Читать книгу Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni - Страница 12

La reina vasalla: Isabel de Angulema (1200)

Оглавление

La gran sala del palacio de Angulema tenía el aspecto de los días de fiesta. Grandes cantidades de flores frescas y hierbas aromáticas cubrían el embaldosado de piedra, tapices de colores vivos colgaban de los muros y un verdadero bosque de antorchas ardía alrededor, produciendo tanto calor que debieron abrir las ventanas a la suave noche de mayo. Una multitud brillante se apiñaba frente a las mesas, esperando la hora de la cena pantagruélica que se había anunciado. Estaban presentes los nombres más importantes de la provincia, los señores más atractivos, las damas más bellas, las más charlatanas y las más golosas también, pues Aymar Taillefer, conde de Angulema, tenía fama de anfitrión fastuoso y hospitalario. Y esa noche nadie quiso perderse el festejo, porque era, ciertamente, un día muy importante. Acababa de empezar el año 1200 y, al día siguiente, Aymar casaría a su hija Isabel, de quince años, con el más valiente, poderoso y amable de los grandes señores feudales de los alrededores: Hugo de Lusignan, conde de la Marche. ¡Además, se rumoreaba que el nuevo rey de Inglaterra y duque de Guyena, Juan (al que durante tanto tiempo habían apodado Juan sin Tierra), llegaba desde Burdeos, su ciudad, para asistir a esa boda!

El grupo más ruidoso rodeaba al feliz novio. Estaban el señor de Taillebourg, Geoffroy de Rancon, Renaud de Pons, el caballero-poeta Savary de Mauléon y Eudes de Marsillac, pero Hugo de Lusignan era el más alto de todos. Era casi un gigante y su fuerza era proverbial. Con su cabello negro y su piel oscura, pero con ojos del color del cielo, el novio era sin la menor duda un joven magnífico, y a nadie le sorprendió que Isabel de Angulema lo hubiera elegido a él, entre sus muchos pretendientes.

Porque esa damisela de quince años había impuesto su elección, un año atrás, con una firmeza increíble en una muchacha tan joven. Pero Isabel sabía perfectamente lo que valía y lo que quería.

–Soy la más bella. Me casaré con el más bello, y el más poderoso también…

Y, aparentemente, era lo que estaba por hacer. Por otra parte, a nadie le llamaba la atención su orgullosa afirmación, y menos aún cuando apareció, anunciada por los sonidos de las trompetas, en la gran sala de los banquetes. ¡Jamás se había visto una joven tan bella! Alta, delgada, flexible, con sus formas ya afirmadas, Isabel tenía un rostro altanero y encantador. Una masa de cabellos de oro destacaba el verde de sus ojos, y su andar estaba lleno de altivez y de gracia al mismo tiempo: un magnífico animal de raza, que llevaba con una perfecta soltura la pesada vestimenta de brocado verde y las joyas casi bárbaras que la adornaban. El murmullo de admiración que saludó su entrada le arrancó una leve sonrisa y, deteniéndose un instante en el umbral, paseó por los presentes una mirada a la vez satisfecha y crítica, que se detuvo en la alta silueta de su prometido.

Él se apartó del grupo de los jóvenes señores y fue hacia ella, con una llama de alegría en los ojos. La pasión que exhibía le gustaba a Isabel. Le encantaba mantener a raya a ese gran animal salvaje que para ella tenía zarpas de terciopelo y se inclinaba a sus pies, mirándola con adoración. Cuando él le tendió su puño para que apoyara su mano, la joven le sonrió con una especie de indulgencia. Esa era la base principal de sus sentimientos hacia su novio: una indulgente ternura. Ya no sentía la pasión de los primeros tiempos. Un año antes, Isabel había amado a Hugo, impacientemente…

Por desgracia, muchas cosas habían cambiado en ese año y, ahora, Isabel ya no estaba tan orgullosa como antes de casarse con Hugo de Lusignan. Un año atrás se había producido la gran rebelión de los feudales contra su suzerano, el rey de Inglaterra. Pero ese rey era Ricardo Corazón de León, que les había hecho morder el polvo a sus barones sublevados. Entró como vencedor a Angulema y todo hubiera sido peor de no haber intervenido el rey de Francia, Felipe Augusto. Ante la amenaza del Capeto, Ricardo había aceptado negociar. Pero, poco después, la flecha de un arquero terminó con su vida, en Châlus. Sin embargo, para Isabel, la humillación permaneció intacta. Hugo, como Aymar, el padre de ella, ya no eran señores derrotados que le debían al rey de Francia seguir con vida y en posesión de sus bienes. ¡Ella soñaba con un imperio!

Por eso, sin verdadera alegría, aunque sin demasiada tristeza, se dejó casar con el hombre que ella había elegido. Una sola cosa consolaba su orgullo herido: pronto llegaría el rey de Inglaterra, y al día siguiente, ¡él mismo la llevaría al altar! Esta compensación era muy frágil y mundana, pero calmaba un poco las heridas invisibles.

Isabel no tuvo que esperar demasiado tiempo. En cuanto terminó de saludar a los invitados de su padre, sonaron las trompetas y un heraldo engalanado de oro anunció al rey Juan. La multitud se formó de inmediato en dos filas, preparada para hacer sus reverencias, mientras Isabel, su padre y su novio se adelantaron para recibir al visitante real.

Al verlo aparecer, Isabel contuvo una mueca de decepción. A los treinta y tres años, Juan sin Tierra tenía un físico agradable pero nada más, y en todo caso, no podía compararse en absoluto con el de Lusignan. Además, estaba demasiado gordo y su aspecto ladino y su mirada falsa no predisponían en su favor. Pero era rey y, para la ambiciosa joven, ese prestigioso título le daba un aura incomparable. ¿Qué importaba que fuera un usurpador, que hubiera expoliado a su sobrino, el joven Arturo de Bretaña, heredero legítimo de la corona inglesa, o que hubiera repudiado a su esposa, Isabel de Gloucester? ¡Era rey! Y la profunda y graciosa reverencia de la joven reflejó esa convicción. Una mano se tendió para levantarla.

–¡Dios no permita que usted se incline a mis pies cuando yo debería estar a los suyos!

