Читать книгу Asesinas por el puñal o el veneno - Juliette Benzoni - Страница 11

La basilisa (956)

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La taberna de Crátero, el laconio, estaba situada en la parte más miserable del barrio Zeugma, en Bizancio, cerca del acueducto de Valente, pero su negocio iba bien. Seguramente Crátero era tan ladrón como los demás taberneros de la ciudad, pero su vino griego era bueno y su hija, Anastasia, una verdadera maravilla. La palabra no es demasiado fuerte: la muchacha tenía apenas dieciséis años, una piel dorada, más lisa que mármol bien pulido, enormes ojos verdes rasgados, labios rojos y carnosos, siempre entreabiertos, que eran una permanente invitación al beso, y un cuerpo que podía despertar los celos de la propia Afrodita. Además, de cada uno de sus gestos emanaba una gracia sensual a la que ninguno de los que se le acercaban podía sustraerse. Por eso, Crátero, prudente y calculador, no mostraba a menudo a la bella adolescente. Aunque todas las noches se reunían en su taberna muchos clientes, muy pocos tenían el privilegio de que les sirviera Anastasia. Su padre la reservaba para algún hombre adinerado dispuesto a pagar por ese esplendor su precio real, es decir, muy caro.

Una noche, Crátero se disgustó al ver entrar a un grupo de hombres, porque se disponía a cerrar, pero el aspecto de los recién llegados le hizo cambiar de opinión. Eran cinco y estaban envueltos en gruesos abrigos negros, pero el tabernero vio que debajo brillaba el oro. Fue a limpiar su mejor mesa y les preguntó:

–Nobles señores, ¿qué puedo servirles?

Uno de los hombres, que mostraba un rostro duro bajo la capucha de su abrigo, contestó con arrogancia:

–Tu mejor vino… ¡servido por la muchacha más bella de tu taberna!

–Enseguida, señor.

Crátero corrió a buscar el vino, pero, al llegar frente a la pequeña puerta que llevaba la bodega, se detuvo, pensativo. Esos hombres parecían ricos y su actitud mostraba a las claras que pertenecían a la nobleza. Muchos nobles iban a embriagarse a su taberna. ¿Estos serían dignos de que fuera a despertar a Anastasia? ¿Cómo saber si eran esa clase de señores de alcurnia a los que deseaba mostrar a su adorable hija? Oculto detrás de las tablas de cedro mal ensambladas, observó a sus clientes…

De pronto, su rostro ladino enrojeció de emoción y se frotó los ojos para asegurarse de que no soñaba. Sentados a la mesa, los cinco hombres habían dejado caer sus capuchas. Reconoció al más joven, el que ocupaba el centro de la mesa, por haberlo visto recientemente en una carrera de carruajes en el hipódromo.

Sin vacilar, llamó a su ayudante, le ordenó que sacara un gran recipiente de su mejor vino de Chipre y subió hasta la habitación de su hija. Anastasia dormía profundamente, pero la sacudió con energía.

–¡Rápido! ¡Levántate y ponte tu mejor túnica! ¡El hijo del emperador está aquí!

Anastasia abrió grandes los ojos adormilados y gruñó:

–¿El hijo del emperador? ¡Estás loco, padre! ¡Otra vez bebiste demasiado!

–¡Si no te despiertas al instante, voy a buscar el látigo! Sé lo que digo, y digo que el príncipe Romano está abajo y pidió vino, servido por la muchacha más bella de la casa.

Esta vez, Anastasia entendió y ya no dudó. Se levantó rápidamente, corrió a abrir un baúl y sacó el único vestido de seda que tenía. Se lo estaba poniendo cuando se oyó un gran alboroto proveniente del piso inferior. Crátero se precipitó a la escalera.

–¡Se están impacientando! –le gritó a su hija–. Tienes un minuto para bajar. Si no, te curtiré la piel de tal manera que no te quedarán deseos de gustarle a nadie.

Abajo, en efecto, los visitantes se impacientaban y se aprestaban a irse. Crátero, deshaciéndose en sonrisas, les dijo:

–Pensé que solo mi hija era digna de servir a sus señorías y fui a despertarla. Perdonen esta demora de una joven… ¡La coquetería!

Como por arte de magia, el tumulto se serenó y el tabernero sorprendió la mirada que intercambiaron el príncipe y el hombre que había hablado en primer lugar. Se alegró, convencido de no haberse equivocado: seguramente habían oído hablar de su hija.

Un minuto más tarde, apareció Anastasia y los visitantes olvidaron a su padre. Lenta, graciosa, con un cántaro de vino al hombro y copas en la mano izquierda, avanzó hacia ellos con una sonrisa. De pronto, se hizo un silencio en la taberna: todos los hombres presentes contuvieron el aliento, pues jamás habían visto una muchacha tan bella. La fina tela de su túnica seguía las curvas de su cuerpo, sus ojos del color del mar brillaban bajo la masa reluciente y negra de los cabellos que caían en gruesos bucles más allá de su cintura, acariciando sus hombros desnudos.

Casi sin darse cuenta, petrificado ante tanta belleza, el príncipe se puso de pie y apoyó las dos manos sobre la madera rugosa de la mesa, mientras la miraba acercarse. Por su parte, Anastasia lo devoraba con sus ojos, agradablemente sorprendida al ver a ese hermoso joven que apenas tendría dieciocho años. Alto, ancho de hombros, erguido como un ciprés, tenía magníficos ojos negros, una piel fresca y rasgos regulares. Todo su aspecto proclamaba a un joven acostumbrado desde siempre a los ejercicios violentos: seducida, Anastasia quiso gustarle.

No tardó en comprender que lo había logrado. Mientras colocaba los vasos sobre la mesa y servía el vino, sentía la obstinada mirada del joven sobre ella. Le sonrió tímidamente y se disponía a retirarse cuando él la retuvo tomándole el brazo con su mano. Le preguntó:

–¿Cómo te llamas?

–Anastasia, señor.

–¡Eres muy bella, Anastasia!

–¡Y tú, señor, eres muy bueno!

Eso fue todo. La joven se alejó tan lentamente como había entrado y, mientras estuvo visible, el joven Romano la siguió con la mirada. Luego se volvió hacia uno de sus compañeros:

–Tenías razón, Teodoro. Es Afrodita y Artemisa en una sola mujer. ¡Nunca más podré olvidarla!

De inmediato, el eunuco Teodoro, preceptor del príncipe, le preguntó:

–¿Qué ordenas, señor? Di una palabra y la raptaremos esta misma noche. Dentro de una hora, estará en tu lecho…

Pero Romano meneó la cabeza:

–No. No es así como la quiero. Tengo una idea mejor. ¡Ven! ¡Salgamos!

Abandonaron la taberna de inmediato, mientras Crátero contaba el oro de la bolsa que, al irse, Teodoro, con un gesto indiferente, le había arrojado.

