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Editorial Gafas Moradas
Antología poética de Julia Wong (1993-2019)
© Julia Wong, 2020
De esta edición:
© Editorial Gafas Moradas EIRL, 2020
Calle Navarra 277-301, Pueblo Libre
lizbeth@editorialgafasmoradas.com
Primera edición: agosto de 2020
Foto de la portada: Carlos Chong
Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de la editorial.
ISBN: 978-612-48318-2-9
PRÓLOGO: NO TAN IGUAL
La escritura de Julia Wong es agua en movimiento. A veces fluye irrefrenable, expansiva, signada por la profusión de las imágenes y el ritmo de las palabras agolpándose; otras se hace más lenta y su cauce se vuelve más puntual. Pero es, en cualquiera de los casos, un movimiento vivo forjándose, una materia desplazada que nos alcanza allí donde nos encuentra. En cada poema nos conduce a través de un paisaje signado por hechos, recuerdos, emociones y, sobre todo, por las imágenes que conforman el universo vigoroso de su poesía.
«Cuando te das cuenta de que el lenguaje es el creador de la vida, te falta tiempo, espacio, formas para hacer con él lo que se te ocurra», dice Julia Wong en una entrevista realizada en 2019 por la revista digital Vallejo & Co. Quizás por esa misma función creadora y vital que le atribuye al lenguaje, es que Julia parece encenderse a sí misma con sus propios poemas. Su voz poética cobra impulso a cada paso, en su propio fluir, generando corrientes emocionales poderosas.
En la misma entrevista, agrega: «Es el límite el que te hace renombrar las cosas». Cuando la realidad devela y revela más, necesitamos nuevas palabras, otros modos de decir. Y allí, la poesía de Julia Wong se despliega, mixturando lenguajes y experiencias. Encuentra su territorio.
Así, los escenarios aludidos o referidos en los poemas adquieren el sentido de la estimulación. La poeta se pone frente a nuevas experiencias para traducirlas y, en ese mismo gesto, forjarse. Como si se buscara a sí misma despegada, atravesada por lo nuevo. Realiza así una intervención sobre su propia vida y su lenguaje en un sentido creativo. Entonces, los escenarios y elementos referidos adquieren un sentido identitario: se incorporan a ese universo en construcción, abierto, dinámico. En algún sentido, Julia se convierte en lo que nombra. La lengua de los poemas se abre también, se deja atravesar por nuevos signos. Encontramos entonces, a lo largo de este libro, poemas o fragmentos en alemán, inglés o portugués, en un gesto de búsqueda al interior de la propia voz que va mucho más allá de la mera experimentación.
Siguiendo esa línea de análisis, debemos decir que la obra de Julia Wong está signada por osadías literarias de diversa índole. Por la libertad con que la poeta fractura su lenguaje, lo desplaza, lo vuelve híbrido. Por su estilo directo, explícito, que no se refrena, que dice lo que necesita decir, sin apiadarse ni calmarnos. Por su convicción para dialogar —por ejemplo— con Pessoa (en los poemas de Pessoa por Wong), acercarle su propio universo y voz. Y que todos estos gestos conformen un universo poético consistente, verdadero, plausible.
Como pasa con la buena poesía, la visión propia de la poeta, sus asociaciones íntimas conscientes e inconscientes, el universo de sentidos que va gestando se presentan como algo posible, se vuelven una versión de la realidad en la que creemos, un territorio que habitamos sin dudar. Así, nos dejamos llevar por la vehemente sensorialidad de esta poesía, por el motor de su libertad discursiva.
Esta antología tiene el gran valor de poner a la luz los distintos registros de una voz poética que no se detiene. Se trata de una selección que posee, entre otros, el mérito de hacer visible una evolución, la diversidad de recursos que Julia fue adquiriendo en su experiencia de escritura a lo largo de los años. Nos permite seguir ese devenir creativo hasta llegar a poemas, a mi juicio, deslumbrantes, como los de Oro muerto o Tequilaprayers (son ejemplos «La fuerte» o «Hija del venado azul»), los de Pexuña de dragón (como «La fiesta quebrada» y «Siria pintada de fucsia») o el bellísimo poema «Caja chica», de Urbe enardecida, entre tantísimos otros en los que Julia va quitando con maestría las capas a vivencias muy complejas para mostrarlas nítidas, luminosas.
