Читать книгу Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni - Страница 10
Una clienta famosa para Locusta (37 d. C.)
Оглавление–¡Es un niño! –gritó el liberto, mientras se preguntaba si su amo no estaría demasiado ebrio como para oírlo–. ¡Un magnifico varón, lleno de salud! ¡Y se parece a ti!
Cneo Domicio Enobarbo entreabrió un párpado, bajo el cual se filtró una mirada tierna. Su boca gruesa se torció en una mueca que podía simular una sonrisa sin entusiasmo.
–¿Se parece a mí? –dijo con una voz ligeramente pastosa–. ¡Lo siento por él!
–Bueno –se sonrojó el griego–, también se parece a su madre…
–¡Peor! De Agripina y de mí, solo podía nacer un monstruo. ¡Por lo que tú me dices, es así!
Enobarbo logró levantar su pesada estructura de la cama sobre la que se había desplomado después del banquete, bebió de un trago un vaso de vino falerno y luego se apoyó sobre el hombro del liberto para apuntalar su marcha vacilante. Este se dobló bajo el peso y balbució:
–¿No estás contento, amo?
El ancho rostro de Enobarbo pareció partirse en dos. Su risa estentórea descubrió sus fuertes dientes blancos, que parecían volver más rojos su cabello y su barba.
–Claro que estoy contento, ¡porque ahora soy libre! He perpetuado mi estirpe, puedo irme a vivir lejos de la zorra de mi mujer. ¡Vamos a ver al último de los Enobarbo! ¡Y luego, Polión, regresaremos a Sicilia!
Desde la suntuosa habitación en la que descansaba después de dar a luz, Agripina observaba cómo el mar azul lamía la arena de Anzio y pensaba casi lo mismo que su esposo. Ese nacimiento los liberaba de una vida en común, iniciada hacía nueve años, que se había convertido en un infierno. En aquel momento, ella tenía trece años y él treinta más, pero se había enamorado de ella, y a ella, bisnieta del emperador Augusto pero pobre, le atrajo la idea de casarse con uno de los más importantes ciudadanos romanos. A primera vista, Enobarbo (que significa “barba de bronce”) parecía hecho de la misma materia que su barba, la materia de los emperadores ¡y, justamente, la vocación de Agripina era ser emperatriz!
A decir verdad, dos años después de la boda, Enobarbo había tenido un buen comienzo, al recibir el título de cónsul, pero le gustaban demasiado las borracheras, las mujeres, los gladiadores y las riñas en el barrio de Suburra como para que se pudieran fundar en él grandes esperanzas. Hastiada, su esposa había decidido mostrarle de qué era capaz y, poco a poco, se transformó en una verdadera arpía, mostrando un carácter iracundo singularmente despótico y por completo inesperado en una criatura tan joven.
Al presenciar las furiosas escenas que ella le hacía a su marido, los amigos de la pareja pensaban que algún día Enobarbo la estrangularía, pero, curiosamente, era el coloso quien parecía aterrorizado. Seguramente respetaba la sangre imperial en su esposa-niña, pero también ese carácter que era aún peor que el suyo. Por eso, cuando lo nombraron procónsul en Sicilia, Enobarbo respiró aliviado. Eso le permitía alejarse de vez en cuando de la joven furia. Solo regresaba a Roma por breves períodos y en esos momentos se dedicaba únicamente a hacer realidad su sueño: un heredero, para que no desapareciera el antiguo linaje de los Enobarbo.
–¡Pero el día que tenga un hijo, omnipotente Júpiter –juró el coloso pelirrojo–, ese día, desaparezco! ¡No permaneceré una hora más junto a esa bruja!
Ahora había sucedido y, al entrar a la habitación de su joven esposa, buscó inmediatamente con la mirada a la nodriza y al bebé. Era un niño vigoroso. Lloraba a todo pulmón y eso pareció llenar de alegría al feliz padre.
–Tiene una hermosa voz, ¿eh, Polión? Y será pelirrojo: eso se ve enseguida. ¡Así las malas lenguas de Roma no tendrán de qué hablar! ¡Sin duda, es mi hijo!
De mala gana, se acercó a la cama en la que Agripina lo miraba con los ojos semicerrados y una pequeña sonrisa en sus labios algo pálidos. Él la miró un momento y, como si cada palabra le costara un enorme esfuerzo, dijo:
–Te agradezco.
–No hay de qué. No fue para darte el gusto: yo quería tener un hijo más que tú.
–¿Qué esperas de él?
–Todo lo que tú fuiste incapaz de realizar. Es “mi” hijo. Lo convertiré en un emperador.
–¡Muy bien! –dijo Enobarbo–. ¡Lo lamento por los romanos! De todos modos, no estaré aquí para ver sus desgracias.
–Pero ahora te sientes feliz, Cneo. Entonces, ¿por qué quieres partir sin demora hacia Sicilia?
–Por dos razones –respondió el marido seriamente–. En primer lugar, ya te he visto demasiado, Agripina. ¡Y, además, siento deseos de vivir un poco más! ¡Que te vaya bien!
Una hora más tarde, Cneo Domicio Enobarbo abandonaba la hermosa ciudad de Anzio para no volver nunca más. En cuanto al niño que acababa de nacer, le dieron el nombre de Nerón.
Dos años más tarde, cuando Agripina se enteró de la muerte de su marido, no pudo evitar una sonrisa y un suspiro de alivio. ¡Era libre por fin! ¡Libre de hacer lo que quisiera de su vida! Aquellos dos años habían sido mortales y, muchas veces, la joven pensó que Enobarbo había hecho bien en poner una gran distancia entre ellos. De lo contrario, solo los dioses sabían si ella no se hubiera tentado de abreviar una vida tan larga…
Con su paso lento y majestuoso a pesar de su juventud, fue hasta un gran espejo de plata pulida que la reflejaba de cuerpo entero. Se contempló un momento con una profunda satisfacción. Era alta, rubia, y tenía el vigoroso esplendor de una estatua de Juno. Ella estaba segura de que su cabeza fina de perfil perfecto estaba destinada desde siempre a llevar la corona imperial y, pensando en ello, le sonrió a su imagen.