Algunos días más tarde, los mensajeros del emperador Constantino VII salieron del palacio sagrado y partieron al galope en todas direcciones para anunciar a todas las provincias del imperio la decisión del basileus. Había llegado el momento de elegir una esposa para el joven heredero del trono y los emisarios debían reunir a las muchachas más hermosas del país para someterlas a la elección del príncipe. Así lo dictaba la costumbre: cuando un príncipe no estaba comprometido con una princesa extranjera, seleccionaban para él, con el mayor cuidado, unas tres o cuatro mil candidatas entre las más bellas de sus súbditas para que pudiera elegir. No se consideraban ni el rango ni la fortuna: solamente la juventud, la belleza y la salud.

Constantino VII había dado esa orden por pedido expreso de su hijo, feliz al ver que, por una vez, pensaba más en el matrimonio que en sus placeres. Ignoraba que el príncipe ya había elegido y que montaba esa gigantesca comedia para salvar las apariencias. Por intervención de Romano, ya habían sacado a Anastasia secretamente de la taberna de su padre; la llevaron a una casa de la ciudad, en la que el emisario del emperador la “descubrió”, como por casualidad.

Llegaron mujeres jóvenes desde todos los puntos del imperio, y las instalaron en el palacio de la Magnaura, donde eunucos y matronas hicieron una primera selección, y luego una segunda. Al final, solo quedaron doscientas jóvenes, entre las cuales estaba, por supuesto, Anastasia.

En el día fijado para la presentación, las bañaron y las adornaron suntuosamente; luego, fueron entrando una tras otra para arrodillarse, sobre los mosaicos azules de la sala del trono, frente a dos íconos rutilantes de oro y piedras preciosas que eran el basileus y su hijo Romano. Por supuesto, Anastasia fue elegida como la futura esposa.

Para no despertar susceptibilidades, ocultaron su origen más que modesto. Se dijo que era oriunda de Macedonia y pertenecía a una antigua familia arruinada y caída en el olvido. Crátero, a quien su futuro yerno colmó de oro, aceptó desaparecer y radicarse en Asia Menor. Por último, siguiendo la costumbre, Anastasia cambió su nombre de pila por otro, más elegante de acuerdo con el código de la corte.

Convertida en la princesa Teófano, la joven tabernera se casó con gran pompa, en octubre de 956, con el príncipe Romano, bajo las cúpulas de Santa Sofía. Poco más de un año después, en el palacio de pórfido reservado para los partos imperiales, la joven dio a luz un varón que recibió el nombre de Basilio. Así empezó el camino al poder para la hija de Crátero.

Entre los altos funcionarios del palacio sagrado, uno de los más activos, de los más ambiciosos también, era sin duda el parakoimomenos, o ministro, José Bringas. Como muchos dignatarios, era un eunuco, ávido e inteligente, fríamente cruel y con un único objetivo: el poder. Ya como princesa, viviendo dentro de las murallas del palacio, Teófano apreció al hombre en su justo valor y pensó que podría serle útil.

La limitación física de Bringas le daba un fácil acceso al gineceo, los aposentos de las mujeres: por lo tanto, a la joven esposa de Romano no le costó ningún trabajo atraerlo. De inmediato se ganó su voluntad con algunos obsequios, porque él era avaro e interesado, y luego con algunas picardías en las que era una experta. Interpretando el papel de una niña admiradora, le hizo creer que tenía por él un gran respeto, una enorme consideración y que pensaba que él era mucho más apto que el viejo emperador para dirigir los destinos de Bizancio. Conquistado por esos agradables halagos, Bringas empezó a soñar con un futuro en el que esa adorable muchacha, tan sencilla e inteligente, desempeñara el papel principal en el palacio sagrado. Ella sería una basilisa ideal, sobre todo porque solo pedía que él, Bringas, la manejara.

Por eso la escuchó con oído complaciente cuando ella suspiró:

–El emperador es un hombre notable y lleno de bondad, pero yo creo que, desde hace algún tiempo, está envejeciendo. ¿No le aconsejarías tú, amigo, que se retirara, que le dejara su lugar a su hijo? A su edad, debería querer descansar, ¿no te parece?

El tono era tan ingenuo que Bringas no pudo evitar una sonrisa.

–Quizá me parezca a mí, pero él no piensa de ese modo. Pretende morir en el trono.

–¡Ah! –se limitó a decir Teófano–. ¡Qué pena!

Pero su insinuación fue escuchada: pronto, en octubre de 959, el basileus Constantino, preocupado seguramente por no seguir afligiendo más tiempo a una joven tan encantadora, murió tan de súbito que alguien habló por lo bajo de veneno. De todos modos, su lugar quedó libre.

Teófano empezó a lucir la pesada corona de oro y piedras preciosas de las emperatrices de Bizancio, mientras que, en Santa Sofía, Romano se convertía en el basileus Romano II y recibía su propia corona de manos del patriarca Polieucto. Ese mismo día, con gran pompa, la nueva soberana tomó posesión de los legendarios aposentos de las basilisas, fastuosamente adornados con mármoles y pórfidos excepcionales que formaban con el oro y las gemas un magnífico abanico de colores.

Algunas semanas después de ese gran acontecimiento, cuyo esplendor había conmocionado a la gran ciudad del Cuerno de Oro, tuvo lugar una extraña escena en el gineceo del palacio. Cinco mujeres sollozaban a los pies de Romano II, que permanecía impasible. De pie en un rincón, las observaba Teófano, con una malévola sonrisa en los labios…

Esas cinco mujeres eran la basilisa Elena, viuda de Constantino, madre del joven emperador, y sus cuatro hijas. Lloraban desesperadamente, abrazadas, porque una orden de Romano acababa de asignarle a cada una de las cuatro muchachas un convento. Solamente Elena, su madre, podía permanecer en el palacio, pero la angustiaba la partida de sus hijas.

–Hijo mío –suplicó–, no puede usted arrojar así fuera del mundo a sus hermanas. ¡Son jóvenes y bellas, y desean vivir como todas las mujeres y no enterrarse vivas en un convento!

–Solo la vida religiosa es digna de ellas –respondió Romano desviando la mirada.

Su voz sonó tan temblorosa que la princesa Ágata, la mayor, comprendió de dónde venía el golpe. Se puso de pie de un salto y obligó a su madre a imitarla.

–No se humille así, madre, porque es pura pérdida. Comprenda que esa decisión no viene de su hijo. Es esa miserable mujer que está detrás de él, esa Teófano salida de no se sabe dónde, quien nos echa de nuestra casa.

–¡Ágata! –gritó el emperador–. ¿Te volviste loca?

–Me gustaría estarlo. ¿Crees realmente, gran basileus, que engañas a las personas que conocen bien esta ciudad? ¿Crees que no se dieron cuenta de que es un invento lo de la antigua familia macedonia? Aquí todo el mundo sabe que esa muchacha viene del barrio Zeugma, que su padre…

La princesa no terminó de hablar. Ante una señal del emperador, llegaron dos guardias: sacaron de la habitación a la joven, que seguía gritando, loca de ira, y la llevaron hasta el convento de la Propóntide, donde permanecería encerrada. También llevaron allí a sus tres hermanas, sin que Elena pudiera hacer nada para defenderlas. Entonces, la madre, desesperada, enfrentó a Teófano:

–¡No tienes corazón ni entrañas, basilisa! Pero escucha mis palabras: algún día, a ti también te encerrarán en un convento… ¡o directamente en una tumba!

