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CAPÍTULO TRES

UN GRANO EN EL CULO

27 de diciembre de 2002

El despacho de Matías Fonseca estaba ubicado en la Jefatura Superior de Policía, un elegante edificio en la vía Laietana. En la tercera planta, al fondo de un interminable pasillo. Una ubicación perfecta, discreta, lejos del ajetreo y molestos visitantes. Al menos así había sido en los últimos años.

A las nueve menos cuarto de la mañana, quince minutos antes de lo acordado, Laure se presentó allí. Un pequeño cartel de metacrilato junto a la puerta anunciaba con letras granates a su nuevo compañero: «Inspector Fonseca. Brigada Policía Judicial». Quizá pronto tuvieran que cambiarlo por otro con su nombre.

Y es que desde que Laureano Martínez empezó su carrera en la policía, todo el mundo a su alrededor le vaticinaba una carrera meteórica. Era sagaz y ambicioso, el tipo de persona que siempre da un paso adelante sin detenerse a mirar el hueco que queda atrás. Sus adeptos alababan su capacidad para enfocar los casos, su sexto sentido para centrarse en el sospechoso adecuado y su firmeza para caer sobre él sin piedad, como un zorro que acorrala a un conejo en su madriguera. Sus detractores, que también los tenía, solían achacarle precisamente su falta de escrúpulos al arremeter contra quien él consideraba el culpable sin atender a otras alternativas. Sin embargo, a pesar de su potencial, los años pasaban y su pretensión por alcanzar un puesto al mando de alguna unidad especializada seguía intacta.

Era la eterna promesa, el «Guti» de la policía. Había resuelto brillantemente varios casos complicados en el área metropolitana de Barcelona: la desarticulación de una banda organizada que se dedicaba al robo de máquinas tragaperras, un feo caso de proxenetismo en el que se había visto envuelto un conocido empresario de la noche, incluso el famoso caso del pedófilo de la Barceloneta, en el que un degenerado se dedicaba a colarse en colegios femeninos para robar ropa interior de la niñas mientras estas hacían gimnasia. Sin embargo, pese a lo laureado que fue en su día por estas proezas, no había logrado captar la atención de «los peces gordos», los que podían abrirle las puertas a participar en asuntos de mayor calado. Necesitaba una buena oportunidad y sin comerlo ni beberlo, esta se había presentado ante su puerta la tarde anterior.

Un primo de su madre, Enric Torregrossa, era un reputado hombre de negocios. Uno de esos tipos que entre palos de golf y paseos en yate había sido capaz de desarrollar una habilidad innata para saber a qué árbol arrimarse en cada momento con el fin de hacer cada día más grande su fortuna. Sabía dónde estaba la pasta y por ende, sus amigos también. Empresarios y políticos se desvivían por codearse con él, invitarle a comer al Bulli, llevarle al palco VIP del Camp Nou, o pagarle el pase de temporada en el Liceu con la finalidad de sacar también tajada de su intuición por la pasta. Entre sus «nuevos amigos» se encontraba el comisario general de la Pallarés, un alto cargo de la policía catalana, por lo que en cuanto tuvo noticias del extraordinario caso, que había llegado a sus oídos gracias a su amigo Santacreu, no dudó en abordarle para explicarle la situación del hijo de su prima Gertru y animarle a que le hiciera un hueco en la investigación. Tal vez así acabara de una vez con las insistentes directas e indirectas que ella le lanzaba en todas las comidas familiares, acusándole de no hacer lo suficiente por su querido sobrino.

No es que a Laure le gustara aprovecharse de ese tipo de situaciones, pero si el viento soplaba a favor quizá era el momento de izar la vela. Eso sí, tenía que estar atento para no desaprovechar la oportunidad.

En el poco tiempo del que dispuso desde la llamada de su superior, se informó a fondo sobre su nuevo compañero. Matías Fonseca era un personaje peculiar: un gran investigador pero también un tipo incómodo, con un pasado turbio, una debilidad que tal vez tuviera oportunidad de utilizar. Pensó tratarle de tú a tú desde el principio, le ayudaría a estar a su nivel, no dar pie a ridículas batallas jerárquicas. Le preocupaba cómo sacar partido en una investigación en la que él no era experto en la materia, pero tendría que improvisar. Su estrategia sería dejar que fuera el veterano policía el que llevara las riendas. Ser su acólito, esperar a que se relajara y buscar el momento adecuado para poder atribuirse todo el mérito. Puede que se granjeara un nuevo enemigo, pero su objetivo iba mucho más allá que dedicarse a investigar coches robados. La oportunidad era única, era ahora o nunca. Desde el año novena y cuatro los Mossos d’Escuadra, la policía de la Generalitat de Catalunya, habían ido paulatinamente atribuyendo las funciones de la Policía Nacional y Guardia Civil en Cataluña. Se avecinaban cambios y Laure, que era un estratega, sabía que aquel era un momento clave para dar un paso al frente.