–¡Sire, le hace usted un gran honor, sin duda, a su humilde súbdita!

–¡Humilde súbdita! Por Dios, señorita, alguien que tiene su belleza no es súbdito de nadie: ¡simplemente reina y los demás se inclinan!

Roja de orgullo, Isabel aceptó la mano que le ofrecía el rey y se dejó conducir por él hasta la mesa. Con una expresión levemente preocupada, Hugo de Lusignan caminó detrás de ellos, junto con Aymar Taillefer, y los demás los siguieron.

Durante toda la cena, Juan abrumó a Isabel susurrándole palabras al oído que la hacían ruborizar y sonreír, con miradas intensas y roces de manos sobre el mantel. Sentado en su lugar, Lusignan palidecía, enrojecía y crispaba sus puños, conteniendo como podía su impotente cólera. Cuando terminó el banquete, el sudor perlaba la frente del novio, pero Isabel no pareció notar su ira. Le sonreía, con su más radiante sonrisa, al rey Juan.

Finalmente, este se retiró a sus aposentos con su séquito y Hugo pudo reunirse con su novia. No contuvo más tiempo su disgusto.

–La verdad, Isabel, al verte, nadie diría que mañana serás mi esposa. ¡Más bien se pensaría que tu prometido es el rey!

–¿Estás celoso? ¡Qué tontería! ¡No se puede estar celoso de un rey! ¡Él es el amo, él manda y se lo obedece! ¿Cómo podía mostrarme desagradable con él? ¡Es nuestro huésped!

–¡Lo sé! Sé todo eso igual que tú. Pero ¿tenías que sonreírle tanto? ¡Por Dios! ¡Te devoraba con los ojos y tú te dejabas devorar, según me pareció!

Isabel sonrió entrecerrando los ojos.

–¿Qué mujer puede resistirse a un homenaje sincero? –dijo suavemente–. Y con más razón si se trata de un rey. Ahora me retiraré, Hugo. Es tarde y quiero estar muy hermosa mañana.

–Puedes estar tan hermosa como quieras, Isabel –murmuró sombríamente el joven–, ¡pero solo para mí! ¡La verdad es que a veces querría ver en ti algún defecto!

–Sigues diciendo tonterías. Si yo fuera fea, no me habrías amado.

Isabel se dirigió hacia la puerta para reunirse con sus damas de honor. Su prometido la retuvo.

–¡No te vayas así! Al menos… dime que me amas.

Los ojos verdes de la joven mostraron un brillo burlón.

–¡Me caso contigo, Hugo! ¿No es la mejor respuesta?

Al día siguiente, toda la ciudad estaba engalanada. Había sedas y telas finas colgadas en todas las ventanas, llenando las fachadas de colores vivos. Las calles estaban colmadas de personas alegres vestidas de fiesta que, en las cercanías de la catedral de San Pedro, recientemente inaugurada, se convertían en una multitud densa, que los hombres armados apenas podían contener. Por las grandes puertas abiertas, se veía el coro, en el que ardía una gran cantidad de cirios y aguardaba el clero.

Cuando finalmente apareció el cortejo, a caballo, una prolongada ovación subió hacia el cielo, azul como en los más hermosos días de verano. Estaba dedicada a la vez al conde Aymar, a la belleza de Isabel, brillante de oro y piedras preciosas, y al rey Juan, que llevaría al altar, como su suzerano, a la hermosa novia. Hugo de Lusignan había quedado en un segundo plano. Él era solamente el novio.

Al sonido de las trompetas, se apearon frente a la iglesia y Juan, tomando a Isabel de la mano, la condujo por el camino cubierto de flores frescas que llevaba del pórtico al altar. Al mismo tiempo, estallaron los coros. La mano de Isabel temblaba en la mano de Juan. La joven no veía la brillante multitud que la rodeaba: solo miraba a ese rey que sostenía su mano. En ese instante, se sentía reina y hubiera querido que la marcha hacia el altar durase una eternidad… ¡Cómo lamentaba no haber conocido al rey inglés antes de comprometerse tontamente con Hugo! ¡Por más que fuera un Lusignan, no era más que un vasallo! ¡Poca cosa al lado de un soberano! Y los ojos de Juan le decían todo el tiempo, desde el día anterior, que ella le gustaba.

Al llegar al pie del altar, Isabel alzó hacia el príncipe una mirada llena de arrepentimiento. Pero, en vez de soltar su mano para dejarla en la mano de Hugo, Juan sin Tierra la apretó con más firmeza y dirigiéndose al obispo que se acercaba a ellos, le dijo con audacia:

–¡Cásanos, monseñor! ¡Declaro aquí mi voluntad de tomar, de inmediato, a esta joven como esposa!

El alboroto que estalló impidió que se oyera lo que dijo el atónito prelado. Sonó un doble grito detrás de la pareja: el del conde Aymar y el de Hugo. El joven dio libre curso a su furor mal contenido desde la víspera y se abalanzó sobre Juan. Lo contuvieron justo cuando estaba por golpear el rostro real. Sin embargo, Juan no parecía particularmente molesto. Cuando el conde Aymar intentó decirle que esa boda no podía llevarse a cabo, respondió altanero:

–Tú eres mi vasallo, como tu hija. Ambos me pertenecen y me deben obediencia ciega. Quiero a Isabel y la tendré, ¡incluso por la fuerza!

–¡Isabel! –gritó Hugo, desesperado–. ¡Dile que me amas, que no quieres ser suya!

Pero la joven, fascinada, creía vivir un sueño. ¡Era tan maravilloso ver de pronto que su deseo profundo se hacía realidad! ¡Una palabra, una pequeña palabra, y sería reina! Desviando la mirada para no ver el rostro torturado de Hugo, respondió:

–¡No, Hugo! Si el rey me quiere, ¡es a él a quien deseo pertenecer!

El insulto que le lanzó Lusignan terminó en un sollozo. Atravesando la multitud a toda velocidad, como un oso furibundo, el joven hombre se precipitó a la salida, seguido por sus amigos y sus sirvientes. Entonces, el rey se volvió hacia el obispo, que aguardaba, petrificado. Le sonrió.

