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A la mañana siguiente, martes 16 de noviembre, lo recuerda todo. El reloj que está al lado de la cama señala las 5:03. Falta más o menos una hora para que se despierte la niña, una hora para encontrar una solución, barrer cuanto se pueda los restos esparcidos por todas partes.

Usted es Viviane Élisabeth Fauville, de casada, Hermant. Tiene cuarenta y dos años, y el 23 de agosto dio a luz a su primera hija, que seguramente será la única. Es encargada de la comunicación de Bétons Biron. La empresa Biron gana mucho dinero, ocupa un edificio de ocho pisos en la rue de Ponthieu, a unas cuadras de la avenue des Champs Élysées. En el vestíbulo, unas recepcionistas blandas y pegajosas como las tiras de plástico de las viejas cortinas de cocina hacen esperar a los visitantes con trivialidades ambiguas.

Su marido, Julien Antoine Hermant, ingeniero civil, nació hace cuarenta y tres años en Nevers. El 30 de septiembre puso fin a dos años de infierno conyugal. Llegó tarde, supuestamente de su oficina de consultoría, y dijo Viviane te dejo, no hay otra salida, Viviane, de todas maneras sabes que te engaño y que ni siquiera es por amor, sino por desesperación.

Usted aguantó con perfecta impasibilidad el golpe que le reventaba las costillas. Apenas se le encorvaron los hombros, el ritmo de la mecedora apenas se alteró, sus dedos apenas se crisparon en los apoyabrazos. Él prosiguió: Viviane, entiéndeme, tú tienes a la niña, yo necesito aire. Y no te puedo dar lo que quieres, a lo mejor esperas demasiado de mi parte; Viviane, por favor, di algo.

Usted contestó no, soy yo la que se va. Quédate con todo, yo me llevo a la niña, no necesitaremos cuota alimentaria. Usted se mudó el 15 de octubre, consiguió una niñera, prolongó la licencia por maternidad por razones de salud y, el lunes 15 de noviembre, o sea ayer, mató a su psicoanalista. No lo mató simbólicamente, como a veces uno puede llegar a matar al padre. Lo mató con un cuchillo marca Henckels Zwilling, gama Twin Perfection, modelo Santoku. “El filo de la cuchilla, con geometría única, ofrece una estabilidad óptima y permite un corte fácil”, indicaba el folleto que leyó en las Galeries Lafayette mientras su madre sacaba la chequera.

Usted recuperó este cuchillo –que forma parte de un conjunto de ocho– en lo de Julien por la mañana. No dudó un segundo en el momento de agarrar el estuche. Lo metió en el fondo de la cartera y deslizó el cierre de un solo tirón. Luego ocurrió algo muy raro. Usted estaba por salir del departamento, ya tenía la mano en el picaporte cuando un velo negro cayó sobre la pieza. De repente ya no era usted la que se iba de los lugares, eran los lugares los que giraban a su alrededor, alzándose de todas partes, piso, paredes, cielorraso chocaban en una repentina inversión de dimensiones. El sudor formaba perlitas en la palma de sus manos, miles de insectos le zumbaban en la cabeza, un ejército hormigueante al asalto de la más mínima parcela de piel libre, trabando salidas, tapándole los ojos, la boca y la nariz.

Usted se deslizó por el linóleo, con la cabeza en las rodillas para facilitar la irrigación del cerebro. Sacó la botella de agua mineral de su cartera. Tomó unos tragos, le rezó quién sabe a quién esperando que se disipara el miedo. Debajo del tocador, los iris amarillos del gato, los únicos visibles en la oscuridad, la miraban con cautela.

Finalmente, usted recordó que le estaba pagando a un especialista. Cuando disminuyó el temblor de sus dedos, agarró el teléfono celular, recorrió la lista de contactos y seleccionó Psicoanalista.

Él le contesta con su tonito seco, porque está atendiendo y porque es su tonito habitual. El doctor no se molesta con formalidades, van en contra de su ética y perjudican la terapia, se lo repitió miles de veces. Ya tiene bastante suerte de que la reciba de urgencia esta tarde a las 18:30, un turno que se canceló. De todas maneras, le viene repitiendo desde hace meses que debería pasar a tres sesiones por semana.

Usted volvió a su casa para dejar el bolso con el tostador, luego pasó por lo de la niñera. Le preguntó si por esta vez podía cuidar a la niña hasta la noche. Pero no, no le viene nada bien. Se va con su hija, le da de comer y se pasa la tarde en la mecedora buscando una solución.

En realidad ya la encontró, solo intenta hacerse a la idea. Cuando la niña se duerme, lo hace al menos por tres horas. Eso le deja tiempo de sobra para pasar por el distrito 5.°, tiene un viaje directo con la línea 7 del metro. Usted cerrará el gas, desenchufará los artefactos y no cerrará la puerta con llave para facilitarles la entrada a los bomberos en caso de que se declare un incendio, a pesar de todas estas precauciones. Obviamente, todas estas disposiciones no honran su instinto maternal. No se siente para nada orgullosa de ellas, y no le contará alegremente esta escena a su hija de ocho o nueve años cuando ella intente encontrarle las fallas, después de haber entendido, al compararla con los volúmenes de la Bibliothèque rose, que usted no es la madre ideal alabada por las novelas de buena moralidad. No se lo contará a nadie, jamás, usted sabe perfectamente guardarse los secretos.

