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EXORDIUM

Mientras floreció la elocuencia, floreció la pintura.

Eneas Silvio Piccolomini[1]

Definición, partes y fines de la retórica

«Dum viguit eloquentia viguit pictura.» La cita con la que inauguramos este libro procede de una afamada carta de hacia 1451 escrita a Niklas von Wyle († 1478), el primer traductor alemán de literatura italiana renacentista. Eneas Silvio Piccolomini, que reinó como Pío II de 1458 a 1464, se refería con ella a la antigua fraternidad existente entre retórica y pintura. En su época, como en tiempos de Demóstenes y Cicerón, el florecimiento de una había enaltecido a la otra. Cuando, con Roma, cayó la oratoria, lo mismo pasó con la pintura; y cuando la primera revivió, también la segunda alzó su cabeza.

Mucho más que un adagio afortunado, para aprehender la trascendencia de esta frase, denotativa del Zeitgeist de la edad del humanismo, hemos de asumir la doble condición de Eneas Silvio como patrono de las artes y como orador. Su elocuencia fue la más poderosa arma que le preparó el terreno hasta su exaltación final. Aun siendo el más grande de los diplomáticos y eruditos de la curia, quizá no hubiera llegado a ser papa sin la reputación y la eficacia de su portentosa oratoria. A causa de ello, y ya desde su nombramiento como cardenal (1456) por parte del valenciano Calixto III, eran innumerables los que veían en él al más digno candidato al pontificado. Pues bien, de aquella tradición en la que se imbricaba Piccolomini, de la observación de situaciones de la vida real donde la elocuencia había conducido al éxito, surgió la retórica grecolatina.

Los primeros escritores de technai –obras usadas en la Antigüedad para aprender la técnica oratoria– analizaron los recursos empleados por los predecesores de Eneas Silvio en el dominio de la palabra y desarrollaron un método de enseñanza para inculcar tales habilidades. Con los siglos, de este germen brotaría toda una ciencia, un arte y hasta un ideal de vida. La sistematización de la elocuencia natural dio así origen a la facultas (gr. dynamis) oratoria. Si el comienzo del lenguaje lo suministró la naturaleza, el principio del ars resultó de la experiencia de observar lo útil y lo inútil, lo imitable y lo evitable en el discurso[2].

Según Aristóteles, la retórica consistía en reconocer los medios de convicción más apropiados para cada caso, tanto lo convincente como lo aparentemente convincente. Retórica sería entonces «la facultad de teorizar lo que es adecuado en cada caso para convencer»[3]. Esta definición de la retórica aristotélica como arte de la persuasión, fechable ca. 335-322 a.C. y basada en Isócrates[4], fue seguida sucesivamente por el auctor Ad Herennium y por Cicerón. La Retórica a Herenio, una obra anónima de comienzos del siglo I a.C., se tiene por el texto romano más antiguo que nos ha llegado sobre preceptiva oratoria. Atribuida en la Edad Media a Cicerón y después –no unánimemente– a Cornificio[5], constituye, junto con el De inventione ciceroniano, el primer corpus latino de elocuencia. Ambos libros, en la Edad Media llamados respectivamente Rhetorica nova o secunda y Rhetorica vetus o prima, crearon una terminología muy completa en latín a partir de la traducción o transliteración de los vocablos originales griegos. Ad Herennium, sobre todo, fijó la taxonomía de las figuras estilísticas que alcanzaría mayor presencia en las letras posteriores.

Obtener la aprobación de los oyentes (i. e., convencerles) debía ser el objetivo del orador propuesto como modelo a Cayo Herenio[6]. Cicerón, por su parte, estableció en su obra varias definiciones de la elocuencia, invariablemente conceptuada de «arte de persuadir». La invención retórica (86 a.C.), pensada como una síntesis completa pero abandonada a la mitad por su autor, estimaba «evidente» que la función de la retórica es hablar de manera adecuada para persuadir y que su finalidad es persuadir mediante la palabra[7]. Aunque el Cicerón maduro nunca volvería a dignarse a escribir un manual convencional sobre retórica, en su De oratore (56-55 a.C.) no dejó de considerar que hablar de un modo apropiado a la persuasión suponía la primera tarea del orador[8]. Ambos tratados contienen la división fundacional de la retórica en cinco partes: inventio, dispositio, elocutio, memoria y pronuntiatio. La invención se encarga del descubrimiento (excogitatio) de cosas (res, o «quid dicamus») verdaderas o verosímiles que hagan la causa probable; la disposición es la distribución en orden de esas ideas halladas por la invención; la elocución aplica las palabras (verba, o «quo modo dicamus») idóneas a los argumentos «inventados»; la memoria capta con firmeza palabras y argumentos, que, si están bien dispuestos, serán más fácilmente memorizables, y la pronunciación es el control de la voz y del cuerpo con arreglo a los argumentos y las palabras[9]. En el mencionado De oratore afirmará que estas partes orationis responden a una secuencia temporal: primero hay que encontrar qué decir, después ponerlo en orden y, por fin, adornar el discurso, aprenderlo de memoria y pronunciarlo[10].

El hispanorromano Quintiliano (ca. 95 d.C.), el más influyente profesor de oratoria del mundo antiguo, mantuvo la división ciceroniana de las partes rhetorices[11], pero se apartó de su paradigma en el fin señalado para la retórica. Para Quintiliano sería «la ciencia de hablar bien»[12] –una tesis de tradición estoica–, y no el arte de persuadir mediante la palabra. En el Renacimiento, esta mudanza de objetivos le granjeó los ataques de las retóricas modeladas sobre Cicerón, si bien, en términos generales, ambas definiciones trataron de conjugarse para salvar cualquier discordancia entre los dos grandes cánones de la elocuencia latina. Resumiendo mucho, se entendió que el bien hablar no podía ser un fin en sí mismo, sino algo dependiente del juicio del auditorio. Era un medio, un instrumento para alcanzar un fin, la persuasión[13].

Retórica y retoricismo

El término «retórica», por largo tiempo despreciado, se ha revalorizado de nuevo en las últimas décadas, pero su significado preciso –ya se aplique a la Antigüedad, a la Edad Media o a la Edad Moderna– parece lejos de estar claro para muchos. En primer lugar, lo «retórico» debe separarse de sus asociaciones peyorativas. La retórica, en el Siglo de Oro, no formalizaba una pomposidad vacía, una mendacidad intencionada, un gusto por el alarde, una artificialidad extravagante o una subordinación del contenido a la forma y el ornamento[14]. En la época se distinguía perfectamente entre la «verdadera elocuencia», un acto moral de comunicación y persuasión que excedía la simple disposición hermoseada de las palabras, y el retoricismo o la sofistería, una perversión –no una consecuencia– de la retórica, asociada con los fútiles ejercicios oratorios del helenismo tardío, criticados por los pensadores tardomedievales y recuperados por una parte decadente del humanismo[15]. Esta elaboración artificiosa de sutiles conceptos y refinamientos ingeniosos había caracterizado los juegos verbales de tradición escolástica, que no eran sino estratagemas para hacer caer al oponente en una contradicción y de este modo obtener la victoria sobre él. Tal era su objetivo, no la búsqueda de la verdad ni la corrección de errores e injusticias.

La reducción paulatina de las cinco partes de la retórica ciceroniana a sólo una, la elocutio, ha venido considerándose el punto de partida de la progresiva decadencia histórica de la teoría oratoria. Efectivamente, la elocutio es la única pars que nunca ha rebasado las lindes de la retórica[16]; por el contrario, sobre las otras cuatro partes siempre ha habido polémicas acerca de su exclusividad o compartición con otros campos[17]. Así, la inventio y la dispositio han sido consideradas por algunos –Pedro Juan Núñez (1554)[18], Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense (1579), Juan Jacobo de Santiago (1595) o Bartolomé Jiménez Patón (1604)– como patrimonio de la dialéctica[19]; o incluso de la lógica, si atendemos a Elio Antonio de Nebrija (1515)[20] o a Cipriano Suárez (1569)[21]. La escolástica medieval desconectó la memoria de la retórica y la trasladó a la ética. Erasmo de Rotterdam la tenía por necesaria para cualquier actividad humana, y Juan Luis Vives, en la misma línea, juzgaba que era una facultad natural aplicable a todas las ciencias, y no sólo a la retórica[22]. Aunque el Brocense, como Vives, se interesó por la memoria artificial –publicó un opúsculo sobre el tema en 1582[23]–, la omitió en sus tratados de oratoria, y discípulos suyos como Juan de Guzmán (1589)[24] o Jiménez Patón[25] apenas consignaron un pequeño apéndice dedicado a ella en sus retóricas, sin duda por mantener una tradición que, a pesar de todo, se veían incapacitados de eludir[26]. A grandes rasgos, la razón habitual para sacar la memoria de la división pentapartita de Cicerón fue que dependía más de la naturaleza que del arte, según esgrimieron manuales de filiación erasmista como los de Juan Lorenzo Palmireno (1567)[27], fray Luis de Granada (1576)[28] o Martín de Segura (1589).

Como causa principal de dicha identificación de retórica con ornato verbal, con los tropos y figuras, suele apuntarse la notable influencia del filósofo y humanista francés Petrus Ramus (Pierre de la Ramée) en la cultura europea del siglo XVI. Sus Brutinae quaestiones (1547), escritas contra Cicerón, y las Rhetoricae distinctiones (1549), contra Aristóteles y Quintiliano, fusionaron indisolublemente elocutio y retórica[29], en una unión que cristalizaría en época romántica con consecuencias nada halagüeñas para el arte de la elocuencia. Con los años, la herencia ramista redujo la antigua ciencia del discurso a sus técnicas de representación y terminó haciendo de la elocutio una fuente de verbosidad improductiva y superficial. Ni siquiera se libraron de ello, sin llegar a tales extremos de prolijidad, los auto­res más independientes: a la elocución están dedicados el Epitome troporum et schematum et grammaticorum et rhetorum de Francisco Galés (1553), el Libellus de figuris rhetoricis de Miguel de Saura (1567) o el Tractatus de figuris rhetoricis que Benito Arias Montano dejó manuscrito entre 1585 y 1592 y que hoy se conserva en dos copias en la Real Biblioteca de El Escorial[30]. Todo el De ratione dicendi de Vives se centra en la elocutio[31], y su influencia es manifiesta en el foco valenciano: Pedro Juan Núñez (1554) tenía la elocución como la única parte propia de la retórica[32], y Fadrique Furió Ceriol, en sus Institutionum rhetoricarum libri tres, del mismo año, sólo admitía dos partes en ésta: la elocutio y la dispositio[33]; la inventio y la memoria pertenecían a la lógica, y la pronuntiatio podía ser tan propia del orador como del actor.

Privada de la función rectora que enseñaba la organización del pensamiento y su adecuada argumentación, la retórica se fue fragmentando y especializando obsesivamente en la normativa del lenguaje figurado[34]. En España, este desmantelamiento in fieri se vincula al desarrollo de la oratoria jesuítica y al triunfo del conceptismo, en un proceso reduccionista que culmina en la Agudeza y arte de ingenio (1648) de Baltasar Gracián[35]. La gradual emancipación de la elocutio hará que en el seiscientos el término elocuencia llegue a sustituir al de retórica.

Casi siempre se censura la «decadente oratoria del Barroco» a partir del esperpéntico fray Gerundio de Campazas, que tan mordaz como exageradamente compuso el jesuita José Francisco de Isla a mediados del siglo XVIII. De hecho, mucho de lo escrito sobre la predicación del siglo XVII adolece del error de enfocar los fenómenos a partir de su presunto final (fray Gerundio) y no de su punto de partida (Diego de Estella o Luis de Granada). Hoy sabemos que el estrambótico Gerundio no caricaturizaba a los grandes predicadores cultos de las cortes de Felipe III o Felipe IV (Hortensio Félix Paravicino o Jerónimo de Florencia), sino a contemporáneos del P. Isla, que se basó en sermones de 1734-1754 para asestar un golpe mortal a la retorcida ampulosidad de la oratoria de su tiempo. El novelista no inventó los disparatados sermones de fray Gerundio, sino que puso en su boca un buen número de discursos originales pronunciados por oradores aún vivos, perfectamente reconocibles –algunos incluso eran predicadores regios– para los lectores coetáneos[36]. Esto lo corrobora Benito Jerónimo Feijoo, quien, habiéndose ejercitado en el púlpito, prevenía, de una parte, contra el exceso de academicismo retórico de su época, lánguido y sin fuerza[37], y, de otra, indicaba algunas advertencias sobre los exageradísimos sermones de misiones, preñados de invectivas e incitación al temor de los tormentos del abismo, los cuales más movían a huir de Dios que a buscarlo[38]. Los Borbones también reaccionaron frente a las últimas bizarrías de la elocuencia habsbúrgica de aparato e introdujeron en la Corte la oratoria «jansenista» a la manera de Jacques Bénigne Bossuet y Louis Bourdaloue, predicadores de Luis XIV[39].

La tendencia hacia el purismo se evidencia en la crítica antigongorina decimonónica. El ámbito de la elocución, que siempre había sido el lugar favorito de encuentro de la poética y la retórica, se adelgazó entonces tanto que la técnica oratoria quedó restringida al ornatus, a un inventario de tropos y figuras incluidas como apéndices de los manuales literarios. Paradójicamente, a la elocuencia –supuesto depósito de recursos estéticos– comenzó a adscribírsele el tópico de que su producción carecía de la belleza necesaria para ocupar un puesto en la historia de la literatura. Detrás de esta noción subyacía la idea romántica que dudaba de la existencia de reglas válidas y enseñables para hablar o escribir correctamente, por oposición al genio y a la originalidad, imposibles de transmitir[40]. En el Romanticismo esto era una noción altamente elitista que se aplicaba sólo al artista extraordinario, pero en nuestra época, tan «igualitaria», hemos alcanzado un punto en el que cualquier actividad artística se considera creativa, y cualquier persona, dotada o no, es juzgada original y libre de toda norma o restricción[41].

