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García Márquez y un mundo que declina10
ОглавлениеPiedad Bonnett
En las primeras páginas de Historia de un deicidio –ese estudio fervoroso de la obra del escritor colombiano que escribió Mario Vargas Llosa y que no volvió a reeditarse a raíz de la pelea que los separó– García Márquez cuenta que lo que quería desde los dieciséis años era escribir Cien años de soledad, un libro que en ese entonces tan solo vislumbraba como una narración sobre su infancia. La imagen central que lo perseguía era la gran casa de Aracataca, donde pasó sus primeros años lejos de sus padres, en medio de innumerables mujeres, de las cuales la más importante fue su dicharachera y sentenciosa abuela Tranquilina, y cerca de su abuelo, el coronel Nicolás Márquez –la persona que más iba a influir en esa época de su vida–. «Pero no pude con el paquete», le confiesa a Mario Vargas Llosa, en expresión que revela su enorme conciencia literaria: «me di cuenta también de que la dificultad era puramente técnica, es decir, que no disponía yo de los elementos técnicos y del lenguaje para que esto fuera creíble, para que fuera verosímil» (Vargas Llosa, 1971, p. 89).
García Márquez, que había descubierto muy joven, leyendo la nueva novela norteamericana y europea, que había que ensayar caminos distintos a los ya transitados por el realismo decimonónico y por la llamada novela de la violencia en Colombia, lo que va a hacer entonces es comenzar un camino de exploración que desde La hojarasca, su primer libro publicado, lo muestra como un buscador nato, un experimentador arriesgado y riguroso.
Cualquier lector que emprenda la lectura sistemática de sus narraciones podrá rastrear por qué caminos iban sus búsquedas formales en aquellos primeros tiempos. Después de La hojarasca, que como sabemos recurre a una perspectiva narrativa plural, a la manera de El sonido y la furia, de Faulkner, la obra del escritor va a oscilar entre dos lenguajes: el escueto y apretado que se deriva del ejercicio periodístico y de la influencia de El viejo y el mar de Hemingway –y que no suele tenerse en cuenta cuando se lo ve solo como el representante del «realismo mágico»– y el barroco y fantástico que ya había usado Carpentier en El reino de este mundo, sustentado en su teoría de que América solo podía narrarse desde lo que él llamó lo real maravilloso. Del primero de esos lenguajes, económico y austero, son ejemplos contundentes El coronel no tiene quién le escriba y Crónica de una muerte anunciada. Y del lenguaje abundoso, tendiente a la metáfora y a la catarata verbal, Cien años de soledad y, por supuesto, la obra que lleva estos recursos a un nivel paroxístico, casi delirante: El otoño del patriarca.
Un escritor suele ser un hombre obsesionado por unas cuantas ideas que no lo abandonan a lo largo de la vida. También lo fue Gabriel García Márquez, que sintió siempre verdadera pasión por temas como el poder, la narración oral, los «amores contrariados» y el derrumbamiento de una época que da paso a un mundo con valores distintos. El origen de este último motivo literario, que me interesa rastrear en este breve ensayo, lo explica él, como casi siempre hizo, no desde la abstracción teórica sino desde la experiencia personal: en una entrevista cuenta que, siendo aún muy joven, acompañó a su madre a Aracataca a gestionar la venta de la casa que había sido de sus abuelos. Llegaron, dice, a las dos de la tarde, bajo un sol canicular –como la madre y la hija de ese cuento espléndido que es «La siesta del martes»– atravesaron la plaza desierta y entraron a la casa de una vieja amiga de su madre; las dos mujeres, nos cuenta, se abrazaron y duraron llorando unos minutos, la una en el hombro de la otra, sin que mediara una sola palabra. Inusitado testigo de aquella escena, el jovencísimo García Márquez creyó adivinar la razón de aquel llanto: la nostalgia por un tiempo ido, que ya no volvería jamás. De esa revelación, de esa epifanía, iba a desprenderse toda la primera parte de su obra:
Tres de mis libros, El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la Mamá Grande y La mala hora, son en verdad un solo libro. Un mismo tema, un mismo ambiente, que se repiten y se mezclan, como pedazos que tomo aquí y coloco allá. (citado por Monsalve, 1992, p. 88)
El declive de una época que es arrasada por valores y circunstancias nuevas es un tema que recorre la literatura y que es medular en obras que García Márquez conocía y apreciaba, como El lazarillo de Tormes, Don Quijote de la Mancha y en buena parte de los libros de Faulkner, uno de sus grandes maestros. En El coronel no tiene quien le escriba (1961), el tema aflora ya con sutileza y hondura. El personaje, un viejo militar retirado que, como sabemos, espera inútilmente su pensión, es uno de los fundadores del pueblo que cifran su respetabilidad en una trayectoria de honestidad pero también en unos blasones y en el hecho de pertenecer a una estirpe, pero también es el representante de un mundo premoderno que se extingue. Como analizó Vargas Llosa, el Coronel es, además, como Don Quijote, un personaje cuya conducta está regida por «un idealismo abstracto», que lo hace «creer posible lo imposible» y que se apoya en una fe ingenua en la eficacia de la ley, la palabra empeñada y el funcionamiento de la justicia. Don Sabas, padrino de su hijo muerto y antagonista del Coronel, es, por el contrario, un personaje pragmático, frío y artero, un liberal que traicionó a sus copartidarios y que, aliado con los conservadores, se ha hecho a parte de las tierras que estos han usurpado a sus opositores políticos. Un hombre para el cual el dinero lo es todo, un rústico que sin tener la gracia ni la bonhomía de Sancho solo ve, con pragmatismo chato, lo pedestre de la realidad.
La tensión dramática nace en El coronel no tiene quien le escriba de la situación de pobreza extrema del protagonista y su mujer, a quienes solo les queda como recurso el gallo de pelea que es herencia de su hijo, asesinado, según se adivina, por su militancia política clandestina contra los representantes locales del régimen de Rojas Pinilla. La situación de precariedad pone al Coronel a merced de don Sabas, su compadre; y el lugar de respetabilidad social que ocupa –a pesar de todo– obliga al matrimonio a aparentar, como el hidalgo de El lazarillo, que no están en la ruina. Como él, ponen la olla vacía a hervir sobre el fogón para que parezca que no se padece hambre.
Pero la dimensión política de la novela va más lejos, y nos instala en dos instancias: la inmediata, la de la violencia soterrada y amenazante que intuimos permanentemente en el pueblo, y una más abarcadora, que ve el problema en un contexto nacional e histórico: el de los nuevos tiempos, donde impera la ley del más fuerte y donde valores como la honra y la dignidad empiezan a parecer caducos. No hay segunda oportunidad sobre la tierra para hombres como el Coronel. A él solo lo salvan –como personaje, no como ser humano– su esperanza, su dignidad y su empecinamiento, el que lo lleva a contestar a su mujer a la pregunta sobre qué van a comer, infringiendo el código de sus modales: ¡Mierda!
