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A la mañana siguiente, martes 16 de noviembre, lo recuerda todo. El reloj que está al pie de la cama señala las 5:58. Faltan más o menos dos minutos para que se despierte la niña, dos minutos para encontrar una solución, barrer cuanto se pueda los restos esparcidos por la jornada de ayer.

Viviane se levanta y se acerca a la cuna. Con la punta del dedo índice, impulsa el móvil que cuelga de una varita metálica doblada. Se trata de un pequeño carrusel de jirafas y leones; estos cuelgan por encima de aquellas de tal manera que pareciera que nunca podrán alcanzarlas. Pero si se agita un poco más el móvil, los animales no solo giran, sino que también bailan verticalmente, y ya puede pasar de todo. La niña abre un ojo. Sorprendida por ver tan rápido a su madre, se olvida de llorar.

Después de dejarla en lo de la niñera, Viviane camina muy segura hacia el boulevard de la Chapelle. Lleva puesto un conjunto pata de gallo debajo de su abrigo gris, las nubes se alejan en paralelas estrictas sobre las vías del tren, todo parece muy ordenado. En la estación del metro toma la línea 5 que, seis minutos más tarde, la deja en République, donde hace combinación con la 8, en dirección de Créteil-Préfecture. Es obvio, el arma del crimen tiene que volver al lugar donde se la encontró. Es cierto que está la opción de tirarla en la dársena de La Villette o en el Sena, pero cuando una va a tirar las pruebas incriminatorias, siempre aparece un testigo providencial para la policía. Sí, el cuchillo tiene que volver a lo de Julien, a la estantería donde durmió desde que se lo regalaron, cuando tendría que descansar tranquilamente en el cajón de la cocina, de donde lo sacarían, una vez por semana, para atomizar el pollo dominical.

Luego de bajar en Michel-Bizot, Viviane toma las rues de Toul y Louis-Braille. En el n.° 35 se levanta un edificio mediano construido allá por los años setenta. Ella cruza el jardincito, empuja la puerta y se topa con la encargada, que está pasando lavandina al suelo al pie de los buzones.

Qué sorpresa, señora Hermant, qué bueno verla. Justo vi a su marido anoche. Acompañado. Quédese tranquila, es demasiado joven para él. Tenga paciencia, va a volver, créame, va a volver arrastrándose.

Gracias, gracias, contesta Viviane confusamente. Me preguntaba si él había dejado correo en el buzón.

Ah, no, me parece que lo subió. Pero tengo todavía la llave del departamento. Si quiere, podemos echar un vistazo.

Viviane no esperaba tanto, que la invitaran a entrar sin que pareciera que ella tenía la llave. Evita con precaución el espacio húmedo delimitado por las huellas del lampazo mientras la otra hurga en la portería en busca de su llavero y la sigue. La encargada abre la puerta sin dificultad, como si se pasara el día curioseando en las casas vacías. Levanta un almohadón del sofá, la guía de los canales de televisión en la cocina, bueno voy a ver en el cuarto, declara sin definir sus intenciones. Viviane la sigue rápidamente por el pasillo y entra en el segundo cuarto. Mientras la encargada examina la habitación matrimonial, ella vuelve a poner el estuche de los cuchillos en su lugar.

Ahí va, mire esto, dice triunfalmente la encargada desde el otro lado de la pared. Viviane se acerca y ve que ella recogió al pie de la cama un pedazo de plástico brillante que muy probablemente haya servido de envoltorio para un condón. Pero cuando la encargada lo despliega, qué decepción, un simple paquete de chicles. Viviane muestra las viejas pantuflas trabadas en el fondo del armario para justificar haber pasado al otro cuarto; estaba pensando que iba a recuperar esto, ya que estoy. Pero adelante, querida, no se la haga fácil al señor. Terminan de mirar todo el departamento, no hay correo en ninguna parte, Viviane sale primera y deja que la encargada cierre con llave. Gracias igual, señora Urdapilla, un gusto verla.

Se dirige luego a la place Félix-Éboué, donde entra en un bar, pide un sándwich de jamón y manteca, y un agua con gas; no, deme más bien una copa de vino, blanco, sí, perfecto el blanco. Del otro lado de la vidriera, los ocho leones de la fuente escupen agua como llamas. Viviane se desinteresa rápidamente, mastica un pedazo de sándwich, divisa un Le Parisien tirado en la otra punta de la barra y deja de masticar.

Pasa rápidamente las primeras páginas, ninguna la concierne, se detiene en la decimotercera, que promete policiales, y en particular en un filete, abajo a la izquierda, con la volanta “Homicidio”. “Una secretaria mata a su exnovio”. No se puede extraer ninguna enseñanza. La mujer, de treinta y nueve años, fue detenida tres horas después de los hechos en su domicilio, en Cambremer, en el departamento de Calvados. Los detectives conocen el oficio, son especialistas en esta clase de criminales aficionadas. Y entonces, ¿qué hace la policía? Son las 12:30. El doctor está muerto desde anoche; seguro que no tardaron en descubrirlo: un paciente, una esposa preocupada con la pata de cordero entre las manos, las papas con perejil que se enfriaron. Seguramente hubo quejidos y gritos, un vecino corrió hasta el lugar de los hechos, marcó el 17 bajo la mirada extraviada de la viuda.

Tarde o temprano, sonará el teléfono. Un inspector querrá saber qué hizo Viviane durante la noche, por qué pidió una cita urgente, porque seguramente el paciente de la mañana –el que estaba con el doctor cuando él contestó a la llamada– habrá referido la conversación. Bastaba con revisar la lista de contactos del psicoanalista para saber quién lo llamó, qué tonta eres, Viviane, demasiado tonta, deberías haberte llevado su teléfono, estaba sobre el escritorio, lo recuerdas perfectamente.

Ella cierra el periódico. Consulta, en la última página, el horóscopo. “Amor: algo cambia en su relación con el ser amado. Éxito: usted podría encontrarse en una suerte de viraje. Salud: un poco de tensión nerviosa”. Termina su copa y sale del lugar en dirección a Faidherbe-Chaligny, piensa en la posibilidad del subterráneo, decide seguir caminando. Camina y piensa cada vez más rápido bajo las nubes metódicamente alineadas. Con un poco de suerte, los funcionarios andarán ocupadísimos. Y la tasa de esclarecimiento de los homicidios de cuánto era, del ochenta por ciento según las estadísticas del Ministerio del Interior, sin contar los errores judiciales, esto viene a ser al menos un veinte por ciento de posibilidades de librarse, va pensando ella mientras sube por las rues Faidherbe y Saint-Maur. Por otra parte, no hay ni antecedentes ni motivo, y seguramente nada incriminatorio en las historias clínicas del doctor, tan poco relevante le parecía ella como paciente. Viviane bordea el hospital Saint-Louis por el nornoreste. Ciento cincuenta metros a la derecha la llevan de nuevo a la place du Colonel Fabien, y ahora todo derecho, y ahora en el bolsillo de su gran abrigo gris el celular se pone a vibrar.

Viviane Élisabeth Fauville

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