mínimo. En cambio, mientras me mantuve a distancia, me parecía que tenía algún sentido». Cfr. Platón, Theæt. 208e, cit., p. 307.
[39] Platón establece un paralelo entre la felicidad que el Estado ideal debía dispensar a todos los habitantes, y el opuesto, que injustamente satisfacía a una sola clase social: «Sería como si estuviésemos pintando una estatua y, al acercarse, alguien nos censurara declarando que no aplicamos los más bellos ungüentos a las partes más bellas de la figura, puesto que no pintábamos con púrpura los ojos, que son lo más bello, sino de negro. En ese caso pareceríamos defendernos razonablemente si le respondiéramos: “Asombroso amigo, no pienses que debemos pintar los ojos tan hermosos que no parezcan ojos, y lo mismo con las otras partes del cuerpo, sino considera si, al aplicar a cada una lo adecuado, creamos un conjunto hermoso”». Cfr. id., Rep. IV, 420c-d, cit., p. 204.
[40] J. Elkins, On Pictures and the Words That Fail Them, Cambridge-Nueva York, Cambridge University Press, 1998, pp. 227-229.
[41] «Así pues, la expresión propia de la oratoria política es enteramente semejante a una pintura en perspectiva, pues cuanto mayor es la muchedumbre, más lejos hay que poner la vista; y, por eso, las exactitudes son superfluas y hasta aparecen como defectos en una y otra. En cambio, la [expresión] propia de la oratoria judicial es más exacta». Cfr. Aristóteles, Rhet. 1414a9-12, cit., p. 553. Véase W. Trimpi, «The Early Metaphorical Uses of Skiagraphia y Skenographia», Traditio 34 (1978), pp. 403-413.
[42] H. Markiewicz, «“Ut Pictura Poesis”: historia del topos y del problema», en A. Monegal (comp.), Literatura y pintura, Madrid, Arco, 2000, p. 52.
[43] M. Praz «“Ut Pictura Poesis”», en Mnemosyne. The Parallel between Literature and the Visual Arts, Londres, Oxford University Press, 1970, pp. 4-5.
[44] D. T. Mace, «Ut pictura poesis: Dryden, Poussin and the parallel of poetry and painting in the seventeenth century», en J. D. Hunt (ed.), Encounters. Essays on literature and the visual arts, Londres, Studio Vista, 1971, p. 58.
[45] Manero Sorolla, «Los tratados retóricos», cit., p. 465, n. 90.
[46] Quintero, op. cit., ff. 24v-25.
[47] «Resulta difícil de expresar cuál es el motivo por el que tan rápidamente nos apartamos casi con fastidio y hartazgo de las cosas que, por el placer que despiertan, más impulsan nuestros sentidos y con más fuerza nos sacuden en un primer contacto. ¡Cuánto más colorido, por la belleza y la variedad de sus colores, por lo general hay en las pinturas modernas que en las antiguas! Y sin embargo aquéllas, aunque nos impresionan en un primer momento, no nos gustan durante mucho tiempo, mientras que en los cuadros antiguos su mismo estilo áspero y pasado de moda nos cautiva. Cfr. Cicerón, De orat. III, 25, 98, cit., pp. 418-419. Ésta es la cita fundacional de la argumentación expuesta por E. H. Gombrich, The Preference for the Primitive. Episodes in the History of Western Taste and Art, Londres, Phaidon, 2006, p. 7. Cicerón insiste sobre el tema en otro lugar posterior, con más vehemencia si cabe: «¡Si les agrada aquella pintura de pocos colores más que la perfección de la de hoy, habrá, pienso, que volver a aquélla y abandonar ésta!» (Orator 169, cit., p. 118).
[48] Estas ideas de Cicerón remiten a Dionisio de Halicarnaso, cuya «composición austera» concordaría con las antiquis tabulis ciceronianas, con Píndaro y con historiadores como Tucídides, mientras que la «composición pulida» sería característica de las picturis novis, de Hesíodo e Isócrates, y de líricos como Anacreonte y Simónides (Dionisio de Halicarnaso, De comp. verb. 22-23. Cit. Sobre la composición literaria, ed. M. A. Márquez Guerrero, Madrid, Gredos, 2001, pp. 97-112). Igualmente concuerdan con Demetrio («Por ello, el estilo de tiempos antiguos tiene algo de pulido y sin adornos, como las estatuas arcaicas, cuyo arte parece consistir en una gran sencillez. Por el contrario, el estilo de los escritores de época posterior se parece a las esculturas de Fidias, que revelan a la vez grandeza y perfección»: Demetrio, De eloc. I, 14. Cfr. Sobre el estilo, ed. J. García López, Madrid, Gredos, 1979, p. 33); y con «aquella inimitable dignidad de lo arcaico, que […] produce impresión gratísima en la pintura» de Quintiliano, Inst. Orat. VIII, iii, 25, cit., vol. 3, p. 187.
[49] Aristóteles, Rhet. 1391b11-19, cit., p. 393, entiende por «crítico» a un juez severo que se identifica con el propio espectador, que es «aquel a quien se pretende persuadir».
[50] Cicerón, Orator 36, cit., p. 49. Lo «suave y sombrío» equivale a la elocución apacible y elegante del filósofo, mientras el nervio y la agudeza del luminoso foro pertenecen al orador. Cfr. ibid. 61-64, cit., pp. 60-61.
[51] Id., Brut. 261. Cit. Bruto [Historia de la elocuencia romana], ed. M. Mañas Núñez, Madrid, Alianza Editorial, 2000, p. 166, n. 195. En época de Augusto, también Séneca el Viejo se sirvió de esta metáfora «lumínica» para distinguir entre las controversias reales que el orador tenía que debatir en el foro, en medio de una multitud vociferante y bajo el sol, y las refinadas tractationes practicadas ante los auditoria de las escuelas de declamación. Cfr. Séneca el Viejo, Controv. IX, Præf. 1-5. Cit. Controversias, ed. I. J. Adiego Lajara, E. Artigas Álvarez y A. de Riquer Permanyer, vol. 1, Madrid, Gredos, 2005, pp. 131-133. El párrafo de Séneca tiene su antecedente en Cicerón, De orat. I, 34, 157, cit., pp. 146-147.
[52] Plinio el Viejo, Nat. Hist. XXXV, 97. Cit. Textos de Historia del Arte, ed. M. E. Torrego Salcedo, Madrid, Visor, 1987, p. 103. Por el contrario, para la visión en primer plano convenía, según el Pseudo-Longino, resaltar los tonos brillantes, pues igual que las luces opacas desaparecían bañadas por el sol, en pintura «aunque se coloquen la sombra y la luz en un mismo plano una junto a la otra […], la luz salta a la vista y no sólo se destaca extraordinariamente, sino que también parece que está mucho más cerca». Cfr. Pseudo-Longino, De sub. XVII, 2-3. Cit. Sobre lo sublime, ed. J. García López, Madrid, Gredos, 1979, p. 182.
[53] E. H. Gombrich, «Dark Varnishes: Variations on a theme from Pliny», Burlington Magazine 104, 707 (1962), pp. 51-55.
[54] F. Pacheco, Arte de la Pintura, ed. B. Bassegoda i Hugas, Madrid, Cátedra, 1990, p. 495.
