Читать книгу Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni - Страница 9
La Agripina china (200 a. C.)
ОглавлениеDe rodillas, con la frente pegada a la arena del jardín, el mensajero esperaba, temblando, que la emperatriz se dignara dirigirle la palabra. Ella no tenía prisa. Sentada sobre un banco de mármol incrustado en el hueco de un cantero de peonías y jazmines, contemplaba con una mirada ausente el curso luminoso del río Wei, acariciando con los labios la estrella blanca de un jazmín.
El hombre casi no se atrevía a respirar y menos aún a levantar la vista hacia esa mujer de rostro delgado y duro, vestida con ropa bordada en oro, adornada con flores y alhajas, pero que escondía bajo sus anchas mangas sus manos demasiado estropeadas por antiguos trabajos rudos como para que algún aceite pudiera devolverles su blandura y su suavidad primitivas. Lu parecía haberse olvidado del mensajero y su silencio le otorgaba al desdichado algunos minutos más de vida: según la costumbre, un mensajero de malas noticias era ejecutado en el acto. ¡Y solo los dioses sabían hasta qué punto era mala la noticia! El hombre se oyó murmurar con una voz ahogada por el terror:
–El sublime señor, el emperador amado por el cielo, tu esposo y mi amo, está rodeado en Pengcheng. ¡Manda decir, oh, divina, que, si no le envías de inmediato refuerzos, los salvajes xiongnu, los esclavos furiosos, los demonios de la estepa, se apoderarán fácilmente de su sagrada persona!
Y luego se calló, mientras creía sentir ya sobre su cuello el frío del sable del verdugo. Pero, en realidad, Lu no parecía tener la intención de mandarlo matar de inmediato. No gritó ni lloró al recibir la noticia. Apenas parecía haberla oído. Siguió oliendo su jazmín y la expresión de su rostro no cambió. El tiempo pareció detenerse…
Finalmente, los ojos de la emperatriz se posaron sobre la nuca escarlata del hombre prosternado.
–¡Retírate! –ordenó con voz tranquila–. Ve a tu cuartel y espera mis órdenes. Debo consultar a los dioses. Pero no te alejes, tal vez te necesite.
Aturdido, sin poder creer en su buena suerte, el hombre se retiró hacia atrás, sobre sus rodillas, pero a toda velocidad. ¡Tenía tanto miedo de que Lu cambiara de idea! La emperatriz se quedó sola.
Sin llamar siquiera a sus damas de compañía, a las que había alejado y que cuchicheaban cerca de un bosquecillo de bambúes, se puso de pie, dio algunos pasos y empezó a caminar por el sendero de loza roja que bordeaba el río. Sonreía, y si el aterrorizado mensajero hubiera podido ver esa sonrisa, habría entendido por qué no lo habían entregado al verdugo: para Lu, la noticia del peligro que corría su esposo no era una mala noticia. Era, por el contrario, una bendición, porque le permitiría darle una lección a ese marido y resolver un conflicto que, antes de la partida del emperador Liu Bang hacia la frontera, los había enfrentado violentamente.
Era muy sencillo: Liu Bang, gran mujeriego, había oído elogiar la belleza sin par de una joven de la alta nobleza, Mei, hija de uno de sus más poderosos barones. Los informes eran tan entusiastas que pidió su retrato y declaró:
–Si es tan bella como dicen, ¡me casaré con ella!
A Lu se le oprimió el corazón, pues sintió que se abatía sobre ella el viento glacial del repudio. La ley autorizaba a los hombres, y a su emperador más que a los simples mortales, a tener varias esposas, pero la imaginada belleza de Mei había trastornado la cabeza, habitualmente tan bien organizada, del esposo de Lu. Él ya tenía, por supuesto, muchas concubinas, pero, hasta ese momento, nunca había hablado de casarse con ninguna. Entonces Lu se rebeló:
–¡Yo soy tu esposa! ¿Qué necesidad tienes de tomar otra?
–¡La necesidad que tiene todo hombre con una esposa vieja de poner a una mujer joven en su lecho! –respondió Liu Bang.
