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1. El costo de la democracia Primeros puntos de referencia

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La democracia se basa en una promesa de equidad que, con mucha frecuencia, se topa con el muro del dinero. Y es que, cosa que solemos olvidar, vivir la democracia tiene un costo. Este costo no es forzosamente muy alto, lo cual, por cierto, demuestra que una solución colectiva racional está a nuestro alcance. No obstante, si ese costo se distribuye de manera desigual y si no se limita drásticamente el peso del dinero privado en el financiamiento total, entonces todo el sistema se ve amenazado.

En este primer capítulo, pasaremos revista a la evolución de los gastos electorales a lo largo de las últimas décadas en algunos países, comenzando por Francia, el Reino Unido, Alemania e incluso Estados Unidos. A veces, estos gastos electorales han corrido principalmente por cuenta de los candidatos, a quienes el Estado les reembolsa todo o parte, sobre todo en los países que utilizan escrutinio uninominal (un diputado por circunscripción). Por el contrario, en los países donde las elecciones se celebran por escrutinio proporcional, son los partidos los encargados de los gastos esenciales de campaña y hacen de intermediarios entre el financiamiento público y los candidatos. Financiamiento de campañas y financiamiento de partidos: las dos caras de la moneda de la democracia, una moneda indecisa que a menudo, como en un cuento de Perrault, se multiplica.

En los próximos capítulos veremos que lo que en verdad resulta importante es quién produce esta moneda. Financiamiento público o donaciones privadas: un mismo nivel de gastos de campaña puede reflejar realidades democráticas perfectamente opuestas. En política, el estiércol de asno, cuando está hecho de oro, raras veces es mudo y la piel de las donaciones privadas puede resultar una prenda pesada.

EL PRECIO DE LAS ELECCIONES

La democracia depende, en primer lugar, de las elecciones. ¿Qué gesto hay más simple y más “gratuito” que el de meter una boleta en una urna? Dirigirse a la casilla electoral —en Francia, un domingo, en familia—aparenta ser un acto que no está contaminado por la lógica de mercado. Las casillas electorales son las escuelas de la república. Los funcionarios son simples ciudadanos, como tú y yo, que han decidido donar un poco de su tiempo a la democracia. Sólo hay una condición: ser elector de esa circunscripción electoral. No hay nada que ganar, excepto la satisfacción de haber participado en una gran celebración democrática, finalizada colectivamente antes de las 8 pm o al terminar de contabilizar las urnas, a menudo muy vacías. ¡Qué lejano se ve el tiempo en que, para ser elector, se necesitaba tener propiedades!

¿Cuál es, entonces, el costo de las elecciones? En 2016, un candidato victorioso al Senado estadounidense gastaba, en promedio, más de diez millones de dólares.1 En Francia, el gasto promedio de un candidato en las elecciones legislativas es mucho menor: en 2012 ascendía a poco más de 18 mil euros,2 aunque la cifra llegaba a los 41 mil para los afortunados ganadores. En el Reino Unido —donde, al igual que en Francia, los gastos electorales de los candidatos tienen un límite marcado por la ley—, durante las elecciones legislativas de 2015 los candidatos gastaron, en promedio, alrededor de 4 mil euros y 10 mil para los candidatos victoriosos.

Tal es el verdadero costo de las elecciones: los gastos efectuados por candidatos, partidos y grupos de interés durante las campañas.3 El dinero que cada quien pone sobre la mesa para convencer a los electores, por medio de métodos complejos y diversos (reuniones públicas, folletos, campañas de puerta en puerta, operaciones de comunicación, y, cada vez con mayor frecuencia, compra directa de espacios y visibilidad complementaria en medios de comunicación y en redes sociales). Ahora bien, en las últimas décadas, estos gastos no han dejado de aumentar en muchas democracias; la excepción son las que los han regulado.