[55] De existir, también muchas de las Imagines descritas por Filóstrato el Viejo revelarían una meticulosa delicadeza que exigiría una observación atenta. Las dedicadas a las dos naturalezas muertas o Xenias («ofrendas de hospitalidad», con las cuales los antiguos adornaban las habitaciones de sus huéspedes) y, especialmente, los Telares pintados, son buenos ejemplos de esta clase de ejercicios de descripción minuciosa hasta lo extremado. Cfr. Filóstrato el Viejo, Imagines I, 31; II, 26 y 28. Cit. Imágenes - Descripciones, ed. L. A. de Cuenca y M. Á. Elvira, Madrid, Siruela, 1993, pp. 90; 141-144; 146.
[56] E. H. Gombrich, Arte e ilusión. Estudio sobre la psicología de la representación pictórica, Madrid, Debate, 22002, pp. 163-167.
[57] G. Vasari, Vidas de pintores, escultores y arquitectos ilustres, ed. J. B. Righini y E. Bonasso, vol. 2, Buenos Aires, 1945, pp. 443-444. Introducimos entre corchetes las palabras más significativas de la edición original giuntina de 1568, que completan la deficiente traducción castellana, según id., Le vite de’ piú eccellenti pittori scultori e architettori, ed. P. della Pergola, L. Grassi y G. Previtali, vol. 7, Milán, 1965, pp. 332-333.
[58] En 1605, Céspedes, también plagiario de Vasari, denominaba «pulideza del pincel» al exceso de acabado propio de la escuela española, incompatible con la maestría exigible a la pintura de historia. Cfr. P. de Céspedes, «Discurso de la Comparación de la Antigua y Moderna Pintura y Escultura», en J. Rubio Lapaz y F. Moreno Cuadro (eds.), Escritos de Pablo de Céspedes, Córdoba, Diputación de Córdoba, 1998, pp. 261-262.
[59] Sigüenza, op. cit., p. 633.
[60] Ibid., p. 582.
[61] Ibid., pp. 584-585; 595.
[62] Ibid., p. 633.
[63] Portús Pérez, «Fray Hortensio», cit., pp. 79-80.
[64] H. F. Paravicino y Arteaga, Oraciones evangelicas... en las festividades de Christo Nuestro Señor, y su Santissima Madre, Madrid, Imprenta del Reino, 1640, f. 161v.
[65] Herrero García, Contribución, cit., p. 205.
[66] A quien todavía defendería en 1628 en la figura de su hijo Jorge Manuel, entonces maestro mayor de la catedral y de las obras del alcázar de Toledo, al sancionar favorablemente sus trazas destinadas a la iglesia del convento toledano de trinitarios calzados. Véase D. Suárez Quevedo, Arquitectura barroca en Toledo: siglo XVII, Tesis Doctoral, vol. 1, Madrid, Universidad Complutense, 1988, p. 241.
[67] Caamaño Martínez, «Paravicino», cit., pp. 148-150.
[68] F. Cerdan, «Elementos para la biografía de Fray Hortensio Félix Paravicino y Arteaga», Criticón 4 (1978), p. 47.
[69] D. de Guzmán y Haro, Consideraciones sobre los Evangelios de la Quaresma, Toledo, María Ortiz y Saravia, 1625, p. 160.
[70] Cit. por M. Socrate, «Borrón e pittura ‘di macchia’ nella cultura letteraria del Siglo de Oro», en Studi di Letteratura spagnola, Roma, Societá Filologica Romana, 1966, pp. 3 y 8. Sobre esta visión admirativa de Lope acerca de la técnica tizianesca, véase F. A. de Armas, «Lope de Vega and Titian», Comparative Literature 30 (1978), pp. 338-352. Compleméntese asimismo con Portús Pérez, Pintura y pensamiento, cit., pp. 142-143.
[71] T. de Molina, El vergonzoso en palacio, en Cigarrales de Toledo, ed. P. Palomo e I. Prieto, Madrid, Turner, 1994, p. 231. Véase igualmente el comentario de J. Bravo Vega, «Los “dramas bíblicos” de Tirso y algunas de sus implicaciones ideológicas», Cuadernos de Investigación Filológica 26 (2000), p. 233.
[72] P. de Espinosa, Obra en prosa, ed. F. López Estrada, Málaga, Diputación Provincial de Málaga, 1991, p. 265.
[73] O más probablemente copias u originales de segunda, como demuestra M. Morán Turina, «Pinturas italianas y flamencas en la Andalucía barroca», en La Imagen Reflejada: Andalucía, Espejo de Europa, cat. exp., Cádiz, Junta de Andalucía, 2007, pp. 42-57.
[74] Espinosa, op. cit., pp. 243-244.
[75] Sigüenza, op. cit., pp. 599-600. Sobre la relación de Zuccaro con Felipe II, véase R. Mulcahy, «Federico Zúccaro y Felipe II: los altares de las reliquias para la Basílica de San Lorenzo de El Escorial», Reales Sitios 94 (1987), pp. 21-32.
[76] V. Carducho, Diálogos de la Pintura, ed. F. Calvo Serraller, Madrid, Turner, 1979, pp. 261-263.
[77] Ibid., pp. 93-94.
[78] Véase M. Cacho Casal, «‘La memoria en el pincel, la fama en la pluma’: fuentes literarias en el Libro de retratos de Francisco Pacheco», Bulletin Hispanique 109, 1 (2007), pp. 47-65.
[79] Transcrita en J. M. Pita Andrade (dir.), Corpus Velazqueño. Documentos y textos, vol. 1, Madrid, MECD, 2000, pp. 79-83 [esp. p. 81], y comentada por M. A. Candelas Colodrón, «La silva “El pincel” de Quevedo: la teoría pictórica y la alabanza de pintores al servicio del dogma contrarreformista», Bulletin Hispanique 98, 1 (1996), pp. 85-95.
[80] B. Garzelli, «“A la ballena y a Jonás, muy mal pintados”: Quevedo coleccionista y crítico de arte», La Perinola 11 (2007), pp. 85-95.
[81] Véase L. López Grigera (ed.), Anotaciones de Quevedo a la Retórica de Aristóteles, Salamanca, Compañía de Ediciones & SEHL, 1998.
[82] Se sabe que Quevedo poseía el De veri precetti della pittura de Giovanni Battista Armenini (1587), como atestigua un ejemplar autografiado por él que aún se conserva. Cfr. I. Pérez Cuenca, «Las lecturas de Quevedo a la luz de algunos impresos de su biblioteca», La Perinola 7 (2003), pp. 299-302.
[83] B. Garzelli, «Il ritratto nel ritratto: metapitture burlesche nella galleria di Quevedo», Rivista di Filologia e Letterature Ispaniche 6 (2003), pp. 275-276.
[84] J. M. Maestre Maestre, «En torno a la influencia retórica de A. García Matamoros en B. Arias Montano», en I Jornadas del Humanismo Extremeño, Trujillo, Real Academia de Extremadura, 1996, pp. 63-75.
[85] Carta de 16 de enero de 1570, cit. por S. Hänsel, Benito Arias Montano (1527-1598): humanismo y arte en España, Huelva, Universidad de Huelva, 1999, p. 29, n. 36.
[86] Cervelló Grande (ed.), op. cit., p. 174.
[87] Pacheco, Arte, cit., p. 555.
[88] Ibid., pp. 419-420.
[89] Ibid., pp. 416-417.
