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La Sierpe es un universo erráticamente cerrado

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La Sierpe es un «país de leyenda» (García Márquez, 1985, p. 5), pero posee un estatuto de realidad ontológico: se le ubica en el mapa político territorial de Colombia. Para la década de los cincuenta, el departamento de Bolívar comprendía los actuales departamentos de Córdoba, Sucre y Bolívar. La crónica sitúa la ciénaga serpeña al sureste de aquel Bolívar, entre los ríos San Jorge y Cauca, y «más allá» de puntos de referencia como La Mojana y La Guaripa. Actualmente La Sierpe se encuentra al sur de Sucre. Hoy es posible hacer el recorrido en auto desde Magangué (Bolívar) hasta La Sierpe, por la vía a Corozal, en busca de mejor pavimento. Son aproximadamente 260 kilómetros, para recorrerlos en unas cinco horas15. Hace casi setenta años, al joven cronista le tomó tres días hacer la misma travesía. A tal peregrinación le adjudico la misma importancia que tuvo el éxodo de los Buendía que los conduciría, en últimas, a la fundación de Macondo. Ahora bien, en el caso de la crónica su relevancia es mayor porque se trata de un viaje que conduce de la realidad al mito. Una incursión por el territorio que parece ser un viaje por el tiempo, al pasado, a la atemporalidad de la leyenda.

Dada la importancia referida, es oportuno ofrecerle al lector de hoy una reconstrucción de aquella peregrinación emprendida por García Márquez a los 25 años, de la que dejó registro en su crónica (cfr. García Márquez, 1985, p. 5). La crónica no registra la partida desde una ciudad cercana de referencia como Santa Marta o Mompox. Menciona un lugar más liminal como Magangué. Este punto de partida no es urbano (civilizado) ni propiamente la selva o la pampa (salvaje). Es asimilable al lugar que ocupan los llanos, en La vorágine, un interregno entre Bogotá y el Amazonas. En Magangué se toma una lancha para el puerto de Sucre, lo que demora unas «pocas horas» (mapa 1).


Mapa 1

Fuente: Instituto Geográfico Agustín Codazzi de Colombia: Carta General del departamento de Bolívar, año 1961, escala 1:100.000. Mapas aerofotogramétrico con base en fotografías de diciembre de 1953 a febrero de 1955. Fragmento de la plancha 53.

Como puede verse en el mapa 1, el primer trecho del recorrido se hace por el brazo La Loba; es bastante navegable, mientras que en el trecho por el río San Jorge el camino se angosta. El último trecho, ya por el brazo de La Mojana, es un caño considerablemente más angosto y de navegación más lenta. De puerto Sucre a La Guaripa se tarda «medio día» y ahora el viaje se hace en bestia (mapa 2). El recorrido se emprende por la sabana entre diversas ciénagas, intercalándose senderos y caminos de herradura y carreteables. Es notorio que la ruta no se puede realizar de manera más recta, y debe ir muy al occidente hasta Concepción, La Estrella y, por fin, La Guaripa.


Mapa 2

Fuente: Instituto Geográfico Agustín Codazzi de Colombia: Carta General del departamento de Bolívar, año 1961, escala 1:100.000. Mapas aerofotogramétrico con base en fotografías de diciembre de 1953 a febrero de 1955. Fragmento de la plancha 63.

El último tramo (mapa 3), de La Guaripa a La Sierpe, toma «dos días de viaje con el agua y el cieno a la cintura» (García Márquez, 1985, p. 5). En este punto parece que la topografía sinuosa y demandante se sincroniza con un mundo de fantasía al que está por arribarse. Es una suerte de locus terribilis, de alta demanda física y mental, acorde con un pasaje no tanto de iniciación sino de cruzamiento a una nueva forma de la realidad. Finalmente, las convenciones cartográficas representan La Sierpe como un gran pantano, produciendo una bella textura que destaca sobre el espacio en blanco que prevalece en el mapa 3. La dimensión de La Sierpe supera en mucho a la ciénaga colindante con Majagual, y esto es una medida del universo narrativo donde nos va a instalar la crónica y una medida del universo hiperbólico de La Marquesita.


Mapa 3

Fuente: Instituto Geográfico Agustín Codazzi de Colombia: Carta General del departamento de Bolívar, año 1961, escala 1:100.000. Mapas aerofotogramétrico con base en fotografías de diciembre de 1953 a febrero de 1955. Fragmento de la plancha 73.