Así pues, las diferencias entre el nivel de gastos electorales en Estados Unidos y el del Reino Unido o Francia no son, evidentemente, diferencias culturales. No está de un lado el austero Reino Unido, supervisando la impresión de sus folletos y preocupándose por sus reportes financieros, a imagen y semejanza de las múltiples facetas de la mesura que encontramos en el Volpone de Ben Jonson, y del otro lado el Gran Gatsby, dispuesto a gastar sin reservas para convencer a sus conciudadanos estadounidenses con la suntuosidad de sus campañas. Estas diferencias no reflejan, ni mucho menos, un mayor gusto por las justas electorales allende el Atlántico. Si el dinero gastado demostrara el interés de la población por las elecciones, entonces los gastos electorales más elevados irían de la mano con una participación más importante. Ahora bien, entre los países occidentales, Estados Unidos es el que se caracteriza por la participación más débil. Las diferencias en cuanto al costo de las campañas no son diferencias culturales, sino consecuencias directas de las leyes electorales que tienen efectos duraderos, y a menudo ignorados, en la estructuración del juego democrático.

UNA DEMOCRACIA MUY CARA

¿Cuánto está dispuesto a poner sobre la mesa un candidato, en promedio, para tener una oportunidad de ganar? Responder esta pregunta supone, de entrada, enfrentar otra: ¿cuánto está autorizado a poner sobre la mesa el candidato? Este monto no sólo cambia de un país a otro, sino que además ha variado mucho a lo largo del tiempo.

¿Terminó la fiesta?

Un primer hecho (que parece evidente): en ausencia de límites, los candidatos suelen no limitarse. Para comprender esto, es útil dar un breve paseo por el siglo XIX. Históricamente, en el Reino Unido —uno de los primeros países en limitar los gastos electorales, con la Corrupt Illegal Practices (Prevention) Act [Ley de Prevención de Prácticas Corruptas e Ilegales] de 1883—,4 los gastos totales de los candidatos en elecciones legislativas (en euros actuales, es decir, tomando en cuenta la inflación) solían sobrepasar los 200 millones de euros: 191 millones en 1868, 184 en 1874 y 228 en 1880. Es decir, más de diez veces más que las sumas que se gastan en la actualidad y eso a pesar de que el número de electores por “convencer” era menor (y el ingreso real nacional por adulto era casi cinco veces menor). Antes de que la regulación de 1883 los limitara, los gastos electorales podían rebasar los ¡100 euros por elector! En comparación, hoy en día, la suma total gastada por cada elector registrado en las elecciones legislativas británicas varía de 0.40 a 0.50 euros por elección (figura 2).5

Este desmoronamiento del gasto electoral resulta aún más claro si lo expresamos como proporción del ingreso nacional por adulto: en 1868, cada candidato gastaba, en promedio, poco más de 185 mil euros, ¡es decir 30 veces el ingreso nacional por adulto! Esto implicaba además que, más allá de las restricciones en cuanto al electorado, sólo los ciudadanos más ricos podían aspirar a postularse para diputados. Hoy, por el contrario, los gastos electorales de un candidato en elecciones legislativas, en promedio, representan apenas 10% del ingreso medio nacional.6 En otras palabras, trasladados al ingreso nacional por adulto, los gastos promedio de los candidatos se han dividido entre 262 en los últimos 50 años. Es una reducción radical que debemos explicar.


LECTURA | Si sumamos los gastos electorales de todos los candidatos a las elecciones legislativas en el Reino Unido y dividimos ese monto total por el número de votantes registrados en las listas electorales, obtenemos que en 1868 se gastaron 105 euros (en euros constantes de 2016) por elector. En las elecciones legislativas de 1911 se gastaron 21.50 euros por elector y 0.35 euros en las de 2015.

FIGURA 2. Total de los gastos de los candidatos por votante registrado en el Reino Unido, elecciones legislativas, 1868-2015.

¿Será que los candidatos son hoy, a su manera, más “honestos” y han decidido convencer con sus ideas y no con propaganda electoral? ¿O es que esta reducción está ligada a las nuevas tecnologías de campaña, particularmente las redes sociales, que resultan menos costosas? Y, por cierto, ¿en qué podían utilizarse decenas de miles de euros por candidato en el siglo XIX, una época en que la radio y la televisión no existían, y en la que difícilmente podemos imaginar que los candidatos recurrieran a compañías asesoras en comunicación? No faltan ejemplos jugosos en los libros de historia, donde aprendemos, por ejemplo, que uno de los gastos importantes de los candidatos era el transporte de sus electores —incluso, durante mucho tiempo, el reembolso de los gastos de transporte de los electores—. En otras palabras, un pago directo de los candidatos a su electorado, ¡pero no creas que ahí podía haber alguna forma de corrupción!7 El transporte de los electores comprendía no sólo sus boletos de tren en primera clase —muchas veces más baratos que el alquiler de carruajes—, sino también sus noches de hotel y el reembolso de sus jornadas laborales perdidas por desplazarse a las urnas. Es interesante sumergirse en los debates parlamentarios de la época y ver cómo los diputados afirmaban que, si no se hacían tales gastos, los ciudadanos simplemente no acudirían a votar.

