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TEORÍA DE LA PINTURA Y RETÓRICA: CORRELACIONES

[Las] formas se diferencian muchísimo entre sí; y no solamente según su aspecto, como una estatua de otra estatua, un cuadro de otro cuadro y un discurso procesal de otro discurso, sino también por su género mismo, como las estatuas etruscas de las griegas, como un maestro del lenguaje asiano se distingue de un ático.

Quintiliano[1]

Elementa. Los tratados italianos, intermediarios entre la oratoria clásica y la teoría española de la pintura

La redacción de tratados de historia y crítica artística en el Renacimiento comenzó siendo un empeño intelectual que fue estimulado, al igual que otras actividades humanísticas, por un renovado interés por la lengua y la literatura latinas. Fue parte, en definitiva, de la recuperación generalizada de la Antigüedad que caracterizó a los siglos XV y XVI. En esta revitalización de los precedentes antiguos los estudiosos se sirvieron de la autoridad de los usos y modelos clásicos. En Cicerón y Quintiliano –por señalar sólo a los dos más importantes autores latinos de oratoria– menudeaban las referencias y los paralelos con las artes visuales, por lo general como ilustración y ejemplo de vidas y obras de rétores ilustres, que fueron leídos con gran atención como complemento a Vitruvio y a Plinio, y que debieron reforzar la tendencia de los lectores renacentistas a imaginar las pinturas perdidas del mundo grecorromano dentro del marco de la preceptiva sobre oratoria.

El vocabulario retórico dio a los escritos teórico-artísticos credibilidad y coherencia, amén de claridad y control sobre la sintaxis. Todo abundaba en la dignidad y ennoblecimiento de la pintura, que asumía así la categoría y el valor discursivo de la palabra. Al mismo tiempo, el léxico artístico sufrió los mismos problemas que el retórico, es decir, acusó una cierta dureza y abstracción[2]. Gran parte de este análisis que el Renacimiento hizo del arte se basaba en la rígida categorización que habían hecho el latín humanístico y su vocabulario de la habilidad creativa: las palabras eran el sistema. Ello también condicionó una preocupación por nociones como estilo, orden, ornamento, decoro o invención, y reforzó la idea de desarrollo progresivo de las artes, según expondremos en el presente capítulo[3].

Las partes rhetorices

De pictura es el tratado fundacional de la teoría artística de la Edad Moderna. Alberti anotó la fecha de su terminación –el viernes 26 de agosto de 1435 a las 20:45– en un ejemplar que poseía del Bruto ciceroniano (conservado en la Biblioteca Marciana de Venecia), sancionando con ello simbólicamente la hermandad artística de la pintura y la retórica. Alberti debió de asimilar también las Instituciones de oratoria antes de abandonar la academia paduana de Gasparino Barzizza –un estudioso de Quintiliano– en 1421 y ya en Florencia con el maestro Ambrogio Traversari. En su condición de orador/humanista, Alberti también escribió para Lorenzo de’ Medici un breve tratado en latín sobre las reglas de la retórica y citó frecuentemente a Cicerón, de quien poseía por lo menos cuatro obras, en Della famiglia. Por estas y otras razones que iremos analizando, tenemos pocas dudas de que Alberti concibió su libro principalmente para intelectuales, más que para pintores en activo, y no digamos para pintores aprendices[4]. Esto se deduce de las frecuentes alusiones clásicas que hace, de la casi total ausencia de menciones de artistas (cita de pasada a Donatello, Ghiberti, Luca della Robbia y Masaccio) o temas contemporáneos –salvo la Navicella de Giotto, que trae en razón de su contenido emotivo– y de la falta de información práctica de interés para un artífice, a pesar de estar evidentemente conformado como un tratado. En contraposición a Cennini, y a pesar de ser él mismo práctico en la pintura, apenas habla de la educación del pintor en el taller, o de las técnicas o materiales pictóricos, salvo quizá unas explicaciones sobre perspectiva tan incompletas como difíciles de interpretar por la falta de diagramas, que ni aparecen en ninguno de los manuscritos conocidos ni se mencionan en el texto; de todos modos, tampoco propone un sistema rígido de normas similar al que impondrán las futuras academias de arte, si bien sus sugerencias serán codificadas y tenidas por argumentos de autoridad en manos de sus sucesores. Así que cuando Alberti decía escribir «como pintor que habla a los pintores»[5], en realidad estaba escribiendo como un humanista que hablaba a otros humanistas.

La única copia del siglo XV que nos ha llegado de la versión italiana del texto albertiano está dedicada a Brunelleschi y fechada en 1436, mientras que el manuscrito latino más temprano –dedicado a Giovan Francesco Gonzaga, mecenas de Alberti y protector de La Giocosa, una influyente escuela de retórica– es de hacia 1438. Hoy tiende a opinarse que el texto en italiano antecedió a la versión latina[6]. En cualquier caso, debió de leerse preferentemente en latín, a juzgar por los diecinueve manuscritos en esta lengua que han sobrevivido de entre los producidos en el Quattrocento –frente a sólo tres en italiano– y por el hecho de que la primera edición (1540) se imprimió en dicho idioma; en el siglo XVI se volvió a traducir al italiano a partir del latín, desechando la versión de 1436.

Hoy está sobradamente demostrado que De pictura es una consecuencia de la aplicación de la oratoria clásica a la teoría del arte. El plan de conjunto, en efecto, se corresponde con la estructura de las Institutiones de Quintiliano, repartidas en una división análoga de elementa, ars y artifex[7], que nos ha servido de modelo orgánico –como hiciera Pacheco con su tratado[8]– para distribuir el presente capítulo. Alberti se preocupa desde el principio por transferir aspectos audazmente tomados de modelos retóricos al campo escogido de la pintura[9], siguiendo un orden natural. Los dos primeros libros del tratado están centrados en cómo representar, mientras que el tercero trata de qué representar en pintura. El primer libro, una preparación ad artem, se dedica a los elementos de la construcción en perspectiva, a la geometría y al estatus intelectual de la pintura como actividad racional de la mente óptica. A las partes de la pintura y la mimesis del natural está enfocado el libro segundo, en el que se recorre la jerarquía pictórica en sentido ascendente: primero, el autor estudia la calidad de los planos que componen la superficie de los miembro; a continuación, la relación entre los miembros dentro del conjunto de cada cuerpo, y, finalmente, la función y la significación de los cuerpos dentro de la narración global (i. e., la historia). En el tercer y último libro, centrado en la educación y el estilo de vida del pintor, se refiere a la buena voluntad que debe caracterizar su comportamiento moral y profesional para lograr la captatio benevolentiae del público.

Alberti dividía la pintura en tres partes: circumscriptio (circunscripción), compositio (composición) y luminum receptio (recepción de luz)[10]. Este orden reflejaba el procedimiento práctico del pintor: primero, el dibujo de los contornos o trazado de las figuras; segundo, la indicación de los planos dentro del contorno –el aspecto más puramente técnico de la composición–; tercero, la representación del color, en la que el pintor ha de tener en cuenta la relación de los colores con la luz, los tonos y los matices. La tríada albertiana reproduce el modelo retórico de inventio, dispositio y elocutio, el cual muestra el desarrollo del discurso a partir de la selección del material a exponer, su organización y su presentación final. La inventio, por una parte, queda incluida parcialmente en la compositio (a la que Alberti aplica los conceptos de orden y decoro) y, por otra, supone el tema casi monográfico del Libro III de De pictura como virtud esencial del pintor, aquella que lo distingue como mente creadora. La dispositio o esquema preliminar de la alocución del orador queda también representada en la compositio, pero participa asimismo de la circumscriptio, que es el medio principal de disponer las figuras en un boceto. La elocutio corresponde a la luminum receptio, la cual origina la versión acabada del cuadro.

En términos generales, Alberti aplicó una actitud ciceroniana a la pintura; de hecho, Cicerón es fuente segura de trece pasajes de su libro, mientras que Quintiliano lo es de al menos diez[11]. Su latín incluso conserva un carácter periódico al estilo ciceroniano, pues está cuidadosamente compuesto de grupos de palabras, frases y cláusulas simétricas y contrapuestas. La terminología de De pictura no sólo evoca entonces la de los tratados de oratoria, sino que está tomada directamente de ellos –aunque no expresamente, bien por tratar de disimular sus fuentes, bien porque éstas eran lo suficientemente conocidas para su público como para no precisarlas– y después pasaría a ser vocabulario común en historia del arte[12]. Así ocurre con la circumscriptio («delineación», en el sentido de «contorno» o «rodeo»)[13], la compositio (que unifica las distintas superficies del objeto visto)[14] o la concinnitas o elegante «armonía orgánica» (simetría de palabras y cláusulas)[15], que para el humanista equivalía al concepto de belleza[16] y que sería rehabilitada como la característica más señalada del periodo –esto es, del ornatus orationis– por los preceptistas españoles de retórica (Vives, El Brocense, García Matamoros, Palmireno o Fox Morcillo)[17].

Entre la conclusión del De pictura y principios del siglo XVI, en Italia se compusieron numerosos tratados que nada influyeron sobre la teoría pictórica española, algunos hoy célebres pero casi ignorados en su tiempo por quedar manuscritos y sin apenas difusión (Lorenzo Ghiberti, Piero della Francesca) o consistir en apuntes biográficos sobre artistas locales (Cristoforo Landino, Ugolino Verino)[18]. No fue tal el caso de Pomponio Gaurico. A semejanza de Alberti, también él se formó como humanista en Padua, donde publicó en 1504 su De sculptura bajo la forma de un diálogo ciceroniano y con el ritmo de los tratados de retórica de la Antigüedad[19]. Y al igual que hiciera Leon Battista, sus modelos literarios no fueron contemporáneos, sino antiguos (Pausanias, Filóstrato, Vitruvio, Plinio), a los que unió el conocimiento adquirido en los talleres de los broncistas locales y lo extraído de los textos de Cicerón, Hermógenes y Quintiliano –de quien tomó, como Alberti, el reparto de su materia en tres secciones (elementa, ars, artifex)–. Al final incluyó la historia de los escultores célebres, pues un arte liberal (como era la estatuaria en bronce) se había de distinguir de las mecánicas por el hecho de poseer una historia que recordase a los grandes hombres que la habían hecho ilustre; Cicerón lo demostró al escribir su Brutus, una historia de la elocuencia romana dedicada a Marco Junio Bruto en 46 a.C.

Son muy numerosos los escritos que, después de Alberti y Gaurico, emplearon criterios retóricos en relación con el arte. Algunos se limitaron a remitir a las fuentes originales; otros insistieron, con más o menos cambios, en lo avanzado por el erudito genovés; y no pocos, en fin, hallaron nuevas analogías para esta concepción cuasi-retórica de la pintura. El esquema que logró mayor fortuna del modelo de Alberti-Gaurico fue la adaptación de la triple división de la oratoria para las partes de la pintura. En Venecia, Paolo Pino repartió la pintura desde el paradigma de Alberti y Gaurico en invenzione, disegno y colorire, coincidiendo con la distribución en tres partes Rhetoricæ[20]. Igual que Pino, Lodovico Dolce la dividió en 1557 casi idénticamente en «inventione, disegno, e colorito»[21]. Para Cicerón y Quintiliano –y también para Dolce– inventio equivalía a la elección de los datos, aunque, según el veneciano, la invención comprendía toda la labor preparatoria del artista: sus lecturas, de las que extraerá el tema; sus conversaciones con personas instruidas que puedan proporcionarle ideas, y el planteamiento general, anterior a su realización en un boceto, de la composición de las figuras según los principios de orden (ordine) y decoro (convenevolezza). La dispositio de los retóricos implicaba un esquema preliminar del discurso que diese una clara indicación de las principales líneas estructurales de su aspecto final y expresara la relación de las partes con el todo, en la misma medida que el disegno, según se describe en el Aretino, se refería al boceto preparatorio donde se plasma la invención del pintor. Finalmente, mientras la elocutio concernía al resultado del discurso en su expresión oral, el colorito de Dolce entrañaba la representación definitiva de la pintura a través del ornamento del color[22].

Además de imbricarse en el stemma de las partes rhetorices iniciado por Alberti, el Dialogo della pittura intitolato l’Aretino fue sobre todo una contundente respuesta a las Vite de Giorgio Vasari (1550). Las Vidas habían adaptado con auténtico virtuosismo y creatividad los preceptos albertianos a un sistema biográfico y crítico sin precedentes que establecía un armazón histórico para la discusión de los logros en el arte moderno, unos logros que pertenecían a los artistas florentinos. Inevitablemente, estos argumentos constituyeron todo un desafío para otros intelectuales italianos, que se dispusieron a parafrasear a Vasari –como él mismo había hecho a partir de Alberti y de la retórica clásica– con un contenido nuevo basado en sus localidades natales. Así pues, el Aretino de Dolce, fundado en buena medida en las opiniones del famoso poeta y satírico –igual que el texto de Francisco de Holanda decía sustentarse en las de Miguel Ángel–, consistió en un intercambio de opiniones «nacionales» entre un profesor de retórica florentino (Giovanni Francesco Fabrini) y un veneciano (Aretino)[23]. El primero reafirmaba los argumentos de Vasari, consideraba a Dante el más grande escritor de los tiempos modernos y a Miguel Ángel el mayor de los artistas de su tiempo. El veneciano respondía posicionando a Petrarca por encima de Dante, y a Rafael y, sobre todo, a Tiziano sobre Miguel Ángel. Aunque con ello Dolce, al igual que Vasari, no hacía sino ajustarse a la retórica del panegírico[24], el primero aplicó con más decisión que el segundo el sistema retórico a la pintura. Al fin y al cabo, Dolce había traducido en 1547 el De oratore ciceroniano y pudo servirse del filtro de las categorías que previamente (en 1535, recordemos) había acomodado a la poética horaciana y que tan bien conocía.