Los poemas de este libro nos permiten, entonces, recorrer una obra advirtiendo cómo la maduración de la voz va ofreciendo poemas que crecen sutilmente en precisión, cuyos versos caen, cada vez más, con el peso exacto, guiados siempre por la misma convicción. A la vez, como un guiño, el libro nos ofrece la posibilidad de una lectura circular, reversible, al comenzar con un poema que se llama «Conclusión», invitándonos a volver a él al terminar, mostrando que lo que se concluye en este universo poético es siempre transitorio, es un nuevo comienzo.
La voz poética de Julia está siempre en extrema proximidad con su subjetividad. Poemas atravesados por la historia personal, con una primera persona visible, incluso cuando la subjetividad hace espejo con animales u objetos (como en «Niña espantapájaros», «Al camal» o «Elogio de la mujer ropero»).
La pregunta implícita por la identidad recorre este libro: ¿quién soy? Y la respuesta es siempre relativa, tan clara como llena de matices, giros, deliberadas incorporaciones. Sin embargo, ese lugar dado a lo identitario nos habla de una identidad fuertemente arraigada. La voz de Julia Wong no es una voz desapegada, sino de arraigo múltiple. A todo sitio al que ella llega, le será fiel. Será nombrado, investido. Y se hará cuerpo. Cuerpo orgánico, material y cuerpo poético. Sin que ese cuerpo deje de ser siempre peruano.
Así, estos poemas nos permiten entrever los movimientos físicos entre distintos sitios a los que Julia va, donde se asienta y de los cuales se apropia con pasión y presencia conectada, comprometida, aunque en cualquier sitio, allí donde se esté, las garzas olvidadas de Chepén se hagan presentes.
Así somos las mujeres / así somos las mujeres chinas, dice el yo poético en el poema «Arnero». Pero enseguida agrega: Miradme a la cara / que yo no soy tan igual, no tan igual. Y luego: A mí me afectó la moda Beat / las narices argentinas / yo nací en Perú. Un poema que funciona como toda una síntesis: Julia es mujer antes que nada (un tópico transversal a toda su poética); china, además, pero no tan igual; constituida por otras estéticas, por otras experiencias e imaginarios y, sobre todo, por haber nacido en el Perú.
El ser mujer reviste una enorme diversidad de sentidos a lo largo del libro. Significante atravesado, por ejemplo, por la sumisión y el brillo de las mujeres chinas, a quienes la poeta describe entre las amarras y la posibilidad de no repetirse, como esa madre que conservó su camino en Chepén, lamentando que el marido no se hubiera asimilado al Perú. Ser mujer implica tomar decisiones respecto de compromisos, lidiar con el poder masculino, las tareas impuestas, los prejuicios. También con las propias contradicciones: Pero si ese famoso oriental / Dueño de las chacras del valle / Me toca con sus manos callosas / Me domina, afirma la voz poética en el poema antes citado.
Lo femenino es, entonces, en este libro, un territorio dilemático, atravesado por contradicciones. Nos encontramos ante un yo femenino que ejerce su libertad, su autonomía, sin dejar de reconocer sus zonas vulnerables, sus deseos contrarios. Uno de los poemas enuncia este dilema y postula la posibilidad de romper con esos roles prefijados: ser menos mujer y más artista.
En este libro se es, no del todo. Se es, de otra manera. Se es y no se es.
De enorme significancia en la poética de Julia Wong son las figuras familiares: la madre, la hija, el padre. En esta selección asoman con particular fuerza los vínculos al interior de esa tríada que forma Julia con su madre y su hija. Podríamos hacer un subconjunto con todos los poemas ligados a la maternidad, en uno y otro sentido. Como pocas autoras, Julia ofrece toda una poética de la maternidad, honesta, amorosa, por momentos descarnada, dolida, siempre real.
Digo que prefiero el verano, sin embargo, el invierno es la estación de las hijas porque buscan a sus madres, se acurrucan en sus axilas azuladas, enmohecidas por esos abrazos rechazados.
Al recorrer estos poemas es inevitable pensar en generaciones de mujeres que esperan tanto como rechazan el abrazo de sus madres. Se alejan, exiliadas, cansadas de esperar, de dolerse, buscando ser ellas mismas y luego vuelven a empollarse, como sea, en ese hueco anhelado que es el cuerpo materno.