En realidad, si los candidatos británicos en elecciones legislativas gastan poco en la actualidad, es porque no están autorizados a gastar más. La ley —y esto es bueno— ha limitado sus excesos. Si hoy pudieran inundar los medios y las redes sociales —así como hace 150 años podían asegurar la benevolencia de electores bien instalados en sus cómodos asientos—, todo apunta a que lo harían; la campaña estadounidense de 2016 y las subsiguientes sospechas de interferencia extranjera nos han dado claros indicios de ello, al igual que el monto de los gastos electorales en muchos otros países, al cual volveré en un momento.

Pero ya te vi haciendo caras: ¿es buena, esa limitación? Ya oigo a los libertarios saltar de sus altos sillones y protestar por todos lados: “¿Y por qué no debería estar autorizado a hacer con mi dinero lo que me venga en gana? ¿Por qué tendría que limitarme a gastar unas decenas de miles de euros si tengo la posibilidad de gastar millones? ¡Los demás pueden hacer lo mismo!” ¿De verdad necesito responder a este argumento? Los ciudadanos no son todos iguales en cuanto a la profundidad de sus bolsillos, ya se trate de los recursos propios que pueden consagrar a su campaña o de los que pueden movilizar. Autorizar, en el papel, a todos los candidatos a gastar a voluntad equivaldría, de hecho, a reintroducir un censo electoral, es decir, condiciones muy estrictas de elegibilidad. Y es que sólo los candidatos suficientemente ricos o con buenos contactos estarían, por lo tanto, en condiciones de postularse o, mejor dicho, de postularse con una mínima probabilidad de ganar, lo cual viene a ser lo mismo. Esto plantea de inmediato algunas preguntas relativas a la representatividad de los candidatos seleccionados de esta manera. En el capítulo 11 veremos que, en una democracia como la estadounidense, en la que el gasto electoral de cada candidato asciende a millones, los supuestos representantes del pueblo en realidad sólo representan, si tomamos en cuenta sus orígenes socioprofesionales, a los más ricos. En otras palabras, los obreros y los empleados son los grandes ausentes en el Congreso. Desde este punto de vista, el Reino Unido lo hace un poco mejor: aunque ciertamente está lejos de la equidad, después de la segunda Guerra Mundial, al menos 20% de los miembros del Parlamento han sido de origen popular.

Los gastos electorales demasiado elevados implican, además, un riesgo importante: el de la corrupción. Un político será más susceptible de aceptar sobornos y otras formas de financiamiento clandestino si tiene que gastar muchos millones de euros para tener alguna posibilidad de resultar electo.8 A menos, claro, que los gastos de campaña dependan por completo de los poderes públicos, pues eso cambia el equilibrio del juego: en este caso, se invita a los candidatos a gastar sumas relativamente iguales y, sobre todo, no tienen que correr tras ese dinero sacrificando sus convicciones o su integridad. Así pues, la limitación del gasto electoral y el financiamiento público de las elecciones a menudo se han concebido de manera conjunta.