[90] Ibid., p. 413.
[91] Ibid., p. 417.
[92] A. García Berrio, «Historia de un abuso interpretativo “Ut pictura poesis”», en Estudios ofrecidos a Emilio Alarcos Llorach (con motivo de sus XXV años de docencia en la Universidad de Oviedo), vol. 1, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1976, esp. pp. 293-297.
[93] C. Corbacho Cortés, Literatura y arte: el tópico “Ut pictura poesis”, Cáceres, Universidad de Extremadura, 1998, pp. 59-95.
[94] Aristóteles, Pol. VIII, 3, 1337b-1338b. Cit. Política, ed. E. García Fernández y P. López Barja de Quiroga, Madrid, Istmo, 2005, pp. 399-402. Véase también Plinio el Viejo, Nat. Hist. XXXV, 77, cit., p. 97. Sobre la enseñanza del dibujo en los programas de la educación liberal griega, véase H. I. Marrou, Historia de la educación en la Antigüedad, Madrid, Akal, 1985, pp. 178-179.
[95] Marciano Capella, De nuptiis Phil. et Merc. V, 425-436. Cit. Le nozze di Filologia e Mercurio, ed. I. Ramelli, Milán, Bompiani, 2001, pp. 284-291.
[96] Pausanias, Perieg. I, 43, 6. Cit. Descripción de Grecia, ed. M. C. Herrero Ingelmo, vol. 1, Madrid, Gredos, 1994, p. 200.
[97] Ibid., V, 11, 8, op. cit., vol. 2, p. 237.
[98] H. F. North, «Emblems of Eloquence», Proceedings of the American Philosophical Society 137, 3 (1993), pp. 406-430.
[99] A. Madruga Real, «Fernando Gallego y la decoración de la Universidad de Salamanca», en F. Checa y B. J. García García (eds.), El arte en la Corte de los Reyes Católicos. Rutas artísticas a principios de la Edad Moderna, Madrid, Fundación Carlos de Amberes, 2005, pp. 145-163.
[100] A. de la Torre, Vision delectable de la philosophia [et] artes liberales, metaphisica, y philosophia moral, Sevilla, Jacobo y Juan Cromberger, 1526, ff. 8v-10v. Véase asimismo Menéndez y Pelayo, op. cit., vol. 2, pp. 931-935.
[101] M. D. Garrard, «The Liberal Arts and Michelangelo’s First Project for the Tomb of Julius II (with a Coda on Raphael’s “School of Athens”», Viator 15 (1984), pp. 335-404.
[102] F. Checa Cremades, «La biblioteca de El Escorial: tesoro bibliográfico y conmemoración dinástica de la Casa de Austria», Reales Sitios 28, 108 (1991), pp. 17-28.
[103] Sigüenza, op. cit., pp. 612-614.
[104] Pacheco, Arte, op. cit., p. 538.
[105] P. Mexía, Historia Imperial y Cesarea, en la qval en svmma se contienen las vidas y hechos de todos los Cesares Emperadores de Roma, desde Iulio Cesar hasta el Emperador Carlos Quinto, Amberes, Viuda de Martín Nucio, 1561, pp. 53 y 79.
[106] G. B. Armenini, De los verdaderos preceptos de la pintura, ed. M. C. Bernárdez Sanchís, Madrid, Visor, 1999, pp. 217-219.
[107] P. O. Kristeller, «The Modern System of the Arts», en Renaissance Thought II. Papers on Humanism and the Arts, Nueva York, Harper & Row, 1965, p. 173. Por este orden las recogió, entre los años 627 y 630, san Isidoro de Sevilla, Etym. I, ii, 1-2. Cit. Etimologías, ed. L. Cortés y Góngora y S. Montero Díaz, Madrid, BAC, 1951, p. 6.
[108] Horacio, Ars poet. 9-10, op. cit., p. 181.
[109] Luciano, Pro imag. 18. Cit. En pro de los retratos, en Obras, vol. 3, ed. J. Zaragoza Botella, Madrid, Gredos, 1990, p. 169.
[110] Véase Filóstrato el Joven, Imagines Proem. 6. Cit. Imágenes - Descripciones, cit., pp. 161-162.
[111] G. Durando, Rationale divinorum officiorum I, 3. Cit. S. Sebastián López, Mensaje del arte medieval (anexo documental), ed. J. Mellado Rodríguez, Córdoba, Escudero, 1978, p. 17, alude en concreto a dejar a la voluntad de los pintores el modo de representar las «diversas historias del Antiguo y Nuevo Testamento». Véase A. Chastel, «Le dictum Horatii quidlibet audendi potestas et les artistes (XIIIe-XVIe siècle)», en Fables, formes, figures, vol. 1, París, Flammarion, 1978, pp. 366-367.
[112] Uno de los primeros (ca. 1360-1374) en hacerse eco de esta formulación para justificar la utilidad de la poesía, estableciendo una analogía con la libertad concedida a los pintores en un paralelo inverso al que después sería habitual entre los teóricos del arte, fue G. Boccaccio, Gen. deo. gent. XIV, 6. Cit. Genealogía de los dioses paganos, ed. M. C. Álvarez y R. M. Iglesias, Madrid, Editora Nacional, 1983, p. 815: «Pero pregunto, si Praxiteles o Fidias, doctísimos en escultura, pudieron esculpir un Priapo impúdico que se lanza de noche contra Iole más que contra Diana, insigne por su honestidad, o si puede pintar Apeles, o nuestro Giotto, más importante que el cual no fue Apeles en su época, a Marte uniéndose a Venus más que a Júpiter promulgando leyes a los dioses desde su trono, ¿diremos que estas artes han de estar condenadas? ¡Sería muy estúpido decirlo!». Si unos deslices esporádicos no eran razón para condenar las artes visuales –cuya misión era incitar a una conducta virtuosa–, sin duda tampoco podían motivar, para Boccaccio, la reprobación de la poesía. Véase en esta línea C. E. Gilbert, «Boccaccio’s Devotion to Artists and Art», en Poets seeing artists’ work. Instances in the Italian Renaissance, Florencia, Olschki, 1991, pp. 54-64.
[113] C. W. Westfall, «Painting and the Liberal Arts: Alberti’s View», en Connell (ed.), op. cit., pp. 130-149.
[114] D. Benati, «Una vita negli autoritratti», en id. y E. Riccòmini (eds.), Annibale Carracci, cat. exp., Milán, Electa, 2006, pp. 72-85.
[115] M. Morán Turina, Estudios sobre Velázquez, Madrid, Akal, 2006, p. 98.
[116] E. Lafuente Ferrari, «Borrascas de la pintura y triunfo de su excelencia. Nuevos datos para la historia del pleito de la ingenuidad del arte de la pintura», Archivo Español de Arte 17 (1944), esp. pp. 77-93.
[117] M. Falomir Faus, «Un dictamen sobre la nobleza y liberalidad de las artes en la Andalucía de principios del siglo XVII», Academia. Boletín de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando 82 (1996), pp. 483-509.
[118] J. Gállego, El pintor, de artesano a artista, Granada, Diputación Provincial de Granada, 1995, esp. pp. 31-32.
[119] V. Carducho, Dialogos de la pintvra, sv defensa, origen, esencia, definición, modos y diferencias, Madrid, Francisco Martínez, 1633, f. 228v.