Las teorías del estilo

Uno de los métodos de enseñanza más común entre ciertos rétores griegos implicaba el uso en la elocutio de ejemplos discursivos tomados de los literatos y poetas antiguos[25]. El propio Tulio, en muchos de los exempla de sus obras filosóficas y retóricas (especialmente en De Oratore y Brutus), se mostraba bastante versado en pintura y escultura, al menos en apariencia. Tal frecuencia en el uso de un vocabulario fundamentalmente artístico en el padre de la oratoria romana declaraba, entonces como hoy, una conexión patente entre el poder expresivo de las artes plásticas y la fuerza retórica de la palabra[26].

Las comparaciones ciceronianas estaban encaminadas a sustentar las dos formas principales de diversidad elocutiva: de temas (res) y de estilos (verba). Respecto a lo primero, en Sobre el orador reclamaba para su rétor ideal una formación completa, de manera que pudiera moverse a sus anchas en la discusión de cualquier tema preparado con anterioridad. Aunque tales conocimientos no quedasen explícitos en el discurso, se evidenciaría si el orador era bisoño o experto en la materia, igual que «no es difícil colegir si quienes se dedican a la escultura saben pintar o no, aun cuando no hagan uso de la pintura»[27] (lo cual implicaba, dicho sea de paso, una defensa indirecta y anticipada del disegno como base de las artes). En cuanto a la diversidad de verba, la variedad de estilos de los distintos artífices no implicaba necesariamente un grado distinto de excelencia o de gloria. Todo estilo individual era digno de alabanza para Cicerón: lo importante era ser el mejor en el estilo personal de uno, igual que ante la naturaleza las sensaciones placenteras se extraían de la diversidad, e incluso de la disparidad[28]:

Y esto que ocurre en el mundo de la naturaleza, puede también trasladarse a las artes: uno es el arte de la escultura, en la que destacaron Mirón, Policleto, Lisipo, todos los cuales fueron diferentes entre sí, pero de tal modo que deseamos que todos sean iguales a sí mismos; uno es el arte y el método de la pintura, y sin embargo muy distintos entre sí Zeuxis, Aglaofonte y Apeles, y ninguno de ellos dan la impresión de que les falta algo en su arte. Y si en estas artes –podría decirse que mudas– esto resulta admirable y con todo cierto, cuánto más admirable en el discurso y la lengua. […] Mirad ahora y fijaos en esos varones cuyas excelencias son objeto de nuestro estudio: Isócrates fue agradable, Lisias sutil […], Esquines de poderosa voz […] ¿Quién de ellos no destaca entre los otros?, ¿y quién no se parece a otro sino a sí mismo? El Africano fue grave, Lelio suave, Galba áspero y Carbón un tanto rápido y cantarín. ¿Quién de ellos no fue el primero en aquellos tiempos? Con todo, cada cual el primero en su estilo. […] Aquí delante tenéis a […] Sulpicio y Cota. […] ¿Pues hay algo tan diferente como Antonio y yo [Craso] en nuestros discursos?[29]

Ser el primero en el estilo propio era el mejor camino para alcanzar la perfección como orador. El orador perfecto no había existido, pero no debía perderse la esperanza de alcanzar este ideal platónico, puesto que lo grande estaba cerca de lo perfecto y para quienes perseguían el primer puesto era honroso quedar en segundo o tercer lugar[30]. Si, según Platón, hay una idea de la perfecta república y, conforme a Cicerón, ha de aspirarse a la idea del perfecto orador, «también la hay del perfeto cortesano», como con fórmula análoga respondía Baldassarre Castiglione a sus previsibles antagonistas a la hora de describir su Cortesano entre 1508-1528[31]. Esta obra –publicada en Toledo en 1534 según la traducción de Juan Boscán, antes que en ningún otro país europeo–, que se proponía educar la conducta del hombre culto del Renacimiento con los instrumentos de la retórica ciceroniana y su «elocuencia corporal»[32], después magistralmente engrandecidos por Quintiliano en su Institutio oratoria, incluye en sus páginas numerosos paralelos entre el arte de los siglos XV y XVI y la preceptiva oratoria de la Antigüedad. El que transcribimos a continuación es una paráfrasis «actualizada»[33] del párrafo del De oratore comentado más arriba sobre el valor de la maniera individual y diferenciada, propia de cada tiempo y lugar:

También hay de una misma suerte cosas diferentes, que igualmente placen a nuestros ojos tanto que con dificultad se puede juzgar cuáles contenten más. En la pintura son muy señalados Leonardo Vincio, el Mantegna, Rafael, Miguel Ángel, Jorge de Castelfranco [Giorgione], y todos difieren los unos de los otros; mas de tal manera difieren que en ninguno dellos se halla que falte nada, sino que cada uno en su género es perfetísimo.

[...] Los oradores también han siempre tenido entre sí tanta diversidad, que casi cada temporada ha producido y aprobado una suerte de oradores propria y conforme a aquel tiempo, los cuales no solamente de sus antecesores y sucesores, mas aun de sus contemporáneos han sido diferentes, como en los griegos se escribe de Isócrates, Lisias, Eschines y otros muchos, que aunque todos fueron ecelentes, a nadie se parecieron sino a sí mismos. Entre los latinos después, aquel Carbón, Lelio, Scipión Africano, Galba, Sulpicio, Cotta..., Marco Antonio, Craso y tantos otros que sería muy larga cuenta de nombrallos, todos fueron muy singulares; pero tampoco se parecieron los unos con los otros. De manera que quien se parase a pensar todos los oradores que han sido, cuantos oradores tantas formas de hablar hallaría[34].

En la España de los siglos XV y XVI, algunos teóricos de la oratoria, basándose en Hermógenes[35], vincularon la teoría de los estilos con la de los humores: el estilo del orador se entendía que reflejaba su naturaleza. Alfonso de Palencia, en carta a Jorge de Trebisonda (1465), caracterizaba los estilos retóricos según cada uno de los cuatro temperamentos (sutil y mordaz en los melancólicos; gracioso y suave en los sanguíneos; grave en los coléricos; manso en los flemáticos)[36]. Casi un siglo después, pero con palabras análogas a Palencia, el vivista Sebastián Fox Morcillo, al comienzo de su De imitatione (1554), afirmaba que se podía reconocer muy bien por la naturaleza de cada hombre los distintos ingenios; igualmente, cada tipo de discurso dependía de la clase de temperamento que afectara a su ejecutor: «En pocas palabras, todos los melancólicos son concisos, duros y breves en el hablar; los sanguíneos son rápidos, dulces y elegantes; los biliosos, elevados y precisos; los flemáticos, rápidos, fluidos y humildes»[37]. Un último preceptista, Juan de Guzmán, discípulo del Brocense y profesor en Pontevedra y Alcalá, aseguraba en 1589 que «los estylos son conforme a los ingenios, y los ingenios corresponden a los humores que reynan en el cuerpo, y aun conforme a las edades»[38].

A imagen de esta doctrina retórica[39], la teoría artística del Renacimiento llevó hasta sus últimas consecuencias el asunto de la diversidad del estilo, entendido éste como un énfasis añadido al contenido descriptivo o narrativo de la pintura; un énfasis que, aunque no alteraba el significado del cuadro, sí que modificaba su expresión estética o afectiva[40]. Se trataba, en definitiva, de conjugar una identidad universal para el arte con el canon personal que cada maestro aspiraba a producir para la posteridad[41]. La crítica de Cicerón sobre los estilos en oratoria estaba mucho más desarrollada que los rudimentarios análisis estilísticos planteados por Plinio para las artes visuales: por eso los teóricos del Siglo de Oro recurrieron a los retóricos «humorales» a la hora de efectuar discriminaciones entre las diferentes escuelas pictóricas. De ahí nacía –según Guevara y Carducho– que las obras de pintores y escultores respondiesen en su mayor parte a las disposiciones y afectos de los artífices:

Para exemplo de esto tomemos dos Pintores, igualmente artistas en la notomia, ó de cuerpo humano, ó animales, el uno colérico, y el otro flemático, los quales si de industria y á competencia pintasen un caballo, sucederá claramente, que el caballo del colérico se mostrará impetuoso, con furia, y dispuesto á presteza; y por el contrario el del flemático, dulce y blando, en el qual deseareis siempre una viveza y un no sé qué.

Pues vengamos á discurrir por las pinturas de un melancólico saturnino ayrado y mal acondicionado: las obras de este tal, aunque su intento sea pintar Angeles y Santos, la natural disposición suya, tras quien se vá la imitativa, le trae inconsideradamente á pintar terribilidades y desgarros nunca imaginados, sino de él mismo[42].

En el sexto de los Diálogos de la Pintura, el discípulo le preguntaba al maestro cómo era posible que, con tanta variedad y diferencia de pintores como había, todos fueran celebrados por buenos. El maestro –probablemente siguiendo a Lomazzo[43]– respondía que la perfección artística no era única, que no existía una sola belleza ideal, sino que dependía de la individualidad estilística de cada pintor, quien podía seguir para ello sus propias inclinaciones:

Causará las mas vezes estas diferencias [de estilo] la variedad de los sugetos que ai entre los hombres, y como cada uno aspira a imitar, ó reengendrar su semejanza […] se imita quanto puede, solicitado de afectos del natural, ó composicion suya: y asi verás, que si un Pintor es colerico, muestra furia en sus obras, si flematico, mansedumbre, si devoto, Religion, si deshonesto, Venus, si pequeño, sus pinturas enanas, si jovial, frescas, y esparcidas, y melancolicas, si es Saturnino, si es escaso y limitado, lo muestra su pintura en lo apocado, y encogido. Todos estos efectos hazen sin duda, dexandose llevar de su natural, y se imitará en sus obras[44].

Inicialmente, las formas de trabajo personales e individuales de cada artista fueron llamadas maniera; a finales del siglo XVI, como consecuencia del sentido negativo que la palabra fue adquiriendo, se empleó la palabra stile con el mismo significado[45]. Así aparece utilizada, por ejemplo, por Lomazzo, quien imitaría el párrafo varias veces mencionado del De oratore a través de Castiglione[46]. Para él ciertos pintores tenían, en razón de su temperamento, un genio más conforme a un poeta que a otro: Leonardo había sabido expresar como ninguno los moti de Homero; Rafael, la majestad de Petrarca; Tiziano, la variedad de Ariosto, y Miguel Ángel, por supuesto, la profunda oscuridad de Dante[47]. Lomazzo fue leído por Sigüenza, pero éste, poco amigo de la nación italiana, prefirió evitar la comparación literaria y parangonó a los grandes artistas modernos con los grandes oradores antiguos, y así aplicó a Rafael aquella sentencia o elogio que se decía de Demóstenes y Cicerón, «que Miguel quitó a Rafael que no fuese el primero y éste a aquél que no fuese solo, aunque las maneras que siguieron en sus obras [adviértase nuestra cursiva] son extrañamente diversas»[48], resaltando con ello la variedad estilística expresada por ambos autores. El «estilo» servía para designar todas las características propias de las obras de un artista, dependientes de los diversos condicionamientos de su actividad creadora. Partiendo de aquí, el concepto fue extendido a la forma de expresión artística de una escuela, local o nacional, y de una época determinada. Con el tiempo, el estilo se terminaría convirtiendo en un criterio para determinar la fecha y el lugar de origen de una obra cualquiera, establecer relaciones entre tendencias artísticas y, sobre todo, fijar un instrumento común para medir las innovaciones o el carácter más o menos individualizado y evolucionado de una pintura en el discurrir de la historia[49].

El paralelo más celebrado y trascendente para la definición del concepto evolutivo (i. e., vasariano) de la Historia del Arte parte de una comparación del Bruto entre la oratoria anterior a Cicerón y los grandes artistas griegos[50]. El silogismo resultaba más que evidente para el maestro: si los sencillos discursos de Catón fueron oscurecidos por la posterior ampulosidad de Hipérides o Lisias,

¿Quién […] no ve que las estatuas de Cánaco son demasiado rígidas como para poder representar la realidad; que las de Calámides [Cálamis] son aún duras, pero más flexibles que las de Cánaco; que las de Mirón, si bien aún no están demasiado próximas a la realidad, merecen indudablemente el calificativo de bellas; que las de Policleto son aún más bellas y ya casi perfectas, al menos en mi opinión? Igual razonamiento se puede hacer en la pintura: alabamos a Zeuxis, Polignoto, Timantes y las formas y dibujos de aquellos que no utilizaron más de cuatro colores; sin embargo, en Etión, Nicómaco, Protógenes y Apeles ya todo es perfecto[51].