Los mapas ayudan a los lectores de hoy a hacerse una idea más ajustada del aislamiento de ciénaga de La Sierpe. Aunque la crónica consigna que no está totalmente incomunicada: los comerciantes de arroz realizaban la travesía en busca del buen y nada costoso grano de arroz cultivado en los tremedales serpeños. Si la ida a La Sierpe parece difícil, el regreso es casi imposible. La crónica pareciera advertir que es un viaje en una sola dirección y que no exagera con su subtítulo «Viaje sin regreso» (García Márquez, 1985, p. 5). El mundo narrativo de La Sierpe «se traga» a quienes incursionan en él. El país de leyenda se cierra tras el ingreso de los visitantes. El excursionista que se prepara para el regreso puede ser dado de muerte bien sea por un acto de violencia («a machetazos») o de hechicería («con el vientre lleno de ranas»).

¿Qué puede determinar que a pesar de haber «nada de extraño» (García Márquez, 1985, p. 6) en la imposibilidad de salir de La Sierpe, los comerciantes de arroz sí puedan, al parecer, entrar y salir con libertad? Quizás la cerrazón del universo narrativo sea parcial. El incursionar de los comerciantes de arroz es superficial y, sobre todo, pragmático. Apelando a las categorías marxistas de valor de uso y de valor de cambio, empleadas por Sims (1987), puedo afirmar que el valor de cambio resulta intrascendental para esa cosmovisión. Mientras que el verdadero bien preciado son los poderes (provenientes) de La Marquesita. Estos son un valor de uso, desvinculados de la producción y acumulación de bienes de consumo. Nótese que la industria está ausente en este mundo.

La apreciación y valoración que tienen esos poderes están asociados a una fuerza de trabajo más directiva que productiva. Lo productivo puede provenir de dos fuentes: la industrial, resultado de la tecnificación de la producción material. La otra sería burocrática, a saber, la institucionalización de la cadena de mando y una burguesía en busca de reconocimiento. Ninguna de estas dos fuentes se comprueba en el orden social de La Sierpe. Es una organización directiva por su origen aristocrático marqués, pero sin descendencia, sin transmisión sanguínea (La Marquesita muere virgen). Entonces es una degradación plebeya.

En la crónica, se procuran actividades libres de esfuerzo y que preservan el tiempo para el ocio: se puede desmontar el terreno o curar a las personas y los animales enfermos sin moverse de la hamaca (García Márquez, 1985, p. 12). Adicionalmente, no se puede recibir dinero por los servicios «porque ello haría ineficaz su poder» (García Márquez, 1985, p. 11). Sin embargo, sí se tiene licencia para aceptar obsequios como animales u objetos, o que los pacientes trabajen para el curandero (p. 11). Esto corresponde más a una actividad tribal del trueque o, mejor, a las prácticas de reciprocidad precapitalistas. Lo anterior «significa que su trabajo no se transforma en un producto y que no usa su poder como medio de producción», luego «en La Sierpe prevalece el valor de uso» (Sims, 1987, p. 50).

Los comerciantes de arroz foráneos están instalados en la ley económica del valor de cambio, por lo mismo no atentan contra los valores trascendentales de La Sierpe. Caso contrario ocurre con aquellos visitantes que, a lo mejor, sean «mensajero[s] de nuevas fórmulas para enriquecer la hechicería». Los serpeños no tienen inconveniente de derribarlos a machetazos (García Márquez, 1985, p. 14), porque estos, y no aquellos, son quienes atentan contra los valores auténticos, los poderes sobrenaturales, de La Sierpe. En consecuencia, el mundo se cierra como recurso para mantener su cohesión y articulación.

La Sierpe se funda como un mundo acuoso, ya lo mencioné, con la muerte de La Marquesita. Será un mundo cerrado de muchas formas. No en un sentido de impedir la entrada y salida. Es un mundo sinuoso con una topografía entreverada o, mejor aún, laberíntica. Su territorio geográfico enmarañado es solo un anuncio de la cartografía cultural de la zona, a saber, la cerrazón social es errática. En mi entender, esta es la única manera en que un universo cerrado se hace comprensible, hoy. Los hombres actuales han heredado un mundo fracturado por la experiencia trágica, por la pregunta filosófica. Los tiempos míticos en que las leyes y la voluntad de los dioses hacían homología incuestionable han quedado atrás. Lukács (1985) enseña que:

El círculo en el cual viven metafísicamente los griegos es más pequeño que el nuestro, por eso no podemos nunca introducirnos vivos en él; o, por mejor decir: está para nosotros roto y abierto el círculo cuya cerrazón constituye la esencia trascendental de su vida; porque ya no somos capaces de respirar en un mundo cerrado. (pp. 301-302)