[120] C. Cennini, El Libro del Arte, ed. F. Brunello y L. Magagnato, Madrid, Akal, 2002, cap. 1, p. 32.
[121] Ibid.
[122] Da Vinci, Tratado, cit., pp. 51-52.
[123] Holanda, op. cit., p. 188.
[124] Véanse, p. e., G. A. Gilio, Dialogo nel quali si ragiona degli errori e degli abusi de’ pittori circa l’storie, en P. Barocchi (ed.), Trattati d’arte del Cinquecento fra Manierismo e Controriforma, vol. 2, Bari, Giuseppe Laterza e Figli, 1961, pp. 15-16; G. Paleotti, Discorso intorno alle imagini sacre e profane, en ibidem, p. 401; y R. Alberti, Trattato della nobiltà della pittura, en Barocchi (ed.), Trattati, cit., vol. 3, p. 206.
[125] W. R. Rearick, The Art of Paolo Veronese 1528-1588, Washington, National Gallery of Art, 1988, p. 104.
[126] E. Martínez Miura, «El impacto de El Bosco en España», Cuadernos Hispanoamericanos 471 (1989), pp. 115-120.
[127] L. Peñalver Alhambra, Los monstruos de El Bosco, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1999, esp. pp. 29-40.
[128] Según Plinio el Viejo, Nat. Hist. XXXV, 112, 114, op. cit., pp. 109-110.
[129] F. de Guevara, Comentarios de la pintura, ed. R. Benet, Barcelona, Selecciones Bibliófilas, 21948, pp. 125-129.
[130] Vitruvio, De arch. VII, v. Cit. De architectvra, dividido en diez libros, trad. de M. de Urrea, Alcalá de Henares, Juan Gracián, 1582, ff. 96v-97v.
[131] Guevara, op. cit., pp. 154-162.
[132] Ibid., pp. 100-101. En apoyo de esta lectura, véase el significado de Matachín en S. de Covarrubias Orozco, Tesoro de la Lengua Castellana o Española, ed. F. C. R. Maldonado y M. Camarero, Madrid, Castalia, 21995, p. 741. Del uso español de esta voz podemos también citar el manuscrito autógrafo de la inédita España defendida (1609), obra de Quevedo, quien al referir algunas tradiciones españolas dice: «En las fiestas ai antiquísimas costumbres, como las danzas i matachines i jigantes, i prinçipalmente la que oi llamamos tarasca». Cfr. V. Roncero López, «Aproximaciones al estudio y edición de la España defendida», La Perinola 1 (1997), p. 219.
[133] Covarrubias Orozco, op. cit., p. 608.
[134] A. M. Salazar, «El Bosco y Ambrosio de Morales», Archivo Español de Arte 28, 110 (1955), pp. 117-138.
[135] A. de Morales (ed.), Las obas (sic) del maestro Fernan Perez de Oliva... Con otras cosas que van añadidas, como se dara razon luego al principio, Córdoba, Gabriel Ramos Bejarano, 1586, f. 281.
[136] I. Mateo Gómez, «Felipe II coleccionista de El Bosco: pervivencias literarias medievales a lo largo del siglo XVI, “prudencia y decoro”», en El arte en las Cortes de Carlos V y Felipe II, Madrid, CSIC, 1999, pp. 335-345.
[137] P. Silva Maroto, «En torno a las obras del Bosco que poseyó Felipe II», en Felipe II y las Artes. Actas del Congreso Internacional, 9-12 de diciembre de 1998, Madrid, Universidad Complutense, 2000, p. 535.
[138] Sigüenza, op. cit., p. 677.
[139] Ibid., p. 671. La expresión la aplicó por vez primera Antonio Pérez a Tiziano. Cfr. X. de Salas, «Un lugar común de la crítica artística», Archivo Español de Arte 16, 60 (1943), p. 420, n. 3.
[140] Sigüenza, op. cit., p. 655.
[141] Ibid., pp. 589-591. Repite la fórmula en ibid., p. 605.
[142] Plinio el Viejo, Nat. Hist. XXXV, 98, op. cit., p. 104.
[143] F. Checa Cremades, «Un príncipe del Renacimiento. El valor de las imágenes en la Corte de Felipe II», en id. (dir.), Felipe II. Un monarca y su época: un Príncipe del Renacimiento, cat. exp., Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 1998, pp. 46-48.
[144] Pacheco, Arte, cit., p. 521. Sobre Butrón y Pacheco en relación con El Bosco, véase X. de Salas, El Bosco en la literatura española, Barcelona, Imprenta Sabater, 1943, pp. 21-22; 27-29.
[145] G. P. Lomazzo, Trattato dell’arte de la pittura, Milán, Paolo Gottardo Pontio, 1584, p. 28.
[146] Pacheco, Arte, cit., p. 80, n. 16.
[147] Cervelló Grande (ed.), op. cit., p. 174.
[148] Falomir Faus, «Un dictamen», cit., p. 498.
[149] J. A. de Butrón, Discvrsos apologeticos en que se defiende la ingenuidad del arte de la Pintura. Qve es liberal y noble de todos derechos, Madrid, Luis Sánchez, 1626, f. 89.
[150] Carducho, Dialogos, cit., f. 224v. Citamos aquí por la ed. original, pues F. Calvo Serraller no incluye el parecer de Rodríguez de León en su versión del tratado de Carducho ni en Teoría de la pintura en el Siglo de Oro, Madrid, Cátedra, 21991.
[151] J. Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias, ed. G. Serés, Madrid, Cátedra, 1989, pp. 395-396.
[152] Erasmo de Rotterdam, Epitome chiliadvm adagiorvm, Amberes, Michael Hillenius Hoochstratanus, 1528, p. 187.
[153] K. L. Selig, «Sulla fortuna spagnola degli “Adagia” di Erasmo», Convivium 25 (1957), pp. 88-91.
[154] Manero Sorolla, «El precepto horaciano», cit., pp. 181-182.
[155] Gilio, op. cit., pp. 3 y 110.
[156] A. Egido, «La página y el lienzo: sobre las relaciones entre poesía y pintura», en Fronteras de la poesía en el Barroco, Barcelona, Crítica, 1990, p. 169.
[157] L. de Vega, Laurel de Apolo, ed. A. Carreño, Madrid, Cátedra, 2007, p. 119.
[158] I. Marful, «Platón: poética y paideia», Epos. Revista de Filología UNED 9 (1993), esp. p. 595.
[159] Platón, Rep. X, 605a-c, cit., pp. 479-480. Véase F. Castro, «Meditación sobre el siglo de Laocoonte», en N. Balestrini et. al., Ut pictura poesis. «Com la pintura, així és la poesia», Barcelona, Fundació Caixa de Pensions, 1988, pp. 56-57.
[160] Aristóteles, De poet. 1447a19-1447b8. Cit. Poética, ed. V. García Yebra, Madrid, Gredos, 1988, pp. 127-128.
[161] Ibid., 1450b1-3, cit., pp. 149-150.
[162] Véase K. Borinski, Die Antike in Poetik und Kunsttheorie von Ausgang des klassischen Altertums bis auf Goethe und Wilhelm von Humboldt, vol. 1, Leipzig, Dieterich, 1914, pp. 183-184, una obra tan rica en ideas como desordenada.