El modelo pliniano de desarrollo del arte de la escultura en bronce[52] y la pintura[53] como una evolución lineal jalonada de innovaciones entronca con la tradición instaurada por Cicerón de cotejar la historia de las artes visuales con la conquista del realismo óptico a partir de una progresión de logros individuales. Esta idea evolutiva, presente en Vitruvio[54] y asumida por Quintiliano o Pausanias[55], se convertiría en signo de innovación cultural en las Vite de Vasari y canonizaría para la posteridad el concepto de mimesis como fruto de los hallazgos de artistas que hicieron de la inventio una vía hacia la perfecta imitación de la naturaleza. No creemos, por tanto, fortuito que en el momento de firmar sus obras, los pintores del Siglo de Oro, haciendo un guiño o reclamo, colocaran el sufijo «Invent.».

Quintiliano basó su más conocido pasaje acerca de la crítica artística en Jenócrates de Sición y Antígono de Cáristo, escultores y teóricos del siglo III a.C., en la erudición de Varrón[56] y, sobre todo, en Plinio, ya que la Naturalis Historia vio la luz unos ocho años antes que su Institutio[57]. Las consideraciones sobre arte de Quintiliano, sin embargo, van un paso más allá que las de Cicerón, ya que tratan de establecer paralelos entre artistas y oradores concretos, muy al estilo de Demetrio y Dionisio de Halicarnaso, e incluso exhiben valiosos elementos de erudición y gusto personal ajenos a la influencia pliniana[58]:

Los primeros artistas, cuyas obras merecen ciertamente contemplarse no sólo por su antigüedad, se dice haber sido los ilustres pintores Polignoto y Aglaofonte, cuyo sencillo color tiene todavía tan entusiastas amantes, que prefieren aquellos casi rudos bosquejos y como gérmenes de la que después debía ser esta arte, a los grandes maestros que tras ellos llegaron, y por cierto, según mi opinión, en virtud de una particular ostentación de entender esas obras[59]. Después de éstos, Zeuxis y Parrasio, no muy distantes en edad y ambos en el tiempo de la Guerra del Peloponeso –pues en Jenofonte se encuentra una conversación de Sócrates con Parrasio[60]–, llevaron esta arte a su máxima cumbre. El primero de ellos, según la tradición, inventó la técnica de la distribución de luces y sombras, el segundo trazó con más delicadeza el efecto plástico de los rasgos. Pues Zeuxis daba mayor llenez a los miembros del cuerpo, ya que lo tenía por más digno y majestuoso, según se cree, en seguimiento de Homero, a quien complacían las más robustas formas corporales aun en las mujeres[61]. Mas Parrasio trazó las formas con tal exactitud, que le llaman el legislador, porque los demás siguen sus modelos de pintura de dioses y héroes cual él los transmitió, como si fuese ineludible hacerlo así[62]. Floreció sobre todo la pintura en tiempo de Filipo hasta los sucesores de Alejandro, pero en obras maestras de valor diferente. Porque Protógenes destacó en el acabado, Pánfilo y Melantio en la idea, en la suavidad del colorido Antífilo, en la viveza de sus representaciones, que llaman phantasias, Teón de Samos; en genialidad y encanto, de que él mismo sobre todo se ufana, Apeles es el más sobresaliente. A Eufránor lo hace digno de admiración el que también en todas las demás actividades magníficas de su talento estuvo entre los principales, y al mismo tiempo fue como pintor y escultor un maravilloso artista[63].

El método comparativo de Quintiliano se aprecia muy depuradamente en las conclusiones de su tesis, que expresa el párrafo siguiente:

Mas en lo que atañe al discurso, si se quiere parar mientes en sus formas de representación, casi se encuentran tantas diferencias de talentos como de cuerpos. Pero también aquí hubo ciertos géneros de estilo más rudos debido a las circunstancias de cada época, aunque por otra parte ofrecen ya en sí una gran fuerza de aptitudes. Aquí se pueden recordar a hombres como Lelio, los Africanos, Catón, a los que podríamos llamar los Polignotos y Calones de su arte. El grupo intermedio lo pueden formar L. Craso y Quinto Hortensio. Seguidos de éstos, empezaba a florecer después, con no mucha diferencia de tiempo, una impresionante generación de oradores. Aquí encontraremos la energía de César, el talento natural de Celio, el fino sentido de Calidio, la exactitud de Polión, la majestad de Mesala, la pureza de Calvo, la dignidad de Bruto, la sagacidad de Sulpicio, la amargura de Casio. Entre éstos, de los que personalmente vimos, la plenitud de Séneca, la fuerza del Africano, la madurez de Afro, el encanto jocundo de Crispo, la sonoridad de Tracalo y la elegancia de Segundo. Pero en Marco Tulio Cicerón no tenemos ya a un artista como Eufránor, sobresaliente en muchas formas artísticas, sino al insuperable en cada una de las cualidades que en todos los anteriores se alaban[64].

Los oradores de época arcaica (Lelio, Escipión, Catón) son identificados por Quintiliano como «primitivos» y equiparados a Polignoto y al escultor Calón; Craso y Hortensio aparecen como representantes de la media forma de Zeuxis y Parrasio, Policleto y Fidias; a éstos siguen los más famosos rétores anteriores a Cicerón, figurados con brevísimas pinceladas. El modelo de orador perfecto (Cicerón) no se equipara con Apeles, sino con Eufránor, pintor y escultor, lo que constituye una declaración de Quintiliano más favorable hacia el conocimiento multidisciplinar –uno de los rasgos de su rétor paradigmático– que hacia la autoconsciencia de genialidad.

Jenócrates, una de las fuentes más importantes de la obra de Plinio[65], fue el primero en distribuir el estudio de los artistas conforme a una gradación de calidad, indicando cuál era la aportación de cada artífice y la mejora introducida respecto a sus antecesores en los campos de la simetría y la proporción. El modelo jenocrático –tomado no tanto de Plinio como del Brutus ciceroniano[66] y de su amplificación por parte de Quintiliano– fue el aplicado en las Vidas de Vasari: cada una de sus partes comenzaba considerando el desarrollo del estilo en las tres fases en las que dividía la moderna escuela de pintores italianos. El progreso de la técnica artística se iniciaba con Giotto –quien «en poco tiempo no sólo alcanzó el estilo de Cimabue, sino que aún más […] desterró el tosco estilo griego de su época y resucitó el buen arte de la pintura moderna»[67]– y discurría en pos de la perfección absoluta, encarnada por Miguel Ángel en la primera edición de 1550; tras él, sólo podía seguir la decadencia de las artes. Las artes del disegno, que se habían extinguido, fueron reavivadas y alimentadas (sobre todo en la Toscana, según Vasari) hasta alcanzar un culmen de belleza y majestad en tiempos del duque Cosimo I de Medici, a quien estaba dedicada esa editio princeps. Este proceso se desarrollaba en tres fases o edades cuasi-biológicas. La primera, equivalente a la infancia, merecía elogio, pero estaba cuajada de errores; la segunda, la del Quattrocento o «adolescencia», era mejor, si bien carecía de refinamiento y tendía a un estilo seco. Estas faltas fueron remediadas en la tercera edad, la madurez, caracterizada por la aparición del artista universal que sobresale en las tres artes, donde se alcanzaba la perfección miguelangelesca, la «perfetta regola dell’arte», y en la que el arte había alcanzado tanta altura que más bien se sentía uno inclinado a temer un retroceso que a aguardar nuevos avances.

Según la concepción vasariana de la historia del arte, ésta consistía en una serie de pasos ejecutados con la participación de individuos concretos. Cada artista tomaba parte de ese progreso artístico en virtud de haber realizado una contribución (o más bien «mejora» o «miglioramento»), y no empezaba de la nada, sino que partía de (y se añadía a) lo cumplido por sus antecesores, o competía con ellos movido por un afán de gloria[68]. Llevada esta idea a su extremo, podría incluso interpretarse la historiografía al modo de Vasari no como un conjunto de biografías y repertorios de obras de arte, sino como una historia teleológica de los estilos en tanto «maneras» individuales de un número reducido de personalidades sobresalientes. La estructura narrativa de Vasari tiene por ello un sentido de inevitabilidad que deriva de su fundamentación evolutiva, que impone un orden aparentemente ineluctable[69], y que sería contestada de inmediato en otros lugares de Italia (con Dolce, como ya se ha dicho) y España (con Guevara, quien opinaba que Flandes, en las personas de Jan van Eyck, Rogier van der Weyden o Joachim Patinir, también compartía con Italia el redescubrimiento de la pintura)[70]. El clérigo granadino Lázaro de Velasco, descendiente de artistas y traductor pionero de Vitruvio al español (ca. 1564), ignoró directamente el ordo vasariano, aun coincidiendo con él, y prefirió remitirse a sus fuentes, a Aristóteles, a Plinio y a Quintiliano[71]; pero también a Alberti, a Gaurico y a Alberto Durero[72]. Céspedes se limitaría a resumir apresuradamente las tres fases de las Vite –a pesar de proclamar que ese libro no le había «venido a las manos»–, si bien cuidó de entreverar en su Discurso a los maestros españoles más significativos del momento según su criterio. En ausencia de nombres a los que recurrir para avecinar a los pintores del Trecento y de la mayor parte del Quattrocento, puso como contemporáneos de Giovanni Bellini, Perugino y Domenico Ghirlandaio a Pedro Berruguete y a Alejo Fernández, junto con un sarguero anónimo y con el también anónimo autor español –diferenciado de Berruguete– que pintó «en el palacio de Urbino, en un camarín del Duque […] unas cabeças a modo de retratos de ombres famosos, buenas a maravilla»[73].

Hasta aquí hemos estudiado el armazón retórico de los tratados italianos que se demostraron más influyentes sobre la teoría española de la pintura en el Siglo de Oro: Alberti, Vasari y Dolce, sin olvidar a Gaurico, Pino o Lomazzo, pese a su posición en buena medida ancilar (o al menos secundaria) respecto a los primeros; los escritores que se centraron en la pintura religiosa tendrán su espacio en otro lugar. Nos parece suficientemente demostrado que la teoría pictórica en el Renacimiento es inseparable de la preceptiva clásica sobre oratoria, pues la codificación de las fórmulas visuales estuvo ligada a la creación de un discurso que las explicara[74]. Así, en la España del Siglo de Oro, como recordará Caamaño, literatura y artes plásticas entroncaron «con la tradición latina, con la antigua retórica y sus métodos expresivos, con sus recursos formales y fuentes de inspiración…, cristianizándola»[75]. A partir de Leon Battista Alberti, las referencias a la retórica en los tratados de arte pasaron a ser explícitas y la oratoria clásica, estudiada e imitada por los humanistas, se convirtió en modelo para las artes visuales[76]. La tratadística renacentista del arte aplicó a la pintura las normas de la retórica relativas al movere, desde las teorías del decoro hasta el tópico del «pintor como orador», señal clara de la importancia del paradigma retórico. Gracias a estos fundamentos, imprescindibles antes de seguir adelante, podremos estar en condiciones de reconocer las deudas –no necesariamente serviles– o las respuestas –no necesariamente descaminadas– de los tratadistas españoles a sus mediadores italianos[77].

Ars. Los niveles del decorum

Hipotaxis o coherencia interna

La invención retórica se centra en el campo de los contenidos (res), mientras que, casi de manera autónoma, la elocución trata de las palabras (verba) como instrumento para la explicación de dichos contenidos. Inventio y elocutio, dos realidades «estáticas», son dinamizadas gracias a la dispositio, que les da vida en una oración unitaria. La disposición no sólo conlleva la colocación de las cosas en su lugar, sino principalmente una adaptación contextualizada de los temas y las formas a las exigencias del auditorio. Para ello debe partirse de una coherencia interna del discurso, comparable a la que presenta un organismo vivo o zoon. Esta unidad orgánica deriva de la correlación entre tamaño y orden que presentan los seres en la naturaleza. Según dicho planteamiento, de origen aristotélico, lo bello, sea «un animal» o «cualquier cosa compuesta de partes, no sólo debe tener orden en éstas, sino también una magnitud que no puede ser cualquiera; pues la belleza consiste en magnitud y orden»[78]. Y la fábula, como la tragedia, ha de estructurarse «en torno a una sola acción entera y completa, que tenga principio, partes intermedias y fin, para que, como un ser vivo único y entero, produzca el placer que le es propio»[79].

La construcción de las frases en un discurso retórico convenientemente ajustado a la teoría del decoro requiere que cada una de las partes de dichas frases quede subordinada a una unidad superior de significado general. Esta subordinación, que recibe el nombre de hipotaxis[80], fue teorizada ampliamente por Cicerón, en particular en las distintas ocasiones en que trató acerca del exordio, a menudo estableciendo comparaciones de tipo orgánico. Uno de los defectos más evidentes del exordio o inicio del discurso –aquel que dispone favorablemente el ánimo del oyente para escuchar el resto de la exposición– era la falta de propiedad. Tal sucedía cuando no surgía de las circunstancias del caso ni estaba unido al resto del discurso «como los miembros del cuerpo con él»[81]; el comienzo se ligaría, pues, a lo demás de modo que pareciese «un miembro integrado con el resto del organismo»[82]. En otros lugares, Cicerón postulaba el uso de palabras para conectar las partes discursivas «a modo de articulaciones»[83] o encadenamientos[84]. Si volvemos nuestra atención a la forma y figura del hombre o incluso de los demás seres vivos, comprobaremos, según el Arpinate, «que ninguna parte de su cuerpo está modelada sin que haya alguna necesidad y que su forma, en conjunto, está acabada como por designio artístico, no por casualidad»[85].