El aislamiento geográfico propicia un cierre pero no lo crea. Así mismo, que la dificultad sea el salir y no el entrar da el sentido de que es móvil en el gesto de cerrarse y abrirse –como un laberinto que tiene puertas para intercambiar con el exterior–. Allende la idea de una suerte de determinismo que ya sea por violencia o hechicería castiga mortalmente el intento de salir, la crónica también registra casos en que los pobladores no desean irse. Su permanencia parece libre de coacciones. La diferencia es que estos arraigados son presentados como habitantes (¿permanentes?) y no como gente de paso, lo que implica una simbiosis heterodoxa entre el lugareño y el territorio: «A los habitantes de La Sierpe nada los hará abandonar su infierno de malaria, de hechicería, de animales y supersticiones» (García Márquez, 1985, p. 6).

La referencia a la hechicería y las supersticiones es el lazo vinculante con su dimensión legendaria. En la tradición griega, explica Lukács (1985), los mundos cerrados se asemejan al círculo. Esto expresa su homogeneidad interior. La figura del círculo, forma de la perfección cósmica, tiene la cualidad de que su centro es equidistante en cualquiera de los puntos de su periferia. Existe una certeza absoluta en hallar el centro, siempre con la misma fórmula, desde cualquier lugar del límite. En la fundación pantanosa de La Sierpe, es decir, en el tiempo fundacional fabuloso, los rebaños giraron en torno a ella, sin producir claramente una figura circular. La Marquesita tendría que ser el centro de ese círculo imperfecto.

En La Sierpe legendaria, no en la real, el tesoro más grande –el secreto de la vida eterna (García Márquez, 1985, p. 8)– está oculto en el centro. En una lectura racional, el tesoro debería estar bajo el lecho de muerte de La Marquesita. Habría, así, dos razones para hacer fácilmente hallable el tesoro. Sin embargo, ese lugar se mantiene inalcanzable, y se sabe de él solo por tradición oral (García Márquez, 1985, p. 8).16 En este momento, la leyenda se ha tragado también La Sierpe real, se ha cerrado sobre ella. Por lo tanto,

Ante la imposibilidad de decidir sobre lo que está dispuesto a aceptar como verdad y lo que prefiere considerar como elemento fantástico, el lector acaba por suspender su habitual criterio de realidad y entra de lleno, encantado, en el mundo maravilloso de La Sierpe. (McGrady, 1972, p. 314)

Como lo expresa McGrady en las últimas palabras de la cita, el lector «entra de lleno» en el acto de lectura al mundo narrativo de la leyenda. El pacto de lectura para su mejor comprensión obliga a suspender la racionalidad occidental y a aceptar los códigos de este antecedente del realismo mágico: lo sobrenatural forma parte de la cotidianidad de los habitantes de la ciénaga. En este punto se tiene que La Sierpe es un país dentro del caribe sabanero por dos razones: su lejanía espacial y mental. Ingresar a ese universo implica abrazar sus lógicas, entre ellas, el sincretismo religioso: son católicos creyentes, y no tienen conflicto en adorar «cualquier objeto en el que ellos crean descubrir facultades divinas y les rezan oraciones inventadas por ellos mismos» (García Márquez, 1985, pp. 6-7). El origen de esa heterodoxia se puede ubicar en la persona y símbolo de La Marquesita.

Esa cosmogonía tiene una fuerza centrípeta que es La Marquesita: «Era una especie de gran mamá de quienes le servían en La Sierpe» (García Márquez, 1985, p. 7). Por lo tanto, La Marquesita es el eje articulador principal. Al respecto, Corral (1977) entiende a este personaje como la «isotopía de La Sierpe» (p. 79). La organización social de la sociedad serpeña se debe a la herencia de todos los poderes que, en el tiempo arcaico, cuando vivía La Marquesita, se concentraban en ella, y que están ahora difuminados entre escasas seis familias muy cercanas al poder matriarcal. Esta media docena de herederos no tiene una relación horizontal entre sus clanes, han sido agrupados y jerarquizados dependiendo de las cualidades (importancia) de los poderes otorgados.