Hoy el término «retórica» se usa con una amplitud y polisemia asombrosas para afectar modernidad[42], y quizá sea uno de los términos literarios más –y más inconscientemente– mencionados en nuestros días. Las «neorretóricas» no han hecho sino crecer. La civilización retórica está floreciendo como nunca gracias al mundo de la propaganda y la publicidad, llevadas a extremos hasta ahora insospechados por los medios de comunicación social. Por ello, al público moderno, incluso al cultivado, el término retórica le sugiere una profusión verbal calculada para manipular a la audiencia, una operación cuyos fines son sospechosos y cuyos procedimientos resultan en su mayor parte triviales[43]. El orador (léase «político») hábil y sin escrúpulos puede discutir desde cualquier posición, defendiendo al que es culpable a la vista de todos o promoviendo una guerra injusta.

La verdadera elocuencia, sin embargo, según la preceptiva del Siglo de Oro, sólo podía derivar de la unión armónica entre sabiduría y estilo, para conducir a los hombres hacia la virtud y hacia objetivos que valieran la pena, no para engañarlos por razones depravadas o insustanciales. En consecuencia, lo que los estudios actuales deberían perseguir en su aproximación a la teoría artística y literaria de la época es analizar la retórica en su contexto temporal, y no hacerlo a partir de aquello que los prejuicios del siglo XXI podrían hacer pensar que fue[44]. Las censuras que la historiografía en general ha emitido sobre la predicación áurea necesitan de una revisión a la luz de la filología moderna. Para deshacer esta idea, es preciso empezar por valorar estéticamente el género y por recomponer la preceptiva oratoria en lo que a sus fines y características concierne. Será, pues, obligado iniciar dicha reconsideración por la causa primera de su presente desdicha historiográfica: el ataque de Platón a la retórica y su posterior rehabilitación.

Filosofía vs retórica: los sofistas y la persuasión

El ataque de Platón

Para los griegos, la retórica representaba la fuente de la vida civilizada, aquello que distinguía a los seres humanos de los animales. En las ciudades democráticas, la persuasión, más que la fuerza bruta, era el ideal, y el funcionamiento armonioso de la sociedad dependía en todos sus aspectos de la elocuencia. Asimismo, como cualquiera que haya leído los textos clásicos sabe bien, la eficacia de la retórica derivaba de su poder sobre las emociones. Durante la Antigüedad, si alguien quería triunfar en la política o en la abogacía, tenía que dominar la habilidad de conducir las pasiones de quienes le escucharan. El estudio y uso de la elocuencia facultaban al orador a producir una convicción genuina en el espectador, incluso a impulsarle a seguir sus órdenes. Una vez conmovidos los afectos, también el juicio se sentía estimulado a actuar y a cambiar de mentalidad.

La retórica confería poder, un poder distinto y superior al de la imposición física; quienes supieran desvelar sus secretos a otros, se arrogaban dicho poder[45]. Los sofistas, oradores brillantes y cultos, cumplían la función de servir a la paideia con la palabra. Maestros ambulantes de sabiduría –de ahí su nombre–, estaban más interesados por la vida práctica que por las teorías filosóficas[46]. El caso es que, a la par que la sofística, y gracias a ella, cobró gran pujanza la retórica griega. Hacia el 395 a.C., alarmado por el creciente éxito de la oratoria entre la sociedad ateniense y molesto por la presencia desafiante de los sofistas, Platón impugnó la elocuencia por engañosa[47]. La acusó de ser un atechnos tribe («práctica carente de arte»), no una techne ni una ciencia (episteme), pues temía que la retórica, que se declaraba un sistema educativo completo en sí mismo, suplantara a la dialéctica socrática o la hiciese pasar a un segundo plano. Para Platón lo deplorable, claro está, es que semejante influencia la ejerciera el rétor y no el filósofo. En el Gorgias trató por todos los medios de convertir al orador en un mero declamador, para que no hubiera peligro de que aquél consiguiera hacerse con el alumnado. Sin embargo, aunque el propósito de este diálogo era disuadir a los estudiantes de seguir a los sofistas, Platón, con su elocuente defensa, estaba irónicamente probando el gran valor de la oratoria[48].

La descalificación más o menos radical de la retórica es una constante en los diálogos platónicos. Aparte de en Fedro, del cual nos ocupamos en el primer capítulo, en Eutidemo se compara al orador con el encantador de serpientes, tarántulas, escorpiones y otras bestias[49], y en Teeteto se le acusa de persuadir sin enseñar toda la verdad, transmitiendo sólo las opiniones que quiere[50]. De Platón, según estudiaremos, también arrancan y derivan las principales críticas moralistas contra la retórica y lo retórico en la plástica, como la reprobación de las capacidades miméticas del color; del estilo oratorio florido o de la gestualidad, o la condena de las imágenes y de los artistas. ¡A tenor de todo ello, resulta difícil conceder, con Diógenes Laercio, que Platón ejerciera alguna vez la pintura[51]!

La rehabilitación del orador-filósofo

Fue Aristóteles, profesor de elocuencia en su propia escuela, el Peripatos o Lyceum –que fundó para rivalizar con Isócrates–, quien primero rehabilitó la oratoria de los ataques de su maestro[52]. Pese a que al principio pensaba como Platón, reelaboró sus creencias hasta considerar paralelas la retórica y la dialéctica, y transformar la primera en un auténtico arte. Su Rhetorica (ca. 330 a.C.), que en el Corpus Aristotelicum sigue a la Política y precede a la Poética, es el tratado completo sobre el tema más antiguo que nos ha llegado. El Estagirita se propuso demostrar que la retórica podía ser tan útil[53] como la dialéctica, la ciencia suprema para Platón. Los perjuicios que éste quiso hallar en la disciplina no estaban ligados al arte o a la facultad oratoria sino, en todo caso, a la intención moral del orador; esto es, lo malo no era el «arte» en sí sino la actitud de determinados artífices. Como todas las herramientas puestas al alcance del hombre, estaba sujeta a abusos: la naturaleza heurística de la elocuencia permitía acusar al rétor de oportunista, pues para alcanzar sus objetivos podía valerse de cualquier medio, moral o inmoral. Con el fin de ganar la adhesión del público, existían tres tipos de pruebas persuasivas o pisteis: logos, ethos y pathos. El logos estaba constituido por argumentos que dependían del discurso mismo; el ethos entrañaba convencer con el carácter del orador, y el pathos persuadía a través de las pasiones suscitadas en el oyente. A la tradición latina esta tríada pasó como docere, delectare y movere.

Cicerón recuperó el ideal isocrático del orador-filósofo al servicio del Estado[54]. Según Plutarco, Cicerón pedía a sus amigos que le llamaran «filósofo» y no «orador», pues había hecho de la filosofía su profesión y de la oratoria sólo un instrumento útil en la carrera política[55]. Sin sabiduría, la elocuencia carecía de utilidad para la patria y podía llegar a ser perjudicial. El ejercicio de la palabra debía complementarse con el estudio noble y digno de la filosofía y la moral[56]. Ninguna otra cosa era la elocuencia, sino sabiduría que habla copiosamente[57].

El orador ideal, conforme a Cicerón, es aquel en el que confluyen los ríos de la filosofía y la retórica[58]. Alguien así puede erigirse en guía de la sociedad civilizada. Nada más digno que ser capaz de controlar el espíritu del público, atraerse sus simpatías e impulsarlo a voluntad. ¿Qué hay más poderoso y magnífico «que el estado de ánimo del pueblo, los escrúpulos de los jueces o todo el peso del senado pueda cambiar de dirección con el discurso de uno solo»[59]? Quien sabe inflamar las mentes de sus oyentes puede moverles en la dirección que el caso precise. El orador lleva al público a donde le place; influye en su ánimo; le arrastra y arrebata adonde se propone[60]. Por eso –reconoce el Arpinate– esta facultad ha de estar unida a la honradez y a la prudencia: «Pues si les proporcionáramos técnicas oratorias a quienes carecen de estas virtudes, a la postre no los habríamos hecho oradores, sino que les habríamos dado armas a unos locos»[61].

Filosofía y retórica, vinculadas por naturaleza, crecieron unidas por su común campo de actuación, de suerte que sabios y elocuentes venían a ser lo mismo: sofistas. Quintiliano lamentaba cómo tan pronto empezó a ser la lengua una fuente de ganancias, se hizo costumbre el empleo torcido de los bienes de la elocuencia, y aquellos considerados buenos oradores abandonaron el cuidado de su conducta. De ahí que el orador que Aristóteles, Cicerón y él mismo preconizaban, hubiera de ser tan digno que pudiese verdaderamente llamarse sabio[62]. De cara al futuro, la retórica se propuso satisfacer por sí sola todas las necesidades culturales que antes habían estado a cargo de la filosofía[63]. El humanismo haría todo lo posible porque así fuera.

Alcance cultural de la retórica en el Renacimiento

La rhetorica recepta y el descubrimiento de los manuscritos

Durante la Edad Media, las fuentes básicas para la teoría general de la retórica fueron De inventione y Ad Herennium, acaso los escritos latinos más ampliamente usados de todos los tiempos. Ambos principian lo que se ha denominado rhetorica recepta[64] o corpus «autorizado» de oratoria clásica, formado por estas dos obras junto con los discursos de Cicerón y las Institutionis oratoriae de Quintiliano –desde el siglo VI difundidas solamente a través de resúmenes, extractos o copias mutiladas–. La invención retórica y la Retórica a Herenio constituían parte del currículo básico del trívium en las escuelas y academias medievales. Cicerón era entonces conocido casi exclusivamente en su faceta moralizadora (i. e., De officiis); sus escritos retóricos de madurez no fueron glosados ni comentados, mientras que sus discursos recibieron sólo una atención marginal, principalmente a través de antiguos scholia[65]. Todavía menos circularon las fuentes de oratoria griega, salvo la Retórica de Aristóteles –hasta finales del siglo XIV tenida por apéndice de la Poética y leída como un texto de ética y psicología–, y la pseudo-aristotélica Rhetorica ad Alexandrum.

Reducida a cuestiones lingüísticas y enciclopédicas, la retórica clásica pervivió como rama auxiliar de la gramática y materia de aprendizaje en las escuelas monásticas. Simplificada y cristianizada, sufrió una parcelación en campos discursivos muy concretos (ars poeticae, ars dictaminis, ars praedicandi), ramificándose y apenas logrando entidad como objeto unitario de estudio. A partir de los siglos XI-XII, las artes praedicandi, una adaptación práctica de la elocuencia grecolatina a las nuevas necesidades del clero regular, renovaron y reconectaron la retórica con los saberes grecorromanos. Los monasterios dejaron paso a las universidades, donde se valoraba un conocimiento más profundo de la técnica oratoria para defender o atacar tesis con agudos razonamientos dialécticos.

Con los inicios del humanismo resurgió la antigua disputa entre retórica y filosofía. La elocuencia se oponía a la intelectualidad abstracta de la escolástica, a la que se criticaba por no poder comunicar verdades importantes con un efecto persuasivo. A diferencia de ésta, carente de consecuencias útiles, la retórica tenía un efecto determinante en los sucesos, en el comportamiento de la gente, y presuponía un conocimiento global de los asuntos concernientes al hombre en la política y en otros campos de decisión, en la «vida real», tal como griegos y romanos habían observado[66]. Hubo humanistas que, comenzando por Francesco Petrarca, encontraron y debatieron problemas genuinamente filosóficos ligados a su función de retóricos. En un capítulo del De remediis utriusque fortunae (ca. 1360-1366) –su más extenso manifiesto artístico y el de mayor longitud de todo el Trecento– titulado «De la eloquencia», proponía conjugar la filosofía con la retórica: «ninguno puede ser verdadero orador […] sino es varon perfecto: y en siendo esto luego es sabio»[67]. Petrarca admiraba enormemente a Cicerón, a quien consideraba «el gran padre de la elocuencia romana»[68]. Para él personalizaba el ideal del rhetor-filósofo, el pensador y el hombre de acción, el orador eficaz y, por tanto, el «ciudadano eficaz». «Tenía –afirmará en 1350– los corazones de los hombres en sus manos; gobernaba su auditorio como un rey»[69]. El propio estudioso contribuyó a la difusión de las obras de Tulio con su hallazgo del manuscrito del Pro Archia poeta en Lieja (1333) y varias epístolas familiares en Verona (1345).

El (re)descubrimiento de los manuscritos «perdidos» de Cicerón y Quintiliano configura uno de los episodios fundacionales del Renacimiento. Aunque el texto íntegro de la obra quintilianea sólo fue localizado y estudiado en el siglo XV, existen fundadas sospechas de que, a finales de la centuria precedente, en España ya se disponía de una versión completa de las Instituciones en algunos ambientes eruditos[70]. Sea como fuere, la identificación del tratado de Quintiliano por parte del secretario papal Poggio Bracciolini en 1416, en la abadía suiza de San Galo –que siguió a varios discursos ciceronianos encontrados por él un año antes en el monasterio de Cluny–, no pudo producirse en un momento más oportuno. La excitación que le supuso el descubrimiento, de la cual hay testimonios, parece real y no un recurso literario, y dio satisfacción a un interés que arrancaba de Petrarca y Giovanni Boccaccio[71]. A finales del cuatrocientos, Nebrija o Juan del Encina no dudaban ya en apelar a las autorizadas opiniones del viejo paisano de Calahorra, que enseguida se convertirían en la fuente principal de la pedagogía renacentista. Respecto a Cicerón, en 1421 Gherardo Landriani, obispo de Lodi (cerca de Milán), descubrió en el archivo de su catedral un manuscrito con el De oratore –hasta entonces sólo conocido en codices mutili–, el Brutus y el Orator, que fue rápidamente diseminado en copias[72].