–¡Vamos! ¡Rápido! ¡Cásanos!

Comenzó el oficio. Nunca se habrá visto una misa de bodas más lúgubre. La asistencia murmuraba, indignada, por simple solidaridad local. Todos, salvo los ingleses, por supuesto, sufrían el insulto que se le había infligido a Lusignan. El conde Aymar no se atrevía a alzar la vista. En cuanto al obispo, celebró la boda tan rápido como pudo.

Tras la última bendición, Juan volvió a tomar la mano de Isabel y le dijo a Aymar :

–Ahora tu hija es mía, conde Aymar. ¡Y me la llevo de inmediato! ¡Adiós!

Arrastrando a la muchacha, llegó hasta el pórtico, seguido por sus sirvientes, que como una guardia, cerraron filas detrás de la pareja. Mientras tanto, la multitud silenciosa, estupefacta, esperaba. No hubo ni gritos ni aclamaciones. Todas esas personas habrían preferido mil veces que su bella damisela se casara con un joven del lugar, antes que con ese extranjero ladrón. Pero a Juan no le importaba. Subió a Isabel sobre su caballo, saltó sobre la montura y partió al galope. La multitud se abrió de inmediato para que no la atropellaran y los ingleses pasaron raudamente a través de ella. Levantando una nube de polvo, el grupo se alejó por la ruta del norte. Juan llevó a su presa al castillo de Chinon.

Apoyada en el hombro grueso de quien era ahora su marido, Isabel cerró los ojos, abandonándose a la embriagadora idea que la invadía. No le importaba el escándalo, ni siquiera le importaba haber tenido que abandonar a los suyos: ¡era reina! ¡En poco tiempo más, sería coronada y reinaría sobre un gran país! No tuvo un solo pensamiento para Hugo, a quien había amado tanto. ¡Sería reina!

Primero en Chinon, después en Normandía y finalmente en el palacio de Westminster, la luna de miel proseguía… ¡interminable! Pronto, Isabel empezó a pensar que el papel de mujer casada podía ser particularmente opresivo.

En efecto, el amor que Juan sentía por ella era de los que no dan tregua ni reposo. Durante días y noches, la mantenía encerrada con él en su habitación, abrumándola con una pasión que parecía insaciable. Y cuando, a veces, aceptaba la vida pública normal de una pareja real, se mostraba tan celoso que Isabel ni siquiera se atrevía a mirar a otro hombre a los ojos

–¡Si alguien posa su mirada en ti, lo haré perecer entre los más terribles suplicios! –afirmaba en forma tan salvaje que Isabel se estremecía.

–¿Para qué serviría? –decía ella entonces–. Es normal que se mire a una reina. Lo importante es que ella no mire a ninguno de sus súbditos. ¿Y cómo podría yo hacerlo, siendo tu esposa?

A decir verdad, su corazón ya no estaba allí y cuando recibió la corona real, en el mes de octubre, Isabel solo soñaba con emanciparse lo antes posible de la tutela marital. En el amor, basado en el orgullo, que sentía por su marido, la atracción física ocupaba un lugar muy pequeño. Y ese lugar disminuyó aún más cuando comprendió con qué clase de hombre se había casado.

Falso, cruel y cobarde, Juan no tenía ninguna de las cualidades que debía tener un rey. Cuando debía enfrentar algún asunto complicado, corría a refugiarse a la cama de su esposa y buscaba olvidar los problemas en sus caricias. Si los barones poitevinos que se habían rebelado, respondiendo a Hugo de Lusignan, no lograron destruir su poder continental, fue únicamente gracias al valor de las tropas y de los gobernadores que había dejado en su feudo francés.

Derrotado, pero no satisfecho, Hugo de Lusignan no se resignó. En su feudo normando, Juan era vasallo del rey de Francia. Hugo recurrió al Capeto y Felipe Augusto intimó a Juan a comparecer ante la Corte de los Pares de Francia. Pero Juan no lo hizo, a pesar de los reproches de Isabel, que veía las cosas de una manera totalmente distinta y hubiera querido verlo entrar como vencedor en el palacio de París.

–¡Vaya a enseñarle al Capeto que es usted rey, mi señor! ¡Vaya a París con su ejército y veamos quién es el mejor!

–Esto tiene muy poca importancia, amor mío. Dejemos gritar a Felipe: se cansará… Por otra parte, dicen que Lusignan acaba de contraer matrimonio. Este asunto no prosperará.

A su pesar, Isabel sintió que palidecía. ¿Hugo, casado? En el fondo de su alma, había imaginado que su amor por ella lo preservaría durante toda su vida de otras mujeres. Y descubrió que los recuerdos del pasado estaban más arraigados en su corazón y eran más crueles de lo que había creído. Por un instante, evocó la alta silueta de Hugo, su rostro, su voz ruda que sabía volverse dulce cuando pronunciaba su nombre. ¡Cómo la había amado! Y ahora le decía a otra las palabras de amor cuyo recuerdo guardaba Isabel, cada día más nostálgica. A otra estrechaba entre sus brazos al llegar la noche, mientras que la reina de Inglaterra debía someterse interminablemente, como una esclava de harén, a un amor demasiado conocido, que se había vuelto fatigoso.

Fue aún peor cuando, citado nuevamente para comparecer por el asesinato de su joven sobrino Arturo de Bretaña, Juan se negó, una vez más, a ir a París. Ni siquiera lo convenció para trasladarse la noticia de que Felipe Augusto estaba por iniciar una guerra. Poco después, el rey Capeto le arrancaba sus feudos del norte de Francia y, en 1204, Château-Gaillard, la fortaleza de Les Andelys que había sido el orgullo de Ricardo Corazón de León, cayó ante el rey de Francia, con toda la Normandía.

–Usted no es un rey –le lanzó Isabel, furiosa, a su marido–. ¡Ni siquiera un hombre!

–¿Qué importan esas tierras francesas que Felipe Augusto habría recuperado de todos modos, un día u otro? –replicó Juan–. ¡Nos quedan tantas todavía para ser felices!

Ese lenguaje no podía gustarle a la hija de Aymar Taillefer. A pesar de sus defectos, Isabel poseía esa valentía que tanto le faltaba a su esposo. Y aquella noche, por primera vez, cerró su puerta con llave.