Más allá de la representación real maravillosa de la matrona, intento demostrar que su omnipotencia es una fuerza que cohesiona tan estrechamente este pueblo de fábula que lo cierra por su inmovilidad social. Los poderes concedidos por la matrona se siguen heredando linealmente, por castas. Esto hace imposible la democratización de la tenencia de los poderes. En consecuencia, el mundo se cierra en su estructura piramidal, por la cual la historia personal del matriarcado inicial y, posteriormente, de las castas es coincidente o, incluso, legitima la historia «nacional» –claro está, uso este adjetivo en un sentido atrevidamente alegórico y provisional–.

El universo está cerrado también desde la perspectiva en que la historia de la familia es la misma e indivisa de la historia del pueblo. El sentido histórico del pueblo, resultado de un acto de lectura, emana de la esfera privada de La Marquesita y su herencia. Este legado es una suerte de continuidad menos ponente, ya no existe una realización omnímoda, pero de alguna manera garantiza la organización social estática. La inmovilidad es real incluso en el caso de que la familia pueda dilapidar el poder otorgado, como en el caso de la «facultad de caminar sobre las aguas» (García Márquez, 1985, p. 10), perdido por jugarlo a las cartas. Este no se reasigna a otra familia. Esa pérdida no es ocasión para horizontalizar su distribución. Simplemente se desperdicia. Al perderse se va diluyendo la presencia mediada de La Marquesita, pero se conserva, eso sí, su aglutinamiento jerarquizado. Vargas Llosa (1971) explica el fenómeno en función de una ideología feudal –lo afirma para «Funerales», pero es predicable para la crónica–.

Esto sería una constante en varias obras de García Márquez. Vargas Llosa (1971) señala los Macondos –en plural, porque no son exactamente el mismo pueblo– de La hojarasca y «Los funerales de la mamá grande», a los que yo le añado La Sierpe: «La sociedad de hoy es la de ayer y será la de mañana, aunque cambien las personas. Todo se hereda y se lega, la continuidad familiar [y del clan, agrego yo] del vértice asegura la quieta armonía». El peruano continúa diciendo de la matrona, en relación ahora con la fuente primera de estático balance, que «su figura se confunde, desde la perspectiva popular, con la del mismo Dios» (Vargas Llosa, 1971, p. 472). La matriarca de La Sierpe no solo es sustento semidivino para el pueblo, lo es por oficio: tiene el hábito de viajar por toda la región para sanar y resolver afanes económicos a sus protegidos.

Esta evidente actitud señorial, premoderna, se constata por igual en –ahora una figura masculina– el generalísimo de El otoño del patriarca. La Marquesita corresponde a la sumisión o adhesión de sus feligreses con el favor de su protección. Aquí la cerrazón de este mundo se presenta en dos direcciones: una con respecto a abrazar a La Marquesita como una figura divina (dimensión espiritual); otra en relación con la devoción al señorío que encarna la gran mamá (dimensión política).

Las seis castas, ante la ausencia de La Marquesita, son los nuevos hilos cohesionadores. No tan potentes como la fuente original, pero funcionalmente eficaces. Si bien la posesión de los poderes sobrenaturales ahora se reparte en varias manos, eso no repercute en una sociedad menos cerrada. No es necesario que todos los pobladores sean portadores de dichos poderes. No es un mundo habitado por solo (semi)dioses. La Sierpe continúa cerrada en tanto que todos los habitantes de la base de la pirámide se benefician de los poderes por igual. La hechicería para bien y para mal sigue operando. Es una práctica de socialización vigente pero solo válida –sin asombro ni extrañeza– para los serpeños.

Recuérdese al hombre que consultó un médico –de tradición occidental y científica, se entiende– porque le habían metido un mico en el estómago (García Márquez, 1985, p. 5). El enfermo, del inicio de la serie, reaparece justo al final de la segunda crónica17, lo más probable, para morir de la «tremenda peritonitis» de la que fue víctima por «fórmulas fulminantes» de hechicería (p. 14). Aun cuando no se afirme con contundencia que el hombre haya muerto, se puede aceptar que ese fue su destino final. De ser así, se tiene que la ciencia médica occidental del doctor consultado al inicio fue ineficaz para las artes maléficas de La Sierpe. En otras palabras, aceptar ese desenlace, como hipótesis, tiene la sugestiva consecuencia de comprobar, por otros medios, que el mundo legendario es inmune a los conocimientos del exterior. Luego, ese blindaje es signo de su otra manera de ser cerrado. Sus saberes autóctonos no solo son posibles dentro de la cosmovisión idólatra, sino que son ciertos al ponérselos a prueba con la ciencia del afuera. Sus víctimas siguen irreparablemente atrapadas al poder de esa magia. La leyenda se cierra sobre ellos como la misma certeza del maleficio.

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