Occidente accedió al corpus de la literatura retórica griega sobre todo a través de traducciones. Los humanistas conocieron así no sólo a Hermógenes de Tarso, auténtico pilar de la oratoria bizantina, sino también al Pseudo-Longino, a Dionisio de Halicarnaso y a otros autores menores, y, lo que es más importante, la Retórica de Aristóteles comenzó a ser apreciada y estudiada más como obra de elocuencia que de filosofía moral. La principal aportación de la retórica helenística a la Europa del humanismo fue una preocupación mayor por las cuestiones del estilo. A los anteriores tratados se añadieron los discursos: todos los oradores áticos –especialmente Lisias, Isócrates y Demóstenes– y algunos rétores tardíos, como Dión de Prusa, fueron asimismo traducidos, leídos e imitados[73].

Sólo en el Renacimiento europeo se cuentan unos seiscientos autores de textos de retórica entre ediciones, comentarios y obras nuevas. Se publicaron en torno a dos mil títulos entre 1453 –edición de la Biblia de Gutenberg– y 1700, y de cada uno se hicieron tiradas de entre doscientos cincuenta y mil ejemplares: un vasto y casi inexplorado tesoro de información. En incunables pueden cifrarse más de mil. Si cada copia fue leída por entre uno o varias docenas de lectores (que lo empleasen, por ejemplo, como manual en las escuelas o en la universidad), en la Europa de la Edad Moderna debió haber varios millones de personas con conocimientos reales de retórica. Entre éstos se contaron muchos de reyes, príncipes y nobles; papas, cardenales, obispos, frailes y clérigos ordinarios; profesores y maestros, estudiantes, escribanos, abogados, historiadores, poetas, dramaturgos y artistas[74].

Retórica y educación en España: el foco precursor complutense

Hace mucho que la oratoria dejó de ser materia pedagógica corriente en el mundo occidental, pero durante más de dos mil años enseñó a producir literatura culta oral y escrita. El sistema didáctico grecolatino es la causa de que el arte literario descansara sobre la retórica escolar hasta las postrimerías de la Edad Moderna. En el Alto Imperio floreció el estudio teórico de la oratoria. La práctica se adquiría en el foro, lugar de aprendizaje de las leyes y la administración de justicia; llegar a ser abogado era el deseo de todo ciudadano que ansiara el honor. Los maestros que adiestraban en retórica gozaban de gran estima, y lo mejor de la juventud romana frecuentaba sus aulas. Este entusiasmo por el aprendizaje de las artes liberales pasó a los territorios romanizados. Los oradores españoles –Marco Porcio Catón, Lucio Anneo Séneca y Quintiliano– llegaron a formar escuela y su estilo, un tanto enfático, se impuso en la misma Roma.

La eloquentia llegó a ser considerada en la Antigüedad clásica como el ideal supremo al que debía aspirar toda persona en su desarrollo educativo con miras a situarse ventajosamente en sociedad. Parafraseando a Cicerón, igual que los seres humanos eran superiores a los animales por la posesión de la palabra, así unos hombres superaban a otros por su mejor y más persuasivo uso del lenguaje[75]. Ha quedado testimonio de esta formación en tratados puramente técnicos como la Retórica de Aristóteles, De inventione o Ad Herennium, entre otros. Pero la obra cumbre que reúne dicho pensamiento en una dimensión grandiosa son las Instituciones de Quintiliano, un programa de educación total del perfecto ciudadano desde su infancia hasta su retirada de la vida activa, que buscaba aunar elocuencia, sabiduría y bondad en el orator ideal.

En el Renacimiento, la exaltación de la retórica supuso todo un plan de transformación intelectual. Los humanistas revolucionaron la concepción utilitarista de la oratoria del Medievo e hicieron renacer las líneas pedagógicas grecorromanas, junto con su patrón de la eloquentia como eje de un nuevo método de adoctrinamiento a la clásica. Durante el siglo XVI, los estudios primarios de retórica, modelados sobre un trívium renovado, se cursaban en colegios de humanidades, previos a la educación universitaria. Todos los que entonces accedieron a una enseñanza media, incluso no universitaria, recibieron, por tanto, alguna clase de instrucción en oratoria. La transmisión pedagógica de la doctrina retórica siguió en la época dos vías fundamentales: la primera, más restringida y abstracta –aunque también más creativa y polémica–, en tratados de reflexión teórica a la manera helenístico-bizantina; la segunda, más propiamente didáctica, en un notable número de manuales universitarios basados en modelos latinos[76]. Esta clase de manuales de enseñanza siempre demostró un grado de innovación bastante limitado con respecto a la rhetorica recepta, si bien la reutilización de materiales ajenos era, como sabemos, un procedimiento más que habitual.

El corpus retórico era, además de amplio, muy complejo, pues en cuanto uno comparaba las obras de Aristóteles con las de Cicerón o Quintiliano, o incluso los distintos escritos ciceronianos entre sí, se daba cuenta de que sus enseñanzas resultaban desestructuradas y hasta contradictorias. Por añadidura, el material aparecía disperso en libros de diferente naturaleza. No todo eran Instituciones (i. e., instrucciones fundamentales) como las quintilianeas, sino que también había tratados estilísticos, como el de Hermógenes, o doctrinas sobre la formación del orador –el Orator o el libro XII de Quintiliano–, o textos sobre aspectos concretos del arte, al modo del De inventione. Todo este material, más que de una verdadera revisión crítica, fue objeto de diversos esfuerzos de organización y sistematización en artes metódicas que lo hicieran compatible con la docencia universitaria.

En los cuarenta primeros años del siglo XVI vieron la luz en España únicamente dos tratados de retórica, impresos en Alcalá por iniciativa del cardenal Francisco Jiménez de Cisneros para uso de los estudiantes, y con una distancia de sólo cuatro años entre uno y otro. Ambos brotaron de una rivalidad universitaria entre dos escuelas de oratoria, la griega y la romana, y entre dos traductores o antólogos, más que auctores en este caso. El más temprano tratado de oratoria llevado a las prensas complutenses fueron los Rhetoricorum libri quinque (1470) de Jorge de Trebisonda, anotados por Fernando (o Hernando) Alonso de Herrera en 1511[77]. El Trapezuntio, filósofo y humanista de origen bizantino, había fallecido en Italia en 1486 tras una vida dedicada a la enseñanza y a la traducción, en la que dio clases de latín y retórica a algunos de los humanistas más señalados del siglo XV, como Alfonso de Palencia. Tuvo fama de elocuente e introdujo las formas griegas (léase hermogenianas) de la retórica en Europa occidental. Herrera († 1527), discípulo de Nebrija, llevaba de profesor de retórica y gramática en Alcalá desde 1509, y allí seguiría hasta principios de 1513, pasando en 1518 a Salamanca. Se puso a la tarea de anotar y editar la obra de Trebisonda porque estimaba que Ad Herennium no era lo suficientemente flexible como texto único para los estudiantes. Desaconsejaba también el De oratore y el Orator, excepto para los alumnos avanzados, y creía que Quintiliano era demasiado prolijo. Desde luego, la Retórica a Herenio no valía como texto básico –carecía de material preliminar, no era lo bastante concisa y sí muy repetitiva– y La invención retórica estaba, evidentemente, incompleta. Así que, antes de la llegada de Nebrija a Alcalá de Henares (1513), la Opus absolutissimum trapezuntina sería el texto oficial de la universidad[78].

Al poco de regentar la cátedra, y a petición de Cisneros –que le exhortó a redactar un manual para ella–, Nebrija compuso una Artis rhetoricae compendiosa coaptatio ex Aristotele, Cicerone et Quintiliano (1515). Ya septuagenario, se limitó a confeccionar una antología (compendiosa coaptatio) en vez de una obra original. Además de las esperables proclamas de modestia –ni creía poder añadir nada tras las cumbres de Quintiliano y Cicerón, ni quería alimentar falsas expectativas–, decía hacerlo «para que en esta tarea no me ocurra como en aquellas Introducciones (pues hubo quienes decían que yo no había aportado nada valioso, salvo en las cuestiones que había tomado de otros, pero que en lo demás me había equivocado), no añadiré nada que sea fruto de mi talento, salvo, si acaso, para unir entre sí los preceptos del arte, con el fin de que nadie pueda acusarme de vender, como nuevo y propio, lo que es viejo y de otros»[79]. Su fuerte era la filología y no la retórica y sólo por dar gusto al cardenal se había comprometido a escribir una obra que, por bien que saliese, no tendría la aceptación que habían disfrutado las Introducciones y los Vocabularios. A este respecto, la historiografía duda entre considerar a Nebrija un puro escoliasta –que, como sus pupilos, se aplicó a redactar glosas sobre originalia reelaborados de Aristóteles, Cicerón y Quintiliano–, o tener su antología por el primer manual de retórica renacentista de cuño español.

Vives fue el primer español que trató de sacar a las artes en general, y a la retórica en particular, del estado de postración en que se hallaban, y el primero que compuso, en 1533, una obra plenamente personal sobre oratoria: Del arte de hablar[80]. Siempre a la búsqueda de ideas y métodos nuevos de enseñanza, Vives puede considerarse el gran pedagogo del Renacimiento hispánico. En la Península le sucedieron docentes universitarios paradigmáticos como el Brocense o Palmireno, si bien su influencia alcanzó a toda la Europa del siglo XVI. El humanista valenciano situó la retórica en lo más alto de su sistema educativo, en coincidencia con el De ratione studii (1511-1512) de Erasmo[81]. En De disciplinis (1531), Vives describía la retórica como la más prominente de las artes, necesaria para todas las ocupaciones de la vida, ya que ninguna actividad humana puede realizarse sin el auxilio verbal. También comentaba la función educativa de la oratoria; gracias a la persuasión que ejerce, los hombres buenos e inteligentes podían alejar a otros de los errores y los delitos, e interesarlos por la virtud.

Si De las disciplinas es un análisis crítico de las causas por las que las artes se hallaban en un estado de decadencia del que habían de salir, De ratione dicendi intenta exponer la parte «constructiva» complementaria, con la recomendación de la lectura de Cicerón, Quintiliano, Hermógenes, Demetrio y Dionisio de Halicarnaso. Obsérvese que nada se dice a favor de los manuales de Herrera y de Nebrija, que habían quedado caducos por basarse poco en la práctica real de la elocuencia. En el futuro, el modelo de rétor humanista sería el erasmiano, encarnado por Furió o el Brocense[82]. Para el primero, la universalidad de la retórica no quería decir que ésta englobara las demás artes, sino que ellas dependían de la retórica en cuanto que debían comprenderse, explicarse y organizarse dentro de un discurso[83]. Sánchez de las Brozas se sumará a estas ideas expresando su profunda fe en el poder de la palabra, culminación de los studia humanitatis[84].

En época de Carlos V, el castellano se vio favorecido por circunstancias históricas, culturales y económicas irrepetibles. Unido a la literatura, fue propulsado hasta convertirse no sólo en la lengua de los cortesanos y los ingenios, sino en idioma vehicular de Europa. A mediados del quinientos comenzaron a aparecer en distintos países las primeras retóricas en vulgar, aunque perduró y predominó la costumbre de abordar la elocuencia en latín. La Rhetorica en lengua castellana (1541) del jerónimo fray Miguel de Salinas, de nuevo impresa en Alcalá, supuso el tercer tratado de oratoria renacentista publicado en España, y el primero en hacerlo en romance. El salto cualitativo que significó poder leer una retórica en español manifiesta un reconocimiento implícito del castellano como instrumento cultural –para una materia, además, que hasta entonces había pertenecido en exclusiva al latín[85]– y un signo de madurez de la lengua vernácula, la cual iniciaría una tradición fecunda de preceptivas castellanas, tales como las del agustino Rodrigo Espinosa de Santayana (1578) o las de Juan de Guzmán, Jiménez Patón y Baltasar de Céspedes, esta última de 1607, que quedó manuscrita[86].

José de Sigüenza, cronista de la orden jerónima, apunta que Salinas profesó en el monasterio zaragozano de Santa Engracia[87]. Allí coincidieron entonces dos estilos de predicar bien opuestos: el del erudito prior fray Pedro de la Vega, general de los jerónimos y notable traductor de Tito Livio, y el más deliberadamente simplista de fray Juan Regla, predicador y confesor de Carlos V. Fray Miguel se inscribirá en esta segunda tendencia, que cultivaba una expresión llana y elegante, presidida por el buen gusto. Concibe la retórica como un medio para aproximar las teorías antiguas y modernas a la práctica diaria en el uso del idioma. Se ajusta, por tanto, al ideal que expresara por aquellos años Juan de Valdés en su Diálogo de la lengua y también a las teorías erasmianas del estilo. La faceta práctica más importante de la retórica en el Siglo de Oro fue la predicación, y a ella vinculó su Rhetorica nuestro fraile. Partiendo de la aplicación de la oratoria al campo judicial[88], se refiere enseguida, por vía de ejemplos, a las letras sagradas, para extenderse luego a toda la oralidad cotidiana. Fiel a su temperamento y formación, Salinas recoge la herencia erasmista de enseñar sin dar reglas fıjas y apelando a los factores que han de condicionar la praxis. Los préstamos de Cicerón, como primer gran maestro de la retórica, son confesados reiteradamente; con mucha frecuencia traduce y adapta a Quintiliano, a los padres de la Iglesia y a Erasmo; añade, por último, ciertas referencias a Hermógenes –vía Jorge de Trebisonda– y no pocas a Nebrija[89].