Limitar el gasto, pero financiar las elecciones

En Francia, fue apenas en 1988 para las elecciones nacionales, y en 1990 para las locales, que la ley limitó el gasto electoral.9 Si bien las reglas se han modificado ligeramente desde entonces y varían de una elección a otra, en lo esencial hacen que el límite de los gastos dependa, como en el Reino Unido, del número de electores registrados. Además, los candidatos están constreñidos en la utilización de sus recursos. Así, un candidato en Francia10 no puede —aunque tenga los medios— hacerse publicidad en la televisión ni en la radio.11

Para compensar esta limitación, el Estado asume el costo de una parte no insignificante de los gastos electorales, puesto que los candidatos que, en la primera vuelta, hayan obtenido más de 5% de los votos, pueden recibir el reembolso de sus gastos hasta un monto equivalente a casi la mitad del máximo permitido. Este reembolso de gastos de campaña se introdujo en Francia al mismo tiempo que la limitación de los gastos. Y no es una particularidad francesa. En Canadá, la Election Expenses Act [Ley de Gastos Electorales] de 1974 introdujo, al mismo tiempo, severos límites para los gastos de campaña de partidos y candidatos,12 y un reembolso de dichas erogaciones; lo mismo hizo, en España, la primera ley electoral constitucional, promulgada en 1985.

Por supuesto, la relación entre el reembolso de los gastos electorales y su limitación no tiene nada de automática; de cualquier manera, quien habla de reembolso con recursos públicos habla, automáticamente, de limitación de los montos, o al menos de aquellos que se reembolsan, pues el Estado, al contrario de muchos donadores privados, no tiene bolsillos sin fondo. Quien habla de reembolso con recursos públicos implica, con toda lógica, la limitación de las donaciones privadas y, por lo tanto, de las sumas que se gastan; entonces, ¿para qué asignar financiamiento público al reembolso de gastos que, al final, se ahogarán en un mar de dinero privado? (Veremos también que uno de los principales puntos débiles del modelo alemán, que financia con generosidad a sus partidos políticos, es justamente que no limita las donaciones privadas; a fin de cuentas, las políticas económicas dirigidas por los gobiernos de cualquier partido reflejan más los intereses de la industria automotriz —que, siguiendo el ejemplo de BMW, financia cada año a todos los partidos— que los de la mayoría de los ciudadanos de aquel país.) El financiamiento público de las campañas es una herramienta al servicio de la lucha contra la corrupción de la vida electoral; para que el arsenal esté completo, se necesita una estricta regulación de los montos gastados.

La regulación de los gastos electorales no implica por sí misma el reembolso de dichas erogaciones. Es posible restringir los gastos de los candidatos sin que el gobierno tenga que hacerse cargo de una parte. Tal es el caso en el Reino Unido, como acabamos de ver, y también en Bélgica. La ley electoral belga no prevé, en efecto, ningún sistema de financiamiento ni de reembolso público de los gastos electorales.13 Sin embargo, en Bélgica, dichos gastos están muy limitados desde 1989. A lo largo del periodo electoral, los partidos no pueden gastar más de un millón de euros y los candidatos no pueden gastar más que unos cuantos miles.14

Al final, reducidos al número de electores registrados, los gastos electorales para las elecciones legislativas son más elevados en Francia —un sistema que combina regulación de los gastos con financiamiento público— que en el Reino Unido, donde los gastos, aunque limitados, están completamente en manos de los candidatos y los partidos. En 1993, por ejemplo, se gastaron en Francia 2.80 euros por cada ciudadano registrado en las listas electorales, contra 0.46 euros en el Reino Unido (figura 3). Esta diferencia se debe, en parte, a que el número de candidatos en cada circunscripción tiende a ser más alto en Francia que en el Reino Unido, principalmente por el sistema electoral de dos vueltas.15 Pero esto se origina, sobre todo, en la existencia de una regulación más estricta en el Reino Unido.16


LECTURA | Si sumamos los gastos electorales de todos los candidatos a las elecciones legislativas en Francia (107 millones de euros) y dividimos ese monto total por el número de votantes registrados en las listas electorales (37.9 millones), obtenemos para 1993 un gasto total de 2.80 euros por ciudadano registrado. En el caso de las elecciones legislativas de 1992 en el Reino Unido, este gasto total asciende a 0.46 euros por ciudadano registrado.

FIGURA 3. Gastos totales de los candidatos (suma de todos los candidatos) por votante registrado; elecciones legislativas en Francia y el Reino Unido, 1992-2015.

Dado que no existe límite para las sumas que los partidos o los candidatos pueden recibir en el Reino Unido —y, como veremos, allá las empresas privadas tampoco vacilan en dar muestras de una enorme generosidad—, todo nos lleva a pensar que, en ausencia de un tope, los gastos electorales de allá serían mucho más altos que en Francia, sobre todo porque, debido a esa regulación “coja”, los partidos británicos tendrían los medios para gastar mucho más de lo que gastan en la actualidad. Esto abre interrogantes, también, sobre las motivaciones de los donadores.