Luego se retiró a sus aposentos. Pero aquel episodio había sido demasiado cruel. Con el corazón herido, la emperatriz Elena vegetó algunas semanas más y luego falleció… en forma bastante oportuna.

De este modo, se cumplió una gran parte de los deseos del eunuco Bringas. Como primer ministro, manejaba todos los asuntos: el basileus le encargaba todas las tareas, mucho menos interesantes para él que la caza. Pero, de vez en cuando, Romano se acordaba de que era emperador y tomaba decisiones que no siempre eran del agrado de Bringas. Y sobre todo, una enorme parte de los ingresos del imperio terminaba en las arcas de Teófano.

Romano, perdidamente enamorado de su joven esposa, que en esos años había tenido otros dos hijos, un varón y una niña, no podía negarle nada. La cubría de oro y joyas.

Con la maternidad, la basilisa había madurado como un fruto magnífico y, en la corte, más de un hombre estaba secretamente enamorado de ella. Bringas, en cambio, empezó a encontrar demasiado exigente a su antigua socia y, aunque aún no había descubierto el fondo insondable de astucia de su verdadero carácter, deseaba que se pusiera un freno a su lujo delirante.

El 15 de marzo de 963, exactamente dos días después de que la emperatriz diera a luz a su segunda hija, Ana, Romano II sufrió un repentino malestar al volver de una partida de caza y murió esa misma noche. Como no perdió la conciencia hasta el fatal desenlace, tuvo tiempo de expresar sus últimas voluntades, que eran muy sencillas: todo debía permanecer en el orden existente y, entre otras cosas, quedó especificado que se mantendría en el mando al general de los ejércitos de Asia, Nicéforo Focas.

Focas no era un hombre común. En el momento de la muerte de Romano era quizás el hombre más popular del imperio. Pertenecía a una ilustre familia de Capadocia y, como el último representante de una larga estirpe de grandes soldados, se mostraba digno de su linaje. Su extraordinario renombre se cimentaba en brillantes victorias. Había reconquistado Creta, perdida hacía más de un siglo a manos de los árabes, recuperó Cilicia y acababa de tomar por asalto la enorme ciudadela de Alepo. Además, era el ídolo de sus soldados. Pero, físicamente, no era un Adonis: bajo y bastante grueso, tenía piernas cortas y musculosas y largos cabellos raleados y retintos. La nariz aguileña, la barba que ya encanecía y los ojos negros, hundidos bajo espesas cejas, lo convertían en un personaje quizá temible, pero nada atractivo.

Teófano, que lo había visto después de su campaña de Creta, cuando había regresado a Bizancio para recibir los honores del triunfo, conservaba el recuerdo de un hombre feo pero impresionante, un verdadero jefe en todo caso, y pensó en él cuando las cosas empezaron a deteriorarse entre ella y Bringas. En cuanto enterraron a Romano II, el eunuco empezó a hablar como si fuera el amo, redujo el tren de vida de la basilisa y la alejó de sus dos hijos, proclamados emperadores asociados. Pero Teófano, que ahora era regente, pretendía ejercer un poder absoluto.

No había pasado un mes cuando empezó a pensar en la manera de deshacerse de ese molesto personaje. No era fácil: Bringas disponía de todas las fuerzas policiales de la ciudad y también de las tropas estacionadas en Bizancio y en ese lado del estrecho. Solo un hombre que manejara una poderosa fuerza armada podía enfrentar su poder. Teófano decidió aliarse con ese hombre. Una noche hizo ir en secreto a sus aposentos a uno de sus escribas, Marianos.

–Irás al campamento de Tzamandos. Verás a Focas y le dirás que venga tan pronto como pueda. Mi destino y el de los jóvenes soberanos están en sus manos.

Mientras hablaba, lanzaba a un gran espejo de plata pulida, enmarcado en oro, una mirada que expresaba claramente sus intenciones. Marianos frunció el ceño.

–Te equivocas, mi ama, si cuentas con tu atractivo para seducir a Focas. Es un hombre devoto y un místico. Desde la muerte de su esposa y de su único hijo, hizo votos de castidad. Vive como un asceta. Su mejor amigo es el abate Atanasio, que construyó un monasterio en el monte Athos, y dicen que Focas ha reservado allí una celda. Los honores del mundo lo tientan tan poco como la belleza de las mujeres. Solo desea la santidad y…

Con un gesto furioso, Teófano le mostró la puerta.

–¡Maldito charlatán! ¿Quién te pidió que dieras todo ese discurso que no me interesa en absoluto? Te dije que hicieras venir aquí a Focas: no me importan sus votos.

Marianos no insistió y cumplió su misión con corrección y rapidez. Algunos días más tarde, Nicéforo Focas desembarcó en el puerto imperial de Bucoleón: la multitud lo ovacionó y lo llevó en triunfo hasta las escalinatas del palacio sagrado. Allí, en la gran sala del trono, muy parecida a una capilla, los dos jóvenes emperadores, sentados en su fantástico trono de oro, en el fondo de un ábside donde se veía la imagen inmensa del Cristo Pantocrátor, recibieron con la mayor seriedad, con todas las reglas del ceremonial, al general victorioso. Pero a la noche, tarde, se abrió secretamente para Nicéforo Focas el apartamento de Teófano.

El secreto de esa entrevista fue bien guardado y nadie pudo saber qué se dijeron la encantadora basilisa y el general. Pero al día siguiente todos comprendieron en la corte que algo había pasado, porque, a partir de entonces, Teófano no tuvo un admirador más fiel y apasionado que Focas. Este, olvidando sus votos, como lo había previsto la bella mujer, se enamoró perdidamente de ella y solo pensó en algo muy distinto a la celda del monte Athos: poseer, él solo, a esa maravilla. Ella tenía veintidós años y él, cincuenta y uno, pero la deseaba con toda la intensidad de una pasión tardía.

El primero en enterarse de esa pasión fue, por supuesto, Bringas. No hace falta decir que esa noticia no lo alegró demasiado.

–¡Ese hombre nos molesta! –le dijo a su confidente, el prefecto Bardas–. Debemos desembarazarnos de él.

–¡Es fácil decirlo! Pero la ciudad siente por Focas una pasión fanática. ¡Si lo detienen, el populacho es capaz de atacar el palacio!

–Tenemos guardias –replicó secamente–. Y por otra parte, no debe ser un arresto espectacular. Hay que hacerlo ir a mi casa con cualquier pretexto. Allí será fácil detenerlo. ¡Haré que le revienten los ojos de inmediato y luego lo haré desaparecer en un lugar donde a nadie se le ocurrirá ir a buscarlo!

Pero el prefecto no parecía convencido.

–De todos modos, es muy arriesgado.

–Aunque sea arriesgado, no tenemos otra alternativa. Todo irá bien.

Bardas no estaba de acuerdo. Al prefecto de la ciudad ese plan le parecía tan peligroso que esa misma noche, le avisó discretamente a la emperatriz lo que se tramaba.