A lo largo del Libro II del De pictura, Alberti desarrolló la idea ciceroniana de la hipotaxis o coherencia interna aplicada de forma pionera a la pintura, empleando términos como accommodare y correspondere para explicar la adecuación proporcionada de las partes del cuadro entre sí y de éstas con el conjunto, cumpliendo cada una con su función conforme a la acción a realizar. Para lograr esa unidad, no había camino mejor que la observación larga y diligente de lo real, a fin de imitar el modo en que la naturaleza, «admirable artífice de las cosas, ha compuesto las superficies con hermosísimos miembros»[86]. La composición de éstos debía procurar que convinieran entre sí perfectamente, lo cual ocurría «cuando en tamaño, función, aspecto, color y otras cosas semejantes corresponden en gracia y belleza»[87].

El nivel básico de la teoría del decoro en la dispositio retórica y en la preceptiva artística radica, por consiguiente, en la armonía de las partes entre sí y de éstas con el todo. En un segundo y tercer nivel, el decorum persigue ajustar la elocutio a las ideas (el significante al significado, o la forma plástica al tema, en el caso de la pintura) y la pronunciación (o ejecución artística) al público[88], respectivamente. «Todo debe adaptarse a la naturaleza de las personas, los lugares, el tiempo y la situación, pues como dice el proverbio griego, “no todo conviene del mismo modo a todos”», según Gaurico. Ornamentos y motivos habrían de ajustarse, por tanto, al tema y a las circunstancias del espectador[89]. Como veremos, el segundo nivel explica la correlación de los géneros pictóricos con los tres «oficios» u obligaciones del orador, mientras el tercero afecta al fin principal de la pintura en el Siglo de Oro, que coincide con el más importante de los officia: la persuasión o el movere[90].

Ajustes entre res y verba. La adecuación de la elocutio a la materia del discurso

Los genera dicendi y los géneros pictóricos

El decorum o aptum (gr. prepon) constituye una de las nociones centrales de la retórica de Platón y Aristóteles y de la preceptiva oratoria –y, por ende, de la teoría artística– en general, y por ello merece una explicación detenida. El concepto, como se ha visto, implica la armónica concordancia de todos los elementos del discurso, tanto de las partes integrantes de la expresión lingüística (gr. lexis) consigo mismas (prepon interno, hipotaxis o primer nivel del decoro) como de la propia expresión respecto a las exigencias temáticas y circunstancias sociales de la alocución (prepon externo, correspondiente a los sobredichos niveles segundo y tercero). Aunque la exposición de este principio es muchas veces tenida por aristotélica, procede, en realidad, de imágenes ya elaboradas en el Gorgias[91]. Aristóteles retuvo de Platón dos ideas: la proporción y orden interno de los elementos que deben componer la expresión, y la finalidad conforme a las necesidades de la obra. Para el filósofo, la lexis era adecuada siempre que expresase las pasiones (pathos) y los caracteres (ethos) y guardara analogía (i. e., proporcionalidad) con la forma y los hechos establecidos[92]. Esta adaptación o propiedad aseguraba la atención del público, lo cual a su vez garantizaba la consecución del objetivo deseado por el orador.

Las relaciones entre res y verba, sometidas a las reglas del decoro y establecidas entre el emisor y el receptor a través del mensaje, definen los tres géneros de discursos retóricos: judicial, deliberativo y epidíctico[93]. Esta parte de la Retórica de Aristóteles es, sin duda, la más influyente y la que más ha vinculado su nombre a la historia de la elocuencia[94]. La reducción de todos los discursos a tres tipos se basa en las clases de temas y de oyentes, y creemos que, por deducción y atendiendo a pruebas subsiguientes, puede ponerse en paralelo explícito con los tres géneros pictóricos principales[95]: el genus iudiciale o forense, la oratoria de los tribunales, en los que acusamos –por ejemplo, impugnando las herejías– o llevamos hacia la indignación, o bien defendemos –a los correligionarios– o movemos los ánimos a la misericordia, suavizando las pasiones, tiene un carácter ético que lo aproxima a la pintura religiosa; el genus deliberatiuum o suasorio, en el que persuadimos o disuadimos en asambleas sobre acontecimientos que pueden ser reales –como la cronística– o no –como la mitología–, tiene un carácter político afín a la pintura de historia; el genus demonstratiuum u ostensivo, donde se alaba a los héroes o vitupera a los tiranos, propio de las ceremonias, conmemoraciones, festivales patrióticos y funerales, está en el origen del retrato pintado.

El Auctor ad Herennium denominó «estilos» a los tria genera dicendi aristotélicos. Al judicial lo llamó «elevado» (graue o grandis), al deliberativo «simple» (tenue o subtilis) y al demostrativo «medio» (mediocre o medium). Con esta aparente gradación, el anónimo rétor no pretendía tomar ninguna posición a favor de alguno de los tres estilos; simplemente, el orador debía variarlos en su discurso para evitar saciar al espectador, pues cada uno de ellos tenía un uso preciso y una construcción gramatical diferente. El estilo elevado consistía en una ordenación de pensamientos nobles y graves, «como los que se usan en la amplificación o en la apelación a la misericordia»; el simple se expresaba con desnuda corrección e inteligibilidad, especialmente apropiadas para la narración; el medio, por último, se caracterizaba por oposición a los otros dos estilos, empleando palabras menos hiperbólicas que el estilo grande, pero sin rebajar el tono hasta la inmediatez del simple[96]. Así pues, igual que la triple distinción genérica suponía un intento de someter la infinita variedad de la materia retórica y su público, la triple distinción de los estilos aspiraba a reformular la infinita variedad de tipos elocutivos[97].

Cicerón tampoco recomendaba ningún estilo determinado, sino el adecuado en cada ocasión. El orador perfecto era el que sabía mezclar los tres estilos, y la mejor elocuencia resultaba de emplear cada uno de los genera causarum según el momento, algo muy difícil de llevar a cabo[98]. Aunque nada sugiere que Cicerón tuviera un conocimiento particularmente profundo u original de las artes o un gran aprecio o sensibilidad por éstas, puede hablarse de una estética personal basada en el decoro y la utilitas[99]. Cicerón fue más un «hombre de gusto» –lo que sería un «mirador» o «aficionado» en la España altomoderna– que alguien competente en filosofía del arte. El valor de la utilidad se advierte en el sentido que depositó en su colección de esculturas de su villa en Túsculo, que desde luego eran más que una serie de ornamentos: servían a un propósito, y éste era enaltecer social y políticamente a su dueño. Al mismo tiempo resultaban apropiadas («decorosas») para el lugar en el que estaban expuestas[100].

En la oratoria ciceroniana, la varietas del discurso es la causa de la existencia de los estilos, y el estilo mismo depende de los deberes del orador u officia oratoris[101]. Cicerón dio, en efecto, un paso más que la Retórica a Herenio estableciendo una correspondencia directa entre los tres estilos (simple, medio y elevado) y las tres funciones del rétor: «probar que es verdad lo que defendemos (docere), conciliarnos la simpatía de nuestro auditorio (delectare) y ser capaces de llevarlos a cualquier estado de ánimo que la causa pueda exigir (movere)»[102]. Informar, deleitar y conmover constituyen la llamada «tríada afectiva», el concepto central de la teoría retórica del Arpinate, que, a su vez, bebe de los géneros aristotélicos[103]. La asociación se resume nuevamente en El orador:

Será, pues, elocuente […] aquel que en las causas […] habla de forma que pruebe, agrade y convenza: probar, en aras de la necesidad; agradar, en aras de la belleza; y convencer, en aras de la victoria […] Pero, a cada una de estas funciones del orador corresponde un tipo de estilo: preciso a la hora de probar; mediano a la hora de deleitar; vehemente a la hora de convencer...[104]

El estilo simple incumbe al docere; el medio sirve para delectare (o conciliare), y el sublime y enérgico (vehemens) para movere (o persuadere). Por supuesto, la triplex varietas ciceroniana no sólo servía de cauce para entender los discursos de Cicerón, sino también para imitarlos. Igualmente se pensaba que los estilos no podían entenderse a menos que se conocieran bien todas las demás partes de la retórica: la adopción de un estilo determinado implicaba un conocimiento completo del arte[105].

El concepto retórico de «estilo» justifica la adaptación formal de un artista a distintos modos de expresión, dependiendo del tema a abordar[106]. El estilo simple o tenue, que aquí vinculamos a la pintura de historia, es narrativo, se basa en el lenguaje normal y parece dotado de gran verosimilitud, aunque está más cercano a la artificiosidad de lo que aparenta. Es un estilo ático, elegante y preciso, gustoso de usar sentencias agudas y moralizantes. El estilo medio o moderado, propio de los sofistas –o de los oradores/aduladores profesionales–, es descriptivo y usa de las metáforas y tropos para buscar la placidez, a veces acumulándolos en alegorías o ensanchándolos hasta la hipérbole: un vicio que conviene evitar, como sucede con la pintura de retratos. El discurso emocional o patético connota al estilo amplio o dilatado. De este estilo son característicos tropos audaces como las amplificaciones, las figuras de pensamiento más enérgicas (imágenes, hypotyposis) y una pronunciación ardiente y arrebatada, conmovedora como sólo puede ser la pintura devocional[107]. Los estilos estaban, pues, organizados de manera creciente según su potencial emotivo: por eso hoy, como entonces, afecta menos al espectador una «fría» pintura de historia que un buen retrato o una eficaz imagen piadosa.

Si algo ofrecía la tríada afectiva de la ligazón entre estilos y funciones retóricas era una sorprendente adaptabilidad al campo de las artes[108]. Vitruvio, para quien el decoro constituía un principio esencial que vinculaba la adecuada forma de un edificio con su función y emplazamiento, y su ornamentación con dicha forma general, fue el primero (en el Renacimiento lo harían Alberti[109] y Lomazzo[110]) que aprovechó el modelo ciceroniano para explicar los órdenes arquitectónicos: el dórico, el más severo y desornamentado de los tres órdenes griegos, servía para dioses como Minerva, Marte o Hércules; el corintio, el más adornado y florido, para Venus, Flora o Proserpina; el jónico, el estilo mediano por antonomasia, para Juno, Diana o Baco[111]. En cuanto a la pintura y la escultura, las primeras analogías en esta línea, también del siglo I a.C., corresponden a Dionisio de Halicarnaso[112]. En dos fragmentos de sus escritos sobre retórica ilustraba una jerarquía de los tres estilos en otros tantos oradores áticos, representados por Isócrates (elevado), Iseo (medio) y Lisias (simple). Según Dionisio, Isócrates utilizaba un estilo «más grandilocuente y más digno» que Lisias:

Es admirable y grandioso el nivel de los recursos empleados por Isócrates, más propio de la naturaleza de los héroes que de los hombres. Me parece que no sería un disparate si alguien comparara la oratoria de Isócrates con el arte de Policleto y Fidias por su solemnidad, suma maestría y dignidad, y la de Lisias, por su delicadeza y gracia, con el arte de Cálamis y Calímaco[113].

Para discernir entre los estilos adyacentes de Lisias e Iseo no podía emplear una oposición tan categórica y, a fin de que la diferencia entre ambos oradores fuera más palpable, decidió utilizar otro ejemplo tomado de las artes visuales:

Hay pinturas antiguas hechas con colores simples, sin mezclas de ningún tipo, con los dibujos bien perfilados y rebosantes de gracia. Junto a ellas hay otras peor pintadas, aunque su acabado es más preciosista, con muchos efectos de luces y sombras y que basan su atractivo en la cantidad de recursos empleados. Lisias se parece a las más antiguas por su simplicidad y gracia e Iseo a las más elaboradas y artificiosas[114].

Todos los preceptistas de retórica estaban de acuerdo en que el estilo elevado o sublime producía un efecto sobre la audiencia que más que persuadir «transportaba», que era irresistible para cualquier oyente y que resultaba apropiado para temas grandiosos y trágicos, expuestos con pasión vehemente, nobleza de expresión y composición digna[115]. Durante la Edad Media, la tradición que hizo más por mantener el concepto retórico del movere fue, por supuesto, el arte de la predicación, para la cual el docere era un deber, el delectare era honorarium (un regalo) y al movere, que era una necesidad, estaban supeditadas las otras dos funciones[116]. Según indicaba Cicerón en De optimo genere oratorum (46 a.C.), aquel que fuera supremo en todas estas funciones sería el más perfecto orador; quien tuviera un éxito moderado no pasaría de mediocre, y el que tuviera el menor de los éxitos acabaría como el peor de todos. A pesar de ello, los tres llevarían el nombre de orador, «como se llaman pintores aun los malos, pues entre ellos no diferirán en géneros, sino en facultades»[117]. San Agustín[118] y san Isidoro aplicaron esta función específica de la elocución «grande» ciceroniana para «las causas mayores, en las que se habla de Dios, de la salvación de los hombres, [donde] hemos de mostrar mayor magnificencia y esplendor». El stylus gravis, por tanto, debía ser siempre «grandilocuente cuando trata de llevar a Dios los espíritus apartados»[119].

Si los procedimientos «éticos» del conciliare eran fuente de la satisfacción del alma y las características «estéticas» del delectare lo eran del placer de la mente, los medios «patéticos» del movere producían un sentimiento capaz de trascender la distinción entre lo agradable y lo desagradable, una emoción que podía llevar al espectador más allá de su facultad para razonar. Esta clase de discurso, que no buscaba simplemente complacer, sino que intentaba inflamar las conciencias, caracteriza al estilo sublime de la predicación.