A la tardecita le da de comer a la niña, la hace dormir y sube la rue de l’Aqueduc hasta el metro. Hay dieciocho estaciones hasta Censier-Daubenton, el trayecto tarda un poco más de media hora. Termina de caer la noche cuando usted sale del metro. En dos minutos, cruzó la plaza y llegó a la rue de la Clef, que está desierta. Tampoco se cruza con nadie al subir al tercer piso del 22 bis. Toca el timbre y, cuando la apertura automática chirría, usted pasa a la sala de espera. Cinco minutos más tarde, se oye un murmullo de despedida y un portazo. La hacen esperar todavía un buen rato mientras alguien parece hacer unas llamadas, fumar un cigarrillo junto a la ventana. Usted hojea distraídamente la única publicación que tiene al alcance de la mano, un Polyeucte de Classiques Garnier cuyas páginas se despegan en abanico de la encuadernación. Nadie hizo nada para apaciguar sus nervios antes de que se levantara el telón y, retrospectivamente, usted piensa que de haber tenido un ejemplar de Paris Match o de Point de vue, si alguien hubiera intentado un poquito aliviarle ese malestar en vez de hundirla en él, a lo mejor usted no habría llegado a este punto.

El doctor la recibe al cabo de quince largos minutos, luciendo una sonrisita de satisfacción. Parecería incluso que esbozó una ligera reverencia al retroceder para dejarla entrar.

Entonces, empieza falsamente cortés, como si estuviera por contarle algo bueno. Pero es una trampa, un recurso probado para que el cliente se deje seducir. Hace mucho que usted conoce esa trampa, y sin embargo es incapaz de resistir a la oscura fuerza del doctor.

Volvió a ocurrir esta mañana, empieza usted. Desapareció mientras estuve embarazada, pero volvió. Me descubrí en el piso, en casa, o sea en casa de mi marido, en mi antiguo departamento. Hay que hacer algo, ya no puedo más, me tengo que ocupar de mi hija.

El doctor dice sí.

¿Sí qué?, repite usted. Le estoy diciendo que hay que hacer algo, no es ni sí ni no. No vine para revolver tiempos prehistóricos, estoy agotada, necesito ayuda.

Pero usted sabe, señora Fauville, perdón Hermant, usted ya sabe que los síntomas solo son síntomas. Que hay que volver a la fuente, ¿no es cierto, señora Hermant?

Estimado señor, estimado doctor, debo decirle que poco me importa la fuente. Hace tres años que me viene con este cuento, tres años que siempre es lo mismo. Si usted no puede hacer nada por mí, me lo dice, iré entonces a consultar a otro profesional.

¿Sí?

Doctor, usted no me está escuchando. Ya no quiero jugar, digo: “¡Tiempo!”. Usemos otro método, o no tiene sentido que yo venga acá.

Vamos, chantaje.

No tiene nada que ver con el chantaje, usted contesta subiendo el tono. Todo lo contrario. Me gustaría quedarme, me gustaría que funcionara, pero no puedo seguir eternamente sin resultados. No tengo recursos para eso.

¿Recursos?

Sí, recursos, recursos, ahora usted está gritando. Tiempo, dinero, los recursos necesarios. Tengo que pagar el alquiler, las cuentas, a la niñera, mi marido no me va a ayudar, le recuerdo que mi marido me dejó por no sé qué jovencita tonta, en fin, me quedé sola como dicen, sola con mi hija, estamos las dos solas y tenemos que salir adelante.

¿Por qué eligió esto?

Sus dedos se crispan, sus vértebras se aplastan contra el respaldo del sillón. Usted cierra los ojos. Una lluviecita de rabia le sale del rabillo del ojo. Se ve a sí misma un mes y medio atrás, hundida en el fondo de la mecedora en el departamento de la rue Louis-Braille, frente a su marido, que la estaba despidiendo, intentando conservar la sangre fría y tomando inmediatamente la decisión de mudarse, porque era su última oportunidad para adelantársele, para sorprenderlo.

Usted agarra la cartera. Busca pañuelos de papel y encuentra el estuche con los cuchillos, que pesa bastante. Pero estaba tan apurada hace un rato al salir, la idea de dejar sola a su hija la tenía tan preocupada, que no se fijó en lo que contenía. Encuentra los pañuelos, la cartera queda abierta en su regazo.

Yo no elegí nada, fue mi marido quien me dejó.

Pero todos elegimos en forma inconsciente.

Usted sugiere que yo lo empujé a que se fuera.

Yo no sugiero nada, lo dice usted.

Sus brazos temblequean sobre el sillón, las manos le empiezan a temblar.

Mire, señora Hermant, vamos a hacer lo siguiente. Va a volver a tomar estas pastillas durante unos meses, ¿recuerda?, los antidepresivos, y luego los ansiolíticos le van a calmar las crisis. La vez pasada dieron resultados, ¿o no, señora Hermant? Ahí está, ahora le hago la receta. Sea buena, retome el tratamiento, me viene a ver el miércoles y esta vez pasamos a tres sesiones por semana. El lunes a las ocho, ¿le parece bien?