En 1548 se editó la Ratione dicendi de Alfonso García Matamoros, la cuarta retórica de autor hispano que alumbró la imprenta complutense y la última que comentaremos en esta introducción a la didáctica de la oratoria en el Renacimiento español, pues antecede a la multiplicación exponencial de preceptivas que se produjo en la Península al mediar el siglo XVI. Matamoros, formado en Sevilla y Valencia, en 1542 obtuvo la cátedra de retórica en Alcalá, sucediendo a los profesores Juan Ramírez de Toledo, Juan Fernando Hispalense y Juan Petreyo[90], y preparando el camino a Alfonso de Torres y a Ambrosio de Morales. Hasta su muerte en 1572, se dedicó a la docencia en esta universidad, y en ella publicó todas sus obras[91]. La obra teórica de García Matamoros tiene una gran cohesión y una fuerte unidad. De hecho, se puede considerar como un tratado completo que aborda las tres aproximaciones predilectas de la elocuencia renacentista: un manual genérico (De ratione dicendi), y, en 1570, unas reglas de predicación (De methodo concionandi) más un análisis pormenorizado de la teoría de los estilos (De tribus dicendi generibus), siempre madurados bajo la luz de Cicerón. En cuanto a la práctica académica, sus técnicas pedagógicas eran sumamente innovadoras y participativas. Nada más entrar en clase, declamaba a los alumnos desde la cátedra un texto clásico, animando luego a todos a intervenir. Oída la señal, sin importarles la disputa personal con el profesor, todos se lanzaban al debate. Él se iba moviendo de un lado a otro e interpelaba a los jóvenes, alababa su disposición natural, o su agudeza, o lo ameno de sus palabras. Tan convencido estaba de lo apropiado de su método que se preciaba de obtener con éste, en poco tiempo, poco más o menos que otros Cicerones y Quintilianos[92].

Gracias a la voluntad metódica y didáctica del humanismo, el sistema educativo de la universidad española tomaría un nuevo rumbo a mediados de la centuria. Las reformas tendieron, entre otras medidas, a eliminar lacras tales como los dictata, o dictado de apuntes por parte del profesor, en favor de las lecciones preparadas por cada titular de la materia correspondiente. En este sentido, García Matamoros puede ser considerado un pionero por su singular método de enseñanza, el cual, como él mismo atestigua, le llevó en ocasiones a un éxito tal con los estudiantes que tuvo que «pactar» treguas para que le permitieran preparar algunos de sus libros. El modelo complutense se adaptó, total o parcialmente, a las universidades de Salamanca, Valencia, Barcelona o Zaragoza. Se trataba de conseguir clases menos doctrinarias y más focalizadas en el uso. Las preceptivas permitieron la modernización de las fuentes clásicas, sustituyendo los anacronismos relacionados con el género judicial con abundantes ejemplos cristianizados, según veremos en próximos capítulos, y se concentraron en las tipologías discursivas que con mayor probabilidad se habría de encontrar el alumnado en su futura vida profesional.

La retórica y la crítica de arte humanística

La retórica proporciona la clave para el humanismo, la mentalidad y la civilización del Renacimiento. Una explicación de ese interés por la retórica clásica nos la ofrece la popularidad que adquirieron las obras latinas de Petrarca y Boccaccio. El reconocimiento de los logros estilísticos de estos dos autores y que ellos mismos se enorgullecieran de su deuda hacia los antiguos, estimularían el sentimiento de que, mediante la imitación de la elocuencia romana, era posible alcanzar un estilo literario superior e incluso levantarse a la altura de los veteres. Lo singular del humanismo no fue tanto el descubrimiento de las fuentes latinas sino su reinterpretación. Según los humanistas, eran ellos los que, con su emulación, recuperaron la sabiduría de la Antigüedad, sepultada durante siglos. Se veían como herederos de los antiguos oradores romanos, de Cicerón y Quintiliano y, a imagen de éstos, se comunicaban entre sí con el latín; un latín «neoclásico», por supuesto.

Según O´Malley, si hay algo demostrado es que, de una forma u otra, el humanismo está relacionado íntimamente, incluso esencialmente, con la recuperación de la retórica clásica. Un humanista que no hiciera profesión de la retórica no era un humanista en absoluto[93]. Antes de que la palabra «humanista» fuera de uso común a finales del siglo XV y comienzos del XVI, los humanistas se referían a sí mismos como «oradores» o, en menor medida, «retóricos»[94]. Con esto no querían decir que su ocupación fuera la enseñanza o la práctica escénica de la retórica latina, sino que deseaban ser conocidos como hombres elocuentes[95]. Los humanistas del Renacimiento, como rhetores profesionales, atribuían el máximo valor a la elocuencia y reivindicaban la combinación de oratoria y sabiduría que se había escapado a sus predecesores escolásticos. Incluso un humanista de primer nivel como Lorenzo Valla situaba a la retórica por encima de la filosofía[96]. A lo largo del siglo XV se cayó en la cuenta de que el estudio de la retórica clásica podía ser un fin en sí mismo y no sólo una forma de acceder a los distintos campos del saber. La retórica, «reina de las artes», unificaba las ciencias; era el código fundamental a partir del cual se generaba cada texto, al punto de establecer muchos de los preceptos básicos de la producción literaria y artística. En general, puede afirmarse que el esfuerzo por vincular las artes liberales con la retórica representa una tendencia explícitamente humanística. Uno de los puntos de contacto donde se demostró más fértil dicha propensión fue en el terreno de la teoría y la crítica de las artes visuales[97]. Dado que a ello consagramos íntegramente el capítulo segundo de nuestro libro, no daremos aquí más que alguna nota introductoria.

La retórica grecolatina se sirvió de metáforas visuales, de comparaciones artísticas utilizadas por Cicerón, Quintiliano y otros al escribir sobre estilística literaria, y que los humanistas rehabilitaron en el Renacimiento a medida que iban descubriéndolas. Muchos optaron por no crear metáforas nuevas y se atuvieron a los clásicos, alternando y renovando las comparaciones que los antiguos habían utilizado. La gran autoridad de estas convenciones prestó al pensamiento humanista unas vías aceptables en lo referente a la pintura y la escultura, pero sin duda esas mismas auctoritates reprimieron la inventiva de los intelectuales. Tópicos y metáforas sirvieron de reservas de material comparativo, para confirmar teorías propias o fundamentar prácticas reales, y configuraron algunos de los recursos críticos más eficaces de la doctrina artística. Gran parte de los logros de Leon Battista Alberti en De pictura se deben a ello, y la conciencia humanista de que el avance en todas las ciencias corría paralelo a la recuperación de la retórica –de la cual es exponente la cita con la que abríamos este Exordium– fue asimismo producto de analogías semejantes. Filarete estableció una muy hermosa entre retórica y edificatoria, dentro del Libro VIII de su Trattato d’architettura (ca. 1460-1464):

Con respecto al modo de construir antiguo y moderno, yo pongo el ejemplo de las letras de Tulio y Virgilio comparadas con las que se usaban hace treinta o cuarenta años: hoy se ha mejorado la escritura en prosa con bella elocuencia, en relación con la que se usaba en tiempos pasados desde hacía siglos; y esto ha sido sólo posible porque se ha seguido la manera antigua de Tulio y de los otros hombres sabios. Y esto lo comparo con la arquitectura; porque quien sigue la práctica antigua, se pone al nivel que antes he dicho, es decir, al de las letras tulianas y virgilianas en comparación con las antedichas[98].

Líneas previas de investigación y estado de la cuestión

La recuperación internacional de los estudios sobre la retórica no va más allá de finales de la década de 1970[99], y puede considerarse iniciada en 1977 con la fundación de la International Society for the History of Rhetoric, a iniciativa de Fumaroli[100]. Hasta entonces, y sólo desde bien entrado el siglo XX, algunos de los mayores estudiosos en humanidades venían insistiendo en la importancia de la retórica como clave para comprender la literatura, las artes visuales, la arquitectura o la música. Muy distinguidos historiadores del arte y filólogos de la escuela alemana así lo hicieron, recordando el papel secular que tuvo la elocuencia como sistema de comunicación para dar forma a la creación artística y textual[101]. Y, sin embargo, ¿cómo apreciar completamente el efecto de la retórica sobre la plástica cuando apenas estaba desbrozada su influencia sobre otros campos tan obvios como la educación, la diplomacia o la historia?

Los primeros estudios partieron de la historiografía estadounidense y se centraron en demostrar los fundamentos retóricos –que no poéticos– de la teoría renacentista del arte[102]. Tomando como base De pictura de Alberti, espejo de toda la tratadística posterior, Gilbert (1945)[103] y Spencer (1957)[104] ofrecieron una alternativa rompedora a las muy influyentes hipótesis de Lee (1940), que infravaloraban la repercusión de los preceptistas clásicos de oratoria sobre la doctrina artística del Renacimiento[105]. De todos modos, sus correlaciones entre la retórica antigua y la crítica humanística pecaban de ser demasiado terminológicas y literales, y habría que esperar varias décadas hasta ver crecer sus frutos[106]. Entretanto, el catálogo de tratadistas estudiados bajo esta óptica «elocuente» se extendió discretamente a Giorgio Vasari[107], a Lodovico Dolce[108] o a ambos, a título comparativo[109].

En 1954, Argan pronunció una conferencia sobre la retórica y el arte barroco[110] que llevaría a ampliar el radio de acción del método a los artistas-teóricos[111] y a los ideólogos[112] del siglo XVII. Frente a este impulso acometido por historiadores del ámbito italiano y francés, tradicionalmente más atraídos por el seiscientos que la corriente anglosajona, desde ésta se perseveró en una doble vía que ahondaba en las premisas de Gilbert y Spencer, hacia atrás (Trecento) y hacia delante (Cinquecento) en el tiempo. Respecto a lo primero, entre 1971[113] y 1972[114] Baxandall desarrolló formas radicalmente nuevas para un entendimiento más fructífero de la adaptación de las ideas retóricas clásicas a las necesidades de la crítica histórico-artística, y fue responsable, casi en solitario, del giro «lingüístico» que adoptaron muchos estudios en historia del arte durante las décadas de 1970-1980. Summers, tras un par de ensayos decisivos (1972 y 1977) sobre problemas formales del Alto Renacimiento y del Manierismo que marcaron brillantemente el tono de la aplicación de la teoría de los tropos y figuras retóricas a las artes visuales[115], publicó dos libros en 1981 y 1987 que desplegaron, a escala monumental, las posibilidades resultantes de estudiar cuestiones de la trascendencia de Miguel Ángel[116] o el naturalismo renacentista[117] desde, sin ir más lejos, los escritos de oratoria de Cicerón o san Agustín. Por desgracia, también la polisemia del término «figura», el valor semántico que le otorga la retórica, «ha propiciado el establecimiento de analogías interdisciplinares de las que han hecho uso –y aun abuso– filólogos, semiólogos e historiadores del arte»[118].

La escuela francesa ha mantenido una tendencia particular orientada hacia las dos principales vertientes del movere en la retórica visual: el colorido y la gestualidad. Acerca de estos puntos, los estudios interdisciplinares de Lichtenstein sobre la elocuencia del color en Francia e Italia[119], de Schmitt con relación al gesto significante en el Medievo[120] y de Chastel sobre la actio renacentista[121] son referencias ineludibles. Es en el país vecino donde hallamos algunos trabajos de interés alusivos a las conexiones entre arte y retórica, ambos impresos en 1994: un texto de Michel, más bien de iniciación, resumen de aportaciones anteriores que apenas son referenciadas al pie de página[122], y las actas, editadas por Bonfait, de un coloquio dedicado específicamente al tema de «pintura y retórica», donde se contienen importantes ensayos[123]. Por último, destacaremos de Italia las cruciales contribuciones de Ledda (1982-1990) sobre la visualidad de la oratoria sacra española[124], las de Bolzoni (1995) respecto del ars memorativa como pars rhetorica dotada de iconocidad[125], y algunos señalados textos sobre gestualidad retórica de Gentili[126].

Lamentamos constatar que, desde comienzos del siglo XXI, El panorama internacional se halla en lo que podríamos denominar un «impasse científico». Aunque se ha hecho patrimonio común, casi popular, la expresión «retórica de la imagen»[127], el verdadero análisis del fenómeno en una época determinada, empleando las herramientas de la filología y de la historia del arte, apenas se ha acometido. Ha habido meritorias aproximaciones venidas de campos tan dispares como la musicología[128] y la teoría de la arquitectura[129], que no pasan de ser síntesis, más o menos apresuradas y sazonadas con nuevos ejemplos musicales y arquitectónicos, de terrenos ya muy hollados referidos a autores «híper-retóricos» (Alberti, Castiglione, Vasari, Lomazzo, Junius, Poussin)[130]. En general, se continúa orbitando en torno a elementos que señalamos al comienzo de nuestro capítulo segundo y a una parte muy pequeña de lo que concedemos a la pronuntiatio en los capítulos tercero y cuarto. Es decir, lo más obviamente retórico de la pintura: los componentes textuales tomados sin apenas modificación de los tratados de oratoria grecorromana y acomodados a la teoría pictórica, y todo aquello conexo con la expresión gestual codificada del rétor.