A fin de cuentas, si combinamos las enseñanzas de estas distintas experiencias, ¿qué es lo que observamos en esas democracias “regulares”, al menos en lo que concierne a los gastos de campaña? Que dichos gastos no rebasan el monto de unos pocos euros por elector. Incluso podríamos sentirnos tentados a afirmar que el nivel de estos gastos es más bien bajo. Ése es, justamente, el argumento que suelen utilizar todos aquellos que se niegan a admitir que el dinero en la política, tal como existe hoy en día —por ejemplo, en un país como Francia—, puede llegar a debilitar la base misma del juego democrático: una persona, un voto. Ahora bien, como veremos en el capítulo 8, incluso estas cifras relativamente pequeñas bastan, de hecho, para influir en un número importante de votos. Según mis cálculos, durante las elecciones legislativas de 2017 en Francia, 40 millones de euros (es decir, apenas 0.002% del PIB francés) habrían bastado para influir en 30% de los votos y modificar por completo el resultado de las elecciones.17 En otras palabras, sin un límite al gasto, unos cuantos multimillonarios pueden “comprar” las elecciones con facilidad. Otra forma de entender esto es observar lo que ocurre en los países donde estos límites no existen.

PERO, SI TODO ESTÁ PERMITIDO,

¿NADA SE DEFIENDE?

El “no límite” alemán

Comencemos con un caso inesperado: el de Alemania. El país al otro lado del Rin ofrece, en efecto, un ejemplo particularmente interesante y paradójico: es un país que supo desarrollar, de manera relativamente temprana, un sistema innovador y sofisticado de financiamiento público de los partidos políticos (e incluso unas bases políticas con miras a nutrir el debate público, como veremos más adelante), pero que, al mismo tiempo, no ha sabido —o no ha querido— limitar las donaciones privadas, sobre todo el dinero proveniente de las grandes empresas. En la práctica, esto concierne principalmente a las donaciones provenientes del sector exportador, lo cual puede tener consecuencias en las posturas de los funcionarios electos con respecto a la cuestión del superávit comercial, o incluso la regulación sobre los automóviles (por ejemplo, en lo relativo a la prohibición del diésel).


LECTURA | En 2015, el SPD gastó 135.6 millones de euros. Las barras verticales indican los años de elecciones legislativas en Alemania.

FIGURA 4. Gastos totales de los principales partidos políticos en Alemania, 1984-2015.

De hecho, en Alemania, los gastos de los candidatos y de sus partidos a lo largo de las campañas electorales no están limitados (tampoco lo está el monto de las donaciones que dichos partidos pueden recibir). ¿Qué efecto tiene esto sobre el costo de la democracia? Me concentraré en los principales partidos alemanes, de izquierda a derecha: Die Linke [La Izquierda], el Sozialdemokratische Partei Deutschlands [Partido Socialdemócrata] (SPD), Die Grünen [Los Verdes], la Christlich Demokratische Union Deutschlands [Unión Demócrata Cristiana Alemana) (CDU), el Freie Demokratische Partei [Partido Democrático Libre] (FDP) y Alternative für Deutschland [Alternativa para Alemania] (AfD), reciente partido de extrema derecha.18 En promedio, en el periodo 1984-2015, cada uno de estos partidos gastó, cada año, más de 84 millones de euros, es decir, 1.40 euros por cada alemán adulto (figura 4).

Hay que distinguir entre, por una parte, los dos principales partidos, el SPD y la CDU, cuyo gasto promedio en el periodo roza los 173 millones de euros anuales —es decir, cerca de tres euros por cada alemán adulto—, y los “pequeños” partidos alemanes, con poco menos de 32 millones de euros anuales. La AfD es un partido recién llegado: sus gastos fueron bajos en 2015, pero aumentarán en los próximos años, debido a sus resultados electorales de septiembre de 2017 (12.6%), que le darán mayor acceso al financiamiento público.