Pero otra mujer sufriría por la incuria de Juan, en una forma tan cruel que moriría por ello. Su madre, la vieja reina Leonor de Aquitania, a la que habían apodado “Águila de dos coronas”, falleció de pena y se reunió con el Corazón de León bajo las bóvedas angevinas de la Abadía de Fontevrault.

¡Pero Juan solo pensaba en el lecho de Isabel! Todas las noches, el apartamento real se convertía en el escenario de una tragicomedia.

–¡Abra, señora, si no quiere que haga echar la puerta abajo!

Furioso, Juan gritaba de este modo frente a la puerta cerrada de su esposa. Con su deseo frustrado, estaba dispuesto a cometer los peores excesos, pero la fría voz de Isabel le llegaba, inmutable, a través de la pesada puerta.

–¡Vaya a reclamarle sus tierras a Felipe de Francia! Solo después le abriré.

–¡Le digo que la haré derribar!

–¡Hágalo! Quedará aún más en ridículo. Y no le servirá de nada. ¡Porque prefiero morir antes que pertenecerle por la fuerza!

Derrotado, el rey abandonaba la partida, al menos por esa noche. Pero al día siguiente se quejaba amargamente frente a la joven por su actitud.

–No puede rechazarme, Isabel. ¡Soy su esposo y tengo todos los derechos!

–¡Mi esposo es rey de Inglaterra, duque de Normandía y otras tierras que usted ya no posee! Usted no es mi esposo.

Planteada de esta manera, la discusión era imposible, pero, como todas las noches se repetía esa escena, Isabel decidió irse de viaje. Hizo los preparativos discretamente y una noche se embarcó hacia Francia con algunas personas de su séquito. Solo quedó un chambelán, encargado de decirle al rey que su esposa viajaba a Angulema, pues la había llamado su padre, y que desde allí iría a Burdeos.

Isabel se sintió feliz de regresar a su casa de Angulema. Aymar Taillefer amaba demasiado a su hija como para guardarle rencor por su huida. La ciudad se engalanó para recibir a la joven y se organizaron festejos a los que asistió toda la nobleza de los alrededores. Solo faltó un hombre, quizás el único hombre al que, secretamente, Isabel deseaba volver a ver.

Pero era muy bueno sentirse joven, libre y más bella tal vez de lo que había sido nunca. Su rostro y su cuerpo, que habían llegado a su plenitud tras dos maternidades, habían adquirido una luz muy atractiva: los hombres se enamoraban de ella por decenas, y en primer lugar, Geoffroy de Rancon, que había aspirado, tiempo atrás, a su mano.

Era un hombre joven y hermoso, más hermoso que Juan y, sobre todo, era infinitamente más valiente. Isabel descubrió en sus brazos que la infidelidad tenía un gran encanto y se dijo que, después de todo, un hombre como Juan no merecía que una mujer como ella se privara de tan dulces placeres.

Convencida de esto, Isabel no vio ningún inconveniente en disfrutar de los amores de otros dos jóvenes: uno de ellos era el poeta Savary de Mauléon, que sabía decir palabras muy románticas. Desgraciadamente, en esa etapa de sus experiencias, Isabel se enteró de que su marido estaba en Burdeos y le pedía que se reuniera allí con él cuanto antes.

Engañar a Juan era una cosa, romper con él era otra. Estaba esa corona de Inglaterra, que a la joven le importaba tanto. Además, el conde de Angulema empezó a notar que su hija se comportaba con demasiado desparpajo. De modo que Isabel partió… pero unas dos semanas después del llamado de su esposo.

Sabía perfectamente lo que hacía. En vez de recibirla con reproches, Juan se mostró tan feliz de volverla a ver –¡había temido perderla para siempre!– que la recibió con los brazos abiertos y hasta le pidió perdón por haberla decepcionado. Esa noche, Isabel, magnánima, aceptó abrirle su habitación. Y Juan, loco de felicidad, olvidó todo lo que no fuera su amada reina.

Al volver a Inglaterra con su esposo, Isabel no vio ninguna razón para no proseguir las agradables experiencias que había comenzado en Angulema. Siempre había conocido su poder sobre los hombres, pero encontró un singular placer en hacer uso y abuso de ese poder. En cuanto a su esposo, aunque le permitió atravesar el umbral de su dormitorio con frecuencia, también le hizo entender que dormiría sola cuando quisiera hacerlo. Y Juan, más enamorado que nunca, se sometió, por miedo de que volviera a huir. ¡Cualquier cosa antes que volver a sufrir esa larga ausencia, esa desaparición de su estrella adorada!

Entre todos los hombres que se rendían ante su belleza, Isabel distinguió al bello conde de Coventry y no le costó ningún trabajo convertirlo en su amante. Cuando no se encontraba con él en un pequeño castillo cerca de Londres, una criada fiel abría discretamente, de noche, la puerta de la habitación real de la que el rey había sido momentáneamente excluido.

Preocupada por no despertar los celos siempre latentes de Juan, Isabel tomaba grandes precauciones. Sin embargo, no fueron suficientes. Una noche, al regresar a su habitación, se encontró con una horrible sorpresa: el conde de Coventry, con las manos atadas a la espalda, estaba colgado del baldaquín de su cama.

La reina debió ahogar su ira. Incluso estaba dispuesta a enfrentar, con orgullo, la ira de Juan. Pero no sucedió nada. Libre de su rival, el rey no le hizo el menor reproche.

La audacia de Isabel aumentó. Reemplazó a Coventry por un hermoso trovero proveniente de Guyena… al que un buen día también encontró colgado del dosel de su cama. Un tercer amante sufrió el mismo destino. Pero Juan nunca dijo nada.

Isabel, desalentada, pensó que lo más fácil era que tuvieran otro hijo…

El desastroso reinado de Juan continuó. Tras una disputa con el papa Inocencio III, Juan fue excomulgado en 1213 y destituido del trono. En 1215, los barones ingleses sublevados le arrancaron la Carta Magna. La humillante firma de ese famoso documento, que rige aun hoy, provocó en el rey ataques de furia. Isabel guardó silencio, pero ella se sentía mil veces más humillada.

