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El artículo de Le Parisien del día siguiente, miércoles 17 de noviembre, plantea varios problemas. Según el periódico, encontraron el cuerpo del doctor solo a la mañana siguiente de su muerte, y no lo hicieron ni un paciente ni su esposa, sino una persona pelirroja de ojos verdes tremendamente embarazada, con domicilio en la Argentière-La Bessée en el departamento de los Hautes-Alpes, y que no se sabe qué hacía ahí el martes a las 6:30. Después, no fue fácil encontrar a la señora Sergent. Aunque oficialmente resida con su marido en un cómodo departamento de la rue du Pot-de-Fer, aparentemente pasa las noches en un dos ambientes de la rue du Roi-de-Sicile, propiedad de un tal Silverio Da Silva. Y este, psicoanalista pero no psiquiatra, ni siquiera médico o aunque más no fuera psicólogo con diploma de Estado, en fin, simple analista laico titulado por la buena voluntad de sus colegas, no negó ser el amante de la viuda. No se inmutó cuando los investigadores le preguntaron, con su tonito de funcionarios, si no le molestaba tomar prestada la esposa de los demás, intentó defender la idea de que el ser humano es irreductible a las leyes de la sociedad civil, o mejor dicho que a veces disfruta de transgredirlas. Pero es evidente, contestaron los funcionarios al meterlo en la celda para que pasara allí la noche. “Amor: usted cuida cada vez menos su aspecto. Éxito: evite las decisiones que podrían comprometer su futuro. Salud: alergias”.

Viviane termina su taza en la barra de la rue Louis-Blanc, una costumbre que está adoptando. Ahí toma café antes de pasar a buscar a su hija. Dicen que las otras madres andan ocupadísimas, felices de canjear a sus hijos por una o dos horas de libertad, y Viviane piensa para qué, no hay suficiente papeleo para ocupar toda una vida, ni suficientes recursos creativos en las peluquerías para que se justifique ir más de una vez por semana. Cierra el periódico y se encuentra nuevamente en la esquina, frente a las vías de la gare de l’Est que pasan debajo del puente del metro en dirección norte. Así como están, todas las calles del barrio parecen dispuestas en abanico, ensambladas por la rotonda que materializa la intersección de las rues Cail y Louis-Blanc, reunidas en la otra punta por la cinta metálica de las vías elevadas del metro, sobre el boulevard de La Chapelle.

Ella dobla a la derecha, bajo el cielo oscurecido por una desnuda enramada bajo la cual se alinean almacenes exóticos, oficinas de transferencias de fondos, bazares, carnicerías, locutorios. Grupos de cingaleses sin cingalesas debaten en cada rellano de puerta. Podrían no tener nada mejor que hacer sino comentar el paso de esa mujer alta y pálida, exótica para ellos, y sin embargo ni siquiera la miran cuando se cuela entre ellos, mientras constata de reojo si les llama la atención y advierte que no, que sigue invisible para los cingaleses como para los demás, psicoanalista, policía y todo lo demás.

Usted va a dar una vuelta sin ningún objetivo. Es lo bueno de su situación. Está totalmente libre, y Dios sabe que esto no va a durar, lo dicen todas las madres, que le esperan al menos veinte años de esclavitud.

Viviane Élisabeth Fauville

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