–¡Tienes todas las concubinas que quieres! ¡Toma a esa como a las demás, sin hacer intervenir a los dioses!
–Ella pertenece a una nobleza demasiado alta como para ser solo una concubina y mezclarse con cocineras o campesinas. ¡Si su retrato me gusta, me casaré con ella!
Afortunadamente, el emperador había partido antes de que llegara el retrato. Los xiongnu salvajes habían atravesado una vez más, en 198 a. C., la Gran Muralla que había costado tanta sangre y tantos sufrimientos bajo el látigo constructor del despiadado Qin Shi Huang y que resultaba, sin embargo, tan poco eficaz. Sobre sus pequeños caballos veloces, armados con sus temibles arcos, los xiongnu devastaban, mataban, saqueaban y quemaban aldeas y ciudades. Liu Bang había partido precipitadamente, dejando el gobierno a cargo de Lu, ya que valoraba su prudencia y su vigor.
El retrato llegó poco después de su partida y, al verlo, Lu se llenó de terror. La muchacha era aún más bella de lo que decían. Ningún hombre podría resistir el encanto de ese rostro delicado, de esos ojos oscuros en forma de ciruelas silvestres. Mei encarnaba, en el más alto grado, la belleza china en toda su perfección y, después de un trágico encuentro frente a frente con su espejo de plata pulida, Lu comprendió que, si algún día la mirada del emperador se posaba sobre esa hechicera, ella estaría perdida. Debería retirarse voluntariamente a algún convento de la montaña, usando el lino blanco del duelo, si no quería que su vida se acortara por la acción de algún veneno oculto.
Desde ese terrible momento, buscó una manera de alejar de sí misma ese peligro mortal. Sin saberlo, el mensajero le había llevado la respuesta que buscaba en vano desde hacía varias noches. Por eso no gritó ni lloró ni llamó al verdugo. Por eso, mientras bordeaba el río Wei, la emperatriz Lu sonreía…
–Hace demasiado tiempo que eres mío –murmuró dirigiéndose a un invisible Liu Bang–. Nunca permitiré que te alejes de mí… ¡aunque tenga que matarte con mis propias manos!
Treinta años antes, cuando Liu Bang y Lu tenían veinte años (eran casi de la misma edad), pensaban que la vida solo les ofrecía los campos y las cabañas de juncos de sus padres. Eran jóvenes, vigorosos, bellos a su modo rústico, y sobre todo, se amaban. Los habían casado sin problemas, en su provincia de Jiangsu, cerca del río inmenso cuyos favores y furores regían la vida de todos.
Aunque Liu Bang no era más que un campesino analfabeto, era un hombre inteligente, valeroso, ávido de poder y desprovisto de escrúpulos. Le gustaba beber y frecuentaba las hosterías de la ciudad, a las que llegaban las noticias. Fue así como una noche, en la posada de la viuda Wang, se enteró de que, para un hombre ambicioso, los conflictos en los que se debatía China constituían un maravilloso terreno de acción. Por otra parte, aquella noche, se había quedado dormido después de beber, y cuando despertó, la viuda Wang le juró que había visto planear un dragón sobre él mientras dormía.
–Es el presagio de un gran destino –le dijo–. Llegarás muy lejos, Liu Bang… ¡siempre que bebas un poco menos!
Liu Bang creyó en la visión de la anciana y decidió de inmediato llevar a cabo un plan grandioso: conseguir un reino. En realidad, esa clase de corona estaba al alcance del mejor postor. Qin Shi Huang, el césar chino, el emperador inflexible, tras recoger los restos del poder caído de las débiles manos de los últimos Chu convertidos en emperadores perezosos, había reunido a China bajo su puño de hierro, perseguido a los intelectuales y construido la Gran Muralla, pero luego su poder absoluto se diluyó. Tras su muerte, no apareció ningún hombre fuerte; su sucesor, un adolescente incapaz, se suicidó tres años más tarde. El país volvió a caer en una terrible anarquía y los jefes de los ejércitos se disputaban con violencia las provincias.