En ese momento, el emperador era su hermano Calígula, un extraño joven seductor, culto y feroz, que no parecía estar muy bien de la cabeza. Al principio, había gobernado con prudencia y el pueblo lo amaba. Pero, desde hacía algún tiempo, sus peligrosas fantasías se habían multiplicado de modo preocupante. No le gustaban las mujeres, pero amaba a Lépido, su favorito. Y Agripina, segura del poder de su belleza, decidió ponerlo a prueba con el favorito de Calígula. Él estaba cerca del joven emperador a cualquier hora del día o de la noche: por lo tanto, tenía las mayores posibilidades de… matarlo. ¡Entre sus ambiciones y sus sentimientos familiares, Agripina jamás dudaba!
–Ve a buscar a Lépido –le dijo a Myrrha, su dama de compañía–. Dile que quiero hablar con él esta noche, sin testigos.
Sin disimular su sorpresa y su admiración, Lépido, sentado sobre un banco, contempló a Agripina. Nunca la había vista tan de cerca porque, en general, la hermana del emperador lo trataba con frialdad. ¡Jamás le había parecido tan bella! Los velos blancos que la envolvían destacaban su piel dorada y la magnífica joya de oro y turquesa que cubría su garganta y sus hombros. Y sonreía con una dulzura completamente nueva para el favorito.
–No siempre he sido justa contigo, Lépido, y tendrías motivos para odiarme. Pero es que yo estaba convencida de que le dabas malos consejos al emperador, que le impedían cumplir sus deberes.
Lépido se encogió de hombros y su mirada se oscureció.
–Hubiera sido una locura de mi parte, divina Agripina. El emperador no le pide consejos a nadie… ¿Sabías que ayer se ensañó con todos los calvos de Roma y en los próximos días los arrojará a las fieras?
–¿Con todos? ¿Y mi tío Claudio?
–Claudio es un ingenuo y Calígula nunca tocaría a alguien de su propia sangre, pero te digo esto para que entiendas: yo nunca le di consejos al césar… salvo buenos consejos.
–¿Matar a todos los calvos? –repitió Agripina, pensativa–. ¡Qué idea tan graciosa!
–¿Graciosa? Lo dices sin pensar. ¿Y si mañana empieza a odiar a… no sé… a su propia familia? ¿O a sus amigos más cercanos?
–¿Quieres decir a ti o a mí? Ya lo pensé, Lépido, y por eso te pedí que vinieras. Pero acércate… ¡tenemos tantas cosas que decirnos!
Retrocedió en su cama, donde se había recostado a medias, para hacerle lugar. Él se sentó muy cerca de ella, tan cerca, que las emanaciones de su perfume lo invadieron bruscamente, embriagando sus sentidos. Agripina sonrió ante la notoria confusión del joven y le acarició un brazo.
–Tú me gustas, Lépido… Siempre me has gustado, incluso cuando me negaba a mirarte. En realidad, creo que estaba celosa de mi hermano.
–¿Celosa? Eres tan bella, Agripina… ¿Qué hombre no estaría dispuesto a caer a tus pies por una sola sonrisa tuya?
Ella se acercó aún más y le tendió sus labios plenos y rojos.
–Y por mucho más que una sonrisa, Lépido, ¿qué harías?
Muy pronto, los dos amantes se hicieron cómplices, porque se entendían a la perfección. Suprimir a Calígula era servir a Roma, que no estaría segura mientras reinara un hombre tan demente como para nombrar cónsul a su propio caballo. Además, ¿cómo podía saberse a quién le correspondería la corona, una vez muerto Calígula? ¿No sería Lépido un excelente emperador? Bastaría tener suficientes partidarios… y sobornar a muchos senadores. Solo había que encontrar un medio sencillo de eliminar a Calígula. Agripina conocía ese medio: se llamaba Locusta.
Era una mujer extraña, sin edad, siempre vestida de negro, que vivía fuera de la Porta Capena, en una vivienda solitaria que daba a un pantano. El temor supersticioso alejaba de allí a los curiosos. En esa casa, Locusta elaboraba filtros y leía el futuro. Criaba serpientes y vivía sola con un sirviente negro muy feo, mudo y sordo. Pero Agripina no conocía el miedo y más de una vez había cruzado el umbral de esa sórdida morada para conseguir filtros de amor o de belleza, o para conocer el futuro. Un día, Locusta, inclinada sobre un escudo de cobre lleno de agua turbia, le había profetizado:
–Tú serás augusta y tu hijo será césar.
Agripina se repetía esas palabras a menudo, con una profunda embriaguez que no podía compararse a ninguna alegría de amor. ¡Augusta! ¡Reinar! ¿Qué destino podía ser más grande que ese? ¿Y cómo no intentarlo todo para que se cumpliera una predicción tan grandiosa?
Locusta tendió su mano delgada para recibir la pesada bolsa de oro que le entregó Agripina, que estaba totalmente cubierta por velos y le recomendó silencio. Ella, por su parte, le dio un pequeño frasco de vidrio azul.
–Tres gotas –le dijo–. Solo tres gotas, en cualquier alimento. El gusto no cambia.
Agripina pensaba obtener su primera victoria. Lamentablemente, Lépido no había sido demasiado discreto en su búsqueda de partidarios y, de todos modos, Calígula tenía una buena policía. Dos días más tarde, los conjurados fueron detenidos: encerraron a Locusta en una prisión, decapitaron a Lépido y embarcaron a Agripina, guardando todas las formas del respeto debido a su rango, hacia las islas Pónticas, con su pequeño Nerón.
Al verse relegada de ese modo, su cólera fue terrible. Mientras la galera que la conducía se alejaba del puerto de Ostia, gritó hacia el cielo estrellado:
–No ganarás siempre, Calígula. ¡Volveré!