Tradicionalmente, los estudios españoles de retórica solían lamentarse del descuido y, en bastantes casos, del desinterés algo menos que absoluto de que venía adoleciendo dicho campo de investigación. Dentro de los análisis interartísticos, podemos afirmar que, aún en nuestros días, las relaciones entre pintura y oratoria apenas han abandonado su condición marginal. A esta enraizada falta de interés por la oratoria española del Siglo de Oro como género de valor estético contribuyó uno de los responsables de su redescubrimiento en el ámbito académico mundial: el eminente hispanista norteamericano Ticknor. Fue el primero que demarcó positivamente y en su integridad una Historia de la literatura española en 1849, y a quien, además, se debe el término mismo de «Siglo de Oro» para denotar la creación literaria española comprendida entre 1492 y 1665. La versión castellana, traducida y adicionada con notas críticas por Gayangos y Vedia entre 1851-1857, difundió en tierras peninsulares muchos de sus escrúpulos, y no pocos errores. Sin duda llevado por ideas preconcebidas, y despreciando la lectura misma de los originales, Ticknor despachó la retórica española con la cita exigua a Luis de León y Luis de Granada, sin dar remota noticia de nadie más, aseverando que en España la religión ha sido siempre un oscuro «conjunto de misterios, formas y penitencias, de manera que rara vez, y nunca con gran éxito, se han empleado aquellos medios de mover el entendimiento y el corazón que se usaron en Francia o Inglaterra»[131].

Entre 1876 y 1883, mientras investigaba en los fondos bibliográficos pertinentes para escribir la Historia de los heterodoxos, Menéndez y Pelayo trazó el plan de la Historia de las ideas estéticas, que publicó entre 1883 y 1891. Según el plan originario, habría de tratar de la historia de la poética y de la retórica en España[132]. Cuando trabajaba en ella, el polígrafo aprovechó la información recogida en bibliotecas extranjeras y escribió una historia de las ideas estéticas en Europa. Así, pudo situar a España entre las naciones más cultas del continente, al mostrar lo esencial de la historia común en las concepciones artísticas y al comparar literatura y estética en los dos ámbitos, hispano y paneuropeo. Un siglo más tarde, la percepción que de la retórica española se tenía fuera de nuestras fronteras seguiría ofreciendo una impresión más bien desalentadora, esta vez no por prejuicios decimonónicos, sino por pura falta de accesibilidad a las obras originales. En 1983, Murphy insinuaba la dificultad de acceder al listado de obras –ni mucho menos completo– citado por Menéndez y Pelayo, cuyos ejemplares no veía en bibliotecas de Europa o Estados Unidos, preguntándose ingenuamente: «¿Se habrán perdido en guerras y revoluciones? Si no es posible localizarlos, ¿podemos estar totalmente seguros de que comprendemos el curso real de la retórica española?»[133]. Evidentemente no, responderían a coro nuestros pioneros en el estudio de la oratoria hispana.

Se ha convertido en tradicional, y en casi obligatorio, comenzar cualquier trabajo general que tenga que ver con la oratoria sagrada del Siglo de Oro con el discurso preliminar que Mir, académico presbítero y exjesuita, utilizó como pórtico a la edición de los sermones de fray Alonso de Cabrera (1906): «La historia de nuestra elocuencia sagrada es el mayor vacío que hay en nuestra literatura. Hay en ésta partes muy desconocidas, pero que han sido en alguna manera estudiadas, de suerte que de ellas se puede formar idea siquiera aproximada. En lo tocante a nuestra elocuencia se puede decir que se ignora todo». Estas palabras las dieron por vigentes, en 1942, Herrero García[134] y, en 1971, Herrero Salgado[135]. Para 1993, Cerdan, citando también las frases sobredichas, seguía teniéndolo por «el capítulo peor tratado de toda la historia de la literatura española, en especial del siglo XVII», y, aunque ya se habían publicado «unas cuantas aportaciones recientes muy valiosas», el panorama quedaba aún «muy pobre»[136].

Si hicieron falta casi noventa años para empezar a superar el estado de abandono del estudio de nuestra elocuencia, hoy podemos declarar su buena salud, la cual ha posibilitado el planteamiento de análisis interdisciplinares. Los textos de preceptiva oratoria sacra y profana no gozaron de la atención espontánea de los filólogos españoles hasta la década de 1970 y, sobre todo, de 1980[137]. Se dilucidaban como una simple copia o regesta de las piezas grecorromanas y se desdeñaba el peso de la retórica medieval; ni siquiera podían leerse (y no digamos comentarse) sin entorpecimiento, por tratarse de obras redactadas en su mayor parte en latín. Ni la filosofía clásica ni la hispánica atendían a esta producción neolatina, aparentemente fuera del alcance de ambas disciplinas. Desde la última década del siglo XX, empero, se ha verificado un pujante afán por la investigación en temas de retórica española del Siglo de Oro. Muchos filólogos clásicos se dedican cada vez más a los textos neolatinos y trabajan junto a especialistas en filología hispánica y teoría de la literatura. Sin sus ediciones críticas, estudios y traducciones castellanas –por las que sólo podemos expresar un sincero agradecimiento–, nuestro libro habría sido prácticamente inviable[138].

Creemos, no obstante, que el impacto colectivo que ejerció la retórica en la vida intelectual del Siglo de Oro y el prestigio e influencia alcanzados por los oradores admiten y merecen acercamientos ajenos al coto de la filología o de la historia de la literatura. Predicación y artes visuales, juntos o por separado, eran manifestaciones que afectaban a todos los estamentos de la sociedad, con una viveza e intensidad que sólo pálidamente podemos intuir. No conviene olvidar que en la oratoria, como en el teatro, «lo que nos queda son cenizas, literatura al fin, muerta, que fue viva sólo con el aliento de la palabra hablada, el garbo y el arreo de los gestos y ademanes del orador»[139]. Palabras melancólicas de Alonso que ayudan a resaltar el inmenso valor documental que, para toda clase de investigaciones históricas sobre la Edad Moderna española, cobran hoy los numerosos modi concionandi o tratados de predicación, así como el vasto caudal de sermones llegados hasta nosotros. Sólo cuando se lleven a efecto los deseos de González Olmedo (1954) –tan ampulosa como genuinamente expresados– de examinar a fondo la relación de la predicación con las demás ramas de nuestra cultura, «aparecerá en toda su grandeza esa inundación de ciencia divina que se desbordó sobre España en el siglo XVI, y cuyas avenidas, como las del diluvio, cubrieron los montes más altos de la elocuencia española»[140]. Entonces dejaremos de subrayar la sempiterna incomunicación «que en verdad existe entre las disciplinas relativas a la historia del arte y aquellas que se ocupan del campo filológico», y, con R. de la Flor (1999), veremos proliferar los análisis que nos permitirán comprender, «de modo fehaciente y puntual cómo […] prácticamente toda la pintura […] del Siglo de Oro, se concibe en función ilustradora, iluminadora, de la oculta palabra de Dios revelada mediante el sermón»[141].

En un memorable artículo de 1996, Portús hacía recapitulación de varias antologías de sermones agrupados en función de su relevancia histórico-artística. Aunque los calificaba de «destacados intentos de recuperar lo más valioso de este material», reconocía «lejos de agotarse las posibilidades que los sermones ofrecen para el historiador del arte, pues en ellos se alude a muchos de los tópicos relacionados con la creación artística que circulaban en la España del Siglo de Oro»[142].

Por benévolamente que juzguemos tales repertorios, lo cierto es que, si la voluntad acrítica de Herrero García[143] podía ser hasta cierto punto disculpable en 1943, se hace difícilmente comprensible en Los sermones y el arte de Dávila Fernández (1980), tesis doctoral cuya presentación, a cargo de Martín González, excusa ulterior comentario: «Con la publicación de esta obra, pretendemos seguir la pauta marcada por Sánchez Cantón[144] y Miguel Herrero García, es decir, acopiar material de consulta, sin intentar finalidad interpretativa»[145].

Las frecuentes alusiones a pintores, pinturas o conceptos pictóricos en la predicación del Siglo de Oro han sido tenidas en cuenta por filólogos e historiadores de la literatura, pero casi nunca por historiadores del arte, a pesar de las formidables posibilidades que brindan para estudiar la creación, recepción e interpretación de las artes de la época. Orozco Díaz dejó una huella perdurable con sus publicaciones sobre la teatralización del templo barroco, la pronuntiatio actoral y la retórica visiva de los predicadores españoles[146]. En nuestros días, R. de la Flor ha llevado más lejos estos precedentes[147] y ha sumado su propia autoridad en el locus de la memoria artificial, tema sobre el cual ha escrito páginas insoslayables[148]. Con relación a terrenos más concretos, Manero Sorolla[149] y Pineda González[150] han dejado importantes ensayos sobre retóricas y poéticas italo-españolas de la imagen en los siglos XVI y XVII, y acerca de la teoría artística de Pacheco, el ambiente sevillano del Barroco y sus relaciones con la retórica contemporánea, respectivamente.

Contados –contadísimos– son los especialistas en literatura española que han explorado las relaciones entre pintura y retórica, pero la nómina de historiadores del arte es incluso más limitada. Entre 1967 y 1970, Caamaño Martínez dedicó tres artículos[151], justamente muy citados, a Paravicino, epítome de predicador cortesano aficionado a la pintura y frecuentador de metáforas plásticas, y quizá, por todo ello, el orador más conocido y reconocido entre nuestra historiografía[152]. Portús, aparte de en el ensayo mencionado más arriba, también centrado en fray Hortensio, ha señalado la necesidad de profundizar en las investigaciones relacionales entre arte y oratoria[153], algo también implícito en los estudios de Falomir sobre el retrato renacentista[154]. Ambos han sondeado modélicamente algunos de los procedimientos retóricos de uso, funcionalidad y recepción de la pintura en la España del Siglo de Oro, y con ellos concluiremos este estado de la cuestión[155], del cual voluntariamente nos hemos excluido, si bien nuestras propias aportaciones se citan en la bibliografía final.

Agradecimientos

Aun a riesgo de olvidar no pocos nombres, ni podemos ni hemos querido eludir este epígrafe. El ideario de este libro tiene su origen en nuestra tesis doctoral y, más lejanamente, en un curso de doctorado impartido en la Universidad Complutense de Madrid por Fernando Checa Cremades titulado «Pintura del Renacimiento: problemas y nuevas aproximaciones». Aquellas semanas nos brindaron una oportunidad única para la iniciación metodológica y bibliográfica en nuestros temas de interés, y allí pudimos leer y comentar algunos de los textos fundacionales de la presente obra: Baxandall, Belting, Białostocki, Freedberg, Gilbert, Gombrich, Panofsky, Ringbom, Roskill, Shearman, Summers, Warburg. A esta dirección inicial, y a la codirección ulterior de Miguel Morán Turina, debemos, por tanto, nuestros primeros pasos en esta investigación.

Una empresa como ésta, que –como hemos señalado en las páginas anteriores– apenas tiene precedentes de los que partir, necesariamente revelará abundantes carencias e imperfecciones. Algo de esto hemos podido soslayar, o al menos amortiguar sus efectos, gracias a las personas que nos han acompañado en distintos momentos de nuestra trayectoria académica. Una Beca Predoctoral Complutense para la Formación de Personal Investigador, recibida en 1999, nos permitió disfrutar de sendas Estancias Breves de Investigación en el Extranjero. La primera, llevada a cabo en 2001 en el Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la Universidad Nacional Autónoma de México, D. F., hubiera sido imposible de gestionar sin el auxilio de Mónica Riaza de los Mozos. Un tercio del capítulo 4 y parte del 5 deben mucho a la experta tutela del que fue nuestro director de investigación allí, Alejandro González Acosta. En 2002 acudimos a The Warburg Institute (Londres), donde configuramos en gran medida el «núcleo científico» y el índice general de este empeño. De nuestro paso por allí queremos recordar a Javier López Martín y a Matilde Miquel Juan, sin olvidar a Charles Hope, responsable de dicha estancia.

Algunas secciones del libro, según declaramos en la notación correspondiente y en la bibliografía final, han sido anticipadas y puestas a prueba en varias publicaciones y foros internacionales. Con el título de «Painting, Prayer and Sermons: the Visual and Verbal Rhetoric of Royal Private Piety in Renaissance Spain», en 2006 presentamos una ponencia al Symposium Soul of Empire: Visualising Religion in the Early Modern Hispanic World, que tuvo lugar en The National Gallery-King’s College de Londres. En 2007 abundamos en esta línea investigadora –reflejada en el capítulo 6 del libro– con una nueva propuesta defendida en el Premier Colloque International Mémoire monarchique et construction de l’Europe, celebrado en el Zamek Krolewski na Wawelu de Cracovia. Partes del capítulo 5 fueron presentadas en la International Conference The Habsburgs and their Courts in Europe, 1400-1700. Between Cosmopolitism and Regionalism, celebrada en 2011 en la Österreichische Akademie der Wissenschaften (Viena), y en el Robert H. Smith Renaissance Sculpture Programme Symposium Simulacra and Seriality: Spanish Renaissance Sculpture 1400-1600, que el Victoria and Albert Museum de Londres albergó en 2014. En este último año fuimos invitados al International Symposium Changing Hearts: Performing Jesuit Emotions between Europe, Asia and the Americas, celebrado en Trinity College, Cambridge. Lo que allí titulamos «Jesuit Visual Preaching and the Stirring of the Emotions in Iberian Popular Missions» es aquí parte del tercer epígrafe del capítulo 4.

