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La niña tiene doce semanas, y su respiración la acuna a usted al compás tranquilo y regular de un metrónomo. Las dos están sentadas en una mecedora en medio de un cuarto totalmente vacío. A lo largo de la pared de la derecha se amontonan las cajas que dejaron los de la mudanza. Tres de ellas están abiertas encima de la pila para sacar los objetos de primera necesidad, los enseres de cocina, los productos de aseo, algo de ropa y las cosas de la bebé, que son más que las suyas. La ventana no tiene cortinas. Parece estar clavada en la pared como un boceto, un mero estudio de perspectiva, en el que los rieles y los cables eléctricos que salen de la gare de l’Est representarían las líneas de fuga.

Usted no está del todo segura, pero le parece que hace cuatro o cinco horas hizo algo que no tendría que haber hecho. Intenta rememorar el encadenamiento de sus gestos, de reconstruir el hilo, pero cada vez que captura uno de ellos, en lugar de que el recuerdo se enlace mecánicamente con el siguiente, se desvanece en el agujero que es ahora su memoria.

En realidad, usted ni siquiera está segura de haber regresado hace un rato al otro departamento al que va en secreto desde hace años. Los contornos y los volúmenes, los colores y el estilo se funden a lo lejos. ¿Será que realmente existió ese hombre que la recibía allí? Y, además, si de veras tuviera que reprocharse algo, usted no estaría acá, sin hacer nada. Estaría dando vueltas, pelándose el borde de las uñas, y la culpa paralizaría sus capacidades para decidir. Pero de eso, nada. A pesar de lo borroso de sus recuerdos, se siente muy libre.

Sus caderas se inmovilizan y detienen la mecedora. Usted lleva a la bebé a la habitación contigua. Ese cuarto está un poco más arreglado. A los costados de la ventana hay una cama de una plaza, con la frazada bien tendida debajo de la sábana doblada, y la cuna. Apenas se queja la niña cuando usted la acuesta, y se vuelve a dormir. Usted echa un vistazo alrededor, acomoda la pila de ropa que tapa un baúl de madera ubicado debajo de la ventana, alisa el vestido que cuelga en la parte delantera del perchero metálico donde están también todos sus abrigos y sus pantalones de invierno. Los pulóveres están amontonados sobre la reja encima del perchero, los zapatos de vestir y las botas esperan entre las rueditas.

Las dos habitaciones y la cocina dan a un pasillo. Al fondo está el cuarto de baño, reducto diminuto donde, sentada en el inodoro, sus rodillas dan contra el lavabo y su pie izquierdo, contra el borde de la ducha. Escamas de pintura se desmoronan lentamente desde el cielorraso. Habría sido necesario pintar, pero usted quería instalarse lo antes posible, le dijo al dueño que ya en el departamento usted misma mandaría a hacer los arreglos. A cambio, él le bonificaba un mes de alquiler. Y en cuanto a la cocina, no hay nada que decir. El electrodoméstico de última moda incorporado debajo de la mesada de imitación granito, la plomería rutilante y los azulejos resplandecientes bastan para justificar el altísimo precio mensual.

Usted saca dos huevos del refrigerador, un bol de la alacena que está arriba de la pileta para hacer un omelette. La gente cree que el omelette tiene que ser liso, pero se equivoca. Es el arte de instilar apenas la clara en la yema, de encontrar su punto. Usted observó muchas veces a su madre preparar un omelette. Estas recomendaciones quedaron grabadas en su memoria, y es lo mínimo, porque en realidad son sus únicos talentos domésticos. Usted tiene estudios, una buena carrera profesional. Estas actividades dejan poco tiempo para que una se vuelva una perfecta ama de casa. Usted lo lamenta, porque en los momentos de angustia le haría caso a cualquiera, y aún hay gente que afirma que así es como una conserva a su marido.

Mientras mezcla los huevos con el tenedor, usted intenta acordarse de lo que hizo hoy. La bebé la despertó a las seis. Se oye una queja suave en el cuarto, todavía oscuro a pesar de no tener persianas. Usted abre un ojo, entona una melodía tonta, uno de esos temas pop que aprendió a los quince años, que son las únicas canciones de cuna que conoce. Luego pone a calentar la mamadera y, mientras tanto, se mete en la ducha, el tiempo que tarda la leche en alcanzar la temperatura adecuada. La niña está en sus brazos en la cocina, come y ambas se quedan pensando en nada. Usted la vuelve a dejar en la cuna por unos minutos para preparar sus cosas, peinarse, sombrear sus párpados. Salen juntas.

La niñera vive en la rue Chaudron. Desde el edificio, en la esquina de las rues Cail y Louis-Blanc, derechito, luego una a la izquierda y otra a la derecha. La niñera se conforma con hacer lo mínimo. Le presta una atención escrupulosa a la limpieza, se ocupa irreprochablemente de la niña y jamás se esfuerza en cortesías inútiles. Está muy bien así. En un mes usted vuelve a trabajar, y la niña se tiene que acostumbrar un poco a vivir sin usted.

Hasta las dos de la tarde usted se ocupa de formalidades administrativas en relación con la mudanza, el divorcio, el subsidio para familias monoparentales. También compra algo de ropa, va a la peluquería, acepta los servicios de la manicura. Antes, a sus amigas que ya eran madres les gustaba repetir que usted, que seguramente nunca lo sería, tenía mucha suerte de poder ocuparse de usted misma. Aunque cambiara su suerte, usted decidió librar a su descendencia de la responsabilidad sobre su belleza ajada.

El omelette está casi listo. Usted lo dobla en medialuna con la espátula y lo desliza en un plato de plástico, golpeteando el borde para que haga ruido ese material extraño que imita tan bien a la porcelana. Lo compró en el supermercado Monoprix de la gare du Nord. Sin mirarlo de cerca, andaba demasiado ocupada en observar con el rabillo del ojo a otro cliente de la sección. Tenía más o menos su edad, y se estaba fijando en los mismos modelos. Usted intentaba adivinar si él también, obligado por la urgencia, había tenido que dejar la vajilla de la familia. No se atrevió a preguntárselo.

En el centro de la medialuna, usted vierte el contenido de una lata de arvejas con zanahorias y lo pone todo en el microondas, pequeña infracción al arte del omelette, y vuelve a lo que hizo esta mañana. Precisamente, cree recordar que fue al departamento de su marido: todavía tiene la llave, y se había dado cuenta de que le faltaban varios objetos.

El departamento de la rue Louis-Braille no cambió desde hace un mes. Julien dice que se va a mudar, pero se está demorando. De hecho, no parece pasar mucho tiempo acá. La pileta y el escurridor están vacíos, no hay bolsa en el tacho de basura y la guía de los canales de televisión es de antes de que usted se fuera. Usted recupera una bandeja rectangular, unas toallas y el tostador. En el armario del segundo cuarto –el que iba a ser para la niña–, mientras busca un bolso para meter todo, usted se encuentra con los regalos del casamiento. Y no hay ninguna razón para que ese hombre que no supo amarla, al que usted deseó tanto y que tanto la decepcionó, se quede con los ocho cuchillos de cocina que les regaló su madre para dicha ocasión. Usted metió los cuchillos en su cartera, y ya es algo poder recordarlo. Termina el último bocado del omelette y se va a la cama.

Viviane Élisabeth Fauville

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