Volvió, en efecto, algunos meses más tarde, pero Calígula ya no estaba allí para recibir a su hermana con honores. Un conspirador más discreto, Casio Querea, un simple pretoriano, lo había apuñalado en los pasillos de un teatro. ¡Ese hombre sabía, evidentemente, que, si se quería lograr algo, nada mejor que una acción solitaria y rápida!
Muerto Calígula, Agripina y su hijo regresaron con satisfacción a su residencia del Aventino, donde ella debió enfrentar de inmediato nuevos problemas. La muerte de Calígula solo la había librado de un enemigo mortal. Pero un nuevo emperador ocupaba ahora el trono de Roma. ¡Había que volver a empezar!
Claudio, el nuevo césar, era el tío de Agripina y todos decían que era un hombre simple e ingenuo. Se rumoreaba que habían tenido que sacarlo de detrás de una cortina, donde se había escondido, temblando, para llevarlo por la fuerza hasta el trono imperial. Aparte de esto, era un hombre dulce, tranquilo, culto, gran amante de mujeres hermosas… y mucho menos tonto de lo que parecía. En realidad, toda su vida, Claudio interpretó la comedia del inocente sin peligro: esto le permitió pasar a través de todos los golpes de Estado y mantenerse con vida, a la que debía de amar mucho, tomando en cuenta que ya tenía más de cincuenta años.
También amaba a su esposa Mesalina, que tenía treinta y cinco años menos que él y era dueña de una belleza perversa. Dotada de un temperamento que se hizo famoso, Mesalina manejaba a su esposo como si fuera un alegre perrito… y detestaba a Agripina, en quien veía instintivamente a una enemiga. Mesalina era un animalito sensual, pero reaccionaba frente al peligro como una fiera. Odiaba ver a la bella viuda recorrer las salas del Palatino y desempeñar el papel de sobrina cariñosa con Claudio. Por otra parte, Agripina era bastante hermosa como para despertar el deseo de Claudio, y Mesalina conocía su falta de escrúpulos. Que Claudio fuera su tío no le impediría a Agripina entrar a su cama y expulsar de allí a Mesalina. Por eso, un decreto imperial le hizo saber a la joven que sería una persona indeseable en el palacio mientras no eligiera un nuevo marido. Agripina debía casarse: de lo contrario tendría que mantenerse lejos.
¿Casarse? A decir verdad, Agripina ya lo había pensado. Su posición de viuda le pesaba un poco, porque era una situación falsa e incómoda. Un hombre rico, poderoso y de una familia importante siempre constituía una protección, mientras que la malignidad púbica se ensañaba fácilmente contra una pobre viuda indefensa. Solo que Agripina era difícil…
Por un momento, había pensado en el riquísimo viudo que era Galba, pero este había tenido la desafortunada idea de conservar en su casa a la madre de su difunta esposa y esa mujer gruñona siempre estaba en guardia. Agripina lo había experimentado cuando un día fue inocentemente a hacerle una visita amistosa a Galba y la mujer la echó de la casa en un ataque de furia.
–¡Ve a llevar a otro lado tus sonrisas y tus suspiros, Agripina! –le había dicho sin reparos–. ¡Galba no es para ti! La viuda de Enobarbo no es lo que él necesita. ¡Vete!
Agripina se fue, pero incluyó de inmediato a la anciana Julia en su lista negra. ¡Esa mujer no duraría mucho cuando se cumpliera la profecía de Locusta!
En esa época, llegó el famoso orador Pasieno a rendirle tímidamente homenaje a la sobrina de Claudio. La admiraba desde hacía mucho tiempo y conocía las exigencias de Mesalina. ¿Se dignaría Agripina a aceptarlo como esposo? Él ponía a sus pies su nombre, su amor y su fortuna.
Esa fortuna no era desdeñable. De hecho, Pasieno era quizás el hombre más rico de Roma después del emperador. Agripina, que ya no poseía demasiados bienes de Enobarbo, pensó que sería un marido muy aceptable.
–Siempre admiré tu talento, Pasieno –le dijo con una sonrisa alentadora–. Y tú tendrás en mí a una esposa fiel y obediente.
Pasieno no pedía tanto. Cayó de rodillas y, al salir, corrió a hacer encender las antorchas del himeneo. Algunos días más tarde, Agripina ofreció en su nuevo palacio una fiesta deslumbrante, a la que invitó a su tío “y a su buena tía”, solo para ver qué cara pondría Mesalina al ver las joyas con las que la había cubierto Pasieno.
Lamentablemente, su matrimonio con Pasieno y la satisfacción de ser la mujer más rica de Roma no le bastaron. En primer lugar, no tardó demasiado en considerar que su esposo era insuficiente. Era una excelente persona y un orador dotado de un gran talento, pero tenía el mal gusto de mostrarse demasiado satisfecho con su destino y no quería hacer el menor cambio.
–¿Qué más podríamos desear? –solía decirle tiernamente a su esposa–. Lo tenemos todo: amor, fortuna, fama, y además, tú eres la más bella de las mujeres.
Era indudablemente halagador, pero Agripina deseaba mucho más. Estaba la corona, esa famosa corona que la obsesionaba y que aspiraba a poner sobre su cabeza.
Mataba el tiempo haciendo vigilar a Mesalina. Su intuición femenina le decía que, tarde o temprano, la bella y volcánica emperatriz haría algo que la perdería. Se rumoreaba que a veces, por las noches, se dirigía, oculta bajo un grueso manto y con peluca, al barrio dudoso de Suburra para entregarse a la prostitución con los gladiadores y los estibadores del Tíber. Agripina estaba convencida de que llegaría su hora cuando Mesalina cometiera su última locura.