LECTURA | En promedio para el periodo 1984-2015, el SPD gastó 184.6 millones de euros al año. De esta cantidad, 52.1 millones de euros estuvieron dedicados a los gastos de las campañas electorales.

FIGURA 5. Gastos anuales totales de los principales partidos políticos (promedio anual para 1984-2015), con gastos de campañas electorales, en Alemania.

Si sumamos los gastos de los cinco principales partidos, resulta que, a lo largo de los últimos 30 años, los partidos alemanes han gastado un promedio anual de 476 millones de euros, es decir 7.87 euros por cada adulto. Los gastos de campaña representan una parte importante de estos gastos: 28%, en promedio. Así, de los 184.6 millones de euros anuales gastados, en promedio, por el SPD en los últimos 30 años, 52.1 millones corresponden a gastos de campaña (figura 5).

Una comparación internacional reveladora

La diferencia entre la situación alemana y las del Reino Unido y Francia —en las cuales, como ya hemos visto, la ley limita los gastos, sobre todo en periodo electoral— es impresionante, tanto en la derecha como en la izquierda, especialmente si observamos los gastos anuales totales de los partidos. En el periodo 2012-2016, el SPD gastó, en promedio, 2.6 veces más que el Partido Socialista francés, y la diferencia es la misma si comparamos a la CDU con Les Républicains (figura 6).19 Esta diferencia, por cierto, no es exclusiva de los partidos “grandes”, pues el partido verde alemán (Die Grünen) gastó, en promedio, 35.5 millones de euros en ese mismo periodo, es decir, cuatro veces más que el partido verde francés (8.8 millones).

Claro que Alemania, hoy en día, está más poblada que Francia; sin embargo, las diferencias poblacionales entre países de ninguna manera bastan para explicar tamañas diferencias entre las sumas gastadas. En relación con la población adulta de cada país, el SPD, con 2.40 euros por año por cada alemán adulto, gastó en los últimos años, en promedio, dos veces más por cada adulto que su homólogo francés.

Es notable que, reducidos a la población adulta, los gastos son también muy importantes para los partidos españoles, a pesar de que, como veremos en el capítulo 3, éstos reciben relativamente poco dinero en donaciones privadas. Esto se explica por el generoso nivel de financiamiento público a los partidos aprobado en España en 1985. Así, en cuanto a gasto por persona adulta, los partidos españoles se encuentran entre los que más gastan (después de Alemania), incluidos los partidos de derecha (el Partido Popular gasta aún más que la CDU). Estos gastos incluyen, por supuesto, los gastos electorales reembolsados en parte por el Estado, circunstancia que puede falsear las comparaciones si no tenemos cuidado. En Francia, por ejemplo, las campañas se hacen a nivel de candidatos, más que de partidos, lo cual reduce artificialmente los gastos asumidos por los partidos. ¿Qué vemos en España si aislamos los gastos electorales? En 2015, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) gastó 87 millones de euros, de los cuales cerca de 30% (25 millones) fueron gastos electorales que el gobierno reembolsó casi por completo. Al final, fuera de los gastos electorales, los gastos anuales promedio del PSOE ascendieron, en el periodo 2012-2016, a 61.8 millones de euros, es decir, 1.66 euros por cada español adulto; esta suma es mucho más alta que la del Partido Socialista francés (1.20 euros). Lo mismo ocurre con el Partido Popular, cuyos gastos sin contar las elecciones fueron de 60.8 millones de euros en promedio, es decir 1.64 euros por adulto, mientras que, para Les Républicains en Francia, esta suma, en promedio, no supera los 1.10 euros anuales para el mismo periodo.


FIGURA 6. Gastos anuales de los principales partidos políticos, comparación internacional: Alemania, Francia, Italia, España, Bélgica y el Reino Unido, 2012-2016 (promedio anual).

Recapitulemos: se observa, en los diferentes países, una gran diversidad de situaciones en cuanto a las reglas que rigen las relaciones entre el dinero y la política. ¿Cuáles son las consecuencias? En otras palabras, ¿en qué medida estas estructuras de gastos, extremadamente distintas entre sí, se reflejan en las campañas electorales, los resultados de los diferentes partidos en las urnas, la renovación de la clase política, el surgimiento de nuevos movimientos o incluso las políticas públicas aplicadas por los gobiernos? Para responder a estas preguntas de crucial importancia, primero necesitamos comprender mejor de dónde viene ese dinero. ¿Financiamiento público o “generosidad” privada? Sin duda, estas alternativas no tienen las mismas implicaciones.

