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Agradecimientos

Este libro está basado en mi tesis doctoral presentada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Si me decidí a recortar, pulir, profundizar y extender partes de ese texto original para transformarlo en esta publicación, eso tiene que ver en buena medida con el aliento que me dieron para hacerlo Alejandro Schneider, Silvia Lázzaro y Guido Galafassi, que en esa oportunidad constituyeron el tribunal que examinó mi trabajo. Hacia ellos, entonces, mi primer agradecimiento.

La investigación me llevó a recorrer durante mucho tiempo cientos de kilómetros de pampa, de pueblos, de campos, de estaciones de servicio y de hoteles buscando a los obreros invisibles de las cosechas récord. No los hubiera encontrado sin el apoyo de diversas instituciones públicas y programas científicos para hacerlo. En primer lugar, el CONICET, a través de cuyas Becas de Posgrado entre 2008 y 2013, y la Posdoctoral entre 2013 y 2015, pude dedicarme de lleno a la elaboración de aquella tesis y luego de este libro. En segundo lugar, la Universidad de Buenos Aires, que además de acogerme en su fecundo ámbito de estudio, investigación y docencia, contribuyó a través de sus Proyectos UBACyT al financiamiento de ese extenso trabajo de campo, e incluso de esta publicación. En el mismo sentido, reservo un reconocimiento particular a la Facultad de Ciencias Económicas, que me adoptó en estos años como parte de sus docentes e investigadores; y a la Facultad de Filosofía y Letras, en cuyo Programa de Doctorado, encontré un ambiente de estudio e intercambio que me enseñó muchísimo. A la vez, no hubiera podido aprovechar todas las oportunidades de este entramado académico e institucional sin la ayuda de Pablo Pozzi y de Aníbal Viguera, a quienes agradezco su confianza y sus consejos. Por último, no dejo de guardar un afecto especial para con la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, en cuyo ámbito no sólo desarrollé mi formación de grado, sino que estreché lazos académicos y personales que espero sigan perdurando a través de los años.

Deseo agradecer muy particularmente a Eduardo Azcuy Ameghino. A él debo la inspiración y la orientación para el estudio de lo que —quizá— sea el aporte más importante de este libro: su tema. Apostó a que el graduado prematuro que llegó a su oficina en la primavera de 2006 tomara en sus manos uno de los problemas menos abordados por los estudios agrarios, y lo hiciera parte de la crítica científica a un estado de cosas injusto, al que no nos acostumbramos, ni deseamos hacerlo. Desde ya, no creo haber cumplido del todo sus expectativas —no estoy seguro de que alguien las cumpla seguido—, pero en el camino y a lo largo de las horas que pasamos estudiando y discutiendo —a veces encendidamente—, siento que aprendí muchísimo. Eso lo ha hecho uno de mis grandes maestros, no sólo en nuestro quehacer académico. Además, le guardo una gratitud de largo plazo por haberme abierto las puertas de un espacio como el del Centro Interdisciplinario de Estudios Agrarios. Allí, entre muchos investigadores y personas estupendas, también conocí el oído atento y la sugerencia inteligente de Gabriela Martínez Dougnac, en cuya sensibilidad, calidez y agudeza encontré siempre una contención cómplice y crítica. Y en ese marco, también conocí a mi co-directora, María Isabel Tort, quien desde entonces siempre me ha acompañado con generosidad, sensatez y un conocimiento del terreno muy difíciles de hallar. Siempre le estaré agradecido por su gran ayuda y sus consejos.

Entre los compañeros cotidianos de este camino, deseo agradecer especialmente a Pablo Volkind y a Diego Fernández. En primer lugar, por sus aportes a este texto en el marco de la auténtica labor interdisciplinaria que nos gusta desarrollar juntos. Y en ese contexto, por la paciencia que ese historiador y ese economista tienen con este sociólogo. Aunque por encima de todo, les doy las gracias por ser verdaderos amigos, en las batallas que fueron y las que vendrán. Fernando Romero Wimer —a pesar de la distancia— también es parte de eso. Con Cristian Amarilla —otro amigo— pasamos muchísimas mañanas procesando los datos del archivo de FACMA. Agradezco su compromiso y su contribución clave para interpretar toda esa información. Y lo mismo cabe para Florencia Hadida, que además de ayudarme a ordenar y leer datos del Ministerio de Economía y de la Comisión Nacional de Trabajo Agrario, me ofreció sus lúcidas observaciones y una mano siempre dispuesta en el último tramo de la investigación y el libro. Gabriela Gresores —que cuando llegué al CIEA ya partía a afincarse en Jujuy— también tiene su buena cuota de responsabilidad en la publicación de este escrito. Disecó palabra por palabra el arduo texto original de la tesis, y al tiempo que me devolvió comentarios rigurosísimos, me animó también a reescribirlo desde el corazón. Eso habla bastante de ella.