Mientras tanto, se ocupaba de la educación de su hijo y lo menos que se puede decir es que el pequeño Nerón no tenía una vida fácil con semejante madre. Ella exigía que superara en todo al hijo de Mesalina, Británico, ¡y eso no era sencillo! Nerón, que amaba la poesía y la música, era forzado a interminables sesiones de gimnasia, largas cabalgatas a galope tendido y un entrenamiento de campeón olímpico, solo para su madre tuviera el placer de asistir a sus victorias sobre su joven rival.
–El trato con los poetas y contigo me bastaría ampliamente –le confesó a su preceptor, el filósofo Séneca–. ¿Por qué le interesa tanto a mi madre que supere a mi primo?
–¡Porque espera verte un día en el trono de Roma! –le contestó Séneca, que conocía la secreta ambición de Agripina–. Para eso, es preciso que tú seas el más fuerte.
–¡Qué ridículo! ¡El día que yo sea emperador, nadie se atreverá a medirse conmigo!
–Eso es cierto. Pero, mientras tanto, tendrás que superar varios obstáculos. Por eso, debes estar listo.
Ese era un lenguaje que Nerón podía entender y, un poco menos angustiado, volvía a lanzar la jabalina o el disco hasta el agotamiento, para sumergirse luego, como siempre, en sus amados poetas griegos.
Alrededor del año 48, Mesalina empezó a actuar en la forma que su rival esperaba desde hacía tanto tiempo. La emperatriz estaba enamorada desde hacía mucho tiempo de Cayo Silio, el más bello de los romanos, pero, como el hombre estaba lejos, ese amor no tenía consecuencias. Cuando Cayo Silio regresó, Mesalina dejó de luchar contra la violenta atracción que él le inspiraba y pronto, toda Roma, menos Claudio, supo que la augusta era la amante del apuesto Cayo. La pasión de la joven era tan intensa que hizo sacar del palacio imperial los muebles y las más valiosas obras de arte para adornar la vivienda de su amado.
–Decididamente, está muy enamorada de ese hombre –le contó a Agripina el todopoderoso liberto Narciso, testigo cotidiano de esos traslados.
Mesalina había cometido el error de enemistarse con ese hombre de una terrible inteligencia y un odio tenaz, mientras que la astuta Agripina lo convirtió en uno de sus comensales habituales.
–¿Y el césar no dice nada? ¿Lo acepta?
Narciso se encogió de hombros.
–¡Está loco por ella! Lo obsesiona. Nunca vi que un hombre fuera esclavo de una mujer hasta ese punto.
–El bien del imperio exige que alguien le abra los ojos.
–No seré yo quien me encargue de eso, noble Agripina. ¡Tampoco tú! No nos escucharía.
–Es preciso… Sí, es preciso que la propia Mesalina lo haga. Eso sería bastante fácil si ama tanto a Cayo.
–Con la ayuda de los dioses, tal vez.
En realidad, Agripina creía mucho más en la ayuda humana que en la de los dioses. La amistad de Narciso era muy valiosa para ella, porque él la mantenía informada sobre todo lo que hacía la pareja imperial. Además, había logrado que liberaran, a su pedido, a la famosa Locusta: Agripina le estaba muy agradecida por esto. Le prometió:
–Si encuentro una oportunidad propicia, puedes estar seguro de que intentaré hacer entrar en razones a mi tío.
–¡Y toda Roma te lo agradecerá!
Pero Agripina no tuvo que tomarse ese trabajo. Mesalina se encargó de su propia perdición. Dominada por la fiebre de su amor, tuvo una idea extraña: aprovechar una ausencia de su marido para casarse con su amante y hacerlo subir al trono con ella. Mediante un hábil pase de magia, jugando con la superstición de Claudio, le hizo creer que, en una fecha determinada, “el esposo de Mesalina” moriría. Claudio siempre había sido un timorato y se asustó tanto que aceptó de inmediato la insólita idea de su esposa: bastaría que ella estuviera casada, para ese día, con un marido postizo… que sería el querido amigo de ambos, Cayo Silio. Durante ese tiempo, Claudio iría a Bayas, a esperar el final de ese período peligroso.
Lo más increíble es que el audaz plan estuvo a punto de triunfar. El ingenuo Claudio, confiado, esperaba tranquilamente en Bayas que terminara la “mascarada”, cuando Narciso y otros hombres de su entorno fueron a verlo para urgirlo a volver a Roma. Las noticias que llegaban de allí eran tan inquietantes (y mayormente enviadas por Agripina) que terminó por comprender y sentir temor. Mesalina se había burlado de él y trataba de destronarlo.
Furioso, Claudio regresó a su capital. Los dos amantes fueron detenidos: Silio fue ejecutado y Mesalina, apuñalada. Sin embargo, Claudio lloró su muerte con toda su alma.
En ese momento hizo su aparición Agripina. Con los ojos llenos de lágrimas, la ternura de su corazón y el calor de su cariño, fue a consolar a su tío.
–Aún eres joven, ¡oh, césar! Tu corazón sanará. Volverás a encontrar el amor.
–¿El amor? ¡No quiero oír hablar más del amor! A partir de este momento, mantendré el celibato.
–Tuviste mala suerte. Pero eso no durará. Conozco mujeres que solo piensan en tu felicidad.
–Viejas, feas…
–Nada de eso… –Agripina bajó la vista con un pudor perfectamente interpretado–. Conozco por lo menos una que, según dicen, es joven, bella y deseable, y te ama más que a nada en el mundo.
Claudio abrió grandes los ojos. La idea de otra mujer, bella y joven, empezó a secar sus lágrimas. Pero se repuso:
–Más tarde, Agripina, más tarde me hablarás de esa mujer joven y bella que, si se pareciera a ti, tendría ciertas posibilidades de gustarme. Pero, por ahora, solo quiero llorar mis ilusiones y mi estupidez.
Y volvió a llorar. Agripina no insistió. El pez había picado: solo faltaba ajustar el anzuelo. Pero estaba segura de lograrlo: por fin veía abrirse ante ella el camino al trono.