Liu Bang abandonó su vida de campesino y empezó a servir en la policía de su circunscripción rural. Era un trabajo sin gloria, pero que ofrecía posibilidades. Un día en el que se encargaba de llevar a la ciudad una columna de condenados, encadenados y con la canga al cuello, se detuvo con todos esos hombres miserables en un bosque y pronunció un discurso que no había necesitado preparar: ¿preferían llegar hasta el final del viaje o dirigirse con él a las montañas para ocultarse en las cavernas, formar una banda valiente e ir en busca de aventuras?
Los condenados, que hasta ese momento solo tenían la perspectiva de ser descuartizados vivos o arrojados dentro de aceite hirviendo, no dudaron ni un segundo: de inmediato le juraron fidelidad a su benefactor y cumplieron su palabra. Dijo un poeta: “Entonces Liu Bang roció con sangre su tambor y adoptó el rojo como emblema de sus estandartes”.
Como era inteligente y comprendía a la gente de la tierra, su tropa creció rápidamente y, en 208, consiguió una especie de reino en el principado de Han, que tomó bajo su “protección”. A partir de ese momento podía aspirar a la sucesión del césar chino.
Pero entre la corona imperial y el ambicioso campesino existía un inmenso obstáculo, desde todo punto de vista: Xiang Yu, rey de Si-Chu, un coloso de una gran valentía, pero cruel, lujurioso y con poco cerebro. Lamentablemente, a pesar de todo esto, Xiang Yu sabía combatir y Liu Bang, que había podido conquistar la provincia imperial du Chen-Si y lograr allí cierta popularidad, debió batirse en retirada frente a las hordas de su rival, que devastaron la región.
Xiang Yu llegó a tomar prisionero al padre de su adversario y amenazó con hacer hervir al anciano si su hijo no se sometía. Proferir una amenaza tan terrible era no conocer en absoluto el carácter de Liu Bang. Con un tono despreocupado le mandó responder al gigante: “Xiang Yu y yo hemos sido hermanos de armas –en efecto, en sus comienzos, los dos jefes se habían unido contra otros generales–. Por lo tanto, mi padre se convirtió en el suyo. Si realmente quiere hacer hervir a nuestro padre, ¡que no olvide reservarme, al menos, una taza de caldo!”.
Semejante sangre fría sorprendió tanto a Xiang Yu que, por un temor supersticioso, liberó al anciano sin siquiera pedir rescate. Naturalmente, Liu Bang se alegró por volver a ver a su padre, pero no perdonó a Xiang Yu y decidió hacerle pagar su acción. Lo persiguió con todo su ejército y logró arrinconarlo contra el río Wei. Xiang Yu mostró una gran valentía, atravesó varias veces las filas enemigas con su caballería y mató con sus manos a uno de los lugartenientes de Liu Bang, pero recibió diez sablazos y se vio rodeado por fuerzas muy superiores. Al ver a Liu Bang, sacó su puñal.
–¡Sé que le has puesto precio a mi cabeza! –le gritó–. ¡Aquí la tienes! ¡Tómala!
Y se cortó la garganta.
Desde entonces, Liu Bang ya no tuvo rivales. La corona imperial se ofreció a él junto con Chen-Si y la hermosa ciudad de Chang Ngan. Tomó ambas en 206. Lu se convirtió en emperatriz y mostró por ello más alegría y orgullo que su marido, pues nadie se maravilló menos ante su fortuna que este fundador de una dinastía.
Los comienzos fueron difíciles: para recompensar a los otros jefes que lo habían ayudado a subir al trono, tuvo que otorgarles grandes feudos y aparentar restablecer para ellos el régimen feudal que había destruido el emperador Qin Shi Huang. Pero, con su astucia de campesino, lo que daba con una mano lo quitaba con la otra y usó cualquier pretexto para ubicar a esos príncipes locales como simples prefectos. Llegó a domesticar a su nobleza hasta convertirla en una nobleza cortesana, sin consistencia ni poder.
Casarse con la encantadora Mei, miembro de esa nobleza, le aseguraría el dominio.