En la España del Siglo de Oro resurgió con la predicación aquel genus grande de los antiguos, gracias a la sabia conjunción de los contenidos sagrados con una pasión y unos «afectos» purificados. Existía el reconocimiento general de que la oratoria sacra era el único lugar en el que la praxis retórica aún podía desarrollarse en estilo elevado, pues el género deliberativo había quedado reducido a ejercicios académicos y el epidíctico se centraba en apologías de príncipes y discursos elegiacos[120]. Como sabemos, el género judicial fue el más importante en la época clásica, ya que en él nació y se desarrolló el arte de la persuasión. Ahora bien, puesto que los juicios ya no se guiaban, como en los comienzos, por el valor predominante de la argumentación retórica, sino por la aplicación casi mecánica de las leyes y la jurisprudencia ad casum, pasaron a ocupar en las preceptivas el último lugar y la menor consideración dentro de la tríada genérica. Apreciamos esto ya en la primera retórica de autor español que vio la luz a comienzos del siglo XVI, la Compendiosa coaptatio de Antonio de Nebrija (1515). La antología nebrisense tenía una finalidad específicamente docente y recopilaba –y reordenaba– la tradición clásica para ofrecérsela al aprendiz de orador del modo más asequible y placentero posible. Cuando era necesario, añadía partes de su cosecha, como en un capítulo donde recordaba que en sus días el género judicial había sido sustituido por la predicación y que, de no haber sido por ésta, el arte de la retórica casi habría desaparecido[121]. El género judicial también figuraba en último lugar en el tratado de Matamoros (1548) y con una atención menor que el deliberativo y el demostrativo. El autor añadía incluso una nota histórica que avalaba este sentimiento:

El género judicial ha caído ya totalmente en desuso porque, incluso en tiempos de Cicerón, transformada en gran parte la república, su situación comenzó a languidecer. De lo cual se queja Cicerón en más de una ocasión, de que el foro había sido cerrado sin duda a los oradores, habiéndose sembrado la carrera de la elocuencia de la herrumbre del desuso, suprimiéndose finalmente el escenario de la gloria del debate. Y fue importante, sin duda, mientras duró aquel teatro de los juicios, adonde se refugiaban las naciones vecinas y extranjeras que buscaban derecho. Pero, usurpada por el dominio único del César, la república quedó privada de esta gloria y forma de gobierno[122].

El fenómeno no es privativo de la Universidad de Alcalá de Henares, sino afín a otros territorios hispánicos. Andrés Sempere –médico, pedagogo, poeta latino y catedrático de retórica en la Universidad de Valencia desde 1553, además de amigo de Palmireno–, editó, aparte de numerosos discursos de Cicerón, un tratado de oratoria compuesto por él mismo donde postulaba la utilidad del género judicial para los teólogos en sus sermones[123]. Francisco de Medina lo afirmaba sin rodeos en el prólogo a las Obras de Garcilaso anotadas por Fernando de Herrera: «Los predicadores […] [han] en cierta manera sucedido en el oficio a los oradores antiguos»[124], y Pedro Simón Abril (1589), catedrático de retórica en la Universidad de Zaragoza, reconocía en la instrumentalización de los preceptos de la oratoria clásica por parte de la predicación el campo exclusivo e irreversible de aplicación del ars: «la Retorica no sirue ya sino para solas aquellas esortaciones, que en los templos se hazen, con que el pueblo es esortado à la virtud y verdadera religion»[125].

La remisa conformidad de los humanistas de que la predicación había venido a suceder al genus grande de los antiguos se vio arrollada por la reasignación de facto de los elementos denotativos de dicho estilo señalados por Cicerón y Quintiliano, aplicada por los religiosos contemporáneos en pro de la oratoria sacra. El teólogo y tratadista de arquitectura Lázaro de Velasco citaba expresamente el capítulo sobre los genera dicendi de Quintiliano para recordar que las «imágines que representan cosas sanctas» tenían que labrarse con la autoridad religiosa que requería su gravedad[126]. Un testimonio complementario es el de un escritor de espiritualidad, san Alonso de Orozco, quien en la Epístola X «para un predicador» de su Epistolario cristiano para todos los estados (1567) asegura que «el triunfo y la gloria se gana cuando mueve el que predica. Éste es el oficio propio del Orador, según dice Quintiliano, y en este negocio ha de poner todos sus nervios y fuerzas: sin afectos, todo lo que se dice es enfermo y flaco»[127]. Los últimos ejemplos atañen a predicadores stricto sensu: los jesuitas Cipriano Suárez (1569) –que, parafraseando a Cicerón, creía elocuente y excelente en el hablar a quien lo hacía para demostrar, deleitar y conmover, sabiendo que «demostrar es propio de la necesidad; deleitar, de la suavidad; emocionar, de la victoria»[128]– y Juan Bonifacio (1589)[129]; el franciscano Diego Valadés (1579), para quien el oficio del orador[130] y el del predicador[131] coincidían en la triple división ciceroniana[132], y el trinitario Paravicino, según el cual la tragedia sagrada era lo más apropiado para lo sublime: «las tristezas suelen ser más a propósito para el estilo grande»[133].

En lo correcto de nuestro parangón entre géneros pictóricos y estilos retóricos también abundan los resultados de analizar la teoría española del arte en la primera mitad del siglo XVII. Sus autores elucidan la pintura religiosa en términos casi siempre arrebatadores y emotivos. Así, Gutiérrez de los Ríos se preguntaba quién no siente pavor viendo el Juicio Final de Miguel Ángel, con su variedad de almas temerosas de Dios y de demonios, y no se conmueve por dentro para apartarse de sus vicios; o cómo no desear la virtud ante una pintura de la gloria celestial, poblada de sus santos y coros angélicos[134]. Tal clase de contenidos escatológicos estaban presentes en el monasterio de El Escorial, literalmente repleto de frescos y cuadros dotados de un carácter más devocional y dogmático que artístico. Dicha distribución se guiaba estrictamente por el decoro, de manera que, donde quiera que se mirase, uno encontrara objetos piadosos sobre los que meditar[135]. El P. Sigüenza, para quien los artífices españoles vinculados a la orden jerónima tenían una gran preponderancia, encontró un paradigma de decoro y estilo grave en la pintura de tema sacro de Navarrete[136]. Al describir los ocho lienzos compuestos por él y colgados en el claustro alto del monasterio, afirmaba que eran los que mejor guardaban el decoro de los allí localizados, sin menoscabo de su calidad artística, al menos equivalente a la de las obras traídas de Italia. No sólo eran verdaderas imágenes de devoción ante las que se podía rezar, sino que daba «gana de rezar» delante de ellas; tales eran sus cualidades conmovedoras[137]. Muchos pintores tenidos por valientes, y en realidad descuidados para Sigüenza –caso de El Greco–, por no atender a este aspecto habían fracasado en su empeño, ya que «los santos se han de pintar de manera que no quiten la gana de rezar en ellos, antes pongan devoción, pues el principal efecto y fin de su pintura ha de ser ésta»[138]; las vírgenes que acompañaban al Martirio de santa Úrsula de Luca Cambiaso, quitaban resueltamente «la gana de rezar en ellas» por su mala compostura, poco ornato y falta de decoro[139]; y ni siquiera alguien tan prudente como su admirado Tiziano quedaba libre de culpa, y así la copia de su Martirio de san Pedro Mártir quitaba «la gana de rezar» por lo indecoroso de las actitudes presuntamente huidizas del santo y su acompañante, «y así dijo uno de los prudentes y doctos predicadores de nuestros tiempos, que si S. Pedro Mártir había muerto de aquella manera, que no había muerto como santo»[140]. Aquel predicador anónimo, a quien Sigüenza debió de acompañar en una visita por el monasterio, fue el dominico jerezano fray Agustín Salucio († 1601), amigo de Fernando de Herrera, discípulo de fray Luis de Granada y aficionado a la numismática y a la pintura, como veremos después recordará Pacheco. En unos Avisos para los predicadores del Santo Evangelio que dejó manuscritos al final de su vida, expresaba con total claridad, antecediendo a Sigüenza y como fuente suya, que el propósito de la pintura religiosa era imbuir devocionalmente al fiel, y para ello las leyes del decoro eran de obligado cumplimiento:

El arte de predicar se parece al arte de pintar […] Cosa es ésta no muy fácil para quien quiera. Importa, para saber bien hacer[la], la noticia de los autores seglares, que en esto pusieron gran cuidado. Corren en esto los predicadores el mismo riesgo que los que pintan. Porque unos, porque no saben más, piensan que para guardar el decoro de las personas que pintan, las han de pintar sin aire, sin espíritu, sin vida; otros que, de muy artistas, hacen de los santos vestiglos [= monstruos fantásticos horribles] o grimacos[141]. Una cosa es pintar a Hércules matando a Anteo; otra, a Caín quitando a su hermano la vida; otra, a San Pedro Mártir caído a los pies de quien, sin resistencia, de parte suya, lo mataba.

En la sacristía de San Lorenzo el Real vi una pintura del martirio de este santo y dije al que me la mostraba: «Si de esta manera murió San Pedro, no fue mártir, porque los mártires no se ponen en defensa»[142].

Quizá Tiziano no hubiera dado gusto con este cuadro a los predicadores postridentinos, pero es bien seguro que los pintores españoles del momento sabían perfectamente cuánto estaba en juego con la clientela eclesiástica y conocían qué recursos emplear para atender a sus necesidades pastorales. Si fuera necesario podían incluso justificarse ciertas licencias –que no fueran deshonestas o indevotas– con vistas al movere. Carducho entendía que, mientras el hecho sustancial y misterioso (= el dogma, la materia del discurso pictórico) no se mudara, cambiar las circunstancias y accidentes estaba permitido, dentro de los límites dictados por la prudencia y las autoridades. Estas alteraciones podían realizarse para alcanzar mejor el fin pretendido, que era «mover la devocion, reverencia, respeto, y piedad». Todo ello según las reglas del decoro, consistente en «hablar a cada uno en lenguaje de su tierra, y de su tiempo […] para que venga a conseguir el fin catolico y decente que se pretende, como lo hazen los Predicadores […] adornando y vistiendo el suceso de la historia con palabras y frases elegantes, propias y conocidas, y con ejemplos graves»[143]. Si Carducho tenía muy claras las nociones de decoro y gravedad, Pacheco dedicaría muchas páginas de su Arte a desarrollar ambos conceptos. Ya Curtius advirtió que, con las citas relativas a Cicerón y a Horacio que Pacheco utilizó al hablar del decoro, el de Sanlúcar se imbricaba en la tendencia, iniciada en el siglo XV, de fundar el sistema didáctico de la teoría del arte sobre los cimientos de la retórica y de la poética[144]. Sus fuentes fueron sobre todo Sigüenza –de quien tomó, por ejemplo, el elogio antedicho sobre la eficacia «decorosa» de Navarrete[145]–y doce capítulos extractados del Discurso de Paleotti.

El sacrificio de Ifigenia, canon artístico de decoro

El decoro, un concepto nebuloso y difícil de explicar –aún hoy lo es para la historiografía del arte[146]–, a veces necesitó de apoyar su definición a través de ejemplos, por mor de la claridad expositiva. De entre ellos, el paradigma lo constituye la historia clásica del sacrificio de Ifigenia[147]. Timante de Citnos, el pintor griego del siglo IV a.C., pintó un Sacrificio de Ifigenia, la más celebrada e ingeniosa de entre sus obras, que Cicerón describió en El orador como prototipo del decorum y la necesaria adecuación del discurso a las causas:

[Si] aquel famoso pintor […] ha visto, en el sacrificio de Ifigenia, mientras que Calcas está triste, Ulises aún más triste y Menelao acongojado, que tenía que representar la cabeza de Agamenón tapada, ya que era imposible reproducir con el pincel su profundo dolor […] ¿qué hemos de pensar que debe hacer el orador? Si esto es, pues, tan importante, el orador ha de ver qué debe hacer en las causas y en cada uno, por así decir, de sus miembros; de todas formas, esto es evidente: que no sólo las partes de un discurso, sino los discursos en su conjunto han de ser tratados unos de una forma y otros de otra[148].

Con razón Plinio afirmaba que este cuadro era «muy alabado por los oradores». También el historiador nos ofrece algún detalle más del aspecto general de la pintura, que figuraba a «Ifigenia de pie, esperando la muerte junto al altar; pues habiendo pintado a todos tristes, y sobre todo a su tío [Menelao], y habiendo plasmado a la perfección la viva imagen de la tristeza, cubrió el rostro del propio padre, porque no era capaz de expresar sus rasgos convenientemente [quem digne non poterat ostendere]»[149]. Este engarce del aptum con la dignitas, inmediatamente retomado por Quintiliano, será uno de los argumentos principales de la teoría contrarreformista del decoro.