De pronto, recordó un detalle que había olvidado por un momento en medio de su alegría: ¡Pasieno! Para casarse con Claudio, debía ser libre. Pero estaba casada…
Agripina no era una mujer que dudara mucho tiempo cuando estaba en juego su futuro. Esa misma noche, cubierta con un velo, subió a su litera y se hizo llevar hasta la Porta Capena. Desde allí, se dirigió a pie a la casa de Locusta.
El resultado no se hizo esperar. Poco tiempo después, el pobre Pasieno pasaba a mejor vida y su viuda quedaba libre para ir en busca de su tío y unir sus lágrimas y sus lamentos a los suyos.
Claudio se convenció tan pronto que en la primavera de 49 se casó con su sobrina.
Desde ese momento, Agripina vigiló estrechamente su corona, como también a su esposo: una doble operación que dio lugar a algunas intervenciones enérgicas.
Un día, por ejemplo, los ojos claros de Agripina no perdieron su calma habitual ante el espectáculo que se ofrecía ante ellos. Lenta, graciosa en sus velos de púrpura imperial bordada en oro, avanzó hasta el trípode de bronce sobre el cual los esclavos habían colocado la cabeza cortada de Lolia Paulina. Hacía poco tiempo que la muerte había cerrado esos bellos ojos negros y estropeado la piel dorada de la víctima, porque aún fluía la sangre, pero el hermoso rostro, que por un instante había atraído la mirada del emperador Claudio, estaba irreconocible. El terror y el sufrimiento lo habían deformado con crueldad. Frente a los restos de esa mujer cuya muerte había ordenado por haberse atrevido a disputarle el corazón de Claudio tras la muerte de Mesalina, Agripina frunció el ceño y su boca hizo una mueca dubitativa.
–¡Esa cara es muy fea! –dijo–. ¿Estás seguro, Faros, de que realmente es Lolia Paulina?
El jefe de los esclavos pareció sorprendido, pero Agripina hablaba en serio.
–¿Qué prueba puedo darte, augusta? Esta mujer fue arrestada en la casa de Lolia Paulina, vestida con la ropa de Lolia Paulina, en el lugar de Lolia Paulina. ¿Qué más puedo decir?
–¡Tus pruebas son débiles! Por suerte para ti, tengo una manera de verificarlo. ¡Ábrele la boca!
–Que le…
–Haz lo que te digo –se impacientó la emperatriz–, si no quieres sufrir su mismo destino. ¡Ábrele la boca!
El esclavo lo hizo, temblando. Agripina se inclinó y examinó cuidadosamente los dientes de la muerta. Luego se irguió, sonriente.
–Es realmente Lolia Paulina –dijo con satisfacción–. La muerte la desfiguró, pero esos dientes son de ella. ¡Llévate este cadáver y haz con él lo que quieras!
Ya tranquila, con el alma en paz, Agripina, emperatriz de Roma desde hacía dos meses, fue a reunirse con las mujeres que la vestirían y la adornarían para el banquete de la noche. Desde que se había casado con Claudio, Agripina pensaba que nunca estaba suficientemente arreglada. Aunque el emperador fuera feo y tonto, aunque su físico fuera poco atractivo, era el emperador, es decir, el hombre sobre el que convergían todas las miradas femeninas. Ante la menor señal, las más bellas estaban dispuestas a entrar en su cama. Y la muerte brutal de Mesalina le había demostrado a su reemplazante que, para permanecer en el trono de Roma, una mujer tenía que usar todas sus armas.
Los dioses sabían, empero, que en cuestión de armas, Mesalina había estado mejor provista que nadie, pero su coraza tenía un defecto que Agripina se prometió no dejar que se instalara en la suya: Mesalina amaba el amor y era incapaz de resistirse a él. La nueva augusta se juró desterrar de su corazón para siempre ese sentimiento peligroso. Poseía el trono, viviría para él y para entregárselo a su hijo, el joven Nerón, en detrimento del hijo que Claudio había tenido con Mesalina, Británico.
De los dos favoritos de Claudio, Narciso y Palas, el segundo no disimulaba demasiado la pasión que sentía por la nueva augusta. Había trabajado con gran energía por aquel matrimonio, alabando ante su amo los encantos de su bonita sobrina… y esperaba ser recompensado por ello. Un día se atrevió incluso a declararle sus sentimientos a Agripina.
–¡Solo actué por amor a ti! Tú eres emperatriz porque yo lo quise. ¡Lolia Paulina tenía las mismas posibilidades de gustarle a Claudio!
–¿Qué significa eso? –le preguntó secamente Agripina.
No le había gustado esa declaración brutal, aunque, sin admitirlo, se sintió perturbada por ella. Ese hombre no era hermoso, pero tenía prestancia. Había algo de tribuno en ese liberto cuya voz profunda agitaba los corazones.
–Significa –prosiguió Palas inclinándose sobre el lecho en el que descansaba la emperatriz– que todavía puedo hacer mucho por ti… ¡mucho más de lo que crees!
–Claudio me ama y me escucha, es feliz conmigo. Todas las noches estamos juntos…
–Pero de día escucha mis consejos y hasta me los pide. Yo te conozco bien, Agripina, y conozco tus más secretas ambiciones. No te basta ser augusta: ¡quieres mucho más!
–¿Qué?
–El trono para tu hijo. Pero Claudio ya tiene un heredero, un hijo que será su sucesor. Si tú deseas que reine Nerón, Claudio debería adoptarlo. Si no, aunque a Británico le ocurriera alguna desgracia, Nerón no tendría ninguna posibilidad de convertirse en emperador.
–¡Yo sabré convencer a Claudio de adoptar a mi hijo!
–Yo puedo hacerlo mucho mejor que tú. Claudio siempre desconfiará de su esposa. Mesalina se encargó de insuflarle la sospecha para siempre. Pero no desconfiará de su mejor amigo.