Desde la defensa de la tesis doctoral hasta esta publicación hemos podido revisar y actualizar nuestro trabajo gracias a la generosidad de The Harvard University Center for Italian Renaissance Studies (Villa I Tatti, Florencia), que nos concedió una Mellon Visiting Fellowship en 2011, y a The Warburg Institute, donde disfrutamos de una Frances A. Yates Fellowship a finales de 2012. El capítulo 4 se ha visto particularmente beneficiado de distintas estancias en América Latina entre 2012 y 2014: Buenos Aires (Universidad Nacional de San Martín), Río de Janeiro (UERJ), Bogotá (Universidad de Los Andes), Puerto Rico (UPR-Río Piedras) y Quito (USFQ). Maria Berbara, Laura Bravo López, Carmen Fernández Salvador y Patricia Zalamea Fajardo han sido nuestras pacientes anfitrionas allí.

Debemos aportaciones y referencias –y en ocasiones obsequios bibliográficos– a Luisa Elena Alcalá Donegani, María Cruz de Carlos Varona, Jaime Cuadriello, David García López, Ana González Mozo, Matteo Mancini, Fernando Marías Franco, Ramón Mujica Pinilla, José Riello y Andrzej Witko. Por último, queremos manifestar la más fervorosa gratitud hacia aquellos profesores encargados de evaluar la que fue nuestra tesis doctoral, por sus estimulantes sugerencias y sus exageradamente benévolos comentarios: Diego Suárez Quevedo –informador interno–, Miguel Falomir Faus –informador externo–, además de Olivier Bonfait y Margarita Torrione, informadores extranjeros. Y, por supuesto, a los miembros del tribunal propuesto en su día: Antonio Bonet Correa, Beatriz Blasco Esquivias, Javier Portús Pérez, Fernando R. de la Flor, Karin Hellwig, Antonio Manuel González Rodríguez, María Ángeles Toajas Roger, Miguel Falomir Faus, María Victoria Pineda González y Rosemarie Mulcahy (†).

Este libro está dedicado a la memoria de José María Carrascal Muñoz, magister rhetoricus, y a la presencia constante e incondicional de Sara Fuentes Lázaro.

[1] A. Chastel, «The Artist», en E. Garin (ed.), Renaissance Characters, Chicago, University of Chicago Press, 1991, p. 201.

[2] Quintiliano, Inst. Orat. III, ii, 3. Cit. Sobre la formación del orador, ed. A. Ortega Carmona, vol. 1, Salamanca, Universidad Pontificia, 1996, p. 323.

[3] Aristóteles, Rhet. 1355b10-34. Cit. Retórica, ed. Q. Racionero, Madrid, Gredos, 1990, pp. 172-174.

[4] Quintiliano, Inst. Orat. II, xv, 4, op. cit., vol. 1, p. 259.

[5] E. de Bruyne, Estudios de estética medieval, vol. 1, Madrid, Gredos, 1959, p. 62.

[6] Ad Her. I, ii, 2. Cit. Retórica a Herenio, ed. S. Núñez, Madrid, Gredos, 1997, p. 70.

[7] Cicerón, De inv. I, v, 6. Cit. La invención retórica, ed. S. Núñez, Madrid, Gredos, 1997, p. 93.

[8] Id., De orat. I, 31, 138. Cit. Sobre el orador, ed. J. J. Iso, Madrid, Gredos, 2002, p. 140.

[9] Id., De inv. I, vii, cit., p. 97.

[10] Id., De orat. I, 31, 142, cit., p. 141.

[11] Quintiliano, Inst. Orat. III, iii, 1-2, op. cit., vol. 1, p. 327.

[12] Ibid.

[13] Véase al respecto J. Monfasani, «Episodes of Anti-Quintilianism in the Italian Renaissance: Quarrels on the Orator as a Vir Bonus and Rhetoric as the Scientia Bene Dicendi», Rhetorica 10, 2 (1992), pp. 119-138.

[14] W. J. Kennedy, Rhetorical Norms in Renaissance Literature, New Haven-Londres, Yale University Press, 1978, p. 14.

[15] C. Vasoli, La Dialettica e la retorica dell’umanesimo, Milán, Feltrinelli, 1968, pp. 30-33.

[16] El orador perfecto sobresale en la elocución, aunque domine el resto de las partes orationis. Por eso recibe el nombre de rhetor (lat. eloquens). Cfr. Cicerón, Orator 61. Cit. El orador, ed. E. Sánchez Salor, 1.ª reimp., Madrid, Alianza Editorial, 1997, p. 60. Orator es, por lo demás, un tratado dedicado en sus tres cuartas partes a la elocutio, al poder del movere.

[17] M. Á. Díez Coronado, Retórica y representación: historia y teoría de la actio, Logroño, Instituto de Estudios Riojanos, 2003, pp. 170-172.

[18] P. Barbeito Díez, «¿El Brocense o Pedro Juan Núñez? Sobre la introducción en España de la dialéctica ramista», en J. M. Maestre Maestre, J. Pascual Barea y L. Charlo Brea (eds.), Humanismo y pervivencia del mundo clásico. Homenaje al Profesor Luis Gil, vol. II.2, Cádiz, Universidad de Cádiz, 1997, pp. 735-746.

[19] B. Jiménez Patón, Elocuencia española en arte, ed. G. C. Marras, Madrid, El Crotalón, p. 67: «sus partes [las de la retórica] son dos, elocución y ación. En esto a avido varias opiniones y los que menos dixeron, cinco, aunque agora de los modernos no a faltado quien dixese ser quatro; mas lo cierto es ser dos, porque la invención y disposición son partes de la Dialéctica y no de la Rhetórica».

[20] E. A. de Nebrija, Artis rhetoricae compendiosa coaptatio ex Aristotele, Cicerone et Quintiliano XXVI, 20-28. Cit. Retórica, ed. J. Lorenzo, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2006, p. 135: «Todos los autores se muestran de acuerdo en que, de las cinco partes de la retórica, la elocución es la más difícil. [...] Y M. Tulio cree que la invención y la disposición son propias del hombre sabio, mientras que la elocuencia lo es del orador». Nebrija alude aquí a Cicerón, De orat. I, 21, 94, cit., p. 125.

[21] C. Suárez, De arte rhetorica libri tres, ed. F. Romo Feito en M. Á. Garrido Gallardo (ed.), Retóricas españolas del siglo XVI escritas en latín, ed. digital, Madrid, CSIC-Fundación Larramendi, 2004, lib. 3, cap. 1: «Y por esto Marco Tulio piensa que la invención sin duda y la disposición son del hombre prudente, la elocuencia del orador».

[22] J. L. Vives, De disc. I, iv, 2. Cit. De las disciplinas, en Obras completas, ed. L. Riber, vol. 2, Madrid, Aguilar, 1948, p. 459.

[23] L. Merino Jerez, Retórica y artes de memoria en el humanismo renacentista: Jorge de Trebisonda, Pedro de Rávena y Francisco Sánchez de las Brozas, Cáceres, Universidad de Extremadura, 2007, pp. 181-225.

[24] J. de Guzmán, Primera parte de la rhetorica (Alcalá de Henares, 1589), ed. B. Periñán, vol. 2, Pisa, Giardini Editori, 1993, pp. 341-353.

[25] Jiménez Patón, op. cit., pp. 169-170.

[26] L. Merino Jerez, «El Brocense en la Rhetórica de Juan de Guzmán (Alcalá de Henares, 1589)», Anuario de Estudios Filológicos 25 (2002), pp. 305-307.

[27] J. L. Palmireno, Tertia & vltima pars rhetoricae... in qua de memoria & actione disputatur, Valencia, 1566 [1567], Joan Mey, pp. 17-30.

[28] L. de Granada, Retórica Eclesiástica I (Libros 1-3), ed. A. Huerga, Madrid, FUE-Dominicos de Andalucía, 1999, p. 31.

[29] C. Chaparro Gómez, «La retórica ramista: principios y métodos», en Maestre Maestre, Pascual Barea y Charlo Brea (eds.), op. cit., vol. II.2, Cádiz, Universidad de Cádiz, 1997, esp. pp. 703-708.

[30] B. Arias Montano, Tractatus de figuris rhetoricis cum exemplis ex sacra scriptura petitis, ed. L. Gómez Canseco y M. Á. Márquez Guerrero, Huelva, Universidad de Huelva, 1995, pp. 69-79.

[31] T. Albaladejo, «Retórica y elocutio: Juan Luis Vives», Edad de Oro 19 (2000), p. 14.

[32] P. J. Núñez, Oratio de cavsis obscuritatis Aristoteleae, & de illarum remedijs, Valencia, Joan Mey, 1554, f. 84v. Se trata éste de un texto de crítica filológica que conoció sendas reediciones en el siglo XVII. Véase J. Barbeito Díez, «Impresos de Pedro Juan Núñez: estudio bibliográfico», Cuadernos de Filología Clásica. Estudios Latinos 18 (2000), p. 336.

[33] F. Furió Ceriol, Institutionum Rhetoricarum libri tres, Lovaina, Stephani Gualtheri y Ioannis Batheni, 1554, pp. 101-104. Véase D. Puerta Garrido, Estudio de las figuras de dicción en la Retórica de Fadrique Furió Ceriol con especial atención al problema de sus fuentes, Tesis Doctoral, Madrid, Universidad Complutense, 1997, pp. 61-67.

[34] B. Mortara Garavelli, Manual de retórica, Madrid, Cátedra, 21996, p. 52.

[35] M. Batllori, «La Agudeza de Gracián y la retórica jesuítica», en Cultura e finanze. Studi sulla storia dei gesuiti da S. Ignazio al Vaticano II, Roma, Storia e Letteratura, 1983, pp. 232-235.

[36] J. Jurado, «El Fray Gerundio y la oratoria sagrada barroca», Edad de Oro 8 (1989), pp. 97-105.

[37] B. J. Feijoo, Theatro critico universal o discursos varios en todo genero de materias, para desengaño de errores comunes, vol. 4, Madrid, Viuda de Francisco del Hierro, 1730, pp. 386-388.

[38] Id., Cartas eruditas, y curiosas, en que, por la mayor parte, se continua el designio del Theatro critico universal, impugnando, ò reduciendo à dudosas, varias opiniones comunes, vol. 5, Madrid, Herederos de Francisco del Hierro, 1760, pp. 163-178.

[39] B. Gaudeau, Les prêcheurs burlesques en Espagne au XVIIIe siècle. Étude sur le P. Isla, París, Retaux-Bray, 1891, pp. 331-339.

[40] P. O. Kristeller, «Philosophy and Rhetoric From Antiquity to the Renaissance», en Renaissance Thought and Its Sources, ed. M. Mooney, Nueva York, Columbia University Press, 1979, pp. 213-215.

[41] Ibid., pp. 255-256.

[42] Como, p. e., –son muestras tomadas casi al azar– en P. Valesio, Novantiqua: Rhetorics as Contemporary Theory, Bloomington, Indiana University Press, 1980, o J. S. Nelson, A. Megill y D. N. McCloskey (eds.), The Rhetoric of the Human Sciences: Language and Argument in Scholarship and Public Affairs, Madison, University of Wisconsin Press, 1987.

[43] L. Stefanini, «Retorica, Barocco e personalismo», en E. Castelli (ed.), Retorica e Barocco. Atti del III Congresso Internazionale di Studi Umanistici. Venezia 15-18 giugno 1954, Roma, Fratelli Bocca, 1955, p. 219.

[44] W. S. Howell, «Poetics, Rhetoric, and Logic in Renaissance Criticism», en R. R. Bolgar (ed.), Classical Influences on European Culture A. D. 1500-1700, Cambridge, Cambridge University Press, 1976, p. 161.

[45] Platón, Phil. 58a-b. Cit. Diálogos, vol. 6, ed. M. A. Durán, Barcelona, Círculo de Lectores, 2007, p. 105.

[46] Id., Rep. II, 365d. Cit. Diálogos, vol. 4, ed. C. Eggers Lan, Barcelona, Círculo de Lectores, 2007, p. 117.

[47] Sobre esta invectiva de Platón contra la oratoria véase el consistente análisis de B. Vickers, «Plato’s Attack on Rhetoric», en In Defence of Rhetoric, Oxford, Clarendon Press, 1988, pp. 83-147.

[48] Algo explícitamente reconocido por Cicerón, De orat. I, 11, 47, cit., p. 108.

[49] Platón, Euth. 290a. Cit. Diálogos, vol. 2, ed. J. Calonge Ruiz et al., Barcelona, Círculo de Lectores, 2007, p. 238.

[50] Id., Theæt. 201a-b. Cit. Diálogos, vol. 5, ed. A. Vallejo Campos, Barcelona, Círculo de Lectores, 2007, p. 289.

[51] Diógenes Laercio, De vitis… philosophorum III, 3. Cit. Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, ed. J. Ortiz y Sanz, vol. 1, Madrid, Luis Navarro, 1887, p. 185. Cfr. L. B. Alberti, De pict. II, 27. Cit. De la pintura y otros escritos sobre arte, ed. R. de la Villa, Madrid, Tecnos, 1999, p. 91, que trae la cita del historiador griego como autoridad.

[52] E. L. Hunt, «Plato and Aristotle on Rhetoric and Rhetoricians», en Studies in Rhetoric and Public Speak­ing in Honor of James Albert Winans, reimp., Nueva York, Russell & Russell, 1962, pp. 49-59.

[53] Aristóteles, Rhet. 1355a21-22, cit., p. 169.