FINANCIAMIENTO PÚBLICO,

FINANCIAMIENTO PRIVADO

Las elecciones son caras. O, mejor dicho, cierto número de democracias occidentales han decidido dedicarles mucho dinero, a veces demasiado. Estas diferencias reflejan las distintas regulaciones en cuanto a las sumas que los candidatos están autorizados a gastar —ya revisamos brevemente la situación de algunos países—. Sin embargo, también reflejan las distintas regulaciones en cuanto a las cantidades que las personas y las empresas están autorizadas a donar. Los dos próximos capítulos estarán dedicados al financiamiento privado de la democracia y a un análisis detallado de los diferentes modelos nacionales. Veremos que, de un país a otro, los gastos y los actores difieren en aspectos fundamentales. En Alemania, la ensambladora automotriz Daimler dona con la mano izquierda, cada año, 100 mil euros al SPD y con la derecha, la misma suma a la CDU. Por supuesto que esto no guarda relación alguna con el deseo de la empresa de evitar a toda costa la prohibición del diésel en las ciudades. En Francia, las empresas ya no están autorizadas a hacer donaciones a los partidos políticos; sin embargo, cuando lo estaban, una empresa como Bouygues no vacilaba en mostrar una enorme liberalidad en el uso de su chequera, sin importarle el color político de unos u otros. Cincuenta sombras de generosidad.

Las diferencias en cuanto al monto de los gastos de los partidos reflejan la diversidad de modalidades del financiamiento público de la democracia, a la cual se dedicará el capítulo 5. Ya vimos, por ejemplo, que los partidos políticos ingleses gastan, en promedio, mucho menos dinero al año que sus homólogos alemanes. No obstante, esto no significa que sean menos cautivos de los intereses privados; ¡por el contrario! El Partido Conservador recibe, cada año, más de 25 millones de euros en donaciones privadas, es decir, cinco millones más que la CDU en Alemania (que, de todos modos, no merece que sintamos lástima por ella). Esto demuestra, simplemente, la ausencia de un sistema de financiamiento público de los partidos en el Reino Unido, mientras que los partidos alemanes reciben, además de las donaciones privadas, una generosa dotación pública que depende de su éxito en elecciones pasadas.

En otros términos, son numerosas las armas a disposición de un gobierno deseoso de influir —ya sea en un sentido o en otro— en el juego político por medio del dinero privado y los recursos públicos que se le inyectan. Ahora vamos a poner las cosas en orden para ser capaces, a fin de cuentas, de responder las siguientes preguntas: ¿cuánto gasta el Estado, cada año, para financiar las preferencias políticas de los ciudadanos, y en qué medida varía este gasto según los ingresos de cada quién?; en los países donde está poco regulada, ¿la inyección masiva de dinero privado vuelve inoperantes los subsidios públicos?; y sobre todo: ¿cuáles son las consecuencias concretas de esos distintos modelos de financiamiento?, ¿los modelos que pueden considerarse “de mercado” favorecen a los partidos más conservadores, en detrimento de otros movimientos más contestatarios?, ¿conducen a una representación desigual de las preferencias políticas de cada quien y a políticas públicas sesgadas? Es urgente responder estas preguntas, puesto que, en cierto número de países, el financiamiento público de la democracia se encuentra amenazado, cuando no ha sido ya aniquilado, con consecuencias a menudo drásticas, e inequidades que garantizan su propia perpetuidad.

El objetivo de este libro es abrir los ojos del lector a las realidades de las prácticas actuales y proporcionarle todos los elementos necesarios para que él mismo pueda elegir el modelo que le parezca mejor para restaurar la buena salud de los sistemas democráticos en el siglo XXI. La cuestión esencial es la siguiente: ¿qué reformas deben aplicarse sin tardanza para que sea posible, por fin, restringir el papel del dinero privado en el funcionamiento de nuestras democracias y restaurar así el principio fundacional de una persona, un voto? Pero ten paciencia: eso quedará para la última parte de esta obra.

El precio de la democracia

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