Por eso, cuando llegó el momento en que Nicéforo debía ir a ver al primer ministro, corrió a encerrarse en la catedral Santa Sofía, donde le pidió protección al patriarca Polieucto. Este no tenía las características de los grandes santos ni tampoco las de los grandes prelados. Era un hombre tozudo, cerrado e intransigente, y nada lo detenía cuando consideraba que tenía que cumplir con su deber. Cuando vio al gran guerrero implorando a sus pies, consideró que debía tener una actitud enérgica. Le dio asilo y corrió al palacio sagrado, donde, vociferando y llamando a la maldición divina sobre la cabeza de Bringas, denunció la maniobra y amenazó con sublevar al pueblo.

Esa irrupción horrorizó al eunuco. Él sabía que la multitud bizantina era temible, violenta y cruel cuando se enfurecía. Bringas no tenía vocación de mártir. Cedió, alegó inocencia y juró lo que siempre se jura en esos casos: que se trataba de un lamentable malentendido y que él no tenía nada que ver. Focas fue solemnemente confirmado en su mando, con poderes aún más amplios que antes. Al darse cuenta de la tontería que había hecho aventurándose por Bizancio sin una fuerte escolta, se despidió de Teófano y volvió a embarcarse de inmediato hacia Tzamandos.

Lamentó dejar a la mujer amada, pero consideró que no le sería de ninguna utilidad si lo mataban. Por su parte, Teófano lo vio partir con preocupación.

–Tengo una idea –le dijo cuando se despedían–. Regresa a tu campamento y vuelve a tomar el mando de tus hombres. Pronto te haré saber lo que pienso.

Estaba convencida de que Bringas no haría nada contra ella por el momento. La amenaza del patriarca Polieucto aún estaba demasiado fresca en su mente como para que atacara a la emperatriz inmediatamente después de la partida de Focas. Pero ¿lo haría más tarde? Teófano podía sentir cómo aumentaba el odio del eunuco contra ella.

Sin embargo, el primer ministro todavía no pensaba en librarse de ella. Antes quería derribar a su principal apoyo, ese Focas a quien detestaba, y pensó una vez más en mandarlo asesinar en el medio de su campamento.

Pero, en el campamento de Tzamandos, Focas tenía como lugarteniente a su primo, un hombre mucho más joven e infinitamente más seductor, muy amado por sus soldados, también él, y de una gran valentía. Se llamaba Juan Tzimiskes. A él se dirigió el astuto ministro, con propuestas muy atractivas.

¿Quería ser el comandante en jefe de los ejércitos de Asia? ¿Quería convertirse en el segundo personaje del imperio y obtener, además, la mano de la más bella de las mujeres, la basilisa Teófano? Si lo quería, el medio era simple: degollar a Focas y volver a Bizancio con su cabeza.

Para mayor seguridad, Bringas le envió a otro lugarteniente, Romano Curcuas, una propuesta del mismo tenor, un poco diferente en el sentido de que le ofrecía el mando de los ejércitos de Occidente y no incluía a Teófano. Pero, a cambio, Curcuas debía ponerse de acuerdo con Tzimiskes para perpetrar el asesinato.

En efecto, ambos se pusieron de acuerdo y esa misma noche fueron a ver al comandante en jefe. Nicéforo Focas estaba enfermo y había permanecido en la cama todo el día. En ese momento dormía. Pero, en vez de degollarlo, los dos hombres lo sacudieron vigorosamente para despertarlo. Tzimiskes le dijo:

–Tú duermes, mientras un miserable eunuco está subastando tu vida. ¡Lee esto!

Y puso frente a Focas la carta del ministro, mientras Curcuas sacaba la suya. Focas se estremeció.

–¿Qué debo hacer?

–Es muy sencillo. Nosotros les mostraremos esto a las tropas. Ellas te proclamarán emperador y luego podrás marchar sobre Bizancio.

Los ojos de Focas brillaron. ¿Él, basileus? ¿Reaparecería frente a Teófano bajo la púrpura imperial y pediría su mano? ¿Había soñado alguna vez algo semejante? Sin embargo, tenía grandes dudas. ¿Cómo tomaría la soberana su elección? ¿No le parecería una rebelión contra su autoridad? ¿No le guardaría rencor por ello?

Como para responder a esos pensamientos secretos, en ese momento apareció Marianos, el escriba. Llevaba una carta de Teófano que decía: “Hazte proclamar emperador por tus tropas y regresa. Nadie podrá hacer nada contra ti”. Convencido de que era una señal del destino, Focas ya no vaciló. Al día siguiente, se calzó los coturnos de púrpura, reservados exclusivamente al soberano, y recibió el homenaje de sus hombres.

El 16 de agosto de 963, a la mañana, el nuevo emperador hizo una entrada solemne en Bizancio. A caballo, en traje imperial, atravesó la Puerta de Oro bajo las aclamaciones y las flores. La ciudad estaba totalmente conmocionada. Sonaban las campanas y el sol incendiaba las cúpulas de oro de las iglesias. Nunca le había parecido tan bella la ciudad a ese hombre que así llegaba al trono.

Bringas salvó su cabeza, pero fue desterrado a Paflagonia. Allí, presa de una rabia impotente, murió pocos años después.

Un mes más tarde, el 20 de septiembre de 963, Nicéforo Focas se casó con Teófano. Pero esa noche, curiosamente, la bella emperatriz mostró una expresión preocupada y una sonrisa forzada. Ocurrió que, después del regreso de Focas, había conocido a Juan Tzimiskes y volvió a aparecer en ella el amor.

A pesar de la pompa y la gloria que lo rodeaban, y con la mejor voluntad del mundo, Teófano no lograba encontrar seductor a su nuevo marido. Era emperador y, al casarse, ella conservaba el trono, pero ese era todo el beneficio que obtenía de su segundo matrimonio. Hasta la pasión profunda que le demostraba Nicéforo la molestaba. Las horas de intimidad conyugal con ese eremita frustrado le resultaban penosas a la soberana. Sin embargo, seguramente se habría adaptado con más facilidad a Nicéforo si no se hubiera enamorado de su atractivo sobrino.

Juan Tzimiskes tenía alrededor de treinta y cinco años. No era muy alto, pero nadie lo notaba porque era muy bello y tenía un cuerpo armonioso. Además, su lujo era tan contundente como su fuerza y su agilidad. El grueso Nicéforo y sus más de cincuenta años no podían competir con este hombre tan seductor, y la emperatriz no tardó en tender sus redes para atraparlo. No le costó ningún trabajo.

Pero ese amor compartido debió esperar. Poco tiempo después de celebrar su boda, las cosas empezaron a complicarse en Bizancio para Nicéforo y su bella esposa. Quien dio la señal fue el venerable Atanasio, el constructor del monasterio del monte Athos: este siempre había esperado que el basileus, un hombre de una gran devoción mística, ingresara al convento. El anuncio de su matrimonio provocó en el monje una santa cólera: plantó su monasterio en construcción y se dirigió a Bizancio para hablar con el nuevo emperador.