Agripina no respondió de inmediato. Sentía algo extraño. Ese Palas la atraía como ningún otro hombre. Entendía perfectamente sus intenciones y no tenía el menor interés en convertirlo en su enemigo. Pero, si cedía ante él, ¿no corría el riesgo de quedar a su merced? ¡Y le gustaba tanto! ¿Cómo podía saber si, en sus brazos, ella no perdería la lucidez que se había prometido mantener a cualquier precio? Para forzarlo a ser explícito, le preguntó con desdén:
–¿Qué quieres en pago por tus servicios? Tu fortuna ya es inmensa, Palas, puesto que eres el guardián del Tesoro…
–¡No quiero oro! ¡Te quiero a ti! ¡Te haré tan grande que el emperador desaparecerá ante ti! ¡Te amaré como nadie te amó jamás, ni Enobarbo, ese bruto, ni Pasieno, ese imbécil, ni Claudio, ese viejo! ¡Yo soy joven y vigoroso, y te amo!
Y así fue como Agripina se entregó, por interés, al hombre que amaba.
Durante mucho tiempo, los amores de Agripina y Palas permanecieron en secreto. Para la joven, fue una extraña aventura: en los brazos de ese hombre al que empezó a amar con pasión, debía controlarse siempre, porque él siempre debía creer que ella se estaba sacrificando. Aunque Palas cumplió todas sus promesas, pocas veces se abandonaba Agripina en forma total. En cuanto a Claudio, reducido al estado de un instrumento dócil, porque estaba perdidamente enamorado de su esposa, adoptó a Nerón y hasta llegó a decir, un día en que Nerón tomo la palabra en el Senado (un gran honor para un niño de trece años), que, si él moría, Nerón sería capaz de reinar.
Palas hizo algo más para su amante. Logró que le otorgaran los mismos privilegios que al emperador. Se acuñó moneda con su efigie. Ella presidía las revistas militares, recibía a los embajadores extranjeros e incluso obtuvo el derecho de ir al Capitolio en un carruaje dorado. Por último, la hija de Claudio, Octavia, se casó con Nerón. Quedó totalmente despejado para este el camino al trono.
Pero, mientras que Palas era el más apasionado de sus esclavos, Agripina tenía un encarnizado enemigo en Narciso. El otro comensal de Claudio había visto con envidia la creciente intimidad entre la augusta y su rival. Sobre todo porque sus derechos, como también sus servicios, eran mucho más antiguos. ¿Acaso no había ayudado Narciso a Agripina a desembarazarse de Mesalina? Decepcionado y ofendido, sintió que se terminaba su antigua amistad y empezó a defender la causa de Británico. Una mañana de abril de 54, Narciso se ingenió para ver a Claudio a solas en las termas, mientras le hacían masajes.
–Nerón se comporta ya en todas las circunstancias y en todas partes como tu sucesor –le dijo al emperador–. Es tiempo de que recuerdes a tu verdadero hijo y no a ese adoptado.
Claudio alzó sus pesados párpados arrugados y observó al liberto con una mirada fría.
–¿Quién dijo que olvido a mi hijo? Adopté a Nerón para darle el gusto a su madre y porque un muchacho con sus méritos valía la pena, pero es Británico quien me sucederá.
–¡Entonces, haz que el pueblo lo sepa! Otórgale a Británico la toga viril en una gran ceremonia para que se disipen los equívocos. ¡Una vez que sea un hombre, el pueblo tendrá en él a un auténtico césar!
Claudio vaciló un momento. Le preocupaba lo que pudiera decir Agripina de ese golpe de Estado. Pero Narciso volvió a la carga.
–¡Cuídate, Claudio! ¡La ambición de la augusta no tiene límites! Ella quiere que reine su Nerón, y si tú no haces de tu hijo un muro entre ella y tú, un día morirás… ¡como murió Pasieno!
–¿Qué sabes tú de la muerte de Pasieno?
–¡Nada! Salvo que, en esa época, Locusta recibió visitas muy extrañas…
–Locusta se está pudriendo ahora en el fondo de una fosa del Tullianum.
–Deberías hacerla matar, césar. ¡Sería más seguro!
Pero el destino protegía a Locusta. Claudio estaba seguro de sus prisiones y consideró inútil hacerla ejecutar, pero siguió escrupulosamente los demás consejos de Narciso… y de ese modo, firmó su sentencia de muerte. Agripina se preocupó tanto al ver que le otorgaban la toga viril a Británico que decidió pasar a la acción.
La emperatriz sentía un gran interés por Locusta y le preocupaba su destino. Sabía que la hechicera estaba encerrada en el Tullianum y secretamente había dado la orden de que la pusieran a resguardo en el caso de que alguien, incluso el emperador, intentara hacerla desaparecer. Habiendo tomado esas precauciones, se sentía más bien satisfecha de que Locusta estuviera en prisión: eso la dejaba aún más a su merced.
Mandó sacar subrepticiamente a la envenenadora de la cárcel y le dio la orden de proporcionarle un medio rápido y seguro de eliminar al emperador. Locusta no tenía alternativa: si se negaba, regresaría al Tullianum sin la menor esperanza de salir algún día de allí, y si el emperador lograba salvarse, tampoco podría permanecer en libertad. De modo que aceptó.
–Al césar le gustan mucho los hongos –le confió Agripina.
Y Locusta, obediente, confeccionó un plato de hongos tan apetitoso como mortal, que le sirvieron en la cena al infortunado Claudio. Como era su costumbre, el emperador comió en forma inmoderada. La dosis masiva de veneno que ingirió no lo mató, pero lo enfermó gravemente. Mandaron llamar a un médico. El que fue a verlo le era fiel a Agripina, que, de pie junto al lecho imperial, sostenía la mano del moribundo.
–El césar comió demasiados hongos. Hay que hacerlo vomitar.
Y el médico introdujo en la garganta imperial un cálamo de pluma… previamente envenenado. Esta vez, Claudio no resistió y en la madrugada del 12 de octubre entregó a los dioses su alma ingenua.