Quintiliano, en efecto, ofrece la más completa y analítica de las versiones latinas del pasaje. Gracias a él sabemos que el Sacrificio de Ifigenia de Timante fue producto de una competición del de Citnos con un discípulo de Fidias, Colotes de Teos, a quien venció. Basándose en Plinio y en Duris de Samos a través de Antígono de Cáristo, el rétor veía en Timante un estupendo modelo de aquello que convenía quedase oculto en el discurso porque no debía manifestarse o no podía expresarse como merecía:

Pues tras haber pintado en el sacrificio de Ifigenia a Calcante triste, todavía más triste a Ulises, había dado a Menelao una expresión de dolor tan grande como sólo su arte era capaz de hacerlo: agotados todos los registros del sentimiento y no hallando de qué modo podía dignamente representar el semblante del padre [Agamenón] cubrió con un velo su cabeza y dejó a la emoción de cada uno apreciar el dolor oculto[150].

El rostro velado de Agamenón dejaba a la imaginación del espectador más de lo que podía verse en la pintura. Alberti, a partir de la opinión de Quintiliano sobre «la emoción de cada uno», dedujo que la empatía, la capacidad conmovedora de la obra, era así de efectiva gracias a la participación del público al «completar» mentalmente la figura del padre de Ifigenia. Dado que el objeto de esta pintura «elevada» era el movere, y tal fin lo cumplía con creces, quedó fijada para la teoría artística posterior como arquetipo decoroso en lo alusivo a la relación de las figuras entre sí y respecto al observador[151]. Un reflejo nítido lo ofrece Guevara: «Todas las imágenes que en la Pintura nos esconden el rostro, parece, como toda la cara no se parezca, que la prometen mas verdaderamente que la muestran»[152].

La inspiración de los tratadistas italianos del Renacimiento continuó siendo básicamente quintilianea para todo lo referente al Sacrificio de Ifigenia, con dos notables excepciones en Florencia y Venecia, respectivamente. Varchi trató el tema no con idea de hablar del decoro sino para propugnar la imitación de la naturaleza, eludida en este punto por unos pinceles incapaces de emular los afectos de Agamenón[153]. Igual que Varchi se remontó a una fuente atípica (Valerio Máximo[154]) para poner de relieve los límites del arte, Dolce –que había traducido y adaptado al italiano la Iphigeneia in Aulis de Eurípides en 1551– hizo lo propio acudiendo a Cicerón para afirmar que, a diferencia de lo argumentado por Plinio y Quintiliano (que Timante ocultó las facciones de Agamenón con miras a preservar su dignidad), el artista hubo de adoptar este recurso por no confiar en sus propias habilidades para trasladar la realidad al arte[155].

En España, la fuente principal del tópico también procedería de Quintiliano y, en menor medida, de Cicerón (aunque a través de Dolce). De Quintiliano la toma Villalón en su Scholástico: «Comouio en su morir y palabras a tantas lagrimas y tristeza al pueblo griego que queriendo le mostrar en su pintura Timas famoso pintor: y no hallando manera en que por su injeniosa arte de colores la pudiesse dar a entender la estremada tristeza que estaba en el rostro de Agamenon: tuuo por mejor de se le cubrir con vn velo (fingiendo que se limpiaua las lagrimas) y dexarlo a la consideraçion de cada cual»[156], y de Plinio, Alonso de Villegas en su Fructus Sanctorum (1594)[157]. El jurista Gutiérrez de los Ríos dedicó el capítulo XIII del tercer libro de su Noticia general (1600) a la competencia de la pintura y las artes del dibujo con la retórica y la dialéctica, y allí tradujo, de seguido y al pie de la letra, varios párrafos de Quintiliano sobre la amplitud de la retórica[158], entre ellos el dedicado al Sacrificio de Ifigenia[159]. Probablemente en su caso la referencia quintilianea fuera de primera mano, pues poseía en su biblioteca «profesional» sus Instituciones, junto con las Epístolas de Cicerón, De copia verborum et rerum de Erasmo (Alcalá de Henares, 1525) y el De ratione dicendi, libri duo de Alfonso García Matamoros (Al­calá de Henares, 1561)[160]. Huelga, por tanto, enfatizar la importancia de la preceptiva retórica en la teoría del arte de Gutiérrez de los Ríos. Igual sucede con Pablo de Céspedes, cuya Comparación de la Antigua y Moderna Pintura y Escultura (1605) comenta el pasaje de Ifigenia del mismo modo que se hacía en la exposición de los sermones temáticos, amplificando el thema pliniano en latín con una glosa castellana, según repetirá a lo largo de todo su discurso[161]. De hecho, el conjunto de la obra literaria de Céspedes refleja la importancia por él concedida al modelo retórico clásico. Así lo demuestra su biblioteca, en la que encontramos a su maestro, Arias Montano, junto con otros preceptistas de oratoria como Bartolomé Bravo, Diego de Estella o Martín de Roa[162].

La Noticia general para la estimación de las artes y los Discursos apologéticos de Butrón son dos de los impresos recomendados por Pacheco para aquellos lectores interesados en la ingenuidad de la pintura y su competencia y emulación con las artes liberales[163]. Así, en los aspectos más teóricos referentes al decoro, Pacheco apenas cita directamente a Cicerón o Quintiliano si no es de segundas, por vía de Gutiérrez de los Ríos[164], de Dolce o de Paleotti. El capítulo del Arte de la pintura que dedica a «la orden, decencia y decoro que se debe guardar en la invención», parte de una abultada cita de Cicerón («el padre de la elocuencia romana») sobre el decorum/prepon procedente de De Officis[165]. Como no le sirve prácticamente más que como argumento de autoridad, tiene que recurrir a Dolce para acercarse al concepto en lo que a la pintura corresponde, pero lo que toma del teórico italiano son, sobre todo, ejemplos que tratan de partes del decoro, como la historicidad y verosimilitud de lo figurado, la fisiognomía tratada con propiedad, la correcta sucesión cronológica o la adecuación al lugar geográfico[166]. Más útil le resulta el typos del Sacrificio de Ifigenia[167] –donde igualmente sigue a Dolce–, que le permite apuntar una virtud ligada al decoro: el suceso de la historia tratada debe disponerse con tanta propiedad, «que los que la vieren jusguen que no pudo suceder de otra manera de como él la pintó»[168].

Ajustes entre gestus y público. La adecuación de la pronuntiatio al espectador o al lugar y la teoría contrarreformista del decoro

Pacheco se revela en apreciaciones del cariz sobredicho como uno de los más tenaces adalides de lo que podemos considerar una «teoría contrarreformista del decoro». Esta línea subrayaba la base que supeditaba el decoro a «lo digno» con el fin de juzgar el peso de los géneros pictóricos en razón de su valor moral y de su capacidad conmovedora. Para actuar sobre el oyente en una determinada dirección, la oratio había de combinar res y verba de una manera «decorosamente» emotiva. De ahí que el tercer y último nivel de la teoría del decoro dependa del ensamblaje perfecto de palabras y cosas con respecto a un auditorio concreto y sus circunstancias.

La retórica de las emociones arranca de Aristóteles. Aunque se basó en Platón para esta visión «afectiva» de la oratoria –a la cual dedicó casi todo el Libro II de su Retórica–, su acopio de argumentos y clarividencia analítica es muy superior[169]. La formulación aristotélica resultaría crucial para justificar la apelación del orador a las pasiones, pues instituía la premisa de que los recursos emocionales no eran auxiliares o secundarios respecto del asunto del discurso (gr. pragma) sino tan importantes como el contenido mismo[170].

Una vez dada por supuesta la existencia de un contenido, lo propio del orador era el movimiento de las pasiones, ya que en ello se distinguía de los demás hablantes. La susceptibilidad emocional del auditorio, a quien a veces hay que convencer de cosas «que en cierto modo se miden con balanzas corrientes, no con las de precisión de un joyero»[171], era proporcional a la eficacia de la persuasión[172]. Impresionar así, como pedía Cicerón, entrañaba adecuar el estilo al tema y a la manifestación de las emociones apropiadas. Esta clase de pruebas que el público recibía de la conmoción de sus sentimientos se llamaban «patéticas»[173], y en ellas estribaba el poder de la elocuencia, según Quintiliano[174]. El estilo, en definitiva, terminaba siendo producto de la adaptación del orador al espectador, y los diferentes tipos de discurso surgían de las distintas naturalezas tanto de hablantes como de oyentes, en cada lugar y tiempo[175].

Resulta innecesario ponderar la trascendencia que el tercer nivel del decorum revestiría para la predicación desde tiempos medievales. Santo Tomás de Aquino identificaba decoro con «acomodación», un vocablo contemplado en términos tanto sociales como intelectuales. No sólo todos los estados y condiciones debían ser tenidos en cuenta por el orador, sino que éste tenía que asegurarse de «manifestar convenientemente al auditorio las cosas que concibe»[176]. Aquellas cosas medidas «con balanzas corrientes» de las que a veces había que convencer a un público indocto –o, al menos, localista o de formación parcial–, que considerara Cicerón, también preocuparían, inevitablemente, en el Renacimiento hispánico. En un largo capítulo dedicado al decoro de su De ratione dicendi, Vives aconsejaba como uno de los mejores modos para llegar a captar al auditorio que se le hablara con palabras usuales para ellos y de los asuntos de su interés[177]. Antes y después de él, apenas hay preceptista de oratoria en España, sea sacra o profana, que no dedique un capítulo o sección de sus escritos a la cuestión del decoro, en términos muy semejantes.

El emparejamiento decorum/dignitas para la oratoria es característico de preceptistas postridentinos como Arias Montano[178], fray Luis de Granada[179] o fray Diego Valadés, un mestizo franciscano nacido en Tlaxcala (México) y transferido a Italia que sacó a la luz en Perusa, en 1579, el que sería el primer libro publicado de un autor americano de nacimiento: la Retórica cristiana[180]. En el terreno de los paralelismos con la pintura, que son los que más nos incumben, disponemos de algunos testimonios de famosos predicadores de oficio. El dominico fray Juan de Segovia dedicó al duque del Infantado Cuatro libros sobre la predicación evangélica (Alcalá de Henares, 1573), una obra en la que llama la atención el conocimiento profuso de su autor de todo lo producido a nivel europeo en torno a los debates y conclusiones del Concilio de Trento. Por si fuera poco para demostrar su adscripción contrarreformista, baste decir que el P. Segovia redactó originalmente su tratado en castellano y que, temiendo que tan importante materia pudiese caer en manos de los «vulgares», se decidió a traducirlo al latín, justo al revés que los reformadores, a los que se oponía frontalmente[181]. Esta breve presentación nos permitirá comprender mejor el sentido del decorum y su interpretación ética dentro de la teoría del arte posconciliar. Segovia identificaba el decoro en la predicación con la belleza moral de la pintura honesta, con el delectare mediante lo agradable, lo suave o lo gracioso, aunque sin olvidar las otras dos funciones del predicador (enseñar y mover la voluntad):

Y el pintor otorga la mayor belleza posible a la imagen que pinta para que los ojos del hombre, cautivados por su belleza, la miren más gustosamente. [...] Y así igualmente en otras cosas tanto naturales como artificiales aparece esparcido este decoro y belleza [obsérvese la agrupación de términos] para que todas ellas se hagan agradables y amables a los hombres. Por tanto, siendo esto así en las cosas humanas, no está fuera del fin y el propósito de predicar que los oyentes de la palabra divina exijan y deseen esto mismo en las cosas divinas; es decir, que el predicador, en las verdades que debe enseñar, inserte gracia y suavidad en el modo de hablar para que mueva a los oyentes a recibirlas de buen grado, y por el deleite que de allí reciben, recuperen la voluntad de pedir la ejecución de las mismas[182].

Por supuesto, ello no quería decir que lo principal del decoro fuera el deleite visivo, sino la adecuación a la grave materia de la que trataba la oratoria sagrada y «à acomodarse à la capacidad de su oyente»[183], más que el atender a componentes pictóricos como la gracia o la valentía, y no digamos el descuido o la afectación. Paravicino, quizá contraviniendo sus gustos personales, así lo postulaba:

No escuso de advertir por mayor cuanto deseo la puntualidad debida en las pinturas sagradas, aunque no cuadre a las atenciones del arte tanto. Porque como es, entre las demás excelencias suyas, tan fiel testigo, sino igual compañero de la tradición, más importa en ella la puntualidad que la gracia, y más que la valentía. [...] Pero no es bien que el descuido ni la afectación sean achaques de tan grande arte, y así, cuando tropiece en esto el pueblo de los pintores que hay harto de él, y debe de ser gran mortificación de los insignes. Ellos, a lo menos, no deben caer, sino tender a toda la propiedad y decoro [repárese una vez más en el significativo emparejamiento], que es cosa de que la iglesia mucho suele valerse[184].

Fuera del ámbito estrictamente retórico, uno de los primeros tratadistas del arte en formular una definición del decorum después de Alberti fue Francisco de Holanda. Como sería habitual a lo largo de los siglos XVI y XVII, en vez de proponer una enunciación comprehensiva, volvió a tratar de explicar lo general a partir de lo particular:

Pero, propriamente lo que yo llamo decoro en la Pintura, es que aquella figura o imagen que pintamos si ha de ser triste o agraviada que no tenga alrededor de sí jardines pintados, ni cazas, ni otras gracias y alegrías, sino antes que parezca que hasta las piedras y los árboles y los animales y los hombre sienten y ayudan más a su tristeza; y que no haya alguna cosa sensible ni insensible alrededor de la persona triste y agraviada, que no agrave y haga condoler más de ella a los ojos que la miran[185].