–¡Qué crédito puede darse a tus promesas más sagradas! ¡Finalmente estás aquí, tú que debías ser una de las glorias de la religión después de haber sido la gloria de los ejércitos! En el fondo de un palacio, hundido bajo el oro y los ornamentos, casado con una mujer perdida de vicios… ¿En qué clase de hombre te has convertido, Nicéforo?

De pie frente al trono de oro, el monje del monte Athos vituperaba de este modo, desde hacía un buen cuarto de hora, al emperador. Este, en vez de enojarse, bajó la cabeza.

–La salvación de tu alma –continuó Atanasio, sarcástico– no exigía que te casaras con Teófano. Muy por el contrario, te lo prohibía. ¿No sabes que un hombre viudo y una mujer viuda no deben casarse entre sí, que nuestra Iglesia lo prohíbe?

–No podía hacer otra cosa. Ella era la emperatriz regente, la madre de los jóvenes emperadores. Alejarla le habría dado a mi toma del poder el carácter de una usurpación.

El rostro alargado y enjuto de Atanasio se plegó en una mueca de disgusto. La larga barba, la cabellera y las cejas espesas, desaliñadas en señal de humildad, le daban un aspecto salvaje que acentuaba aún más el fulgor fanático de su mirada.

–¡Cuántas razones convenientes encuentra un hombre cuando desea hacer entrar a una mujer a su lecho! Estoy seguro de que, si la basilisa hubiera sido fea, contrahecha o simplemente vieja, tú habrías hallado excelentes pretextos para alejarla. Pero la pasión culpable que sientes por esa mujer es conocida en todo el imperio.

Con la esperanza de detener esa andanada de reproches, Nicéforo dejó el trono y se acercó a su antiguo amigo, con las manos tendidas hacia él en señal de paz.

–¡Son habladurías! Es cierto que sucumbí, por un momento, al encanto de Teófano, pero me lo reproché de inmediato. Trata de creerme, Atanasio, cuando te digo que no entraré más en su lecho, que viviremos como hermano y hermana…

–Eso no basta –dijo el inflexible monje–. Tú estabas prometido al servicio de Dios.

–¡Y mantendré mi promesa! En cuanto los jóvenes emperadores estén en edad de reinar, abdicaré, lo juro, y luego iré a tu convento.

Es posible que Atanasio no estuviera del todo convencido de la buena fe del emperador, sobre todo en lo concerniente a la vida fraternal que decía querer llevar con la embriagadora Teófano, pero decidió fingir que le creía. Algunos ricos obsequios para el convento terminaron por volverlo más comprensivo y, un poco más tranquilo, regresó a su montaña.

Profundamente aliviado, Nicéforo pudo dedicarse a otro hombre santo que apareció en su camino. Porque sus conflictos con la Iglesia no habían terminado todavía: los ritos y los cánones bizantinos eran muy complicados.

En efecto, el día que Nicéforo se presentó en Santa Sofía para recibir la comunión, el patriarca Polieucto le cerró la puerta en la cara diciendo que su matrimonio lo había puesto en condición de pecado mortal y debía hacer penitencia. ¡Fue un golpe bajo pero certero!

En los aposentos de Teófano se desató una tormenta. Nicéforo, derrumbado sobre un diván, con la cabeza entre las manos, ofrecía la imagen perfecta de la desesperación. De pie junto a un ancho ventanal que daba a una terraza desde la que se veía el Cuerno de Oro y la dorada selva de sus mástiles, Teófano, miraba el paisaje con los brazos cruzados sobre su pecho. Dijo lentamente, con un dejo de desprecio que no se le escapó a su marido:

–¿Así que este es el poderoso basileus? ¿Un niño tembloroso al que los anatemas de un anciano senil ponen al borde de las lágrimas? ¡Qué gran defensor tenemos aquí Bizancio y yo!

–¡No puedo, no puedo entrar en una lucha abierta contra la Iglesia! Trata de entenderlo, Teófano. Te amo y sabes hasta qué punto, pero hay cosas que un hombre no puede aceptar. Me es imposible vivir fuera de la Iglesia.

–¿Prefieres vivir sin mí?

Él la miró con tanta tristeza que una vaga piedad conmovió el corazón de la joven.

–Bien sabes que no. Tampoco puedo hacer eso.

Las cosas iban de mal en peor. ¡El patriarca Polieucto tenía una buena razón para lanzar un anatema contra ese matrimonio! Nicéforo había sido el padrino de la hija de Teófano y esa paternidad espiritual creaba un vínculo que convertía a su matrimonio en una especie de incesto. Cuando descubrió eso, empezó a atizar el fuego, fulminando todos los días desde el púlpito de Santa Sofía a la pareja escandalosa y pidiendo para ella la maldición del cielo. Finalmente, Polieucto puso a Nicéforo ante una disyuntiva: si no alejaba a Teófano, lo excomulgaría y lanzaría un interdicto sobre el imperio.

Mientras el emperador sollozaba como un niño, Teófano se desprendió de sus brazos, se dirigió a un lugar, cerca de su cama, tomó un pequeño martillo de oro y golpeó un gong. Nicéforo se sobresaltó.

–¿Qué haces?

–No tengo la menor intención de permitir que un sacerdote demente me arrebate el trono.

Entró una criada y se prosternó. Teófano preguntó:

–¿El hombre está aquí?

–Está aquí.

–¡Que entre!

Un instante después, un sacerdote de aspecto próspero, cuya barba negra se desplegaba sobre su túnica ricamente bordada, se inclinó ante la pareja imperial. Nicéforo lo conocía de vista. Pertenecía a la capilla del palacio sagrado y realizaba los servicios religiosos junto con una decena de sacerdotes.

–¿Te acuerdas de él? –le preguntó Teófano a su esposo.

–Lo he visto alguna vez…

–En efecto. Se llama Teófilo y bautizó a la niña de quien Polieucto dice que eres el padrino.

–Pero… –empezó a decir el emperador que, evidentemente, no entendía adónde quería llegar su esposa.

Ella lo detuvo con un gesto perentorio.

–Déjalo hablar. Teófilo, dile al emperador cómo se desarrolló el bautismo y quién fue el padrino.

Con la vista baja y las manos ocultas en sus anchas mangas, respetuosamente inclinado, Teófilo declaró con una voz suave como la seda:

–El santo patriarca fue engañado. Yo, que realicé el bautismo, sé mejor que nadie que el augusto padrino fue tu propio padre, señor: el noble Bardas Focas… ¡y estoy dispuesto a jurarlo ante Polieucto en persona!

El emperador comprendió de inmediato. Seguramente a precio de oro, Teófano había comprado a ese hombre que, frente a todos, juraría solemnemente que él, Nicéforo, nunca había sido el padrino de la hija de la basilisa. Entrecerró los ojos al mirar a Teófilo.

–¿Lo jurarías… sobre los Santos Evangelios?

El otro ni siquiera pestañeó.

–¡Ahora mismo, divino emperador!

–Está bien. Te agradezco… ¡y sabré reconocer tu celo!

La conciencia del emperador no se inmutó ante ese impúdico perjurio.