Ahora, entre el trono y Nerón, no había más que un pequeño paso. Agripina, segura de sí misma, fue a ver a Británico y lo abrazó muy fuerte, en medio de grandes llantos, mostrando un profundo dolor… con el único objetivo de impedirle salir. Mientras tanto, Nerón se mostraba ante los todopoderosos pretorianos y se hacía aclamar emperador de Roma. Agripina y Palas podían felicitarse: ¡habían hecho un buen trabajo!
Eso pensaban al menos el día en que Nerón se convirtió en césar. Ese día les había dado a sus soldados como contraseña “la mejor de las madres”. Agripina creía que su hijo sería un instrumento aún más dócil que su difunto marido. Y, fiel a su política de eliminación de sospechosos, hizo caer varias cabezas, entre ellas, la del imprudente Narciso. Pero, a sus diecisiete años, Nerón ya sabía lo que quería. Y, en primer lugar, no quería estar casado con Octavia, a la que considerada insípida y desprovista de ese atractivo picante que le gustaba. Se había enamorado de una bella liberta, Actea, y pretendía repudiar a Octavia para casarse con ella. Esto provocó una primera escena entre madre e hijo.
–Me costó mucho trabajo hacerte casar con Octavia como para que ahora la repudies. ¿Olvidas que es la hija de Claudio?
–No. Tampoco olvido que yo soy su hijo adoptivo y el emperador de Roma. Mi placer es lo más importante y estoy cansado de Octavia.
–Cansado o no, ¿cómo crees que reaccionará Roma cuando te vea rechazar a la hija de los césares por una ex esclava? ¿Crees que tu poder es tan firme? ¿No piensas que los pretorianos podrían rebelarse? ¡Tu corona es muy reciente, hijo mío, y lo olvidas con demasiada facilidad!
Nerón no contestó. Las palabras de su madre penetraron en su alma. En un sentido tenía razón. ¿Amaba suficientemente a Actea como para correr el riesgo de una revolución y la pérdida de su trono?
–Está bien, madre –suspiró, obligándose a sonreír–. ¡Usted gana! No repudiaré a Octavia: en esto, seguiré su consejo.
–Sigue siempre mis consejos y no te arrepentirás. Palas y yo sabemos qué es bueno para ti: solo queremos tu felicidad.
¡Desafortunadas palabras! Mencionar a Palas fue por lo menos una torpeza. Algunos días más tarde, Palas fue destituido de sus funciones de administrador de los bienes imperiales y obligado a regresar a sus tierras. Agripina, loca de ira, corrió a ver a su hijo y le reprochó con violencia.
–¿Es así como reconoces los servicios prestados? ¿Me equivoqué tanto entonces contigo? He creído darle a Roma el mejor de los emperadores ¡y le he dado un tirano!
–Mida sus palabras, madre, y no me obligue a recordar que soy el emperador.
–¿Gracias a quién? ¡Sabes que me bastaría un gesto para que tu poder se derrumbara! ¡Y haré ese gesto! Mañana llevaré yo misma a Británico al campamento de pretorianos y haré que le devuelvan lo que le fue quitado. ¡Mañana tú no serás ya nadie y reinará Británico!
Nerón, pálido de ira, se puso de pie, enfrentó a su madre y le dijo, tratando de mantener la calma:
–¡Madre, sé lo que le debo! Pero me niego a darle a Palas una parte del agradecimiento que le pertenece a usted por completo. Ese hombre saquea las finanzas del imperio y lo echo como se echa a un servidor infiel. Es inútil que lo siga defendiendo. He tomado una decisión y nada hará que la cambie.
–¿Estás seguro?
Una sonrisa se dibujó en los labios del emperador.
–¡Completamente seguro!
–¡Piensa en Británico!
–¡Pienso en él, madre!
En efecto, unos días más tarde, Británico murió bruscamente, en circunstancias extrañas. Ese joven vigoroso sucumbió después de un alegre festín. Locusta, una vez más, había servido al hijo con el mismo celo que a su madre.
Encerrada en sus aposentos, Agripina sintió que el miedo mordía sus entrañas. Por primera vez, comprendió que su amado hijo estaba hecho de la misma materia que ella: era cruel y no tenía escrúpulos. Palas estaba lejos y ella se sentía muy sola frente a ese desconocido al que había creído conocer tan bien. Ella había querido que Nerón reinara. Nerón reinaba, ¡pero su propio poder había llegado a su fin!
Durante los días siguientes, Agripina comprendió que su caída en desgracia se acentuaría. Nerón no le perdonó que hubiera querido poner a Británico en su lugar. Le pidieron que dejara el Palatino. Le dieron un palacio en Roma. Disolvieron la guardia que le habían adjudicado y su efigie desapareció de las monedas. Ahora solo era la madre del emperador. La herida era profunda, pero salió a relucir su orgullo. Nadie sabría hasta qué punto se sentía ofendida y humillada. Abandonó el Palatino con la frente en alto, rechazó el palacio romano y se retiró a la magnífica residencia que poseía en Baule, cerca de Nápoles. Tenía la esperanza de que algún día Nerón se sintiera solo y la necesitara. Entones, ella le pondría una condición a su regreso… ¡y esa condición sería que volviera Palas!
Las cosas podían haber quedado así: Nerón reinando en Roma, Agripina cultivando su jardín en Baule, y cada uno ellos podría vivir sin molestar al otro. Pero el destino había decidido algo distinto.
El reinado de la dulce Actea, que le había inspirado una pasión tan fulgurante a Nerón, había terminado, justamente porque Actea era demasiado dulce, pura y buena. El joven emperador necesitaba placeres más fuertes.
Había oído elogiar los encantos de la bella Popea, esposa de Salvio Otón, uno de sus compañeros, y la invitó al palacio. Fue un flechazo. Un hombre como Nerón no podía resistirse a una belleza como la de Popea, voluptuosa y arrogante. Se enamoró perdidamente de la joven y se lo hizo saber. Popea era ambiciosa, por lo menos tanto como Agripina. Entrevió la corona imperial y se dispuso a hacer desaparecer los obstáculos que le molestaban.