Tengo la edad de mi madre
Ahora que ya no está / el espejo opaco es más opaco
Apenas refleja un puño de viento
Me enaltece / he crecido con su muerte
Por fin existo —pienso—
Me froto las manos / pero son las de ella
Los poemas que hablan de la hija son especialmente exactos, como si allí también se jugara el cuidado materno: en la búsqueda de exactitud. Ese trabajo de filigrana sobre el poema lleva sin duda el amor de madre, la preocupación por lo que se da.
La mirada hacia la hija a lo largo de este libro nos va dando todo un mapa de la vivencia materna: el yo de estos poemas reconoce a su hija, le agradece, la admira, la observa, la sufre, se sincera con ella una y otra vez, la nombra entre sus preguntas, como una imagen con la que cotejar cada suceso, la propia vida, la poesía también. La hija es la última parte del cuerpo y la primera. El antes y el después. Es el gran movimiento humano. Es en quien se cree, antes que en nadie y, en ese sentido, adquiere una dimensión sagrada.
Apenas un pétalo de la flor volátil que es ser madre, dice la poeta refiriendo a algo delicado que se lleva a cabo en el aire, sin poder asirse de nada. Julia habla de zonas de la maternidad que, en general, no se poetizan. La dualidad al ansiar y añorar su vida sexual y el amor de pareja ante una hija que solo espera ser cuidada; el dolor de haber parido hace ya mucho tiempo; la impotencia frente a los abrazos rechazados; la fascinación por el mundo orgánico y emocional de la hija; la atención a la sangre de sus heridas y de su menstruación, a su ser femenino despegándose como un ser viviente que ha tomado partido por su propia pared. El dolor de sentirse abandonada por esa hija que camina siempre adelante, siempre erguida, que se eleva sobre la madre para saltar el obstáculo, convive con la celebración de esa diferencia, la admiración por esos movimientos nuevos, por su ser otra, por poder jugar desde cero las cartas y llegar, quizás, a un resultado mejor. Hay algo cercano a un diario de la maternidad que podría reconstruirse. La hija siempre está. Se la menciona incluso en los poemas que no giran en torno a ella.
Este exquisito entramado que Julia teje en torno a ese vínculo la lleva a conseguir algunos de sus poemas más bellos y conmovedores. Solo algunos fragmentos ilustrativos, como pinceladas provenientes de diversos poemas:
Yo estaba tan agrietada cuando llegaste
De mis fisuras salieron tus manitos
[…]
Tengo tres inviernos a cuestas, pequeña.
Poco hombre, mucha hambre de abrazos honestos
[…]
Es la habitación de mi hija, mi ídolo moderno.
Mi hija, un poco mi metabolismo distorsionado, un poco la proyección de todo lo que nunca podré ser.
[…]
Tu hija, la que ya no recuerda que lamió tu placenta salada
La voz de estos poemas transita un espectro de emociones de muy distinto signo, integradas en la totalidad de la experiencia, implicándose unas a otras.
Puede hacerlo con la inocencia de las libélulas cuando emiten luz en un corazón oscuro, como moléculas de agua traicionadas por el árbol, o como parte de una colmena en guerra. Siempre conectada honestamente con su condición, expresándola.
Un sustrato de profunda humanidad se hace presente en los poemas. Estamos ante un conjunto que, aun sin nombrarlo, está siempre atravesado por el amor como contracara del odio o, tal vez, su motivo.
Por la ternura, aunque a primera vista no sea la emoción más resonante. Allí está y aflora en la mirada hacia las mujeres como conjunto (Todas somos como piedritas / que se han ido humedeciendo / en la arena) o, en particular, hacia las mujeres amadas: la madre, la cuñada y, siempre, la hija (Nada te aparte de mí, Venadita. Nada te impida llegar sana y salva a tu guarida).
La ternura se liga a la mirada comprensiva y hacia el amparo que una madre brinda aun a pesar de sí misma, con las propias limitaciones y traiciones a cuestas:
Somos humanas, hija mía, por eso quebramos la fuente que nos
da de beber
Porque es humana y porque conecta a cada paso con otros seres vivos, la voz de estos poemas puede transmutarse, volverse espantapájaros besando al aire en el bosque helado; o ser José, observando a sus hermanos, implorante; o una perra, pelada, para nadie.