En Santa Sofía, en presencia del patriarca, lleno de ira e indignación, y de una multitud bastante agitada, Teófilo juró como había prometido.

Ya no había nada que decir. Polieucto, disgustado, se desinteresó de la pareja imperial. Sabía que no le daba la talla para oponerse a Teófano. La que había batido al eunuco Bringas era demasiado poderosa para él. Triunfante, desde ese momento, la bella emperatriz, segura de la solidez de su trono, se dedicó a sus amores.

Pero, en la inmensa fábrica de habladurías que eran Bizancio en general y el palacio sagrado en particular, era muy difícil mantener un secreto. Demasiadas personas tenían interés en descubrir lo que hacían los amos del momento como para que los rumores, al principio vagos y luego cada vez más precisos, concernientes a los sentimientos de su esposa por su demasiado seductor sobrino, no llegaran a los oídos del basileus.

El primer impulso de Nicéforo fue mandar ejecutar al imprudente, pero cambió de idea: Juan Tzimiskes era popular. Como él mismo hacía un tiempo, era el jefe de los ejércitos de Oriente y, como tal, era difícil afectarlo. Si se lo atacaba de frente, podía llegar a hacer lo mismo que su tío: sublevar al ejército y hacerse nombrar emperador. A pesar de su furia, Nicéforo se resignó a una solución más moderada. Por otra parte, solo tenía sospechas, pero ninguna prueba. Aprovechando un leve error militar que Juan cometió por su amor a Teófano, lo destituyó y lo desterró a sus dominios de Asia Menor. La emperatriz enfureció, pero, prudente por una vez, no manifestó su cólera.

Aunque Nicéforo la seguía colmando de obsequios fastuosos y se mostraba siempre enamorado cuando se encontraba en su presencia, parecía querer rehuirla. Volvió a llevar bajo sus vestiduras el cilicio de san Maleinos y evitaba entrar al gineceo. Pasaba las noches en su habitación, no en una cama fastuosa y mullida, sino acostado en el piso, en un rincón, simplemente protegido del frío por una piel de pantera. Y cada día dedicaba más tiempo a la oración.

Teófano observaba esos extraños síntomas con preocupación. Temblaba al ver que se derrumbaba su poder y su esposo estaba cada vez más ligado a los sacerdotes. Pero sufría sobre todo por estar separada de su amante. Juan, con el corazón lleno de rabia, había partido hacia sus dominios de Capadocia, dejando a Teófano desesperada, enloquecida de dolor. Pronto conoció la bella emperatriz los tormentos de un corazón vacío y de los sentidos exigentes e insatisfechos. Así se fueron infiltrando poco a poco en su interior el odio y el afán de venganza.

Pasó un año. Un día, no aguantó más y decidió pedir la gracia para el exiliado.

–El pueblo murmura contra ti, y tú, como un insensato, te privas de tus mejores hombres, los indispones y los alejas cuando deberías reunirlos a tu alrededor. ¿Crees que ignoro lo que ocurrió hoy en la calle principal cuando regresabas de la iglesia San Juan? El pueblo te abucheó y algunos hasta te arrojaron piedras. Tus reformas son impopulares, basileus, y tú, como un niño, aumentas cada día tu aislamiento. Polieucto, por su parte, pone al pueblo contra nosotros y, mientras tanto, tus mejores generales están en el exilio.

Bajo el imperio de una repentina cólera, el rostro oscuro de Nicéforo se volvió casi negro. Amenazante, avanzó sobre la imprudente, dispuesto a golpearla.

–Si lo que esperas es obtener la gracia de Tzimiskes, no cuentes con ello, Teófano. Yo sé lo que se decía de ustedes dos.

Con un descaro perfectamente interpretado, Teófano alzó sus hermosos hombros, apenas cubiertos por una gasa de color azafrán bordada con estrellas de oro.

–Tu sobrino no me preocupa en absoluto. Y ya que les das tanta importancia a las habladurías, hay una manera muy sencilla de hacerlas desaparecer: ¡cásalo!

–¿Que lo case? ¿Con quién?

–Con una de tus primas. Con Elena, por ejemplo. Es hermosa, es rica y es princesa. Esa unión lo halagaría y de ese modo olvidaría tu injusticia hacia él.

Receloso, Nicéforo miraba a su esposa con atención. Que ella hablara de casamiento abrió una grieta en sus sospechas. ¿Qué mujer enamorada aceptaría arrojar a su amante en los brazos de otra?

Teófano lo observaba, ocultando su odio bajo una sonrisa. Guardaba contra su corazón el último mensaje de Juan: “Trata de conseguir mi retorno. Luego, la libertad será un juego. Ya no puedo vivir sin ti”.

Varias veces, sin insistir demasiado, Teófano volvió a la carga. La unión de Juan con su prima parecía ser su deseo más profundo. Finalmente, lo logró: Juan Tzimiskes recibió la autorización de abandonar Capadocia. Un resto de desconfianza de Nicéforo le asignó como residencia, no su palacio del centro de la ciudad, sino la magnífica casa de campo que poseía en Crisópolis, del otro lado del Bósforo.

Teófano, feliz, se preparó para recibir a su amante y desplegó tanta habilidad que logró encontrarse con él en el recinto mismo del palacio sagrado sin que Nicéforo sospechara. Ahora debía llevar a cabo la segunda parte de su plan: la muerte del basileus.

La mansión de Crisópolis, hundida en la vegetación de sus jardines escalonados hasta las aguas azules del Bósforo, se convirtió en el lugar de encuentro de los conjurados. Algunos oficiales del ejército de Oriente, fieles a su ex general, lo rodearon y formaron el núcleo de una conspiración que fue tomando forma poco a poco.

Teófano era, por supuesto, el alma de esa conspiración y, con la dedicación de una mujer enamorada, preparó el próximo triunfo de Juan al mismo tiempo que la muerte de su marido. Porque para matar a Nicéforo, era indispensable herirlo en medio de su palacio, de sus guardias. Se necesitaban complicidades sólidas.

–Hay que entrar por el gineceo –le explicó la emperatriz a su amante–. Envía al palacio a algunos de tus hombres disfrazados de mujeres. Yo los esconderé entre las mías.

–¡Se sorprenderán al ver esas caras nuevas!

–No creo. Dentro de tres días, esperamos la visita de tres princesas búlgaras que deben permanecer algunas semanas aquí. Tus hombres fingirán ser sus sirvientas y nadie se sorprenderá.

La idea era buena y Tzimiskes la adoptó. En el día fijado para la llegada de las princesas extranjeras, una docena de conjurados, elegidos entre los más jóvenes y delgados, se instalaron, con la ayuda de la emperatriz, en el gineceo del palacio imperial. La muerte de Nicéforo fue fijada para esa misma noche: la del 10 al 11 de diciembre de 969.

Pero alguien le había avisado al emperador y, ante el terror de Teófano, dos guardias de Nicéforo irrumpieron en el gineceo hacia el final del día, con la orden de registrar todo.