El mensajero volvió a partir al día siguiente, pero la alegría que había experimentado por permanecer vivo sufrió un singular eclipse. En efecto, no lo enviaron de vuelta hacia el emperador, sino hacia el enemigo. Debía llevarle al Chen Yu mongol el famoso retrato de Mei, diciendo que le entregaría a la joven si él dejaba de sitiar el lugar en el que estaba cautivo Liu Bang. El pobre mensajero estaba convencido de que el bárbaro lo cortaría en pedazos, aunque solo fuera para enseñarle a no burlarse de él: ¿cómo le ofrecían una muchacha cuando él esperaba tener a un emperador?
Pero Lu tenía razón: la belleza de Mei hechizaba y cautivaba a los hombres. El mongol, seducido, aceptó el trato. En cuanto le entregaron a la princesa china, levantó el sitio. Durante mucho tiempo, los poetas lamentaron la suerte de la “pobre perdiz china” entregada en matrimonio al “gavilán salvaje del Norte”, pero Liu Bang se reencontró con su capital y su palacio de las orillas del Wei.
También se reencontró con su esposa. Para la primera entrevista, Lu debió apelar a todo su valor. ¿Cómo tomó Liu Bang el sacrificio de esa mujer? Cuando ella llegó, con las manos juntas sobre su pecho, para inclinarse humildemente ante él, según la costumbre, el emperador la recibió con una sonrisa burlona.
–¡Tú eres mi esposa! ¡Tu astucia fue digna de mí! Has alejado a los xiongnu, que regresaron a sus desiertos sin que eso nos costara un solo hombre.
Y la paz se restableció, por un tiempo, en la pareja imperial. Por desgracia, el gusto de Liu Bang por las muchachas bonitas era cada vez más pronunciado. A medida que envejecía, le resultaba más irresistible la juventud. Un día se enamoró de una concubina, una joven de los países del sur, que los eunucos habían llevado a su harén. Qi no pertenecía a una familia noble, pero era muy bella, y la pasión del maduro emperador fue aún mayor cuando, nueve meses después, Qi dio a luz un varón, al que llamaron Ruyi.
Al principio, Lu se mostró indiferente, pero no tardó en preocuparse por el lugar cada vez mayor que ocupaba Qi. La favorita tenía aposentos más lujosos que los de la emperatriz, vestimentas fastuosas, las joyas más finas, y cuando nació el niño, el emperador organizó insólitos festejos. La situación era tan inquietante que un día Lu le manifestó sus temores a uno de sus más antiguos amigos, Siao Ho, uno de los ministros más escuchados por el emperador.
–¿Por qué estas fiestas? ¿Por qué todo este brillo? –se quejó Lu con amargura–. ¡El emperador actúa como si no tuviera otros hijos! ¿Olvidó que Liu Ying, el hijo que yo le di, está vivo y crece con fuerza y salud?
–¡Los caprichos de un hombre que se acerca al eterno descanso son imprevisibles, luz celestial! ¡El sublime señor está enloquecido con ese niño!
El ministro desvió la mirada, visiblemente incómodo. Pero cuando la emperatriz quería saber algo, siempre lo lograba. Al ver que Siao Ho no tenía más información o no quería decir más, Lu convocó al jefe de los eunucos, un anciano codicioso y astuto que era su aliado… a cambio de oro.
–¿Qué dicen en el harén? –le preguntó–. ¿Qué dicen del hijo de Qi?
–No dicen nada, dama todopoderosa, pero…
–¿Pero?
Una bolsa llena de oro apareció como por arte de magia en la mano de Lu. De inmediato, el rostro del eunuco se iluminó.
–¡Pero Qi está muy alegre! Dice que, después de la muerte del emperador, ella será la primera dama, porque su hijo reinará.
–¿Su hijo? Solo Liu Ying es el heredero. Además, antes de este, otros hijos han nacido de otras concubinas. ¿El emperador perdió la cabeza?
–El hombre dominado por la pasión ya no tiene cabeza, solo sentidos. Y Qi despierta los del sublime señor. No puede privarse de ella. Dicen que le juró que, en el momento de morir, designará como sucesor a su hijo.