En Los funerales de la Mamá Grande (1962), un cuento publicado con posterioridad a El coronel no tiene quién le escriba, y puerta de tránsito hacia la obra que lo estaba esperando desde hacía ya unos años, Cien años de soledad (1967), García Márquez se vale de lo hiperbólico y desmesurado y del humor y lo grotesco como un arma crítica. El autor, que se había inspirado en la sequedad de El viejo y el mar para escribir la historia de un coronel que espera inútilmente su pensión de jubilación, encuentra que también se siente muy cómodo en la desmesura rabelesiana, donde el lenguaje se hace naturalmente simbólico y más libremente poético. Y aunque a primera vista el tema de Los funerales no tiene nada que ver con el de El coronel no tiene quien le escriba, una indagación detenida muestra que también en el cuento lo que se está señalando es la muerte de una época, en este caso como consecuencia del fallecimiento de la gobernante suprema de Macondo, la Mamá Grande. Lo que sucede es que este personaje, por la perspectiva legendaria del relato, deviene finalmente en símbolo. ¿De qué? También de un mundo antiguo, de un feudalismo-agrario donde el poder emana de la tenencia de la tierra, en un lugar donde «no se sembró nunca un solo grano por cuenta de los propietarios» y donde la Mamá Grande encarna «la prioridad del poder tradicional sobre la autoridad transitoria, el predominio de la clase sobre la plebe, la trascendencia de la sabiduría divina sobre la improvisación mortal». Por supuesto, esta caracterización está hecha desde la desmesura, la ironía y la caricatura, que son el resultado del punto de vista del narrador, una especie de juglar, de narrador oral –emparentado, sin duda, con esa figura mítica local que fue Francisco el Hombre y con los cantores del vallenato tradicional, ese género que tanto quiso García Márquez–, el cual, situado por encima de la multitud, comienza su relato diciendo: «Esta es, incrédulos del mundo entero…», y que en un momento dado explica que ha llegado la hora de contar esta calamidad nacional «antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores». En Los funerales de la Mamá Grande vemos que García Márquez desarrolla ya una estrategia narrativa que va a ser central en Cien años de soledad y en El otoño del patriarca: la de narrar la historia desde su versión popular, hiperbólica y legendaria, para contraponerla a la versión oficial, reductora y manipulada por las élites. Y que su personaje central tiene en común con el dictador de El otoño del patriarca que, dado que su régimen había durado siglos, todo el mundo pensaba que era inmortal.
Pese a las semejanzas de fondo, hay, sin embargo, una diferencia de enfoque en los dos relatos: mientras que en El coronel no tiene quién le escriba, como en Don Quijote de la Mancha, la visión del pasado es idealizada por el autor –lo que equivale a una despedida nostálgica– en Los funerales de la Mamá Grande, al ser el humor el instrumento primordial, la visión es crítica, demoledora. Los vicios de nuestros dirigentes, los lugares comunes de nuestra cultura, la trinca eterna entre el gobierno central y los caciques locales, la injerencia de la Iglesia católica en los asuntos públicos, todo eso, van a ser caracterizados y caricaturizados en este relato.
Con Cien años de soledad, publicada en 1967, García Márquez se acabó de revelar a sus lectores como lo que siempre fue: un enorme poeta en prosa y un escritor decididamente político –en el sentido amplio de esta palabra– con una capacidad enorme de sintetizar algunos aspectos definitivos de la historia y la cultura colombianas. La gran casa, sostenida por la presencia de Úrsula, única figura que permanece casi hasta el final de la saga de la familia, es el escenario de los sueños de los personajes que parecieran jalonar la historia, que sin embargo nacen ya condenados al fracaso; son los sueños de José Arcadio, el patriarca, de salir del ámbito de confinamiento de Macondo y de conseguir los adelantos de la ciencia; los del coronel Aureliano, de ganar la guerra contra los conservadores y acabar con las arbitrariedades del gobierno central; los de José Arcadio II, de conseguir las reivindicaciones salariales de los trabajadores de la United Fruit Company a través de la huelga; y los de Aureliano el sanscritista, de amar libremente a Amaranta Úrsula, más allá de los miedos de la estirpe y de conocer la historia toda de la familia por medio de los manuscritos de Melquíades. En ellos descubre que la de Macondo es una historia de involución, que empieza en la Arcadia, un paraíso terrenal donde las casas reciben la misma cantidad de sol y están a la misma distancia del río y donde no ha habido nunca una muerte, y termina con un hijo con cola de cerdo y con un viento final que arrasa con Macondo y «con el puto mundo donde Úrsula Iguarán había fabricado tantos animalitos de caramelo». Una época muere con el último Aureliano, para siempre. Detrás del hecho de que no haya una segunda oportunidad sobre la tierra para los que la vivieron –porque soledad e insolidaridad son lo mismo, según ha dicho García Márquez–, leemos una condena moral del autor y una visión determinista de la historia. Pero tal vez, quién sabe, un tácito vaticinio de redención para ese futuro que se abre. Algo que hoy, en trance de firmar la paz, le habla a la esperanza de muchos colombianos.