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Presentación

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Se requiere algo más que talento y capacidad de investigación para un proyecto intelectual como El precio de la democracia. Se requiere, además, valor y, por supuesto, un mínimo de convicción ética, una combinación no muy frecuente en la época actual. En ese sentido, defender la idea del financiamiento de la política con recursos públicos, en tiempos de un extendido descrédito de la democracia y de sus instituciones —como los que hoy vivimos—, es una empresa que exige talento, sin duda, pero también valor y compromiso cívico y democrático, y esto es justo lo que, desde mi punto de vista, encontramos en la obra de Julia Cagé.

La autora analiza, con un gran despliegue analítico soportado en fuentes estadísticas notables, la evolución del financiamiento de la democracia y los gastos electorales en varios países del mundo, con especial atención en Europa. Al situar históricamente los antecedentes de los modelos de financiamiento de la actividad política que incluye en su análisis, Cagé demuestra cómo los donativos y la “inversión” de recursos de los actores privados han trastocado de forma paulatina, pero constante, el funcionamiento de la representación política en la democracia moderna, con lo que se evidencia, una vez más, que las aportaciones privadas a la política rara vez tienen una “vocación filantrópica” y casi siempre conllevan una intencionalidad, abierta o soterrada, que termina convirtiendo la representación democrática en una representación de intereses.

Julia Cagé va más allá y sugiere que hay una relación entre la tendencia a eliminar los límites al financiamiento privado de la política y reducir el financiamiento público, al abstencionismo en las elecciones y a la crisis de la representación política que viven las democracias desde hace varios lustros. La línea de continuidad entre estas tendencias, argumenta ella, es el efecto que el dinero, especialmente el que se canaliza desde el poder económico, ha tenido en campañas, candidaturas y partidos, capturando la representación política en favor de los intereses de quienes, en las sociedades modernas, son los dueños del capital. Se trata, hay que agregar y enfatizar, de una relación que se agudiza y se hace incluso estructural en contextos de profunda desigualdad y concentración del ingreso como en los que vivimos actualmente.

Cagé pone en evidencia también que las posiciones y los argumentos de rechazo a los partidos como instituciones fundamentales de la vida democrática son el sustrato que da germen a las propuestas e iniciativas de desaparición o reducción del financiamiento público a los partidos. En otras palabras, la innegable crisis de credibilidad que aqueja a los partidos, asociada con su lejanía de la población, su elitismo, su incapacidad de abrir márgenes más amplios de participación democrática y su transformación en meras maquinarias electorales y clientelares (sin poner demasiada atención a las ideologías o las posiciones programáticas), está siendo aprovechada para promover el abandono o la reducción drástica del financiamiento público. Pero, como sabemos, y tal como la propia autora lo plantea, ese abandono del financiamiento público de la política sólo sería, parafraseando a Clausewitz, la continuación de la crisis de representación por otros medios. En efecto, el riesgo es que la representación política quede capturada únicamente por un sector de la población, que tiene la capacidad de financiar los altos costos que conlleva la actividad política, provocando lo que, desde mi punto de vista, es un gradual y paulatino deslizamiento de la democracia representativa a una especie de “plutocracia representativa”.

Por todo lo anterior, la autora arriba a una conclusión con la que coincido enteramente y que valdría mucho la pena que se escuchara en los debates parlamentarios y las deliberaciones públicas de muchos países, incluido, sin duda, México. Afirma Julia Cagé: “lo que nos enseña la historia es que sólo lograremos poner fin a los excesos del financiamiento privado de la democracia si los limitamos por medio de leyes y los sustituimos con un sistema de subvenciones públicas suficientemente cuantiosas”. En efecto, para Cagé una de las soluciones a la captura de la política representativa por parte de intereses privados, vía el dinero, es reconducir el financiamiento al orden público, sin excesos, pero con suficiencia. En ello nos va, en buena medida, para decirlo en términos weberianos, garantizar la autonomía del poder político frente al poder económico.