Poco a poco, la situación se fue deteriorando. Los barones ingleses, apoyándose en el interdicto lanzado por el Papa sobre el reino, acudieron al rey de Francia, que envió a su heredero, el príncipe Luis, para ceñir la corona inglesa. Juan debió huir a través de su reino, arrastrando con él a una Isabel furiosa. ¡Esta fuga fue tan precipitada que Juan perdió la corona real en los pantanos de Lincoln!

El triste rey buscó entonces un desahogo en los placeres de la mesa y, por supuesto, en los del amor, que Isabel, a decir verdad, le dispensaba con parquedad. Una noche, en Newark, después de una cena copiosa, comió en forma inmoderada una compota de peras marinadas en vino y sidra. Luego sufrió una violenta disentería: ¡una disentería que pudo haber sido menos grave sin la discreta colaboración de la reina! Al día siguiente, el 18 de octubre de 1216, el rey Juan murió, a los cuarenta y nueve años.

Su muerte salvó la corona, que pasó a su hijo mayor. Luis de Francia debió regresar a París, mientras que Isabel, ahora viuda y reina madre, empezó a pensar nuevamente en su hermosa ciudad de Angulema…

Pensaba tanto en ella que finalmente partió. Esta vez, Hugo de Lusignan no rehuyó el encuentro.

¡Veinte años! ¡Veinte años habían pasado cuando por fin se encontraron, frente a frente, la ambiciosa hija de los Taillefer, convertida en reina, y su antiguo novio, tan cruelmente abandonado! Y cada uno de ellos se sorprendió de que el otro siguiera siendo tan parecido a sus recuerdos. A los treinta y cinco años, Isabel mostraba un esplendor inalterado, y en cuanto a Hugo de Lusignan, próximo a los cuarenta años, no solo conservaba su belleza salvaje, sino que se veía aún más vigoroso y atractivo,

–Es como si el tiempo se hubiera detenido –murmuró emocionado–. Parece que fue ayer cuando nos separamos.

Había fascinación en los ojos de Isabel. En ese otoño de 1219, hacía tres años que la reina de Inglaterra era viuda y le había dado la espalda a su reino para volver a ser condesa de Angulema. En primer lugar, porque se alegraba de reencontrarse con su país, con las personas que amaba y el suave clima de la región, y luego, porque en Angulema ella era la dueña, la primera, desde que Aymar Taillefer, su padre, descansaba bajo las nobles bóvedas de la Abadía de la Corona, a las puertas de su ciudad.

En Inglaterra, donde reinaba su hijo Enrique III, Isabel solo era la reina madre, poca cosa, en realidad, según la mirada de la nueva generación. Por eso, por no resignarse a ese papel opaco, inadecuado para su resplandeciente belleza, había viajado a su condado natal, donde el pueblo le prodigó una acogida entusiasta.

Toda la nobleza fue a recibirla con honores. Salvo un hombre, que durante meses se había negado a verla, hasta ese mes de noviembre en el que finalmente apareció, totalmente vestido de negro bajo su armadura adornada con un crespón fúnebre: su esposa, con la que no había tenido hijos, había muerto. Ahora, sin traicionarla, Hugo podía volver a ver a la mujer que nunca había dejado de amar.

Cuando llegó Hugo, la condesa-reina estaba sentada en su trono: ese trono que a Isabel le importaba más que nada en el mundo, para que nadie olvidara que seguía siendo una reina coronada. Al verlo de lejos, ella se puso de pie y fue a su encuentro, a través de la vasta sala, con las manos tendidas, borrando con ese gesto espontáneo las largas horas de nostalgia y dolor.

–¿Esta vez realmente vuelvo a encontrarte? –le preguntó Hugo.

–¿Has podido pensar que realmente me perdiste alguna vez? ¡Jamás te olvidé, Hugo de Lusignan!

Algunos meses más tarde, en la primavera de 1220, en la catedral San Pedro, totalmente engalanada y colmada de flores, Isabel de Angulema, reina de Inglaterra, se casó con Hugo de Lusignan que, de ese modo, adquirió el título de conde de Angulema. Y ningún rey pirata fue a interrumpir la fastuosa ceremonia para llevarse a la bella novia…

En los años que siguieron, Hugo de Lusignan, conde de la Marche y conde de Angulema, conoció por fin la felicidad que tanto había anhelado. Junto a Isabel, tenía un lugar que ningún hombre había tenido jamás, y aunque a la condesa-reina le gustaba, como a todas las altas damas de esa época, rodearse de ministriles y poetas, y tener cortes de amor, el tiempo de las aventuras galantes se había terminado para ella. Desde el día en que se convirtió en su esposa, le fue fiel a su marido. Tuvieron dos hijos.

Tanto en Angulema como en el fuerte-castillo de Lusignan, la vida era agradable, fastuosa y dulce. Tenían las mejores relaciones con Inglaterra, gracias a los tres hijos que Isabel había dejado allí: el rey Enrique, Ricardo, conde de Cornouailles, y Leonor. Sin embargo, la posición política de Hugo era bastante delicada: para Angulema, era vasallo del rey de Inglaterra, pero para su feudo de la Marche, dependía del rey de Francia. Con una gran habilidad, logró mantener el equilibrio entre los reinos rivales… y también manejar la susceptibilidad de su esposa, que apenas toleraba reconocer como suzerano a su propio hijo, pero por nada del mundo quería oír hablar del rey de Francia, Luis IX, ni de su temible madre, Blanca de Castilla. Existía cierta tirantez entre ellos desde que, en 1236, el rey de Inglaterra se había casado con Leonor de Provenza, hermana de la reina Margarita de Francia. Isabel consideraba que la alianza no era digna de ella, pero tuvo que aceptar la situación.

Sus relaciones con su esposo eran bastante extraordinarias, en el sentido de que se parecían a las de un caballero y su dama. Fuera del dormitorio conyugal, donde era el único amo, Hugo le mostraba a su esposa una especie de respeto, de deferencia cortés que destacaba su rango de reina, limitándose por su parte al rango poco glorioso de príncipe consorte. A ese hombre cuyos sentimientos no habían cambiado a través de los años, siempre enamorado de esa mujer, solo le importaba la felicidad de Isabel.