Fue la propia basilisa quien los recibió. Con una aparente buena voluntad, los condujo a través de las múltiples habitaciones de las mujeres. Quizás en su presencia los dos guardias no se atrevieron a revisar a fondo, quizá los sobornó; el hecho es que al reunirse con Nicéforo, al salir del gineceo, los dos hombres declararon al unísono:

–No hay nada, divino emperador. Te han engañado.

Nicéforo se tranquilizó y no siguió adelante con las averiguaciones. Teófano respiró aliviada. Al parecer, la suerte estaba de su lado.

De pie en la terraza de su habitación que daba al mar, cuyas olas rompían contra el alto muro, la basilisa esperaba. Envuelta en un amplio manto de lana negra, escrutaba el agua con ojos ávidos. La noche de invierno era profunda y negra, pero poco a poco sus ojos se habituaron a la oscuridad. Le pareció distinguir la mancha más oscura de una nave que se acercaba, pero no estaba segura.

–¿Qué hacen? –susurró.

Marianos, su escriba y confidente, se inclinó sobre el parapeto y escuchó. El viento del mar Negro soplaba con dureza sobre el Bósforo y el mar estaba agitado, pero el fino oído logró captar algo.

–Creo oír un ruido de remos.

A pesar de su grueso abrigo, Teófano se estremeció, lanzando una mirada temerosa hacia el interior del palacio.

–¡Que se apresuren! Si al emperador se le ocurre venir a ver por qué no regresé con él, estamos perdidos.

En efecto, para alejarse de su esposo y para que Tzimiskes encontrara abierta la puerta de la cámara imperial, Teófano había recurrido a una estratagema: con el pretexto de ver cómo se encontraba Nicéforo, que había sufrido un ligero malestar durante la cena, había ido a su habitación. Le prodigó toda clase de atenciones e insistió en pasar la noche junto a él. Pero, en el momento en que se disponía a acostarse en su cama, a su lado, fingió que había olvidado algo importante.

–Esas pobres búlgaras parecían perdidas al llegar –le dijo a su esposo con una sonrisa–. Les prometí que iría antes de dormir a ver cómo estaban y preguntarles si necesitaban algo. Espérame un momento. Voy a verlas y vuelvo enseguida.

Salió de la habitación y se aseguró de dejar la puerta abierta.

–No cierres –le recomendó a uno de los guardias–. Ya vuelvo.

Apenas se perdió de vista, había corrido hasta el gineceo, pero, en vez de ir a visitar a las princesas búlgaras, fue a avisarles a los conjurados que debían estar listos para actuar. A la hora prevista para el desembarco de Juan, llegó el jefe del complot. Mientras los hombres se quitaban sus vestidos y preparaban sus armas, Teófano fue a su propia habitación para esperar a Juan. Debían hacerlo subir desde su bote, en una gran cesta ya preparada en la terraza.

De pronto, un leve silbido llegó desde el mar hasta los oídos de los que estaban al acecho y se repitió tres veces. El corazón de Teófano saltó en su pecho.

–¡Allí están! ¡Rápido! ¡La cesta!

Bajaron la gran canasta y la subieron trabajosamente a causa del viento, que dificultaba la operación. Pero, finalmente, pocos minutos después, los dos amantes se abrazaron. Marianos intervino:

–¡El tiempo urge, señor! El amor puede esperar…

–Tiene razón –dijo Teófano–. ¡Ven!

Y, tomando a su amante de la mano, lo llevó ella misma hasta la puerta de la cámara imperial. Los guardias de facción ni siquiera vieron venir la muerte. Cayeron sin un grito, estrangulados por pequeñas cuerdas hábilmente lanzadas. Luego, los conjurados entraron a la habitación y contuvieron un grito de decepción: ¡la cama estaba vacía!

Pero, antes de que Juan pudiera abrir la boca, Teófano le hizo rodear el imponente lecho en el que debía haber estado acostado el emperador. Le señaló con el dedo a Nicéforo, tendido sobre su piel de pantera a la luz de una antorcha que colgaba de la pared.

Entonces, todo se precipitó. Los hombres se abalanzaron sobre el dormido. Una estocada le partió el cráneo: enceguecido por la sangre, Nicéforo buscó a tientas su espada, tratando desesperadamente de defenderse. Juan saltó sobre él y aferró su barba con tal violencia que le arrancó una parte, mientras uno de sus hombres le cortaba el cuello con la espada. Los alaridos del emperador se apagaron de inmediato. Apoyada contra la cama, imperturbable, Teófano había observado, con los ojos brillantes, la ejecución de su esposo.

Pero los gritos de Nicéforo despertaron al palacio. Acudieron los soldados. Les mostraron, por la ventana de la habitación, la cabeza cortada del basileus, que Tzimiskes sostenía en su puño.

–Era un traidor y lo maté –gritó–. ¡Ahora no tienen ustedes otro emperador que yo!

Y, como no había nada más que hacer, los soldados aclamaron al asesino. Toda Bizancio, con su habitual inconstancia, hizo lo mismo al despuntar el día. Esta vez, Teófano creyó alcanzar la felicidad con la que tanto había soñado.

¿Toda Bizancio? No tanto. Había alguien en la ciudad que se sintió escandalizado ante la carnicería nocturna organizada por el nuevo emperador y no se privó de decirlo abiertamente: era el inflexible patriarca Polieucto. Cuando, dos días después de su crimen, Juan se dirigió con gran pompa a Santa Sofía para orar y recibir la corona imperial, se encontró con la sorpresa de que todas las puertas estaban no solo cerradas sino atrancadas. Polieucto, vestido con todos sus ornamentos sacerdotales, con la mitra en la cabeza, estaba de pie frente al pórtico principal, rodeado por su clero, que temblaba de miedo. Cuando el nuevo basileus quiso subir por las escalinatas de la gran iglesia, Polieucto le impidió el paso con sus brazos extendidos.

–¡Atrás, asesino! ¡Vil homicida que te atreviste a manchar tus manos con tu propia sangre! Mientras yo viva, tú no entrarás a la casa del Señor Todopoderoso. Tu crimen le provoca horror, como a todos los hombres de bien. ¡Vete! ¡Llévale tus oraciones al demonio y pídele a él que te ciña la corona que recogiste en la sangre!

La voz colérica del anciano resonó hasta las últimas filas de la enorme multitud que se había agolpado frente a la iglesia. Polieucto, con el brazo alzado en un gesto de anatema, era tan imponente que Juan, aterrado, retrocedió a pesar de su valentía. Detrás de él, la marea humana, impresionada, empezó a murmurar. El emperador sintió miedo.

¿Esa multitud se volvería contra él ante el llamado del enjuto anciano? Un minuto antes, esas personas lo ovacionaban, y ahora, gruñían… Estaba tan atemorizado que decidió jugarse el todo por el todo. Con humildad, se arrodilló sobre las escalinatas de la iglesia y curvó su espalda, mientras brotaban lágrimas de sus ojos.

–Comprendo tu cólera, Venerable, y estaría dispuesto a soportar sus justas consecuencias si fuera culpable del crimen que me atribuyes. El emperador está muerto, es verdad… Murió asesinado, pero yo no tengo nada que ver con ese asesinato. De ninguna manera manché mis manos con la sangre de mi tío…

Frente a semejante aplomo, el patriarca abrió grandes los ojos. Su voz se ahogaba de furor.