Justo en los tiempos que corren al momento de la publicación de esta obra por parte del Instituto Nacional Electoral (INE) y Grano de Sal, tiene lugar en México una discusión importante, que se inició hace una década y media y que, de no darse de manera informada y bien sustentada, puede erosionar la base principal de la equidad en las condiciones de la competencia política: la reducción del financiamiento público a los partidos políticos bajo el solo argumento de su oneroso costo, que choca con la posibilidad de atender debidamente las necesidades sociales de la población. La legítima preocupación social y la indignación ética que supone el contraste entre el financiamiento público y las carencias sociales no nos permiten entender que una eventual reducción mal pensada del financiamiento de la política con recursos públicos, por más indignante que se le presente, puede abrir la puerta a que algunos intereses, los de quienes tienen la capacidad de financiar la política y hacerlo esperando beneficios futuros, puedan resultar determinantes para la recreación de nuestro sistema democrático.

Quiero ser claro: lo antes dicho no significa de ninguna manera que la fórmula de financiamiento público que se ha asentado en nuestro país no pueda, e incluso no deba, estar exenta de una minuciosa revisión y, eventualmente, de una racionalización de los altos montos que hoy se destinan al financiamiento público de los partidos políticos. Pero ello debe ocurrir, en su caso, como resultado de una amplia e incluyente discusión pública que no pierda de vista ni ponga en riesgo los tres propósitos principales que llevaron a apostar, en la reforma electoral de 1996, por la preeminencia del financiamiento público sobre el financiamiento privado, es decir: a] generar condiciones de equidad en la competencia política, al garantizar a todos los partidos un piso financiero mínimo para realizar sus actividades ordinarias y desplegar sus campañas electorales; b] transparentar el financiamiento de la política, al tener absoluta claridad sobre el origen de la mayor parte del dinero que reciben los partidos como parte de sus prerrogativas de financiamiento, y c] generar condiciones de autonomía para los partidos políticos frente a los intereses que invariablemente subyacen a las aportaciones económicas que los privados realizan a la política. Además, esa discusión no puede ser ajena a determinar de manera informada y objetiva cuáles son las verdaderas necesidades de gasto de los partidos políticos, pues cerrar la “llave” del financiamiento público sin atender a aquéllas puede conllevar el efecto perverso de provocar que los partidos recurran a buscar dinero en donde, para preservar el buen estado de la democracia, no es conveniente que lo hagan, es decir, recursos provenientes de los grandes grupos de interés o, incluso, de fuentes ilegales.

En suma, como bien lo argumenta la autora, la solución no es reducir el financiamiento público, sino repensar de forma integral los mecanismos de asignación de los recursos destinados a los partidos y a la actividad política en general, así como los criterios con los que se distribuyen, tanto en el ámbito federal como en el local. En ese sentido, debemos reiterar que el financiamiento público tiene lógica y sentido como un instrumento que, a diferencia de los recursos privados, favorece y facilita la transparencia sobre su origen y su destino, la rendición de cuentas sobre su uso y la obligada fiscalización para garantizar que el financiamiento de la política cumpla con las prohibiciones y los límites de la ley.

La democracia y el uso del dinero en la política no admite soluciones simplistas. Por eso, en el INE hemos creído que El precio de la democracia es una lectura necesaria para informar la discusión pública sobre uno de los ejes de la institucionalidad democrática de México: los mecanismos, los criterios y las normas que regulan el financiamiento de la política, hoy predominantemente pública, lo que ha permitido que en nuestro país, venturosamente, el dinero no sea un factor determinante en el triunfo electoral. Mantengámoslo así para evitar que el precio de la democracia lo paguen quienes menos tienen, cuando sus representantes respondan más al poder del dinero que al de los votos.

LORENZO CÓRDOVA VIANELLO

Consejero Presidente del

Instituto Nacional Electoral

El precio de la democracia

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