Pero el orgullo de la exsoberana prevalecería una vez más, como en el pasado, sobre el amor y, por una bravuconada insensata y una tonta vanidad, destruiría toda esa felicidad, tan pacientemente edificada.

En 1241, el hermano del rey Luis IX, Alfonso de Poitiers, cumplió veintiún años y tomó posesión de la herencia que le asignaba el testamento de su padre, el difunto rey Luis VIII: los condados de Poitou y de Auvernia. Y naturalmente, el joven príncipe fue, en compañía del rey, su hermano, de su madre y de toda la corte de Francia, a tomar posesión de su feudo y recibir el homenaje de sus vasallos, entre los que estaban Hugo de Lusignan y su esposa. Esto le recordó a la orgullosa Isabel su situación de vasalla. Y, a pesar de la prudente actitud de su marido, se desató en ella una terrible cólera. Lusignan lo notó cuando, al regresar con sus hermanos a sus propias tierras, el joven rey de Francia se detuvo por una noche en el castillo de Lusignan.

Luis IX era sensible a los matices y consideraba importante que se le rindieran los honores correspondientes a su rango. Pero también tenía sentido del humor. Por eso, cuando entró a las salas del castillo, precedido por Lusignan, y vio que no quedaba ni un mueble, ni una colgadura, ni un adorno, ni siquiera una estatua en la capilla, señaló:

–Yo sabía que usted tenía costumbres austeras, en Poitou, pero ¿hasta este punto? ¿No tiene usted un gusto demasiado pronunciado por la sobriedad?

Rojo de vergüenza, Lusignan contempló su casa vacía. No entendía qué había pasado: en su furor, Isabel había vaciado el castillo, trasladando todo a otro lugar. Pero Hugo debía salvar las apariencias, Llamó a su intendente, que llegó de inmediato y se arrodilló frente a él, y le preguntó con dureza:

–¿Qué sucedió? ¿Nos han saqueado los ladrones? ¿Dónde está mi dama?

El hombre temblaba con todo su cuerpo. Lusignan era conocido por su mano pesada y, además, ese joven rey de cabellos dorados y ojos claros se imponía por su sola presencia.

–La condesa… quiero decir, la reina, partió hacia Angulema. Se llevó todo lo que había aquí. Dijo… dijo que lo necesitaba para su palacio.

Profundamente humillado, Lusignan no sabía qué decir, pero Luis IX lanzó una carcajada:

–¡Hizo muy bien! ¡Dios quiera que a nuestra noble prima no le falte nada de lo que necesita, mientras que a nosotros nos bastará un montón de paja para dormir, pan y vino para cenar! No será ni la primera ni la última vez. No se atormente, Lusignan. Las damas tienen todos los derechos.

Lusignan tuvo que tragarse su humillación, y más en ese momento, pues el rey podía suponer que era tan indigente que su esposa debía mudar toda su casa cada vez que viajaba. Por eso, apenas el rey y su escolta se alejaron hacia el Loire, fue a galope tendido hasta Angulema, totalmente decidido a pedirle explicaciones a Isabel. Pero ella no le dio tiempo. En cuanto lo vio, se abalanzó sobre él como una furia y, mostrándole la puerta, vociferó:

–¡Fuera de aquí! ¿Cómo te atreves todavía a presentarte ante mí, cuando recibes con honor a los que te desheredaron? ¡No quiero verte más!

–¿Con honor? –dijo Lusignan amargamente–. ¿Cómo hubiera podido hacerlo? ¡Eres tú quien me humilló vaciando mi residencia! ¿Qué parezco yo? Un miserable que no tiene con qué amoblar dos casas.

–Me da lo mismo. Tu rey no pudo pavonearse en mis posesiones.

–No son las tuyas, me parece, sino las mías, y yo soy tu esposo. En cuando a la manera de recibir al rey, olvidas que es mi suzerano.

–No reconozco otro suzerano que yo misma. ¡Tú eras vasallo de la corona inglesa y yo soy reina!

–¡Lo eras! Y en cuanto al suzerano, prefiero al joven rey Luis, que es prudente y venerado por el pueblo, antes que a tu hijo.

La disputa no terminó allí. Durante tres días, Isabel, encerrada en su habitación, se negó a abrirle su puerta, apelando así a ese antiguo recurso que le había dado tan buenos resultados. Pero, al terminar el tercer día, cambió de táctica, pues comprendió que no era bueno humillar a un hombre como Lusignan. Aceptó volver a ver a su marido y lo hizo llorando. De pronto, Hugo, que no esperaba una manifestación de debilidad en esa mujer que nunca lloraba, se encontró totalmente desarmado frente a ella.

–Isabel –murmuró, conmocionado–. ¿Qué te pasa? ¿Por qué esas lágrimas?

–Porque siempre creí que tú eras ante todo mi defensor, mi caballero de honor, y dejaste que me humillaran si hacer nada para vengarte.

–¿Yo? ¿Yo dejé que te humillaran? ¿Quién te humilló?

–Lo sabes perfectamente. Tu rey y su odiosa madre, cuando fuimos al palacio de Poitiers para saludarlos. ¿No pensaste que, al actuar como lo hice en su visita a Lusignan, tuve buenas razones?

–¿Cómo? ¿Fuiste humillada? ¿Y nunca me lo dijiste? Pero ¿qué sucedió?

–En primer lugar, tuve que esperar tres días para ser admitida en presencia de tu rey y tu reina, y cuando por fin me presentaron, pude ver que el rey, sentado en una gran silla y las dos reinas, sentadas en otras, ni siquiera se pusieron de pie para recibirme, a mí, que soy su igual. No me invitaron a sentarme: me dejaron allí, de pie como una sirvienta, delante de toda la nobleza y todo el pueblo. Y no se levantaron ni cuando entré ni cuando salí, para mostrar el desprecio que sienten por nosotros, tanto por ti como por mí. ¿Y tú habrías querido que yo fuera, de rodillas, a abrirles las puertas de mi casa?