[163] Cicerón, Tusc. Disp. V, xxxix, 114. Cit. Disputas Tusculanas. Libros III-IV, ed. J. Pimentel Álvarez, vol. 2, México, UNAM, 1979, pp. 127-128. También dentro de la Vida de Homero pseudo-plutarquea consta como «maestro de pintura»: «Efectivamente, uno de los sabios dijo que la poesía es pintura que habla y la pintura poesía silenciosa. ¿Quién antes o quién más que Homero por medio del aspecto imaginativo de su pensamiento mostró o adornó con la eufonía de sus versos a dioses, hombres, lugares, acciones varias? Plasmó con el material lingüístico también toda clase de animales, especialmente los más fuertes, leones, jabalíes, panteras, cuyas formas y cualidades respectivas mostró describiéndolas y comparándolas con hechos humanos. Se atrevió incluso a dar a los dioses formas humanas. Y Hefesto –el que fabricó el escudo para Aquiles y cinceló en oro tierra, cielo, mar, y además la magnitud del sol, la belleza de la luna, multitud de astros que coronan el Todo, ciudades que gozan de diversos caracteres y avatares, y animales que se mueven y emiten sonidos– ¿qué artesano en arte semejante le supera? [...] Muchos otros pasajes están expuestos en el poeta como un cuadro, los cuales se pueden reconocer por la simple lectura». Cfr. Pseudo-Plutarco, Vit. Hom. 216-217. Cit. Sobre la vida y poesía de Homero, ed. E. A. Ramos Jurado, Madrid, Gredos, 1989, pp. 180-182.
[164] Luciano, Eikones 8, cit., p. 433. Esta tradición justifica la metáfora de Filóstrato el Viejo al contraponer la descripción de una pintura sobre La educación de Aquiles, donde se muestra al joven héroe en figura de muchacho, con el sublime Aquiles «que lucha en el foso, el que con su sola voz pone en fuga a los troyanos, el que mata a diestro y siniestro y tiñe de rojo las aguas del Escamandro, el de los caballos inmortales, el que arrastró a Héctor, el que rugió de dolor sobre el pecho de Patroclo»; «ése –resuelve Filóstrato– ya fue pintado por Homero». Cfr. Filóstrato el Viejo, Imagines II, 2, 1, cit., p. 95.
[165] Estrabón, Geog. VIII, iii, 30. Cit. Geografía. Libros VIII-X, ed. J. J. Torres Esbarranch, Madrid, Gredos, 2001, pp. 86-87.
[166] Homero, Il. I, 528-530: «Dijo, y sobre las oscuras cejas asintió el Cronión; / y las inmortales guedejas del soberano ondearon / desde la inmortal cabeza, y el alto Olimpo sufrió una honda sacudida». Cit. Ilíada, ed. E. Crespo Güemes, Madrid, Gredos, 1991, p. 119. En época de Tiberio, el rétor Valerio Máximo agregó el episodio a sus Hechos y dichos memorables, un repertorio de lugares comunes con anécdotas históricas con destino a las escuelas de declamación. Cfr. Valerio Máximo, Fact. et dict. mem. III, 7, 4. Hechos y dichos memorables, ed. S. López Moreda, M. L. Harto Trujillo y J, Villalba Álvarez, vol. 1, Madrid, Gredos, 2003, pp. 245-246.
[167] Dion Crisóstomo, Or. XII, 25-26; 44-46; 49-85. Cit. «Olímpico» o «Sobre el primer concepto de Dios», en Discursos. XII-XXXV, ed. G. del Cerro Calderón, Madrid, Gredos, 1989, pp. 21-22; 30-47.
[168] S. Ferri, «Il discorso di Fidia in Dione Crisostomo. Saggio su alcuni concetti artistici del V secolo», Annali della Scuola Normale Superiore di Pisa. Classe di Lettere e Filosofia Serie II, vol. 5 (1936), pp. 237-266.
[169] Alberti, De pict. III, 54, cit., p. 115.
[170] E. Barelli, «The “Sister Arts” in Alberti’s “Della Pittura”», British Journal of Aesthetics 19 (1979), pp. 251-262. En tono más general, véase A. García Berrio y T. Hernández Fernández, Ut poesis pictura. Poética del arte visual, Madrid, Tecnos, 1988, pp. 11-16.
[171] Cfr. Salinas, op. cit., p. 76.
[172] Guevara, op. cit., p. 349.
[173] Ibid., p. 227. La cursiva es nuestra.
[174] Ibid., pp. 105-107.
[175] Cicerón, De inv. II, i, 1-3, cit., pp. 197-198.
[176] Cervelló Grande (ed.), op. cit., pp. 173-174.
[177] «Primo pintor delle memorie antiche», en concreto. Cfr. F. Petrarca, Triump. Fam. III, 15. Cit. Triunfos, ed. J. Cortines y M. Carrera, Madrid, Editora Nacional, 1983, pp. 160-161. La cita de Petrarca, asimismo recogida por Varchi o Giovanni Bonifacio, de nuevo en Roskill, op. cit., pp. 100-101. Dolce, de hecho, seguramente sea la fuente de Gutiérrez de los Ríos, ya que poseía una ejemplar del Diálogo del veneciano en su biblioteca. Véase M. T. Cruz Yábar, «Gaspar Gutiérrez de los Ríos, teórico de la estimación de las artes. II. Formación y obra», Academia 84 (1997), p. 390. Compárese también con R. Soler i Fabregat, El libro de arte en España durante la edad moderna, Gijón, Trea, 2000, p. 179.
[178] Cervelló Grande (ed.), op. cit., p. 174.
[179] Pacheco, Arte, cit., p. 734, probablemente a partir de Dolce.
[180] Alberti, De pict. III, 54, cit., p. 115.
[181] J. M. Rozas y A. Quilis, «El lopismo de Jiménez Patón. Góngora y Lope en la Elocuencia española en Arte», Revista de Literatura 21 (1962), pp. 35-54.
[182] Jiménez Patón, op. cit., p. 157.
[183] Carducho, Diálogos, cit., p. 213.
[184] Ibid., p. 208.
[185] J. Babelon, «Pintura y Poesía en el Siglo de Oro», Clavileño. Revista de la Asociación Internacional de Hispanismo 1, 2 (1950), pp. 16-17.
[186] G. de la Vega, Obras... con anotaciones de Fernando de Herrera, Sevilla, Alonso de la Barrera, 1580, p. 11. Véase O. Macrí, «Poesía e pittura in Fernando de Herrera», Paragone 4, 41 (1953), esp. pp. 3-6.
[187] Pacheco, Arte, cit., p. 347.
[188] F. de Herrera, Obra poética, ed. J. M. Blecua, vol. 2, Madrid, Real Academia Española, 1975, pp. 81-82. El tópico se encuentra también en algunos sermones coetáneos. Cfr. S. Bauzá, Sermon qve predico... en las fiestas que se celebraron en el Colegio de la Compañia de Iesvs de dicha Ciudad, a 1. 2. y 3. de Mayo del Año 1610, por la Beatificacion del Glorioso Padre Ignacio de Loyola, Fundador de la mesma Compañia, Mallorca, Gabriel Guasp, 1610, p. 10: «pinto Homero à Dios con vna cadena de oro que le salía de la mano, y yua enlazando, y eslauonando a todas las critaturas, boluia el otro cabo à la misma mano, para significar, que todo sale como criado de Dios, y buelue a Dios, como de Esclauo à Señor».