Uno de los últimos poemas del libro nos dice: Para que todos abran la res y succionen la sangre de la vida / Para que nadie se quede sin tajada. Un corazón, profundamente humano, mira por el todo.
La relación con el hombre/varón es también parte importante de este libro y asume una diversidad de sentidos que aquí solo podemos llegar a esbozar. Pero es, sin duda, otro de los recorridos a trazar en la lectura. Una relación que se presenta como zona de riesgo, de vulnerabilidad; en ocasiones como un campo de batalla (Me pregunto si me abrirás, se afirma en el poema «Al camal»). Añoranza, deseo, incertidumbre. La masculinidad aparece como un territorio misterioso frente al cual emerge un no saber:
Nunca he sabido si un hombre quiere un beso o mis oídos prestos.
Nunca sé si mis piernas
O un potaje bien preparado.
Nunca si quiere elevarse sobre la copa rampante de los árboles desnudados por la nieve
El hombre aparece representado en varios poemas como un lobo, con toda la carga de naturaleza instintiva y salvaje que trae ese arquetipo.
En el contexto familiar el hombre es el marido, el recuerdo del marido, el lugar vacante de los abrazos que se añoran. Y es el padre: el propio padre y el padre de la hija, que asoma en ella. Julia nos muestra aquí también su moneda de dos caras, reversible:
No sé cómo colocar a tu padre separado de ti. Están demasiado
juntos. Parece que tú estuvieras en su vientre.
Ciervo engendrado, cuervo parido, runa, cuerno de guerra.
En una época en la que el lenguaje se aplana, la poesía de Julia Wong viene a restituir sus capas, a entregar un discurso con carne, con historia. Su voz tiene volumen y presencia; nos dice: escúchame. Y la escuchamos, ¿cómo no hacerlo?
Hace unos años pasé por la experiencia de escuchar a Julia leer en un festival. Éramos un grupo de amigas muy cercanas, decepcionadas por oír durante horas la misma voz uniforme, sin matices, sin peso; los mismos juegos de artificio con el lenguaje que resbalaban por nuestro tedio. Entonces subió Julia y una electricidad nos recorrió. Algo comenzó a tener vida, pulso, verdad.
Pero ya no doy de parir ninguna pequeña, sino soliloquios, matanzas / imaginarias: una mujer poeta sigue pariendo palabras como viajes, conversaciones marinas, frutas asiáticas y peruanas, flores celestes en el jarrón de nieve. Tesoros que irradia, señuelos que entrega su obra intensa, consecuente, que no podría pasar desapercibida y que está destinada a ser revisada, reconocida, descubierta.
La poesía de Julia, como ella misma, no es de un solo modo, ni es tan igual. A veces, habla desde su propio Aleph, como si el mundo necesitara ser nombrado en cada uno de sus componentes. Como si sus palabras fueran una varita mágica que reanima, en un único movimiento, todo lo percibido, lo que ya no se puede desconocer.
Junto a esa imagen del Aleph, viene la palabra de Borges: «Lo que de veras fue, no se pierde; la intensidad es una forma de eternidad». Lo intenso establece su mundo completo y suficiente. Toma lo que encuentra, lo puebla; enciende lo que nombra, lo impulsa, lo realza. Genera una ampliación de la experiencia que nos aleja de la idea de pérdida. ¿Cómo no agradecerlo? Nos deja allí, en el universo de un momento, sostenidos en la pura experiencia.
Gracias, Wong, por esos pájaros que dibujaste al bajar de cada avión. Por poner en la hoja la belleza de tu monólogo interno, por mostrar el peso que tiene una lengua cuando es personal y cierta. Por tu poética hecha de transiciones geográficas, de animales, tejidos, calles, ciudades, escenas hogareñas, presencias, movimientos íntimos. Por entregarnos tu rojo y tu negro, los sonidos de la vajilla china y de las nueces tostadas de Macau. El llanto y el llorar, el desierto, la arena, la idea discutida de frontera, las traslaciones de la idea de Dios, el cuerpo a través de sus sustancias. Por nombrar ese deseo simple e inefable de traer el mar.