De repente, usted se calma. El doctor encontró la palabra adecuada. Buena. Usted no va a serlo nunca más. Sus dedos hurgan en la cartera, entreabren el estuche, palpan las cuchillas y sacan la más ancha del anillo que la mantiene contra el terciopelo sintético. Usted saca el cuchillo de la cartera, se levanta, da un paso hacia adelante. El doctor sigue sonriendo, esperando lo que viene, como si estuviera mirando un espectáculo. Claro, él tampoco la cree capaz de esto. Siempre vio en usted solo a una burguesa, una vulgar arribista, la típica neurótica a la que se amansa con pastillas blancas o celestes. Por fin se va a dar cuenta de quién es usted. Y efectivamente, a medida que usted se acerca, va desapareciendo la risita, se le paralizan los rasgos, su rostro blando se pone tenso. Pero cuando él toma conciencia de lo que está por pasar, ya es demasiado tarde.

Usted está a unos centímetros de él, lo domina desde su estatura y sus tacos. Usted levanta la punta del cuchillo a la altura del vientre del médico, torpemente, un poco a tientas, no muy segura de que lo va a lograr. Él abre la boca redonda, un grito se forma en el fondo de su garganta. Usted sabe entonces que no hay que dudar. Le hunde la cuchilla justo debajo de la última costilla, la sumerge hasta la guarnición. Las vísceras son blandas como la manteca. Usted sube hasta el pulmón, pero el hombrecito ya está muerto, yace al pie del sillón y ya no podrá hacer daño.

La mancha de sangre se expande por la camisa celeste. Se extiende pronto sobre el costado izquierdo, luego se vuelve un charco que llega hasta la alfombra. Usted aparta la punta de sus zapatos. No piensa en nada, no tiene ninguna estrategia, pero es posible que el recuerdo de una película o de una novela policial le pase por la cabeza, y le parece mejor que no la vean en los próximos minutos saliendo del consultorio con cara de loca y manchada de sangre. Limpia el cuchillo con el pulóver, el líquido traspasa la lana y le moja la piel de la barriga. Usted descubre en el bolsillo del piloto una bolsita arrugada. Envuelve el cuchillo en ella, se asegura de que no ha olvidado nada y sale de la habitación. Al menos mil pruebas la condenan, pero aunque pasara allí toda la noche a usted le costaría mucho encontrarlas, ya que nunca pensó en perfeccionar sus competencias de asesina.

La rue de la Clef sigue tan vacía como antes. La primera persona con la que se cruza, en la esquina de la rue Monge, es una mujer joven que lleva una baguette debajo del brazo y un niño colgado del otro con mala cara de lunes por la noche. Usted desemboca en el cruce donde está la estación del metro: hay varios bares con terrazas calefaccionadas, y por ende decenas de clientes que no tienen nada mejor que hacer que mirar el tráfico y comentar acerca de los peatones más pintorescos. Usted se mete en el metro.

En el andén, la pantalla indica tres minutos de espera para el próximo tren. Usted se sienta en un sillón naranja, observa a los viajeros que están cerca: tres jóvenes de traje, dos estudiantes con aritos en la nariz, debajo de las cejas, en los lóbulos de sus lindas orejitas, un africano arropado en un amplio traje verde. Espera que la descubran. Se le debe notar en la cara que acaba de matar a un hombre. Y, sin embargo, el africano está enfrascado en un diario gratuito, las estudiantes miran el ir y venir de las ratas entre los rieles, y los demás intercambian informaciones sobre los barómetros mensuales del sector automotor.

El tren entra en la estación. Los pasajeros se aplastan contra las ventanas hasta que se abren las puertas, se derraman sobre el andén, refluyen adentro dócilmente bajo la orden de la señal sonora, y los recién llegados se abren paso a codazos para meterse en el vagón. Usted camina lentamente hacia el centro de la muchedumbre. Unos hombres la miran distraídos, pero su cara parece borrarse de la memoria de ellos en cuanto miran hacia otra parte.

En Stalingrad, el oleaje la arroja fuera del tren y la lleva a la superficie, sobre el boulevard de la Chapelle. Usted llega frente a su edificio en cinco minutos. Hasta el quinto piso no se cruza con nadie, salvo con el tipo blanco del segundo que terminó su caminata y espera a que alguien le abra. Mientras usted busca las llaves en el bolsillo exterior de su cartera, recuerda que no hace falta, que no cerró con llave. Con solo girar el tirador escucha el gorjeo que viene de la cuna: recién se está despertando la bebé. Corre hasta el lavarropas a tirar sus prendas. Totalmente desnuda, debajo de la lámpara también desnuda, usted limpia el cuchillo con detergente, con lavandina, con aguarrás, y lo guarda con los demás en el estuche. Se está calentando la mamadera, usted mece a la niña, que come y se duerme. En la mecedora en medio de la sala vacía, usted se olvida de todo.

Viviane Élisabeth Fauville

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