Hugo, espantado, dejó fluir ese torrente amargo que terminó en sollozos convulsivos. Suavemente, se arrodilló junto a su esposa y tomó sus manos.

–¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿Por qué guardaste silencio?

–Porque no quería que corrieras el riesgo de iniciar un conflicto que no deseabas. Pero cuando vi que querías recibir a esas personas, me indigné tanto, me sentí tan desdichada…

Llorando cada vez más, Isabel dejó caer su cabeza sobre el hombro de su marido, que se deslizó junto a ella, sobre el largo banco de madera sobre el que estaba sentada. Guardó silencio por un largo rato. Finalmente, preguntó:

–¿Qué quieres que haga, Isabel? Ordena: sabes que haré por ti todo lo posible y más aún.

–¡Véngame! ¡Si no, lo juro por Dios, nunca más dormirás conmigo! No tenías por qué homenajear al conde de Poitiers, porque tú eres de un linaje tan alto como el suyo, y también eres, como él, de sangre real. ¡Además, eres mi esposo y yo soy reina!

Hugo estaba demasiado confundido, demasiado desconcertado como para notar la repentina claridad, la repentina exigencia de su esposa, tan desesperada un minuto antes. Para él, lo único importante era que Isabel estaba en sus brazos y lo necesitaba. Por eso, inició de inmediato una conspiración contra su suzerano natural. Buscó aliados y los encontró rápidamente entre los señores santongeses o poitevinos que lo rodeaban. Todos preferían al inglés, infinitamente más alejado, y por lo tanto, menos molesto, antes que a ese rey de Francia que bregaba por la grandeza y la unidad de su país. Logró incluso atraer al propio suegro del joven Alfonso de Poitiers, el ambicioso y ávido conde de Toulouse, que en esa aventura solo pretendía recuperar su Languedoc. Pronto se reunió a su alrededor un verdadero ejército, que Isabel contemplaba con una especie de embriaguez. Su brillante estratagema había triunfado y la famosa escena de humillación que le había relatado a su marido y que existía solo en su imaginación había producido el efecto que esperaba.

Con gran regocijo vio partir a su esposo hacia Poitiers, al frente de sus partidarios, para abjurar allí de su vasallaje.

–No lo reconozco como mi señor –le dijo sin ruborizarse Lusignan al joven Alfonso– y le retiro mi fidelidad.

De inmediato, la tropa fue a incendiar las casas que había ocupado, poniendo en peligro a todo Poitiers, y volvió a ocupar sus posiciones.

Triunfante, llena de felicidad y orgullo, Isabel vio desembarcar a su hijo, el rey de Inglaterra, al frente de una minúscula tropa de setecientos caballeros, pero con mucho dinero para solventar la guerra. Llegaba para ayudar a su madre, ignorando los reproches de su propia esposa, que se oponía a una guerra contra el rey de Francia, su cuñado, únicamente para darle el gusto a una mujer vengativa y amargada.

–Pronto entrarás como vencedor a París –le dijo Isabel a su hijo– y ocuparás el lugar que te corresponde por ser el mejor y el más noble.

Estas hermosas predicciones no se cumplirían. El rey de Francia respondió a la provocación enviando veinte galeras a las costas de Aunis para protegerlas del inglés y luego partió él mismo al frente de un poderoso ejército, y tomó el camino de los países rebeldes.

Ante al piadoso soberano cayeron todas las ciudades, todos los castillos de los insurrectos. Hasta Taillebourg le abrió las puertas al joven rey, que estableció su campamento a orillas del Charente. Frente al ejército real, el de los rebeldes, del que Isabel estaba tan orgullosa, hizo un papel lamentable.

Tan lamentable que la condesa-reina pensó que no era deseable enfrentarse en una batalla y pensó en otras formas de vencer. Tenía un mayordomo que siempre le había sido muy leal: lo llamaban Gaucher el Tuerto. Por su reina, ese hombre podía negar a Dios y matar a su madre sin la menor vacilación: ¡lo había demostrado con la indigestión del rey Juan!

–Una sola cosa puede salvarnos de la cólera del rey de Francia –le dijo Isabel–. ¿Sabes cuál es?

–La muerte. Así se hará, si usted lo desea, noble reina. Solo dígame cómo. ¿Espada? ¿Fuego?

–Nada que sea tan visible. Tengo lo que hace falta…

En un pequeño cofre, escondido dentro de otro más grande, tomó un paquete bien envuelto en plata y se lo tendió.

–Aquí hay un veneno que mata sin misericordia y sin que la víctima tenga tiempo de quejarse. Acércate al rey, arréglate para entrar en su intimidad y dale este polvo.

Gaucher el Tuerto tomó el paquete envuelto en plata, saludó y se retiró. Al llegar la noche, se dirigió al campamento real, con un primo, su cómplice habitual, a quien había puesto al tanto del plan. Se repartieron el veneno, pensando que dos asesinos valían más que uno solo.

Pero el rey estaba bien protegido. El amor y el respeto de sus súbditos velaban mejor por él que un ejército entero. El aspecto dudoso de los dos hombres sorprendió, y luego preocupó. Finalmente, los arrestaron. Les encontraron el veneno y la tortura hizo el resto. Confesaron que la reina Isabel los había enviado para envenenar al rey de Francia.

Poco tiempo después, Luis IX derrotó por completo a sus enemigos y Lusignan, horrorizado por lo que le había hecho hacer Isabel, pensó en someterse. A pesar de los gritos y la furia de su esposa, a quien debió encerrar en sus aposentos para que no se tentara de matarlo a él, le encargó a su amigo Pedro de Dreux, conde de Bretaña, que hablara en su nombre:

–Mi señor rey –dijo este último–, su hombre, el conde de la Marche, que confiesa haberlo ofendido grandemente, se encomienda, no a su justicia, sino a su clemencia.

Luis IX no conocía el rencor. Aceptó perdonar a Lusignan, pero con condiciones: entregaría sus plazas fuertes y, en cuanto a los feudos que aún estaban en su posesión, le rendiría nuevamente un homenaje de vasallaje al conde Alfonso de Poitiers, su legítimo señor. Además, el día en que rindiera, públicamente, como lo ordenaba la costumbre, el homenaje en cuestión, la condesa-reina, culpable de lesa majestad, también debería expresar, delante de todos, su sumisión.