[54] A. Michel, «La théorie de la rhétorique chez Cicéron : éloquence et philosophie», en L. Ludwig (ed.), Éloquence et rhétorique chez Cicéron. Sept exposés suivis de discussions, Ginebra, Fondation Hardt, 1982, esp. pp. 120-121 ; 138-139.

[55] Plutarco, Vit. Cic. XXXII. Cit. Vidas paralelas: Demóstenes y Cicerón - Demetrio y Antonio, ed. A. Ranz Romanillos, Madrid, Espasa-Calpe, 1972, p. 63.

[56] Cicerón, De inv. I, i, 1, cit., p. 86.

[57] Id., De part. orat. XXIII, 79. Cit. De la partición oratoria, ed. B. Reyes Coria, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 22000, p. 30.

[58] Id., De orat. III, 19, 69-72, cit., pp. 405-407.

[59] Id., De orat. I, 8, 30-31, cit., pp. 98-99.

[60] Id., De orat. II, 41, 176, cit., p. 280. Asimismo id., De orat. I, 46, 202-203, cit., pp. 170-171, e id., De part. orat. II, 5, cit., p. 2.

[61] Id., De orat. III, 14, 55, cit., p. 397.

[62] Quintiliano, Inst. Orat. Proem. 13-20, cit., vol. 1, pp. 19-21.

[63] A. Alberte González, «Cicerón y Quintiliano ante la retórica. Distintas actitudes adoptadas», Helmantica 34, 103-105 (1983), pp. 254-266.

[64] T. Albaladejo, Retórica, Madrid, Síntesis, 1989, p. 29, en cierta coincidencia con J. O. Ward, «Los comentaristas de la retórica ciceroniana en el Renacimiento», en J. J. Murphy (ed.), La elocuencia en el Renacimiento. Estudios sobre la teoría y la práctica de la retórica renacentista, Madrid, Visor, 1999, esp. p. 157, n. 1.

[65] G. Lopetegui Semperena, M. Muñoz García de Iturrospe y E. Redondo Moyano (eds.), Antología de textos sobre retórica (ss. IV-IX), Bilbao, Universidad del País Vasco, 2007, pp. 40-43.

[66] Véase al respecto S. Ijsseling, Rhetoric and Philosophy in Conflict. An Historical Survey, La Haya, Nijhoff, 1976, y J. Mitscherling, «The ancient and current quarrels between philosophy and rhetoric», European Legacy 10, 4 (2004), pp. 271-282.

[67] F. Petrarca, De rem. utr. fort. I, ix. Cit. De los remedios contra prospera e aduersa fortuna, Salamanca, Juan Varela, 1516, ff. 7-7v. Véase L. Sozzi, «Retorica e umanesimo», en C. Vivanti (ed.), Storia d’Italia. Annali 4. Intellettuali e potere, Turín, Einaudi, 1981, pp. 57-59.

[68] J. E. Seigel, «Ideals of Eloquence and Silence in Petrarch», en W. J. Connell (ed.), Renaissance Essays II, Nueva York, University of Rochester Press, 1993, pp. 2-3. No obstante su admiración por Cicerón como orador, Petrarca se sintió decepcionado por su calidad humana, por su falta de adecuación a la idea de rétor que él mismo propugnaba –el vir bonus dicendi peritus–; así lo juzga W. Rüegg, «Cicero und der Humanismus Petrarcas» en K. Büchner (ed.), Das neue Cicerobild, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1971, pp. 65-128.

[69] F. Petrarca, Rerum memorandarum libri II, 17, 6. Cit. Rerum memorandarum libri, ed. G. Billanovich, Florencia, Sansoni, 1943, p. 53: «corda hominum in manibus habuit, regnum inter audientes exercuit».

[70] O. Di Camillo, El Humanismo Castellano del Siglo XV, Valencia, Fernando Torres, 1976, pp. 23-24.

[71] F. Murru, «Poggio Bracciolini e la riscoperta dell’Institutio Oratoria di Quintiliano (1416)», Critica Storica 20 (1983), pp. 621-626.

[72] J. O. Ward, «From Antiquity to the Renaissance: Glosses and Commentaries on Cicero’s Rhetorica», en J. J. Murphy (ed.), Medieval Eloquence, Berkeley-Los Angeles, University of California Press, 1979, pp. 25-67.

[73] J. Monfasani, «La tradición retórica bizantina y el Renacimiento», en Murphy (ed.), La elocuencia en el Renacimiento, cit., pp. 220-221.

[74] J. J. Murphy, Renaissance Rhetoric. A Short-Title Catalogue of Works on Rhetorical Theory from the Beginning of Printing to A. D. 1700, with Special Attention to the Holdings of the Bodleian Library, Oxford. With a Selected Basic Bibliography of Secondary Works on Renaissance Rhetoric, Nueva York, Garland, 1981.

[75] Cicerón, De orat. I, 8, 33, cit., p. 100. De esta manera concluye su peroración F. Furió Ceriol, Institutionum, cit., p. 280.

[76] A. Martín Jiménez, Retórica y literatura en el siglo XVI. El Brocense, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1997, pp. 51-60.

[77] H. A. de Herrera, Opus Absolutissimum rhetoricorum Georgii Trapezuntii cum additionibus Herrariensis, Alcalá de Henares, Arnao Guillén de Brocar, 1511.

[78] A. Ruiz Castellanos, «Hernando Alonso de Herrera: semblanza intelectual y metodología lingüística», en J. M. Maestre Maestre y J. Pascual Barea (coords.), Humanismo y pervivencia del mundo clásico. Actas del I Simposio sobre humanismo y pervivencia del mundo clásico (Alcañiz, 8 al 11 de mayo de 1990), Cádiz, Universidad de Cádiz, 1993, vol. I.2, pp. 965-968.

[79] Nebrija, Artis rhetoricae, Prol., cit., p. 49.

[80] D. Abbott, «La retórica y el Renacimiento: una perspectiva de la teoría española», en Murphy (ed.), La elocuencia en el Renacimiento, cit., pp. 122-125.

[81] W. H. Woodward, Studies in Education during the Age of the Renaissance 1400-1600, Cambridge, Cambridge University Press, 1906, pp. 202-203.

[82] R. F. Howes, Historical Studies of Rhetoric and Rhetoricians, Nueva York, Cornell University Press, 1965, p. 8.

[83] Furió Ceriol, Institutionum, cit., p. 110. Véase D. Bleznick, «Las Institutiones Rhetoricae de Fadrique Furió Ceriol», Nueva Revista de Filología Hispánica 13 (1959), p. 335.

[84] F. Sánchez de las Brozas, El arte de hablar (1556), ed. L. Merino Jerez, Alcañiz-Madrid, IEH-CSIC, 2007, pp. XXV-XXVIII.

[85] E. García Dini (ed.), Antología en defensa de la lengua y la literatura españolas (siglos XVI y XVII), Madrid, Cátedra, 2007, p. 44.

[86] Biblioteca Nacional de España (en adelante BNE), Mss. 8075.

[87] J. de Sigüenza, Historia de la Orden de San Jerónimo, ed. A. Weruaga Prieto, vol. 2, Salamanca, Junta de Castilla y León, 2000, pp. 371-372.

[88] M. Salinas, Retórica en lengua castellana, en E. Casas (ed.), La retórica en España, Madrid, Editora Nacional, 1980, pp. 88-106.

[89] E. Sánchez García, «Nebrija y Erasmo en la Rhetórica en lengua castellana de Miguel de Salinas», Edad de Oro 19 (2000), pp. 295-298.

[90] Véase J. I. Guglieri, «Humanismo y Cátedra: Rétores complutenses», en M. Pérez González (coord.), Congreso Internacional sobre Humanismo y Renacimiento, vol. 1, León, Universidad de León, 1998, pp. 413-419.

[91] Sobre la retórica en la universidad de Alcalá de Henares, véase L. Alburquerque García, El arte de hablar en público. Seis retóricas famosas del siglo XVI (Nebrija, Salinas, G. Matamoros, Suárez, Segura y Guzmán), Madrid, Visor, 1995.

[92] A. García Matamoros, Apologia «pro adserenda hispanorum eruditione», ed. J. López de Toro, Madrid, CSIC, 1943, pp. 29-30.

[93] J. O’Malley, Praise and Blame in Renaissance Rome: Rhetoric, Doctrine and Reform in the Sacred Orators of the Papal Court, c. 1450-1521, Durham, NC, Duke University Press, 1979, p. 5.

[94] M. Baxandall, Giotto y los oradores. La visión de la pintura en los humanistas italianos y el descubrimiento de la composición pictórica 1350-1450, Madrid, Visor, 1996, pp. 17-26.

[95] H. H. Gray, «Renaissance Humanism: The Pursuit of Eloquence», en P. O. Kristeller y P. P. Wiener (eds.), Renaissance Essays, Nueva York, University of Rochester Press, 1992, pp. 200-202.

[96] Véase H. B. Gerl, Rhetorik als Philosophie: Lorenzo Valla, Munich, W. Fink, 1974.

[97] T. C. P. Zimmermann, «Paolo Giovio and the evolution of Renaissance art criticism», en C. H. Clough, Cultural aspects of the Italian Renaissance. Essays in honour of Paul Oskar Kristeller, Manchester, Manchester University Press, 1976, pp. 412-415.

[98] A. Averlino «Filarete», Tratado de Arquitectura, ed. P. Pedraza, Vitoria, Ephialte, 1990, p. 148.

[99] Véase el estado de la cuestión entonces en C. Trinkaus, «Humanism, Religion, Society: Concepts and Motivations of Some Recent Studies», Renaissance Quarterly 29 (1976), pp. 694-699.

[100] Véase M. Fumaroli, L’âge de l’éloquence. Rhétorique et «res literaria» de la Renaissance au seuil de l’époque classique, Ginebra, Droz, 1980, a pesar de que dedica unas mínimas alusiones a la retórica en España, mencionando únicamente a fray Luis de Granada y a Juan Huarte de San Juan.

[101] Comenzando en 1924 con E. Panofsky, Idea. Contribución a la historia de la teoría del arte, Madrid, Cátedra, 91998. En el terreno de la filología, la importancia de E. R. Curtius, Literatura europea y Edad Media Latina, vol. 1, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1989 (1.ª ed. 1948), en la revalorización de la retórica en nuestra época no necesita mayor encarecimiento. Su legado fue acrecido por su discípulo H. Lausberg, cuyas concordancias retóricas (Elementos de retórica literaria, 1949; Manual de retórica literaria, 1960), traducidas a todas las lenguas cultas, son un instrumento fundamental para el estudio de la disciplina.

[102] Véase J. Lichtenstein, «Contre l’Ut pictura poesis: une conception rhétorique de la peinture», Word & Image 4, 1 (1988), pp. 99-104.

[103] C. E. Gilbert, «Antique Frameworks for Renaissance Art Theory: Alberti and Pino», Marsyas 3 (1943-1945), pp. 87-106.

[104] J. R. Spencer, «Ut Rhetorica Pictura. A study in Quattrocento Theory of Painting», Journal of the Warburg and Courtauld Institutes 20 (1957), pp. 26-44.

[105] R. W. Lee, Ut Pictura poesis. La teoría humanística de la pintura, Madrid, Cátedra, 1982.

[106] D. R. E. Wright, «Alberti’s De Pictura: Its Literary Structure and Purpose», Journal of the Warburg and Courtauld Institutes 47 (1984), pp. 52-71.

[107] E. H. Gombrich, «Vasari’s Lives and Cicero’s Brutus», Journal of the Warburg and Courtauld Institutes 23 (1960), pp. 309-311, una de las bases de la lectura retórica de Vasari que plantea P. L. Rubin, Giorgio Vasari. Art and History, New Haven-Londres, Yale University Press, 1995.

[108] D. R. E. Wright, «Structure and Significance in Dolce’s L’Aretino», Journal of Aesthetics and Art Criticism 45, 3 (1987), pp. 273-283.

[109] C. Goldstein, «Rhetoric and Art History in the Italian Renaissance and Baroque», Art Bulletin 73, 4 (1991), pp. 641-652.

[110] G. C. Argan, «La “Rettorica” e l’arte barocca», en Castelli (ed.), op. cit., pp. 9-14.

[111] J. Białostocki, «El problema del “modo” en las artes plásticas. Sobre la prehistoria y para la supervivencia de la “Carta del modo”, de Nicolas Poussin», en Estilo e iconografía. Contribución a una ciencia de las artes, Barcelona, Barral, 1973, pp. 13-38, un texto de una ambición científica extraordinaria a pesar de su título, engañosamente modesto.

[112] Destacamos aquí C. Nativel, «La rhétorique au service de l’art: éducation oratoire et éducation de l’artiste selon Franciscus Junius», XVIIe Siècle 157 (1987), pp. 385-394, entre muchos otros artículos de la autora sobre Junius y la oratoria clásica, aplicables a otros grandes teóricos del Barroco.

[113] Baxandall, Giotto, cit.

[114] Id., Pintura y vida cotidiana en el renacimiento, Barcelona, Gustavo Gili, 42000.

[115] D. Summers, «Maniera and Movement: The Figura Serpentinata», Art Quarterly 35 (1972), pp. 269-301; id., «Contrapposto: Style and Meaning in Renaissance Art», Art Bulletin 59, 3 (1977), pp. 336-361.

[116] Id., Michelangelo and the Language of Art, Princeton, Princeton University Press, 1981.

[117] Id., The Judgement of Sense. Renaissance Naturalism and the Rise of Aesthetics, Cambridge, Cambridge University Press, 1994.