Yo quería traer el mar a mi casa
he viajado buscando una vasija
del tamaño de mi deseo.
Ana Lafferranderie
Buenos Aires - Montevideo, agosto de 2020
LA BELLEZA, EL MAR Y LA POESÍA
La belleza, el mar y lo que sucede en cada lector de poesía es una experiencia personal.
Sobrellevo un gran temor a la institucionalización de un significado, por lo que estoy en contra de la pretensión de los diccionarios de encontrar una explicación a todas las palabras, desde las más simples a las más sofisticadas.
La gravedad inherente a estos tres universos —belleza, mar y poesía— a mi parecer solo necesita intérpretes que puedan correr el riesgo de una constante y siempre viva internalización individual.
¿Por qué equiparo estos tres detonadores para empezar este prólogo? Porque en todos estos años intentando encontrar una respuesta, aún no ha llegado una convincente.
Sin embargo, no saber qué decir sobre la poesía, el mar o la belleza resulta una salida fácil a una retórica subyacente. Ese no saber me libera de una muerte o un derrumbe. He seguido escribiendo poemas, encantada por las palabras que subvierten la gravedad.
No tengo una idea fija de por qué lo hago, digo razones, digo necesidades, digo onomatopeyas, digo ausencias, digo vacíos, digo ilusiones. Diría excusas.
Todo esto es tan cierto como que mañana cuando lo lea dejará de convencerme y me echaré a buscar una ideas más ecuánime.
Tanto la belleza como el mar nunca llegan a tener una plenitud de conocimiento, salvo por esa technè que se poetiza para amenguar la frustración de que esa idea no alcance.
Una vez que la poesía, el mar o la belleza te atrapan, sus espejos te vuelven inmóvil y te obligan a devociones mitológicas.
Esa technè devuelta a esos tres universos y robada de algún lugar, no tiene otra orilla, no tiene juventud ni vejez y no va a ninguna parte.
He escrito por razones equivocadas. Quizás, porque mi padre me puso un nombre que significa «espíritu del libro», porque busca la sinrazón.
Esa technè se desarrolló como una urgencia moral e histórica, pero que en el camino te puede jalar hasta el inframundo que traga al más incauto cuando busca a través de ella la gloria o algún cielo.
La poesía fue y seguirá siendo el burro cargando latas de agua en las calles de piedra de Chepén, mi papá agarrándome fuerte de la mano en Nathan Road en Kowloon, mi mamá acostada sobre un harnero lleno de garbanzos, los Mestres calceteiros en Macau, los gritos de las lechuzas en el campo.
Me gusta festejar lo absurdo y que esos nuevos significados llenen otros y estos otros rellenen a otros hasta alcanzar el silencio punzante del algarrobo o se reduzcan todos los idiomas al amor a través de unos ojos azules.
En la poesía se acaban las fronteras, los pasaportes, tu capacidad de consumo o las palabras difíciles que te convierten en un ente políticamente correct@. Hay una salvación inesperada, encuentras una puerta abierta, pero al cruzar el umbral, solo tú y nadie más que tú sabrás qué te espera, si caerás, si seguirás, si alguien te auxiliará desde otra altura.
Creo que al cruzar la puerta de la creación te enfrentas al suceso inefable de la vida desnuda y sin dientes.
Gracias a la poesía me he embarcado en travesías inconmensurables, a veces fueron naufragios, a veces victorias pacíficas,
Un sonido
Un árbol rojo
Un amigo, un amor, un estudiante
Una amiga enloquecida
Una forma
La desesperación vestida con un tul transparente
Una condena, la crítica perpetua, el aullido, polvo
El mar cuando habla
La censura
Y, entonces, la palabra belleza se vuelve tan ancha y profunda que caben todas las palabras que se dicen sobre ella.
Entonces, la poesía sería: la herida, mi hija, la extraña sinrazón de ser peruano, Hong Kong Libre, un pueblo al sur de Alemania donde duermen los lobos en las iglesias, ellos me permitieron cobijarme en su vientre inmundo y no me tragaron.
Otra vez los Mestres calceteiros mandándome mensajes en código morse.
Estas gafas que hemos pintado de morado.
Este intento de nombrarme en lo nombrado.
Julia Wong
Lima, agosto de 2020