[189] J. de Jáuregui, Diálogo entre la Naturaleza y las dos Artes, Pintura y Escultura, de cuya preminencia se disputa y juzga. Dedicado a los práticos y teóricos en estas artes, en Calvo Serraller, Teoría, cit., p. 154.
[190] De Francisco de Rioja, Juan de Arguijo y Manuel Sarmiento de Mendoza, canónigo de la catedral de Sevilla. Véase M. Cobos Rincón, Francisco de Calatayud y Sandoval: vida y obra, Sevilla, 1988, p. 141.
[191] Una comparación de Píndaro con Miguel Ángel, también en el entorno sevillano, en P. de Céspedes, «Discurso de la Comparación de la Antigua y Moderna Pintura y Escultura», en Rubio Lapaz y Moreno Cuadro (eds.), op. cit., p. 253.
[192] M. Herrero García, «Jáuregui como dibujante», Arte Español. Revista de la Sociedad Española de Amigos del Arte 13, 3 (1941), pp. 7-12.
[193] M. Cardenal Iracheta, «El “Panegírico por la poesía” de Fernando Luis de Vera y Mendoza», Revista de la Biblioteca Nacional 2 (1941), pp. 265-301. La mención coincide con un soneto de las Rimas que vieron la luz el mismo año de 1627 junto con la Corona trágica de Lope de Vega. Véase Herrero García, «Jáuregui», cit., p. 10.
[194] Carducho, Diálogos, cit., p. 209.
[195] Ibid., p. 210.
[196] Véase E. J. Gates, «Gongora’s Polifemo and Soledades in relation to Baroque art», The University of Texas Studies in Literature and Languages 1, 1 (1960), pp. 61-67.
[197] Apud M. Blanco, «Góngora et la peinture», Locvs Amœnvs 7 (2004), p. 207.
[198] Véase S. A. Vosters, «Lope de Vega, Rubens y Marino», Goya. Revista de Arte 180 (1984), pp. 321-325; A. García Berrio, «Poética literaria y creación artística en el Siglo de Oro», en J. Portús Pérez (ed.), El Siglo de Oro de la pintura española, Madrid, Mondadori, 1991, p. 312.
[199] Plinio el Viejo, Nat. Hist. XXXV, 19-20, op. cit., p. 80.
[200] M. Falomir Faus, Arte en Valencia, 1472-1522, Valencia, Consell Valencià de Cultura, 1996, pp. 332-333.
[201] M. N. Taggard, «Cecilia and María Sobrino: Spain’s Golden Age Painter-Nuns», Woman’s Art Journal 6, 2 (1985-1986), pp. 15-19.
[202] Véase E. Orozco Díaz, «Poetas pintores y pintores poetas. Apéndice a una nota», en Temas del Barroco. De poesía y pintura, ed. facs., Granada, Universidad de Granada, 1989, pp. 53-67, y Portús Pérez, Pintura y pensamiento, cit., pp. 119-121.
[203] Pacheco, Arte, cit., p. 131. Un lugar complementario, asimismo de raíz aristotélica, lo ofrecen Filóstrato el Viejo («los poetas […] como los pintores contribuyen por igual al conocimiento de los hechos y apariencia de los héroes»; cfr. Filóstrato el Viejo, Imagines I, 1, op. cit., p. 33) y Filóstrato el Joven (en el Proemio a sus Imágenes: «del mismo modo actúa la pintura, indicando con sus trazos lo que los poetas expresan con palabras»; Filóstrato el Joven, Imagines, Proem., op. cit., p. 162).
[204] C. Davies, «Ut Pictura Poesis», Modern Language Review 30 (1935), pp. 159-169.
[205] A. F. Kinney, «Poema rhetoricum et rhetor poeticus: The Forming of a Continental Humanist Poetics», en Continental Humanist Poetics. Studies in Erasmus, Castiglione, Marguerite de Navarre, Rabelais, and Cervantes, Amherst, University of Massachusetts Press, 1989, pp. 29-31.
[206] J. H. Hagstrum, The Sister Arts. The Tradition of Literary Pictorialism and English Poetry from Dryden to Gray, Chicago, University of Chicago Press, 1958, pp. 11-12.
[207] Platón, Gorg. 452e-458b. Cit. Gorgias, ed. R. Serrano Cantarín y M. Díaz de Cerio Díez, Madrid, CSIC, 2000, pp. 23-39.
[208] C. Rocco, «Liberating discourse: the politics of truth in Plato’s Gorgias», Interpretation 23 (1995-1996), pp. 361-385.
[209] Platón, Phæd. 244a-245c, cit., pp. 336-339. Véase E. Asmis, «Psychagogia in Plato’s Phaedrus», Illinois Classical Studies 11 (1986), pp. 153-172.
[210] E. E. Ryan, «Plato’s Gorgias and Phaedrus and Aristotle’s Theory of Rhetoric: A Speculative Account», Athenaeum 57 (1979), pp. 452-461.
[211] Aristóteles, Rhet. 1405a-1407a; 1411a-1413b, op. cit., pp. 490-504; 534-548.
[212] Id., De poet. 1456a34-1456b19 (cfr. Rhet.1356a1-19 y 1378a20-29), op. cit., pp. 195-197.
[213] Id., Rhet. 1404a39-1405a6 (cfr. De poet.1456a32-1459a16), junto con Rhet. 1372a1 y 1419b6 (referentes a la parte de De poet. que, dedicada a la comedia, no se ha conservado), op. cit., pp. 273; 485-490; 592-593.
[214] G. Morpurgo Tagliabue, «Aristotelismo e Barocco», en Castelli (ed.), op. cit., pp. 128-133.
[215] Cicerón, Pro Archia I, 2. Cit. Discurso en defensa del poeta Arquías, ed. A. Espigares Pinilla, Madrid, Palas Atenea, 2000, p. 29. Tertuliano, utilizando la metáfora del parentesco de las artes de Cicerón en Pro archia poeta, decía que «No hay arte que no sea la madre o el pariente muy cercano de otra arte». Tertuliano, De idololatria liber. Cit. Opera omnia, en J. P. Migne (ed.), Patrologiae latinae, vol. 1, París, Imprimerie Catholique, 1844, c. 670b.
[216] Cicerón, De orat. III, 6, 27, cit., p. 385.
[217] Ibid. I, 16, 70, cit., p. 117.
[218] Véase complementariamente id., Orator 202, cit., p. 136.
[219] Ibid. 67, cit., p. 63. El enthusiasmos de poetas y rétores era lo que mejor podía servir a sus fines patéticos y excitantes, según el Pseudo-Longino. Cfr. Pseudo-Longino, De sub. XV, 2,cit., p. 174.
[220] Cicerón, De orat. III, 44, 174, cit., p. 459.