Aunque con esta opinión acaso Holanda estaba siendo portavoz de las ideas miguelangelescas sobre el decoro, lo cierto es que Buonarroti ha pasado a la historia del arte como uno de los creadores más indecorosos de todos los tiempos. Estas críticas, que se harían muy comunes frente a la pintura manierista[186], tuvieron su inicio en los ataques oportunistas de Dolce[187] y sobre todo de Gilio[188] contra el Juicio Final de Miguel Ángel. Dentro del ámbito hispánico fue particularmente influyente un capítulo del Libro II del Discurso de Paleotti dedicado a las pinturas «ineptas e indecorosas» y a la definición del decorum/prepon a partir de Aristóteles y de El orador ciceroniano[189]. Un cuadro podía pecar de falta de decoro o caer en el abuso si resultaba directamente falso o inverosímil en algún aspecto o circunstancia de tiempo, lugar, modo o cualquier otro, o por ser desproporcionado o inepto (en el sentido de «necio»). El decoro no equivalía a la verosimilitud per se, quede claro, sino más bien a la dignidad en la representación de los personajes, de modo que sus acciones, vestimentas o afectos habían de adecuarse a su calidad, género o edad. Finalmente se apuntaban algunos ejemplos, todos pedagógicamente concretados en la Virgen María.

El carácter sistemático y constante de la tensión patética como función primordial del arte religioso distinguió la teoría pictórica posterior a Trento de doctrinas anteriores relativas al decoro[190]. Si la imitación de la naturaleza había sido el fin último de la pintura para la preceptiva del siglo XV y del Alto Renacimiento, los tratadistas de la segunda mitad del quinientos y el Barroco hasta 1630-1650 atribuirán al pintor sacro las mismas funciones del predicador: docere, delectare y movere[191]. No era poca la emulación que tenía la pintura con la retórica, según confirmaba Gutiérrez de los Ríos al elucidar con gran facundia el problema del decoro:

Porque si para ser perfectos los Oradores han de estar diestros y experimentados en el estilo del decir, grave, mediano, humilde, y mixto, correspondiendo siempre a la materia que se trata: de una manera en las cartas, de otra en las historias, de otra en los razonamientos, oraciones y sermones públicos: de una manera en las cosas de prudencia, de otra en las cosas de doctrina: Si deben asimismo demostrar todo género de afectos de ira, misericordia, temor, o amor, y pasarlos a los oyentes, para poder persuadir e inclinarlos a lo que se dice: también tiene necesidad de saber todas estas cosas el que ha de ser perfecto artífice en estas artes del dibujo, y las debe guardar con gran puntualidad, pintando a cada figura conforme a lo que representa, de varias maneras y modos: que rústica, que plebeya, que noble, grave, mediana, humilde, honesta, deshonesta, soberbia, airada, alegre, temerosa, atrevida: Dando a entender (si así se puede decir) todo lo que tienen encerrado en los ánimos, con varias y graciosas posturas, sombras, y colores, que son en estas artes, como en la Retórica. De donde no sin causa Quintiliano, para declarar la variedad de los géneros y formas del decir que han tenido los Oradores, declara primero (para que se entienda mejor) las varias y graciosas formas que en su estilo han tenido los escultores y pintores famosos[192].

Adviértase que Gutiérrez de los Ríos aplica a la pintura, de pasada aunque con toda claridad, el significado que «estilo» tenía en la retórica, con el mismo sentido que lo utilizaría Carducho[193]. Las tres funciones del arte pictórico, según este último, también eran «enseñar, mover […] y deleitar siempre y con todos generos de gente», y «declarar a todos el hecho sustancial, con la mayor claridad, reverencia, decencia y autoridad que le fuere posible, que […] es hablar a cada uno en lenguaje de su tierra, y de su tiempo, mas no se escusa, que el modo siempre sea con realce de gravedad y decoro, para que venga a conseguir el fin católico y decente que se pretende, como lo hacen los Predicadores»[194]. Pacheco, traduciendo como Carducho a Paleotti, hablaba asimismo de estas propiedades retóricas de la imagen: la pintura permitía hallar «admirable enseñanza» en el conocimiento de las cosas, al igual que «deleite y gusto» por la imitación, la variedad y hermosura del colorido y otros efectos. Pero su mayor poder radicaba en sus virtudes narrativas, que equiparaban la pintura con los libros, «para que, viniendo por esta vía a su conocimiento, se inflamasen los ánimos a estimar las imágenes y figuras, y multiplicarlas en sus pueblos»[195]. Incluso llegaba algo más lejos que Paleotti al discernir entre las impropiedades (leves faltas a la propiedad o decoro) y los errores o abusos[196]; de todo ello ponía ejemplos y aportaba esta sustanciosa definición, una de las mejores y más aquilatadas del término, que recoge los elementos principales de la controversia en unas pocas líneas:

Esto supuesto, una de las cosas más importantes al buen pintor es la propiedad, conveniencia y decoro en las historias o figuras, atendiendo al tiempo, a la razón, al lugar, al efecto y afecto de las cosas que pinta, para que la pintura, con la verdad posible, represente con claridad lo que pretende[197].

Artifex. El pintor, docto en artes liberales y amigo de poetas y retóricos

El orador como sophos y conocedor del arte de la pintura

El rétor de la Antigüedad romana debía poder disertar sobre cualquier cosa que se le propusiera de una manera apropiada, elegante y copiosa[198]. Su capacidad de improvisación ante el auditorio dependía de la vastedad de su cultura, de modo que tenía que conocer la ciencia de la que hablaba –es decir, dominar el contenido del discurso–, aunque tal materia no fuera propia de su oficio[199]. Este conocimiento era un minimum exigible al orador ciceroniano[200]. Nadie que no se hubiera refinado «en esas artes que son dignas de un hombre libre» había de ser tenido por un retórico. Aunque no se hiciera uso expreso en la alocución de dicha competencia, se transparentaría si el orador era bisoño en el tema o lo dominaba, igual que «no es difícil colegir si quienes se dedican a la escultura saben pintar o no, aun cuando no hagan uso de la pintura»[201]. Sólo el adiestramiento continuado en las artes liberales podía afianzar el grado necesario de preparación[202].

Ante la opinión de que el orador tenía que ser un experto en todas las artes, y de que era su obligación hablar de todos los objetos, Quintiliano se daba por satisfecho con que el rétor conociera muy bien la materia de la que debía ocuparse en cada caso concreto. Como era imposible que tuviera conocimiento de todas las causas, pero al mismo tiempo debía ser capaz de hablar de cualquier asunto que se le encomendara, el orador estaba obligado a informarse perfectamente con anticipación al caso. Entretanto, aprendería «aquellas artes, de las que estará obligado a hablar, y hablará de las que hubiera aprendido»[203]. Para ello servía «la lectura de muchas obras, de las que se sacan ejemplos de la realidad en los historiadores y del arte de hablar en los oradores, así como conceptos de filósofos […] si queremos leer obras llenas de utilidad»[204]. Además de la poesía, la historia y la filosofía[205], el currículo del orador comprendería la música y la geometría[206].

Repárese en que, a pesar de lo colindante de estas disciplinas con las bellas artes, en ningún momento se pide para el orador una pericia mínima en pintura o escultura; ni siquiera se pretende que pueda estar capacitado para formular juicios estéticos. Hay que tener en cuenta que, a diferencia de lo que sucedía en el mundo griego, en la sociedad y en la política romanas se consideraba inapropiado exhibir demasiado interés en el arte, una actividad frívola y secundaria en comparación con la política o la vida militar. Una cosa era la arquitectura –seria y funcional, una mezcla perfecta de utilitas y decorum– y otra las artes visuales, que se veían como un oficio mecánico de origen helénico y cuyos admiradores (al menos en público) eran tachados de diletantes, lo cual disuadía a los rétores a mostrarse demasiado entendidos en el tema[207]. En el mejor de los casos, la pintura disfrutó de un favor superior a la escultura entre los romanos, ya que ésta siempre fue considerada un arte griego y, por tanto, extranjero, mientras que la escultura la practicaron los propios romanos. Por esta razón, la mayor parte de las opiniones artísticas de Cicerón y Quintiliano aluden preferentemente a la pintura y demuestran incluso un singular conocimiento de su técnica.

A pesar de que los oradores contaban entre sus ejercicios formativos con la descripción de obras de arte y aun siendo las analogías con las artes visuales comunes en la crítica literaria (es sumamente significativo que los pasajes referidos a la pintura y a la escultura en la obra de Cicerón aparezcan casi exclusivamente en sus escritos de retórica)[208], la inclusión de las artes plásticas como parte de los conocimientos estimables del orador fue un fenómeno tardío en la preceptiva retórica altomoderna. Hay que esperar al último tercio del siglo XVI para encontrar alguna disposición en esta línea dentro de los tratados españoles de oratoria, en una coincidencia nada casual con las afinidades que los teóricos contrarreformistas del arte querían por entonces ver entre el pintor de temas religiosos y el predicador. El Manual sobre ambas invenciones, la oratoria y la dialéctica, del zaragozano Juan Costa y Beltrán, publicado en Pamplona en 1570, fue uno de los primeros textos de retórica donde se cuestionaba la distribución tradicional de las artes liberales según los principios escolásticos derivados de la Antigüedad latina, y se reclamaba para la pintura un lugar entre ellas:

Los filósofos establecieron siete artes liberales, encuadradas, por así decir, bajo el trivio y el cuadrivio; bajo el trivio, las tres que se ocupan del discurso: Gramática, Dialéctica y Retórica; bajo el cuadrivio: las Matemáticas, que enseñan los números; la Geometría, que se ocupa de las medidas; la Astronomía, que regula la navegación; y la Música, que deleita los ánimos con la variedad de los sonidos. [...] Y habiendo destacado a todas éstas, ¿dejaré de hablar de la pintura, tan cultivada entre griegos y egipcios, que la consideraban casi divina y no dejaban de instruir en ella a los adolescentes de las familias nobles? Sin embargo, no son incluidas por los filósofos entre las artes liberales. Así pues, queda bien claro que las artes liberales son más de siete o que los filósofos se han equivocado al definirlas[209].

Sólo un año antes que el Manual de Costa, Benito Arias Montano dio a imprenta la primera edición de su Retórica. Compuesta entre 1546 y 1561, aproximadamente, contiene el más extenso y pulido alegato a favor de la liberalidad del arte que pueda hallarse en un tratado de oratoria profana del Renacimiento español. Arias Montano –que en su juventud recibió clases de dibujo y pintura y que actuó en los Países Bajos como agente de compras artísticas para sus amigos españoles[210]– plantea este elogio en dos secciones correlativas. En la primera aborda la utilidad de la competencia en temas de pintura para su orador ideal, todo ello de manera elíptica, sin citar expresamente el sujeto de su argumentación. En apenas unas frases sintetiza algunos de los intereses más señalados de la teoría pictórica del quinientos: el prestigio alcanzado en época clásica por este arte y su fama entre los oradores; su capacidad para emular la naturaleza, hasta el punto del ilusionismo; la aparición de nuevos géneros como el paisaje y el desnudo, o el valor del acabado:

También te aconsejaré el conocimiento de aquella parte del arte y del talento que antaño Grecia y Roma habían cubierto de alabanzas, entendiendo que estaba a la altura de las disciplinas atribuidas a las Musas. Es la que pinta y emula las figuras y las proporciones de la naturaleza; se atreve, por cierto, a engañar los sentidos que poseemos los mortales y ofrece a nuestros ojos hermosos espectáculos. Es la que pinta las selvas, los ríos de callado curso y las fuentes que hacen brotar la sed en el pecho, y da forma a los cuerpos más hermosos de hombres y de dioses con afanosa habilidad y dulce empeño; de aquí obtendrás muchos ejemplos y muchos ornamentos para tus discursos, pues ningún arte ha sido más celebrada por los oradores, ni ninguna fue más útil: no ha habido jamás ninguna cuyo dominio se tratase más y más de conseguir por todos los medios. Para que puedas creer que los doctos y los que se entregan a las Musas también le dedican tiempo a esta disciplina, has de pensar que en ella la hermosura conseguida está en función del trabajo que se ponga; y como siempre adornó las ciudades, los templos de los dioses, los foros y los santuarios y permitió que, gracias a su colaboración particular, hubiese hermosos teatros, de igual manera este arte puede ofrecer su aportación de adornos al discurso en un momento dado[211].