Quiero agradecer muy especialmente a Maximiliano Thibaut y a Pablo de los Santos, de la Editorial Cienflores. Ellos también son parte de las voluntades que me insistieron para que publicáramos este libro. Me dieron la posibilidad de hacerlo y además, la de participar en la hechura del proyecto como parte de su equipo. Además, se involucraron con el contenido de la obra y se comprometieron doble turno para que el texto viera la luz de la mejor manera. Esta aventura con ellos es el sueño de cualquier escritor. En este sentido, también agradezco a Ignacio Sánchez, por su trabajo con los gráficos e infografías.

Por último, entre quienes participaron de la cocina de este libro, deseo manifestar un agradecimiento muy sentido con Diego Paruelo. Diego fue el autor de esa gran foto de tapa con la que se abre este texto. No sólo nos cedió esa imagen desinteresadamente, sino que movió cielo y tierra para buscarla en una olvidada computadora de su madre donde el archivo dormía desde hacía años, luego de su primera publicación en 2008 en un medio gráfico que ya no existe. La generosidad de Diego llegó al punto de que -por motivos complicados de explicar ahora, pero que se vinculan a su compromiso gremial con las y los fotoperiodistas- se negó a que lo incluyéramos en los créditos, insistiéndonos para que usáramos la foto de todos modos. Lo único, nos exigió, “copensé con un asado”. Así fue, desde ya. Y lo pasamos muy bien. Siempre quedó contento con cómo había quedado la tapa, y generamos toda una complicidad secreta alrededor de su “autoría fantasma”. Pero en marzo de 2019, con tan sólo 42 años, la muerte se lo llevó sin aviso. No hace falta describir el dolor que generó su sorpresiva partida entre tantos amigos y amigas que cosechó una persona tan sensible y generosa todos estos años, ni mucho menos lo que esto significó para su pequeño hijo León. Por todo esto, este agradecimiento tan sentido y merecido para él, dondequiera que esté.

El trabajo de campo hubiese sido imposible sin la colaboración desinteresada de Miguel Cacciamani, Alejandro Couretot y César Zanín, que me ayudaron a conseguir las primeras entrevistas —seguramente las más difíciles— en la zona de Pergamino; de Pablo Pailolle y Evangelina Codoni, que me abrieron las puertas del sur santafesino, y también las de sus casas y sus autos; de Ricardo Garbers y Norberto Ferrucci, personajes entrañables del universo de los contratistas, que me confiaron su archivo y me facilitaron buena parte de los testimonios en que se basó este estudio; de Omar Paolucci, gran conocedor de la vida agraria de Salto; de Graciela Preda, que me dio su tiempo en Marcos Juárez a pesar de que se encontraba en la recta final de su tesis; de Melisa Erro, que también me abrió a su mundo en Coronel Pringles; de Alberto Crespo y Hebe “Nina” Villullas, amorosos abuelos de muchas generaciones que pasaron por el CEPT N° 9 de Colonia “El Toro”; de Roberto Siolotto y Daniel Delfino del INTA de Bolívar y de Mercedes respectivamente; y por último, de Claudia Duran, que desde La Plata me introdujo al mundo de los archivos judiciales. Con todos ellos, mi gratitud es infinita.

Por último, pero principalmente, deseo explicitar mi agradecimiento y mi profundo afecto para los tantos obreros rurales que me recibieron en sus casas o en los galpones, en las casillas, sobre las máquinas, en bares o estaciones de servicio. Es decir, en los múltiples ámbitos de su vida cotidiana. Ellos le dan sentido a todo esto. Sólo espero poder devolver el tiempo, la confianza y la apertura personal que me ofrecieron, exponiendo en este libro su situación, reponiendo su historia colectiva, tratando de desentrañar las causas de sus dolores, e intentando vislumbrar las posibilidades y los caminos de sus esperanzas.

Las cosechas son ajenas

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