[118] J. M.ª Caamaño Martínez, «La universalidad de lo icónico», en B. Piquero López (dir.) y A. Ruibal Rodríguez (coord.), La iconografía en la enseñanza de la Historia del Arte, Madrid, MECD, 2001.

[119] J. Lichtenstein, The eloquence of color: rhetoric and painting in the French Classical Age, Berkeley-Los Angeles, University of California Press, 1993, que siguió a una primera aproximación publicada como: id., «Eloquence du coloris: rhétorique et mimésis dans les conceptions coloristes au XVIe siècle en Italie et au XVIIe en France», en D. Arasse (ed.), Symboles de la Renaissance, vol. 2, París, Presses de l’École Normale Supérieure, 1982, pp. 169-184. Si los textos anteriores responden a una orientación basada en la filología francesa, la literatura inglesa es el punto de partida de W. Steiner, The Colors of Rhetoric: Problems in the Relation between Modern Literature and Painting, Chicago-Londres, University of Chicago Press, 1982, una obra muy sugestiva pero de título doblemente falaz, pues ni versa acerca del color ni trata de la retórica (!).

[120] J. C. Schmitt, «Gestus-Gesticulatio. Contribution à l’étude du vocabulaire latin médieval des gestes», en Y. Lefevre (ed.), La Lexicographie du latin médiéval et ses rapports avec les recherches actuelles sur la civilisation du Moyen Age, Actes du colloques internationaux CNRS, París, 18-21 oct. 1978, París, CNRS, 1981, pp. 377-390. A este artículo debe añadirse su edición del primer volumen de History and Anthropology, dedicado a Gestures (1984), y sobre todo J. C. Schmitt, La raison des gestes dans l’Occident médiéval, Mayenne, Gallimard, 1990.

[121] Reunidos en A. Chastel, El gesto en el arte, Madrid, Siruela, 2004.

[122] A. Michel, La parole et la beauté. Rhétorique et esthétique dans la tradition occidentale, París, Albin Michel, 21994, esp. pp. 209-262.

[123] O. Bonfait (dir.), Peinture et rhétorique, Actes du colloque de l’Académie de France à Rome 10-11 juin 1993, París, Réunion des Musées Nationaux, 1994.

[124] Convenientemente recogidas en G. Ledda, La parola e l’immagine. Strategia della persuasione religiosa nella Spagna secentesca, Pisa, ETS, 2003, salvo su «Forme e modi di teatralità nell’oratoria sacra del Seicento», en G. Caravaggi et al. (eds.), Studi Ispanici, Pisa, Giardini, 1982, pp. 87-107.

[125] Sobre todo L. Bolzoni, La estancia de la memoria. Modelos literarios e iconográficos en la época de la imprenta, Madrid, Cátedra, 2007.

[126] A. Gentili, «Il gesto, l’abito, il monaco», Studi Tizianeschi 3 (2005), pp. 46-56, e id., «Elementi di retorica nella pittura religiosa veneziana del secondo Cinquecento», en M. G. Di Monte (ed.), Immagine e scrittura. Atti del Convegno (Roma, Galleria Nazionale d’Arte Moderna, febbraio 2003), Roma, Meltemi, 2006, pp. 156-186.

[127] A partir de la cita fundacional –por muchos reverenciada– de R. Barthes, «Rhétorique de l’image», Communications 4 (1964), pp. 48-51, donde una página publicitaria de Panzani dedicada a un guiso de «arroz y atún con champiñones» (sic) da pie al autor para lanzarse a un estrambótico análisis «semiológico» tan embrollado como risible. Un desarrollo de esta noción en Groupe µ, «Iconique et plastique: sur un fondement de la rhétorique visuelle», Revue d’esthétique 1-2 (1979), pp. 173-192.

[128] G. LeCoat, The Rhetoric of The Arts, 1550-1650, Fráncfort, Peter Lang, 1975.

[129] C. van Eck, Classical Rhetoric and the Visual Arts in Early Modern Europe, Nueva York, Cambridge University Press, 2007. También con esa «mirada arquitectónica» está concebido el sucinto libro de C. Montes Serrano, Cicerón y la cultura artística del Renacimiento, Valladolid, Universidad de Valladolid, 2006, que presenta no pocas concomitancias con las tesis de Van Eck.

[130] Así G. Pochat, «Rhetorik und bildende Kunst in der Renaissance», en H. F. Plett (ed.), Renaissance-Rhetorik, Berlín, W. de Gruyter, 1993, pp. 266-284, y de éste último, como autor individual, el capítulo titulado «Pictura Rhetorica» de su Rhetoric and Renaissance Culture, Berlín-Nueva York, W. de Gruyter, 2004, pp. 297-364. Véase también V. Knape, «Rhetoric der Künste / Rhetoric and the arts», en U. Fix, A. Gardt y V. Knape (eds.), Rhetorik und Stilistik / Rhetoric and Stylistics: Ein internationales Handbuch historischer und systematischer Forschung / An International Handbook of Historical and Systematic Research, vol. 1, Berlín-Nueva York, W. de Gruyter, 2008, pp. 894-927.

[131] G. Ticknor, Historia de la literatura española, ed. P. de Gayangos y E. de Vedia, vol. 3, Madrid, Rivadeneyra, 1854, p. 360.

[132] M. Menéndez y Pelayo, Historia de las ideas estéticas en España, vol. 1, Madrid, CSIC, 41974, pp. 623-673, sobre las preceptivas retóricas españolas de los siglos XVI y XVII.

[133] J. J. Murphy, «Mil autores olvidados: panorama e importancia de la retórica en el Renacimiento», en id. (ed.), La elocuencia en el Renacimiento, cit., p. 46.

[134] M. Herrero García, Sermonario Clásico, Madrid-Buenos Aires, Escelicer, 1942, p. VII.

[135] F. Herrero Salgado, Aportación bibliográfica a la oratoria sagrada española, Madrid, CSIC, 1971, p. 2.

[136] F. Cerdan, «La emergencia del estilo culto en la oratoria sagrada del siglo XVII», Criticón 58 (1993), p. 62.

[137] Para una revisión crítica, muy exhaustiva, véase id., «Historia de la Oratoria Sagrada española en el Siglo de Oro. Introducción crítica y bibliográfica», Criticón 32 (1985), pp. 55-107; «Actualidad de los estudios sobre oratoria sagrada del Siglo de Oro (1985-2002). Balances y perspectivas», Criticón 84-85 (2002), pp. 9-42. Un panorama complementario en F. Herrero Salgado, La oratoria sagrada en los siglos XVI y XVII, Madrid, FUE, 1996, pp. 29-66.

[138] De entre el amplio número de textos manejados –que citamos puntualmente en la bibliografía final–, sólo reseñaremos aquí, por aglutinar a un buen número de los mejores especialistas en la materia, el imprescindible proyecto dirigido por Garrido Gallardo (ed.), op. cit., anticipado en id. et al., «Retóricas españolas del siglo XVI en la Biblioteca Nacional de Madrid», Revista de Filología Española 78, 3-4 (1998), pp. 327-351.

[139] D. Alonso, «Predicadores ensonetados. La Oratoria Sagrada, hecho social apasionante en el siglo XVII», en Del Siglo de Oro a este siglo de siglas (notas y artículos a través de 350 años de letras españolas), Madrid, Gredos, 21968, p. 95.

[140] Herrero Salgado, La oratoria sagrada, cit., p. 46.

[141] F. R. de la Flor, «El cuerpo elocuente. Anfiteatro anatómico-fisiológico del orador sagrado», en La península metafísica. Arte, literatura y pensamiento en la España de la Contrarreforma, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999, p. 318.

[142] J. Portús Pérez, «Fray Hortensio Paravicino: La Academia de San Lucas, las pinturas lascivas y el arte de mirar», Espacio, Tiempo y Forma. Serie VII - Historia del Arte 9 (1996), p. 80.

[143] M. Herrero García, Contribución de la literatura a la historia del arte, Madrid, Aguirre, 1943.

[144] Se refiere a F. J. Sánchez Cantón, Fuentes literarias para la Historia del Arte español, 5 vols., Madrid, CSIC, 1923-1941.

[145] M. P. Dávila Fernández, Los sermones y el arte, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1980, p. 8. La cursiva es nuestra.

[146] Especialmente E. Orozco Díaz, El Teatro y la teatralidad del Barroco (Ensayo de introducción al tema), Barcelona, Planeta, 1969, pp. 123-136 y 143-148; Manierismo y Barroco, Madrid, Cátedra, 1975, pp. 101-134; «Sobre la teatralización del templo y la función religiosa en el Barroco: el predicador y el comediante», en Introducción al Barroco, ed. J. Lara Garrido, vol. 1, Granada, Universidad de Granada, 1988, pp. 269-294.

[147] F. R. de la Flor, «La oratoria sagrada del Siglo de Oro y el dominio corporal», en J. M. Díez Borque (coord.), Culturas en la Edad de Oro, Madrid, Universidad Complutense, 1995, pp. 123-147; «El cuerpo elocuente», cit., pp. 307-345; id. y L Báez Rubí (col.), «Retórica y conquista. La nueva lógica de la dominación “humanista”», en F. R. de la Flor, Barroco. Representación e ideología en el mundo hispánico (1580-1680), Madrid, Cátedra, 2002, pp. 301-331.

[148] F. R. de la Flor, «El “Palacio de la memoria”: las “Confesiones” (X, 8) agustinianas y la tradición retórica española», Cuadernos salmantinos de filosofía 13 (1986), pp. 113-122; Teatro de la memoria, Salamanca, Junta de Castilla y León, 1988; «La imagen leída: retórica, Arte de la Memoria y sistema de representación», Lecturas de Historia del Arte. Ephialte 2 (1990), pp. 102-115; «“Tecnologías” de la imagen en el Siglo de Oro: del arte de la memoria a la emblemática (pasando por la “composición de lugar” ignaciana)», Cuadernos de Arte e Iconografía 6, 12 (1993), pp. 180-186; «Estudio introductorio», en J. Velázquez de Acevedo, Fénix de Minerva o Arte de memoria, ed. A. Esmeralda Torres y S. G. Mateo, Valencia, Tératos, 2002, pp. VII-LIII; «Plutosofía. La memoria (artificial) del hombre de letras barroco», en I. Arellano y M. Vitse (coords.), Modelos de vida en la España del Siglo de Oro, vol. 2 (El sabio y el santo), Pamplona, Universidad de Navarra-Iberoamericana-Vervuert, 2007, pp. 253-272.

[149] M. P. Manero Sorolla, «La imagen poética y las retóricas renacentistas en Italia y en España», Anuario de filología 10 (1984), pp. 185-208; «El precepto horaciano de la relación “fraterna” entre pintura y poesía y las poéticas italo-españolas durante los siglos XVI, XVII y XVIII», Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo 64 (1988), pp. 171-191; «Los tratados retóricos barrocos y la exaltación de la imagen», Revista de Literatura 53, 106 (1991), pp. 445-483.

[150] M. V. Pineda González, «Retórica y literatura artística de Francisco Pacheco», Archivo Hispalense. Revista histórica, literaria y artística 75, 230 (1992), pp. 81-93; «Renacimiento italiano y Barroco español (El desarrollo de la teoría artística, de la palabra a la imagen)», Anuario de Estudios Filológicos 19 (1996), pp. 397-415; «“Dum viguit eloquentia, viguit pictura” (De literatura artística y arte literario, con ejemplos del libro segundo de Pacheco)», en I. Arellano et al. (eds.), Studia aurea. Actas del III Congreso de la AISO (Toulouse, 1993), vol. 1, Pamplona, GRISO-LEMSO, 1996, pp. 191-198. Véase también, aunque se refiere a un ejemplo tardío para nuestro estudio, id., «Pintura y elocuencia en el Hospital de la Caridad de Sevilla», Criticón 84-85 (2002), pp. 247-256.

[151] J. M. Caamaño Martínez, «Fray Simón de Rojas visto por Paravicino y por Pitti», Homenaje al Excmo. Sr. Dr. D. Emilio Alarcos García, vol. 2, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1965-1967, pp. 867-888; «Iconografía mariana y Hércules cristianado, en los textos de Paravicino», Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología 33 (1967), pp. 211-220; «Paravicino», Revista de Ideas Estéticas 28, 110 (1970), pp. 147-167. Según reconoce el autor, esta sustancial serie de ensayos parte del estudio monográfico de E. Alarcos García, «Los sermones de Paravicino», Revista de Filología Española 24 (1937), pp. 162-197; 249-314.

[152] Véanse, entre otros, F. Cerdan (ed.),«La Pasión según Fray Hortensio: Paravicino entre San Ignacio de Loyola y El Greco», Criticón 5 (1978), pp. 1-27, y J. Lara Garrido, «Los retratos de Prometeo (crisis de la demiurgia pictórica en Paravicino y Góngora)», Edad de Oro 6 (1987), pp. 133-147.

[153] Véanse sus estudios dispersos compendiados en M. Morán Turina y J. Portús Pérez, El arte de mirar. La pintura y su público en la España de Velázquez, Madrid, Istmo, 1997, entre otros ensayos y libros editados por él que traemos en la bibliografía final.

[154] Remitimos a la bibliografía de M. Falomir Faus (ed.), El retrato del Renacimiento, cat. exp., Madrid, Museo Nacional del Prado, 2008.

[155] Fuera de estas sólidas líneas de investigación, sólo nos queda referir el libro de A. Carrere y J. Saborit, Retórica de la pintura, Madrid, Cátedra, 2000, de corte semiótico-estilístico y focalizado en la utilización taxonómica de conceptos tomados de la elocutio.

Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro

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