–¡Ella nunca lo aceptará! –gimió Hugo al enterarse de esas condiciones–. Preferirá morir…

–Entonces dígale que eso le sucederá –respondió Pedro de Dreux–. Porque el rey aún tiene en prisión a los dos miserables enviados por ella para envenenarlo. Si ella se niega a someterse, en condiciones bastante suaves, realmente, para una vasalla que planeó la muerte de su suzerano, perecerá, sin duda, pero en una forma más ignominiosa y en manos del verdugo.

–Está bien –suspiró el pobre marido–. Se lo diré.

El 1º de agosto de 1242, el campamento real estaba instalado en una pradera, a orillas del Seugne, cerca de la ciudad de Pons. Habían puesto alfombras sobre la hierba verde, ricas colgaduras adornaban las tiendas, innumerables oriflamas danzaban bajo el sol y sobre la cabeza del rey brillaba la corona con flores de lis. Un instante más tarde aparecerían los señores rebeldes y, uno por uno, declararían ante él su sumisión, renovando su voto de vasallaje.

Aparecieron, agobiados de vergüenza, y apenas osaron levantar la cabeza en el momento de ponerse de rodillas. Con una palabra, el rey les devolvió al mismo tiempo la estima por sí mismos y el gusto de vivir, porque practicaba, mejor que nadie, la virtud del perdón y, como un verdadero caballero, sabía cuánto le costaba al orgullo humano la palabra de sumisión. Pero no era a ellos a quienes esperaba la gran multitud que se había reunido allí para esa circunstancia, ni tampoco a ese gran Lusignan que, rodeado por sus dos hijos, había sido el último en hincar su rodilla.

Finalmente, llegó ella, la reina vasalla que, por odio y exceso de orgullo, había querido descender hasta el crimen. Vestida con una larga túnica de lana negra, sin adornos ni joyas, con el cabello suelto bajo un velo de duelo y el rostro descompuesto. Se hizo un silencio.

Erguida, con los ojos muy abiertos, caminó con paso de autómata hacia el trono, donde la esperaba el rey. En su pálido rostro, sus ojos verdes resplandecían con un fulgor afiebrado. Esta vez no quedaba nada de sus gracias de juventud ni de ese brillo soberano que, durante tantos años, había hecho que los hombres se inclinaran a sus pies. No era más que una mujer vencida que, desesperadamente, deseaba morir allí mismo, fulminada, antes de realizar los gestos que le exigían.

Pero no. El cielo no se apiadó de Isabel. Un paso, otro paso, otro más… y llegó al pie del trono. Entonces, lentamente, en medio de un silencio de muerte, Isabel de Angulema inclinó la cabeza. Sus piernas se doblaron y, pesadamente, cayó de rodillas frente a ese hombre al que había querido asesinar.

Pero ningún sonido salió de sus labios pálidos. Destrozada por la presión impuesta a su insensato orgullo, Isabel fue incapaz de pronunciar las palabras de sumisión. Rompió en llanto y ocultó su rostro entre sus manos temblorosas. Entonces, el rey se puso de pie y descendió de su trono.

La reina vencida sintió que dos manos tomaban las suyas y una voz suave decía, en un tono lleno de piedad:

–No hay pecado tan grande que no pueda perdonarse, prima, cuando el corazón muestra una gran contrición. Su dolor me conmueve en lo más profundo. Venga y ubíquese entre las damas, que la reconfortarán, porque deseo que ya no existan aquí vencedores ni vencidos, sino solamente habitantes de un mismo reino y servidores sometidos al Señor Dios.

Pasmada, Isabel no daba crédito a sus oídos. Esperaba palabras duras, incluso burlas, una pena de prisión quizás. Por primera vez, al atreverse a mirarlo con ojos no cegados por el odio, vio que los ojos azules del rey estaban llenos de luz. Él le sonrió.

–¿No sabe usted que quien se rebaje en este mundo será exaltado en el otro? En adelante, vivamos en paz, prima, y olvidemos todo.

Pero Isabel no podía olvidar. Su corazón lacerado era capaz de entender la grandeza y la piedad del rey Luis, pero no podía olvidar que debía esa piedad a los que, según ella, no habían sabido defenderla. Lo dio a entender esa misma noche.

Cuando Hugo de Lusignan fue a preguntarle cuándo quería regresar a Angulema, ella desvió la vista y declaró, con dureza:

–Nunca más regresaré a Angulema. ¡Aquí nos separamos para siempre, Hugo!

–¿Qué quieres decir?

–Que después de este día, no quiero correr el riesgo de encontrar uno solo de los rostros que vi aquí. Iré al único refugio en el que solo deberé inclinar la cabeza ante el único soberano que reconozco, el único lugar en el que una reina de Inglaterra puede hallar la paz del alma y el respeto por sí misma: la abadía de Fontevrault.

Nada pudo disuadir a la despiadada criatura. Sin ver las lágrimas de su marido y sus hijos, partió esa misma noche, con una pequeña escolta, hacia la rica abadía en la que dormían sus grandes predecesores Leonor de Aquitania y Ricardo Corazón de León. Allí, el silencio augusto de las piedras benedictinas se cerró sobre el corazón herido para siempre de la reina vasalla. Allí moriría, sin consuelo, tres años más tarde.

Al hombre que la había amado toda la vida hasta los límites de lo imposible, solo le quedaba un camino a seguir: el camino ofrecido por el rey, el santo coronado que le había revelado su grandeza y su misericordia.

Hugo de Lusignan partió a la cruzada y murió como un héroe frente a Damieta, en Egipto. Pero antes de exhalar su último aliento, le hizo jurar a su hijo menor, que lo acompañaba, que llevaría su cuerpo a Angulema. Como no podía reunirse con su amada bajo las bóvedas reales de Fontevrault, quiso que su cuerpo reposara en la tierra natal de Isabel. Y allí, en la Abadía de la Corona, cuyas ruinas aún subsisten a la entrada de Angulema, espera Hugo de Lusignan la eternidad.

Asesinas por el puñal o el veneno

Подняться наверх