–En el momento de morir…
Lu estaba demasiado acostumbrada a mostrarse impasible como para revelar ante su sirviente el tumulto que agitaba su alma. Ella sabía que si Liu Bang tenía el tiempo de entronizar a ese niño, se declararía entre ellos una guerra que ella perdería, ya que la voluntad de un emperador difunto era sagrada para el pueblo.
Algunas semanas más tarde, Liu Bang, que se quejaba a menudo de una antigua herida, sobre todo cuando el tiempo era caluroso y húmedo, recibió de manos de un médico un bálsamo milagroso. Al día siguiente, falleció. Fue el 1º de junio de 195 a. C. Liu Ying se convirtió en emperador, pero quien realmente gobernó China fue Lu, su madre. El joven emperador, aunque ya era casi un hombre, era débil y poco inteligente. A Lu no le costó ningún trabajo hacerse cargo del poder.
Su primera acción fue una venganza terrible y alucinante. La infortunada Qi fue entregada a los verdugos de la emperatriz y abominablemente mutilada. Le cortaron los pies y las manos, le arrancaron los ojos y le quemaron las orejas. Luego le administraron un estupefaciente y la arrojaron como una “cerda humana” a un porqueriza del palacio, donde la alimentaron con desechos.
Naturalmente, también eliminaron a su hijo, y luego, como Lu le temía al príncipe Liu Huan, que su marido había tenido con otra concubina, en un banquete, colocaron frente a él una copa envenenada. Pero quien tendió su mano hacia la copa fue el joven emperador, el hijo de Lu: esta apenas alcanzó a arrojarse sobre él para impedir que bebiera. Advertido de este modo, Liu Huan se apresuró a huir lo más lejos posible.
El emperador reinó apenas siete años. No gozaba de buena salud y, además, a Lu le preocupaban los hechos intempestivos como los del banquete. Desapareció entonces con la mayor discreción, pero, como había dejado un hijo dispuesto a asumir la sucesión, de pronto la salud de este empezó a declinar. Lo enterraron pocas semanas después que su padre.
Sin embargo, se necesitaba un emperador. Lu entronizó a un títere, Yi, que tomó el nombre de Gong. Fue una buena elección: a ese hombre no le interesaba en absoluto el gobierno y solo quería que le proveyeran vino y mujeres en cantidad suficiente.
Ahora, la terrible emperatriz viuda tenía las manos libres y, como no conocía el remordimiento, su espíritu estaba en paz. Instaló en todos los puestos de mando del imperio a personas de su familia y de su clan, con quienes sabía que podía contar.
Pero no pensó en su edad. Ahora tenía casi setenta años y su cuerpo, otrora vigoroso, estaba minado por la enfermedad. Los médicos se esforzaban por aliviar los dolores que a veces la hacían aullar en medio de la noche como una hiena herida. Su mal se agravó rápidamente y se hizo tan evidente que, al ver que tenía los días contados, muchas de sus antiguas víctimas empezaron a levantar cabeza. Algunos recordaron al joven príncipe Liu Huan y le enviaron un mensajero al fuerte de la frontera donde se ocultaba.
Liu Huan era inteligente y aprovechó esa oportunidad extraordinaria. De noche también, volvió en secreto a Chang-ngan rodeado por un puñado de partidarios, que abrieron una de las puertas del palacio a orillas del Wei donde agonizaba la anciana emperatriz. Armados hasta los dientes, recorrieron en silencio los pasillos y los patios, y llegaron hasta la lujosa habitación en la que, rodeada de sahumerios, Lu descansaba en una cama bordada. Pero en el instante en que aparecieron, al oír que estallaban los lamentos, supieron que su enemiga había dejado de vivir, frustrándoles la venganza final. Era el 21 de julio de 180 a. C.
En ese momento, al pie del lecho mortuorio, los hombres de Liu Huan masacraron a todos los parientes de la difunta. La habitación se llenó de sangre…
La pesadilla había terminado. Liu Huan se convirtió en el emperador Hiao Wen. La gran dinastía de los Han, nacida de un campesino astuto, marcaría a China tan profundamente que, hasta el final del Imperio, todos los emperadores se enorgullecerían de titularse Hijos de Han.