En la segunda parte de su demostración se pone Arias mismo como ejemplo de orador a la rebusca de modelos y ornamentos en la pintura, los cuales hallará en la obra de un amigo, pero no en uno de los artífices cultivados que conoció personalmente en los Países Bajos (Frans Floris, Philipp Galle, Crispijn van den Broeck o Nicolaas Jonghelinck), sino en un pintor oriundo de Sevilla: Pedro de Villegas Marmolejo, «un hombre excelente y de gran pericia en la pintura», quien a la postre, y sin duda por razones de aprecio, resulta ser mucho más elocuente con sus pinceles que el humanista extremeño. Con esta hipérbole se invierte el que sería el sentido más común del tópico del doctus pictor en la tratadística del arte, que propugnará para el artista frecuentar la compañía de poetas y oradores, y no al revés:

Por cierto, a menudo (te lo aseguro), mientras estaba casi siempre preocupado por decir cosas hermosas y, en mi deseo de expresar lo que llevaba largo tiempo meditando, buscaba con avidez ejemplos de mis ideas pero condenaba los muchos que por doquier me salían al paso, me acuerdo que recurrí al elocuente Villegas, a quien los dioses le dieron la facultad de crear bellas pinturas con su docta mano: quisieron adornar su profundo talento con grandes virtudes y le otorgaron todos los dulces dones, y junto con ellos esa suave gravedad que su rostro posee. ¡Oh, qué gran cantidad de ejemplos de la vida he sacado siempre de ahí; cuántos encuadres de obras suyas he tomado y cuántos colores de sus pinturas, mientras con atención y emocionado sigo pendiente de su arte, y mientras veo a su persona hablando mucho y con brillante elocuencia![212]

Fray Diego de Estella, sobrino de san Francisco Javier y predicador de Felipe II, también apreciaba en su Modus concionandi (1576) lo necesario que era que el orador sagrado fuese «artista y teólogo» y supiera de historias[213]. Un clérigo sevillano, Francisco de Rioja, más conocido por su labor de poeta y cronista regio que por su obra teológica, escribió un aleccionamiento de la buena elocuencia del púlpito en 1616. Sus Avisos cerca algunas partes que ha de tener el predicador se conservan manuscritos en un volumen facticio titulado Tratados de erudición de varios autores que poseyó su amigo el pintor-teórico Pacheco, y en él afirmaba lo conveniente, para el orador sagrado, de tener noticia «de algunas artes como la escultura pintura i Arquitectura […] si quier de lo especulativo para tratar las cosas que dellas se ofrecieren atinadamente»[214]. Pero lo más parecido a una doctrina sistematizada sobre arte, escrita por un retórico del Barroco hispánico, se debe a uno de los memorialistas que actuaron a favor de los pintores en el ya citado «Pleito de Carducho»: el doctor Juan Rodríguez de León, predicador y hermano mayor de Antonio de León Pinelo, famoso cronista de la Corte, jurista y bibliógrafo. Actuó en Sevilla y en Madrid ante el rey y sus consejeros, con gran fama, y pasó largos años en América[215]. En 1638 publicó El predicador de las gentes, concebido como un itinerario a través de los pasajes que declaran el conocimiento que san Pablo, ejemplo para el orador moderno, poseía de las ciencias y técnicas humanas, de la poesía a la pintura, pasando por la historia, la geometría, la música, la milicia, la perspectiva, la arquitectura o el arte de hacer tabernáculos, «para ocupar los descansos de la predicacion en algún exercicio loable».

En paralelo a los consejos de Arias Montano para los oradores profanos y a los de Estella y Rioja para los sagrados, Rodríguez de León quiere que el predicador posea un razonable conocimiento del arte pictórico, aunque no necesariamente de su práctica: «La Pintura aunque no es necessario que el Predicador la exercite, parecerà bien que la entienda, vsando los términos del Arte, quando importase a la exornación de los lugares». Valiéndose de citas seguramente proporcionadas por su amigo Carducho, o leídas en sus Diálogos, considera la pintura arte liberal fundada en actos interiores del entendimiento o juzgados por la imaginativa. La define conforme a Lomazzo[216] y Zuccaro (en su Idea de 1607)[217], establece las diferencias entre diseño interno y diseño externo, y refuerza sus afirmaciones con la autoridad de Vasari[218]. Termina con un panorama que arranca de Tertuliano, san Basilio, Orígenes, Clemente de Alejandría, y vuelve a servirse de las Vite vasarianas para trazar un veloz repaso a la historia de la pintura desde la encáustica hasta Van Eyck y Antonello. Finalmente, recomienda la lectura de los Diálogos de Carducho, donde dice ampliar –como realmente hace– lo concentrado en este Predicador de las gentes: «Quien deseare mayores elogios de la Pintura lealos, que junto de grandes ingenios Vicencio Carduche [sic] en los Dialogos que ha escrito, adonde hallarà mi alabança mas dilatada»[219].

Aunque las recomendaciones de Arias Montano, Estella, Rioja y Rodríguez de León aluden a un saber teórico del arte del pincel, se registran algunos casos de predicadores con dotes prácticas para la pintura. Un ejemplo citado por Pacheco es fray Luis de León, de quien el tratadista dice que pintó su autorretrato[220]. También es muy probable que Pablo de Céspedes, racionero de la catedral de Córdoba aparte de pintor, predicara en la década de 1580 al menos un sermón inmaculista, que adornó con extractos del paragone entre la pintura y la escultura[221], si bien esta posibilidad se contradice con la biografía del Libro de retratos de Pacheco, donde se afirma taxativamente que «no dixo missa en su vida»[222]. Del Barroco temprano tenemos un caso: el dominico Adriano Alesio, también conocido como Adrián de Alesio († 1650), hijo del pintor italo-español Mateo Pérez de Alesio, emigrado a Lima en 1588. Compuso un poema dedicado a santo Tomás de Aquino en 1645 titulado El Angélico e iluminó algunos libros de coro del convento limeño de Santo Domingo, que a juicio de los maestros del arte eran «de grande valentía»[223].

Doctus pictor

Más que una realidad, el pintor cultivado a la manera de Villegas fue una idea creada por los críticos del Siglo de Oro español a su propia imagen, y no tanto basándose en los conocimientos efectivamente revelados por los pintores en sus obras. No obstante, hubo artistas que gozaron, incluso en vida en algunos casos, de fama de letrados e instruidos en disciplinas humanísticas, en latín y griego: Juan de Juanes conocía el latín hasta el punto de ser capaz de expresarse en esa lengua, y estaba versado en geometría, perspectiva, fisiognomía y anatomía[224]; Pere Serafí Lo Grech (fl. 1534-1567) en 1565 contrataba en Barcelona la publicación de tres libros por él escritos, entre ellos un Arte poética dedicada a Felipe II, de la que nada más se sabe[225]; Miguel Barroso, según Sigüenza –al tratar sobre el claustro grande bajo de El Escorial–, «sabía bien la lengua latina, y no sé si la griega, con otras vulgares, la arquitectura, perspectiva y música» y se formó con Gaspar Becerra[226]; Pablo de Céspedes, educado en Alcalá y discípulo de Ambrosio de Morales, «supo bien letras buenas, la lengua Griega, y Latina», si hacemos caso del tono de sus manuscritos, preñados de erudición lingüística grecorromana, y del Discurso XV de Butrón[227].

Junto con estos pintores-sophoi, también hubo maestros españoles que dominaron varias artes con igual pericia. Citemos, sin ir más lejos, a tres de las cuatro «águilas» enaltecidas por Francisco de Holanda[228]: Diego Siloe, Alonso Berruguete –a cuyo taller acudían extranjeros «por oir plática y tomar dotrina de él»– y Pedro Machuca, pero también los pintores Fernando Yáñez o Jerónimo Vallejo Cosida, diseñador de retablos e imaginero, respectivamente[229]; el fresquista, escultor y ensamblador Becerra, ya nombrado; sin olvidar el caso singular de El Greco, pintor, escultor y retablero, comentarista de Vitruvio y de Vasari y autor él mismo de un tratado vitruviano en cinco volúmenes más uno de trazas, dedicado a Felipe III[230]. De otros artistas su cultura se conoce a partir de las amistades que frecuentaron (literatos, eruditos); su pericia a la hora de elaborar iconografías sofisticadas, propias o ajenas; su origen noble y, por supuesto, su capacidad para teorizar y escribir sobre pintura[231].

El conocimiento de las letras humanas y divinas debía de permitir al doctus pictor familiarizarse con las historias a representar[232]. Algunos teóricos de corte más bien académico incluso propusieron modelos de bibliotecas «ideales» para los artistas[233], tanto en Italia (Armenini[234], Lomazzo[235]) como en España (Jáuregui[236], Carducho[237]). A menudo, cerca del doctus pictor descubrimos un eclesiástico que le ayuda con sus consejos, incluso en Italia. Para concluir la decoración de la capilla Paulina en el Vaticano, Vasari consultó al P. Vicenzo Borghini[238] –asimismo asesor de Zuccaro en el Juicio Final de Santa Maria del Fiore–, y el Domenichino, encargado de pintar las pechinas de San Carlo ai Catinari y de Sant’Andrea della Valle, en Roma, tuvo que recurrir a la ciencia teológica de monseñor Giovanni Battista Agucchi, consejero de los Carracci[239]. No obstante, los pintores del Renacimiento, al ilustrar las fábulas de los poetas o los temas históricos, nunca lo hicieron como eruditos fundamentalmente, ni se ocuparon de seguir con todo escrúpulo los textos a pesar de sus relaciones con los humanistas, sino que trataron el material literario con libertad e imaginación, adaptándolo a las posibilidades lingüísticas de su propio medio expresivo.

Fueron numerosos los tratados renacentistas dedicados a formar individuos paradigmáticos de un oficio o grupo social determinado, ya fuera príncipe, capitán, médico o artista. El modelo a seguir era doble: de una parte, el «orador perfecto» de Cicerón y Quintiliano, por lo general filtrado por Castiglione; de otra, el arquitecto vitruviano, que convenía fuera «entendido en la geometria, y que […] aya visto muchas hystorias, y que aya oydo los philosophos con diligencia, y que […] conozca las respuestas de los letrados»[240]. Si El cortesano fue el modelo aristocrático por excelencia, Alberti pediría para el pintor el dominio de las artes liberales –en especial la geometría, una disciplina particularmente valorada por Quintiliano[241]– y su asociación con hombres cultos, todo ello a efectos de procurarle recursos estéticos y argumentales:

Quiero que el pintor, tanto como le sea posible, sea docto en verdad en todas las artes liberales, pero deseo que tenga sobre todo un buen conocimiento de geometría. [...] Luego de esto, será que se deleiten con los poetas y retóricos. Pues éstos tienen muchos ornamentos comunes con el pintor. Y no poco le ayudarán a constituir perfectamente la composición de la historia los literatos abundantes en noticias de muchas cosas, cuya principal alabanza consiste en la invención. […] Así, aconsejo al pintor estudioso que se haga familiar y bienquerido para poetas, oradores y los otros doctos en letras…[242]

Respecto a la tratadística española, en las Medidas del Romano (primera ed., 1526), el clérigo Diego de Sagredo defendía la nobleza de la pintura por practicarse con el espíritu y con el ingenio como hacían los retóricos, por requerir el dominio de dos de las artes liberales (geometría y aritmética) y porque «nos pone ante los ojos las hystorias y hazañas de los pasados»[243]. Gonzalo Fernández de Oviedo, que conoció en 1499 a Leonardo da Vinci, se hacía eco de las recomendaciones de este último en sus Batallas y Quinquágenas (ca. 1535-1552) respecto a que el pintor supiese «muy bien su arte y medidas […] y que, demás de ser un buen iumétrico, sea ombre bien leydo y amigo de sciencia por lo que pintare sea grato a los que entienden»[244]. Tales argumentos, basados en las afinidades de la pintura con las artes liberales y en su valor histórico, los repetirían Pedro Mexía[245] (1540) y Cristóbal de Villalón en El scholástico, un compendio pedagógico-literario dedicado a la educación del universitario ideal, para quien reclamaba su autor algunas nociones de pintura, «porque es arte de grandes juizios, y trae consigo grande erudiçión» y tiene la capacidad de perpetuar la memoria de los acontecimientos pasados:

Hallaréis que la pintura tiene gran conveniençia con la poesía y oratoria, porque los vivos y naturales que había de representar el orador los muestra la pintura con el pinçel, y así dezía Simónides, poeta famoso, que la pintura era poesía sin lengua y que la poesía era la pintura hablada. La pintura […] es perpetua memoria de las cosas pasadas y en eternos tiempos presente historia de famosos hechos de varones antiguos, a los quales muertos los haze revivir. [...] No faltaron muchos sabios antiguos que, vista la grandeça del arte, juntamente con otras sciençias, con sumo estudio se preçiasen adornar désta. [...] Y Marco Tulio Çiçerón, varón de elegante doctrina, dize que pasó en Achaya y en Asia por aprender de grandes varones la cosmographía, astrología y pintura: y que tuvo muy espertos ojos en el pintar[246].

Todas estas virtudes, repetimos, eran un puro trasunto «aminorado» de las que se presumían propias del arquitecto ideal –un oficio cuya dignidad no resultaba tan ardua de probar–; para demostrarlo no hay más que cotejar las epístolas dedicatorias de las versiones castellanas de los tratados arquitectónicos de la época. En 1552, el arquitecto y rejero Francisco de Villalpando tradujo al español el tratado de Sebastiano Serlio y lo dedicó a Felipe II, con un éxito tal que acarreó dos reimpresiones (1563 y 1574). En su introducción al «prudente y sabio lector», el traductor defendía la nobleza de las artes visuales. Con tono realista y sabedor de la profesión, su arquitecto perfecto –pese al dogma vitruviano– no tenía por qué «ser tan buen Gramatico como Aristarcho, ni tan buen musico como Aristogeno, ni pintor como Apeles, ni escultor como Miron o Policleto, ni medico como Ypocrates, ni astrologo como Tholomeo, ni arithmetico como Euclides», aunque le convenía participar de algo del conocimiento de estas ciencias. Por ejemplo, en lo alusivo a la pintura y la escultura, el arquitecto excelente de Villalpando tenía que saber lo suficiente como para poder pintar o hacer de bulto las historias sagradas y poéticas sin desconcierto ni disonancia ninguna[247]

Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro

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