[221] Ibid. I, 28, 128, cit., p. 136. A modo de matización resulta significativo traer dos valoraciones debidas a poetas que, si bien parten de la fuente ciceroniana, al mismo tiempo la complementan. Horacio advertía en la poesía una capacidad conmovedora idéntica a la de la retórica, que podía provocar los sentimientos necesarios para las distintas situaciones, fueran trágicas o cómicas: «No basta que sean hermosos los poemas: sean placenteros / y arrebaten el alma del oyente adonde quieran» (Horacio, Ars poet. 99-100, cit., p. 192). Y Ovidio, en una de sus Pónticas, remitida desde su exilio en Tomis a su amigo Casio Salano, maestro de oratoria de Germánico, le recordaba que, aunque sus obras eran distintas, ambas surgían de la misma fuente, ya que tanto uno como el otro profesaban las artes liberales. El tirso y el laurel, símbolos de la inspiración poética, le eran ajenos a Salano, pero el entusiasmo arrebataba a los dos por igual. Y terminaba: «así como tu elocuencia confiere energía a mis ritmos, del mismo modo yo doy brillo a tus palabras». Cfr. Ovidio, Ex Ponto II, 5, 65-70. Cit. Pónticas, ed. J. González Vázquez, Madrid, Gredos, 1992, pp. 426-429.
[222] A partir de un fragmento de Teofrasto de Éreso, Quintiliano infería que el mayor beneficio para el orador lo proporcionaba la lectura de los poetas, en quienes podía encontrar ejemplos útiles: «Porque de éstos se saca el aliento del espíritu en expresar la realidad y la sublimidad en las palabras, toda suerte de emociones en los sentimientos y la dignidad en la presentación de las personas, y sobre todo las fuerzas de la mente, a fuer de machacadas por la diaria actividad forense, se refrescan extraordinariamente con el encanto de tales obras poéticas. [...] Debemos, sin embargo, tener presente que no en todas las cosas ha de seguir el orador a los poetas, ni en la libertad del uso de palabras ni en la osadía del empleo de figuras». Cfr. Quintiliano, Inst. Orat. X, i, 27-28, op. cit., vol. 4, pp. 21-23.
[223] Ibid. III, iv, vol. 1, pp. 333-337.
[224] Ibid. IX, i, 29, vol. 4, p. 23.
[225] Así, en Homero «encontramos ya a Fénix, un maestro tanto para las hazañas como también para la oratoria, a muchos oradores, y en sus tres grandes caudillos (Agamenón, Aquiles, Ulises) todo género de discurso [es decir, tipos de cada uno de los tres estilos] y hasta desafíos de elocuencia celebrados entre los jóvenes; más aún, en el cincelado relieve del Escudo de Aquiles hay también pleitos y abogados». Ibid. II, xvii, 8, vol. 1, p. 281.
[226] Ibid. X, i, 49, vol. 4, p. 31.
[227] Macrobio, Saturn. V, i, 1. Cit. The Saturnalia, ed. P. V. Davies, Nueva York-Londres, Columbia University Press, 1969, p. 282 [ed. cast.: Saturnales, ed. Juan Francisco Mesa Sanz, Madrid, Akal, 2009].
[228] D. L. Clark, Rhetoric and Poetic in the Renaissance, Nueva York, Columbia University Press, 1922, p. 42.
[229] Curtius, op. cit., vol. 1, pp. 226-231.
[230] C. L. Clark, «Aristotle and Averroes: The Influences of Aristotle’s Arabic Commentator upon Western European and Arabic Rhetoric», Review of Communication 7, 4 (2007), pp. 369-387.
[231] Averroes, Middle Commentary on Aristotle’s Poetics, ed. C. E. Butterworth, Princeton, Princeton University Press, 1986, p. 14. Para una traducción de esta paráfrasis de Averroes sobre la Poética de Aristóteles, cfr. Averroes, Antología, ed. M. Cruz Hernández, Sevilla, Fundación El Monte, 1998, pp. 123-134. La primera edición (en latín) del comentario averroísta es de 1481.
[232] L. Alburquerque García, «La poética extravagante en textos españoles del siglo XVI», Epos. Revista de Filología U.N.E.D. 9 (1993), pp. 277-291.
[233] A. Kibedi Varga, Rhétorique et littérature. Études de structures classiques, París, Didier, 1970, pp. 9, 25.
[234] Véase para ello García Dini (ed.), op. cit., pp. 30-68.
[235] A. Buck, «Gli Studi sulla Poetica e sulla Retorica di Dante e del suo tempo», Cultura e Scuola 4 (1965), pp. 143-166.
[236] Boccaccio, Gen. deo. gent. XIV, 12, cit., pp. 831-833.
[237] Tateo, op. cit., pp. 221-229.
[238] K. Vossler, Poetische Theorien in der italienischen Frührenaissance, Berlín, E. Felber, 1900, p. 88.
[239] D. A. LaRusso, «La retórica en el Renacimiento italiano», en Murphy (ed.), La elocuencia en el Renacimiento, cit., pp. 53-73.
[240] Di Camillo, op. cit., pp. 49-66.
[241] Su prólogo fue publicado por Menéndez y Pelayo, op. cit., vol. 2, pp. 915-920. Para una edición moderna, véase A. de Cartagena, La Rhetórica de M. Tullio Cicerón, ed. R. Mascagna, Nápoles, Liguori, 1969. Recuérdese la deuda de la teoría epistolar con respecto al De inventione (entonces conocido como Rhetorica vetus) y la Rhetorica ad Herennium (o Rhetorica nova). Véase J. J. Murphy, «Ars dictaminis: The Art of Letter Writing», en Rhetoric in the Middle Ages: A History of Rhetorical Theory from St. Augustine to the Renaissance, Berkeley, University of California Press, 1974, pp. 224-225.
[242] E. de Villena, Traducción y glosas de la «Eneida», libros I-III, Madrid, Biblioteca Castro, 1994, esp. pp. XV-XVII, e id., Traducción y glosas de la «Eneida», libros IV-XII. Traducción de la «Divina Commedia», Madrid, Biblioteca Castro, 2000, p. X, ambas eds. de P. M. Cátedra García.
[243] También publicado por Menéndez y Pelayo, op cit., vol. 2, pp. 921-930.
[244] Como la adopción del nombre mismo de «carta», recuerdo de la «epístola» horaciana a los pisones. Véase M. Garci-Gómez, «Otras huellas de Horacio en el marqués de Santillana», Bulletin of Spanish Studies 50, 2 (1973), p. 130.
[245] Id., «Paráfrasis de Cicerón en la definición de poesía de Santillana», Hispania 56 (1973), p. 207.
[246] A. Medina Bermúdez, «El diálogo De Vita Beata, de Juan de Lucena: un rompecabezas histórico (II)», Dicenda. Cuadernos de Filología Hispánica 16 (1998), pp. 148-150.
[247] Esta obrita de Juan del Encina está reproducida en Menéndez y Pelayo, op. cit., vol. 2, pp. 937-950.
[248] B. Vickers, «Rhetoric and Poetics», en Cambridge History of Renaissance Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press, 1987, pp. 715-745.
[249] Argan, op. cit., p. 10.
[250] Véase F. Checa Cremades y M. Morán Turina, «Retórica, teatralidad y los problemas del realismo y clasicismo barrocos», en El barroco, Madrid, Istmo, 2001, 28-37.
[251] Lichtenstein, «Contre l’Ut pictura poesis», cit.
[252] D. Freedberg, El poder de las imágenes. Estudios sobre la historia y la teoría de la respuesta, Madrid, Cátedra, 1992, pp. 19-44.
[253] M. Barasch, The Language of Art. Studies in Interpretation, Nueva York, New York University Press, 1997, pp. 11-12.