–¿Te atreves a negar, cuando tus soldados te vieron enarbolar la cabeza sangrante de tu pariente y soberano?

–¿Les creerás a unos soldados ebrios más que a mí? Yo recogí la cabeza de mi infortunado soberano para demostrarles que estaba muerto. Pero ¿cómo puedes acusarme si, en realidad, cuando me avisaron, acudí en su ayuda? Mi único crimen fue llegar demasiado tarde. La habitación ya estaba llena de sangre…

Una mueca de disgusto torció el rostro de Polieucto. Dejó caer su brazo. De pronto, se sintió terriblemente cansado. Entendió que una vez más sería burlado, que perdería la partida. Ese hombre, como antes su víctima, encontraría testigos para jurar sobre los Evangelios que decía la verdad. Entonces ¿para qué? Sin embargo, tuvo un supremo arrebato de energía.

–Es posible que digas la verdad y estoy dispuesto a creerte, siempre que te comportes en una forma conveniente. Si tanto deploras el asesinato de tu tío, debes querer vengarte. ¡Entrega a sus asesinos al verdugo y expulsa del palacio a la cortesana coronada que les abrió la puerta a los asesinos de su esposo! Solo entonces se abrirán las puertas de la Iglesia para ti. Solo entonces recibirás la corona.

Una enorme aclamación cubrió la voz del anciano. La multitud, excitada, lo aprobaba.

–¡Muerte a los asesinos! ¡Al convento, Teófano!

Una vez más, Tzimiskes, que se había creído fuera de peligro, palideció. Debía ceder. De lo contrario, nada lo salvaría del furor de ese terrible populacho. Polieucto, lleno de esperanza, aguardaba. Esta vez, tenía al menos una victoria. Su mirada cayó sobre el hombre que seguía arrodillado y que de pronto parecía aplastado por los ornamentos imperiales. ¡Si quería la púrpura, la pagaría!

–¿Obedecerás? –preguntó con dureza.

–¡Obedeceré! –afirmó Juan ya sin vacilar –. Las cabezas caerán y Teófano será encerrada.

Volvió al palacio sagrado en medio de fuertes aclamaciones. Al día siguiente, entregó al verdugo a los mismos hombres que lo habían ayudado, mientras una escuadra de soldados arrancaba a una vociferante Teófano de sus suntuosos aposentos y la llevaba hasta el puerto. La orden era trasladarla al convento de la isla Kinaliada, una de las islas Príncipe.

Vestida con un sayal y con la cabeza rapada, Teófano se ahogaba de rabia entre los severos muros de su convento. Si el instinto de conservación y el llamado de la vida no hubieran sido tan fuertes en ella, se habría roto la cabeza contra las paredes de su celda. ¿Por qué había sido tan tonta como para poner a Nicéforo, que la amaba, en manos de Juan, que la rechazaba? Pero ¿cómo habría podido suponer que él no la amaba como ella lo adoraba, que quería la corona más que a ella?

La sirena de Bizancio no lograba entender, ni admitir, su derrota. Que un hombre pudiera preferir un trono a la posesión de su belleza, era algo que no podía concebir… Pero seguramente la había rechazado por miedo, porque no había vuelto a verla… Era preciso que se vieran otra vez. Entonces lo recuperaría: estaba segura.

Teófano tenía apenas veintinueve años. Nunca había estado tan bella, a pesar de su cabeza rapada. Nunca había alcanzado su magnífico cuerpo tal grado de plenitud. La idea de la evasión se implantó sólidamente en ella…

Pasaron algunos meses, en cuyo transcurso la joven vigiló celosamente el crecimiento de sus cabellos y buscó los medios para huir. Finalmente, una noche de verano, estuvo lista. Con la ayuda de una cuerda, franqueó el muro del monasterio y corrió a la playa: un barquero que iba a pescar en alta mar aceptó llevarla a Bizancio, gracias a un puñado de oro que ella había podido conservar. Cuando puso los pies en el suelo de su antigua capital, Teófano creyó haber triunfado. Sabía cómo entrar al palacio sin ser vista. Solo debía esperar a que anocheciera…

Lamentablemente para ella, su belleza, demasiado famosa, estaba intacta. La reconocieron. Perseguida por una jauría, atemorizada, corrió a encerrarse a Santa Sofía. La iglesia era un lugar de asilo y Polieucto se vio obligado a acoger a su antigua enemiga.

–Solo quiero ver al emperador… frente a ti y aquí mismo, si lo deseas. Tengo que hacerle importantes revelaciones.

Polieucto no se dejó engañar, por supuesto. Pero no podía negarse a transmitir el pedido de una refugiada. Le avisó al nuevo ministro, Basilio. Este se lo comunicó al emperador.

–Dice que quiere verte por unos asuntos importantes. ¿Qué debo hacer? ¿Hay que sacarla de la iglesia y volverla a llevar al convento?

Juan se encogió de hombros y sonrió:

–Veamos qué quiere. Siempre habrá tiempo de mandarla otra vez a Kinaliada o a otra parte. ¡Ya no es una amenaza!

El corazón voluble del emperador ya se había prendado de una bella esclava, y Teófano ya era para él solo un recuerdo…

Cuando la llevaron ante él, Teófano creyó desvanecerse de ira. Él la recibió con toda la pompa imperial, sentado en lo alto del trono, como si ella fuera una súbdita más.

–¿Qué quieres? –le preguntó secamente–. ¡Habla rápido y retírate! No tienes nada más que hacer aquí.

Por un instante, el furor dejó muda a Teófano. La confundió ese descaro en el hombre cuyo destino había tejido ella con sus propias manos. Pero no era una mujer que se quedara callada durante mucho tiempo. Estalló en imprecaciones y le reprochó violentamente a Juan su cobardía, sus perjurios.

–Soy yo, yo, quien te hizo emperador y aunque el patriarca haya creído tus mentiras, yo sé que tú eres un asesino, que tú mismo le cortaste la cabeza a mi esposo.

Gritaba, enfurecida. Se arrojaron sobre ella para hacerla callar, pero estaba poseída por tal furia que no pudieron dominarla. En su cólera, le saltó a la garganta al ministro Basilio y lo habría matado si no se lo hubieran arrancado a tiempo. La arrastraron fuera del palacio y la llevaron hasta el puerto con una fuerte escolta.

Una nave partió de inmediato.

Nunca se supo en qué monasterio pasó Teófano los siguientes años. Regresó una vez a Bizancio. Juan había muerto y reinaba el hijo que ella había tenido con su primer marido. Se reencontró entonces con el palacio sagrado y el lujo de la corte. Para su desgracia, nada quedaba ya de su célebre belleza. No era más que una mujer envejecida sin importancia. Esa mujer que había sido la sirena de Bizancio, la deslumbrante Teófano, murió oscuramente, tan oscuramente que ni siquiera se conoce la fecha de su muerte. Se esfumó como un mal sueño…

Asesinas por el puñal o el veneno

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