Convertida en la amante del emperador, empezó por desembarazarse de su esposo. Otón fue enviado a Lusitania, donde murió poco después de una fiebre súbita cuya causa ningún médico se arriesgó a diagnosticar. Luego exigió que despidieran a Actea.
Quedaban dos obstáculos: Octavia, la esposa legítima, y Agripina, la madre, a quien temía más. De hecho, al enterarse de los nuevos amores de su hijo, Agripina abandonó su retiro marítimo y fue a ocupar por fin su palacio romano. Conocía a Popea, y una unión con esa mujer pérfida y demasiado bella le parecía la peor de las tonterías. Nerón ya tenía una tendencia demasiado pronunciada hacia el libertinaje y la tiranía. En manos de Popea, estaría perdido para siempre.
Un vez más, se alzó contra la voluntad de su hijo, intentó hacerlo entrar en razones y estuvo a punto de ganar la partida, pero Popea era tan astuta como ella y sabía cómo convencer a Nerón. Empezó por hacer que se casara con ella y luego, consciente de que una de las dos, Agripina o ella, debía desaparecer, rechazó a su marido.
–¿Qué significa esto? –explotó Nerón–. ¿Por qué me rechazas? Decías que me amabas…
Popea lo miró con sus bellos ojos verdes y se estiró como una gata, revelando su cuerpo flexible.
–En efecto, te amaba… o más bien, amaba a un hombre frente al que todos temblaban, que era el amo del mundo y sabía hacerse respetar.
–¿Acaso no lo soy?
–¿Tú? ¡No eres más que un niño miedoso que tiembla ante su madre! Yo creo, por Venus, que, si a Agripina se le ocurriera azotarte, tú mismo irías a buscar el látigo.
La burla era pesada pero surtió efecto. Nerón se puso rojo, saltó sobre la joven y le retorció las muñecas.
–¿Cómo te atreves a decir eso? ¿Sabes qué merecerían tus palabras?
–¿Qué me importa? –dijo Popea con los dientes apretados, tanto por la rabia como por el dolor–. ¡Mátame si quieres! Pero jamás me poseerás mientras te comportes como un bebé. ¡Y serás un bebé mientras viva Agripina!
A pesar de su crueldad, Nerón palideció al entender lo que significaban las palabras de su amante.
–¡No puedo matar a mi madre!
–Matarla, no, pero puede haber un accidente.
–¡No puedo!
–Entonces, yo tampoco puedo pertenecerte. ¡Yo necesito un verdadero hombre!
Aquel día, Nerón se alejó de su mujer tapándose los oídos. Pero estaba demasiado enamorado: regresó. Y poco a poco se fue elaborando el plan criminal, con la ayuda de un hombre servicial convocado por Popea. Aniceto, un liberto que se había convertido en marino, sugirió un proyecto grandioso: Nerón iría a Bayas, cerca de Baule, para celebrar las fiestas de Minerva. Allí invitaría a su madre a una cena fastuosa para celebrar su reconciliación y luego la haría llevar de regreso a Baule en una embarcación de lujo, siguiendo la costa.
Así se hizo. Agripina, sin desconfiar, aceptó la invitación de su hijo. Nerón fue tierno y atento con su madre, la cubrió de caricias e incluso la acompañó hasta la galera, la instaló en la suntuosa habitación que habían preparado especialmente para ella y le deseó buen viaje.
–Lo juzgué mal –le dijo Agripina, enternecida, a su dama de compañía–. ¡Es un buen hijo! ¡Popea no lo tiene todavía!
Seguía sumergida en esos dulces pensamientos cuando de pronto, el techo, cargado de plomo, se derrumbó sobre las dos mujeres. La dama de compañía, creyendo que de ese modo la salvarían más rápido, gritó que era Agripina… e inmediatamente fue abatida por los socorristas, que la golpearon con los remos. Pero el baldaquín que cubría el lecho de la emperatriz la había protegido. Ella presenció horrorizada lo que le habían hecho a su compañera y, sin más tardanza, se arrojó al agua.
La noche era clara, la costa no estaba lejos y Agripina era una buena nadadora. Logró llegar a la orilla y, desde allí, se hizo llevar hasta su villa de Baule.
Al enterarse de que su madre había escapado a la muerte, Nerón tuvo un ataque de furia, a la que se sumó un temor supersticioso. Por un instante, volvió a ser el niño aterrorizado frente al poder de esa mujer a la que los dioses parecían proteger. Pero Popea estaba allí, y también Aniceto. Los dos cómplices inventaron una falsa conspiración, supuestamente encabezada por Agripina. Y Nerón firmó sin chistar la condena a muerte de su madre. A partir de ese momento, Aniceto tenía las manos libres.
Cuando el marino y sus hombres llegaron a la casa de campo de Baule, ningún sirviente les impidió la entrada. Todos habían huido porque les había llegado la noticia de la ira del emperador y del trágico destino que le reservaba a su madre. Hasta el esclavo preferido de Agripina, que siempre estaba a su lado, había huido.
En su habitación, la emperatriz estaba sola, acostada, porque había sufrido algunas heridas en el accidente de la galera. Al reconocer a Aniceto, palideció, pero intentó controlarse.
–¿Vienes de parte de mi hijo para llevarle mis noticias? En ese caso, puedes decirle que estoy mejor.
Por toda respuesta, Aniceto sacó su gladio. Los soldados hicieron lo mismo. Entonces, Agripina miró a todos esos hombres, uno por uno, y en sus ojos leyó su muerte. Luego, su mirada se dirigió a Aniceto y con una terrible expresión de dolor y de desprecio, apartó sus sábanas y le dijo:
–¡Hiéreme en el vientre! ¡Merece un castigo por haber llevado en su interior a Nerón!
Un minuto después, Agripina expiraba, cubierta de heridas.