[254] F. Vuilleumier Laurens, «Les leçons du Paragone. Les debuts de la théorie du la peinture», en P. Galand-Hallyn y F. Hallyn (dirs.), Poétiques de la Renaissance, Ginebra, Droz, 2001, pp. 596-610.
[255] Da Vinci, Tratado, cit., pp. 61-62.
[256] P. Pino, Dialogo di pittura, en Barocchi (ed.), Trattati, cit., vol. 1, pp. 115-116.
[257] La cita en Roskill, op. cit., pp. 100-101. Véase además M. Pozzi, «L’ ‘ut pictura poesis’ in un dialogo di L. Dolce», Giornale Storico della Letteratura Italiana 144 (1967), p. 237.
[258] Roskill, op. cit., pp. 168-169.
[259] L. Giannone, Pietro Aretino and Spanish Literary Influences in his Works, reimp. facs., Ann Arbor, University of Michigan Press, 1985, p. 5.
[260] Roskill, op. cit., p. 157.
[261] Respectivamente, en Inferno III, 109-111 y V, 4-6, y Purgatorio XII, 67; y en Paradiso I, 43-45 para las tumbas mediceas. Cit. Dante, Obras completas, Madrid, BAC, 1994, pp. 34, 41, 250 y 365.
[262] B. Varchi, Dve lezzioni... nella prima delle qvali si dichiara vn Sonetto d. M. Michelagnolo Buonarroti. Nella seconda si disputa quale sia piu nobile arte la Scultura, o la Pittura, con vna lettera d’esso Michelagnolo, & piu altri Eccellentiss. Pittori, et Scultori, sopra la Quistione sopradetta, Florencia, Lorenzo Torrentino, 1549, pp. 115-117.
[263] Lomazzo, Trattato, cit., pp. 281-284.
[264] Aristóteles, De poet. 1448a, op. cit., pp. 131-134.
[265] F. Calvo Serraller, «El pincel y la palabra: Una hermandad singular en el barroco español», en Portús Pérez, El Siglo de Oro, cit., p. 187.
[266] Cfr. P. Gaurico, Super arte poetica Horatii, Roma, Valerio & Luigi Dorico, 1541, f. D ii para la mención explícita de que «la poesía debe parecerse a la pintura».
[267] Hermógenes, De dic. gen. II, 389. Cit. Sobre las formas de estilo, ed. C. Ruiz Montero, Madrid, Gredos, 1993, p. 292.
[268] LeCoat, op. cit., pp. 35-39.
[269] Weinberg, op. cit., vol. 1, p. 176.
[270] L. López Grigera, La retórica en la España del Siglo de Oro: teoría y práctica, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1994, p. 74, n. 233.
[271] R. D. F. Pring-Mill, «Escalígero y Herrera: citas y plagios de los Poetices libri septem en las Anotaciones», en J. Sánchez Romeralo y N. Polussen (eds.), Actas del Segundo Congreso Internacional de Hispanistas. 20-25 de agosto de 1965, Nimega, Instituto Español de la Universidad de Nimega, 1967, pp. 489-498.
[272] J. A. Sánchez Marín, «Los Poetices Libri Septem de Julio César Escalígero», en Maestre Maestre, Pascual Barea y Charlo Brea (eds.), op. cit., vol. II.2, p. 850.
[273] P. Barocchi (ed.), Scritti d’arte del Cinquecento, vol. 1, Milán, Riccardo Ricciardi, 1971, pp. 122-123.
[274] G. C. Scaligero, Poetices libri septem, Lyon, Antonium Vincentium, 1561, p. 175. W. G. Howard, «Ut Pictura Poesis», Publications of the Modern Language Association of America 24 (1909), pp. 44, y 43-67 sobre el desarrollo general de esta idea en el Renacimiento.
[275] C. López Rodríguez, «Aristóteles y Escalígero», en E. Sánchez Salor, L. Merino Jerez y S. López Moreda (eds.), La recepción de las artes clásicas en el siglo XVI, Cáceres, Universidad de Extremadura, 1996, pp. 463-464.
[276] H. F. Plett, «Lugar y función del estilo en la poética renacentista», en Murphy, La elocuencia en el Renacimiento, cit. pp. 423-430.
[277] L. Merino Jerez, «Aproximación al De auctoribus interpretandis y a las In artem poeticam Horatii annotationes del Brocense», en Maestre Maestre y Pascual Barea (coords.), op. cit., vol. I.2, esp. pp. 629-630.
[278] C. de Miguel Mora, «La estética horaciana en la Poética de Baltasar de Céspedes», en Sánchez Salor, Merino Jerez y López Moreda (eds.), op. cit., pp. 485-489.
[279] M. Molina Sánchez, «Poéticas latinas españolas de los siglos XVI y XVII: una aproximación a su estudio», en Sánchez Salor, Merino Jerez y López Moreda (eds.), op. cit., pp. 497-506.
[280] Quintero, op. cit., f. 35.
[281] Paleotti, op. cit., pp. 120; 148-149; 214-216.
[282] N. Heinich, «La peinture, son statut et ses porte-parole: le Trattato della Nobiltà della Pittura de Romano Alberti», Mélanges de l’École Française de Rome. Moyen Age – Temps Modernes 97, 2 (1985), pp. 934-936.
[283] K. Hellwig, La literatura artística española en el siglo XVII, Madrid, Visor, 1999, pp. 253-270.
[284] Paleotti, op. cit., pp. 139-142.
[285] R. Borghini, Il Riposo, Florencia, Giorgio Marescotti, 1584, pp. 25-46.
[286] Alberti, Trattato, cit., p. 201.
[287] J. Portús Pérez, «Entre el divino artista y el retratista alcahuete: El pintor en el teatro», en id. y Morán Turina, op. cit., p. 145, n. 37.
[288] Gállego, El pintor, cit., pp. 118-119.
[289] Ibid., p. 121.
[290] En Butrón, op. cit., ff. 79v-98v, juzga los distintos géneros pictóricos en razón de su valor moral, dentro de su Discurso XIV: el menor corresponde a los autores de «pinturas lascivas» y a los «paisistas», y el mayor a la pintura religiosa y al retrato.
[291] Gállego, El pintor, cit., p. 137.
[292] Ibid., pp. 166-168.
[293] Portús Pérez, «Fray Hortensio», cit., p. 104, recoge este juicio del trinitario: «Bultos, y relieves enteros de barro, leño, bronce, tiene en sus Templos España, que exceden (sea dicho sin envidia, aunque sin ignorancia) a quantas plasmas (sic), piedras y metales solemniza la antigüedad».
[294] M. Fumaroli, «Ut pictura rhetorica divina», en Bonfait (dir.), op. cit., esp. p. 77, asimismo publicado en La scuola del silenzio. Il senso delle immagini nel XVII secolo, Milán, Adelphi, 1995, pp. 291-313, traducción italiana –más completa y correcta que el propio original– de L’École du silence. Le sentiment des images au XVIIe siècle, París, Flammarion, 1994.
[295] Carducho, Diálogos, cit., p. 309.
[296] Ibid., p. 202.
[297] Ibid., p. 314.
[298] Ibid., pp. 34-35.
[299] Pacheco, Arte, cit., p. 239.
[300] Ibid., p. 240.
[301] J. Rodríguez Pequeño, «De la retórica a la poética en los estudios literarios en los Siglos de Oro», Edad de Oro 19 (2000), pp. 257-258.