Así que allí estaba, a tan solo un paso de franquear la puerta del que algún día sería su despacho. Golpeó dos veces con los nudillos la puerta entreabierta y una voz desde el interior le invitó a pasar sin mucha efusividad. Entró. De inmediato reconoció a aquel hombre calvo que revisaba concienzudamente las notas tomadas en una mugrienta libreta de tapas grises: Matías Fonseca, su nuevo compañero.

Sin levantar la vista de su tarea, el policía le indicó con un gesto que tomara asiento en una de las dos adustas sillas de madera del despacho. La habitación no era grande y no se podía decir que estuviera muy ordenada. Montones de papeles y carpetas se apilaban en gavetas de plástico, ocupando gran parte del escritorio en forma de ele. Al otro extremo del mismo, un ordenador de sobremesa permanecía en suspenso mientras en el fondo de pantalla se proyectaban imágenes de carátulas de discos de rock. El mobiliario del despacho lo completaban una estantería y dos armarios bajos repletos de libros y archivadores, una planta mustia y un perchero del cual colgaba una chaqueta con remaches metálicos.

El joven policía se sentó suponiendo que sería cuestión de segundos que su compañero acabara con lo que estaba haciendo y le prestara atención. Se equivocaba, y al cabo de cinco interminables minutos en los que el silencio solo fue interrumpido por el ruido del bolígrafo de Matías al tomar notas, comenzó a tamborilear los dedos sobre su elegante maletín en señal de nerviosismo.

—La paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia la debilidad del fuerte.

—Bonita frase —respondió sin darse por aludido.

—No es mía, es de Kant —contestó Fonseca, por fin levantando la vista.

—Soy Laureano Martínez. Puedes llamarme Laure.

Matías hizo caso omiso a la mano tendida por su nuevo compañero, cerró los ojos y se frotó las sienes con gesto de resignación. Aún sin contestarle, se levantó de su silla y se dirigió parsimoniosamente hacia la puerta. Tras cerrarla se sentó de nuevo en su sillón y fue directo al grano.

—Mira, te voy a ser sincero. No sé por qué te han puesto a trabajar en este caso conmigo y, sinceramente, me importa un comino. Pero considéralo una suerte. Puedes irte a tu casa tranquilamente y yo haré el trabajo. Luego diré que hemos sido los dos. Considérame un filántropo de la ley.

—Ni pensarlo… —replicó con incredulidad—. Está bromeando, ¿no?

—No, pero tenía que intentarlo...

Sabía de sobra que aquello no iba a funcionar, pero de esa manera dejaba patente sus intenciones de ser él quien llevara las riendas. Le observó cuidadosamente. Las fotografías no mentían. Tenía pinta de yupi, de chulo.

—En fin, chico… Me imagino que no puedo hacer nada por deshacerme de ti. Eres un tipo con suerte. Si te estás calladito y no tocas nada que se pueda romper, aprenderás mucho.

—Usted también es afortunado, vigilaré por que no le pase nada peligroso. No parece conservarse en buena forma y a su edad…

—¡Vaya! Si tenemos un gallito en el corral.

—Me parece que dos.

Se quedó mirándole unos segundos. Le gustó su arrogancia. Si al final la putada de su jefe hasta le iba a resultar divertida.

—¡Vamos, chico! Tenemos que volver a la nave A-122. Por el camino te contaré todo con más detalle.

Sin más preámbulo se levantó, emitiendo un pequeño resoplido por el esfuerzo al incorporarse, tomó una chaqueta del perchero y salió del despacho. A Laure no le quedó más opción que cargarse de paciencia y seguirle.

Hacía un día desapacible. El sol de invierno brillaba tímidamente tratando de esquivar los atiborrados cúmulos que poco a poco iban tiñendo el cielo de blanco y el viento soplaba cada vez más fuerte, haciendo revolotear las hojas marchitas que habían sobrevivido al largo otoño. Quizá esa tarde echaran de menos sus paraguas.

De camino a la Zona Franca, esta vez en un tono más amable, quizá demasiado paternal para su costumbre, Fonseca le fue explicando todo lo que habían podido averiguar hasta el momento. Bueno, casi todo; sus teorías y sospechas prefirió guardarlas para más adelante. Tampoco era cuestión de perder toda su ventaja.

Eso sí, en ningún momento le llamó por su nombre. Para él era «chico».

A la tempestad le sigue la calma y al caos la rutina. Tras el shock del día anterior, la nave A-122 parecía que poco a poco volvía a la normalidad. El lugar parecía bastante más ordenado que la víspera: los plásticos que cubrían los vehículos robados se apilaban en un gran cajón de madera, las herramientas habían vuelto a su sitio y los adornos de Navidad, obligados a guardar luto, habían desaparecido sin dejar rastro. La luz que se colaba por las claraboyas era agradable y se respiraba un ambiente calmado, solo interrumpido de vez en cuando por el disonante ruido de alguna máquina. Ninguno de los dos era familiar con el ritmo de trabajo que se llevaba en un taller como aquel, pero desde luego parecía que los alicaídos mecánicos no lo estaban dando todo aquella mañana. Algo normal ante el sentimiento de sospecha que se cernía sobre ellos.

Matías permaneció atento a los primeros movimientos de su nuevo compañero en el lugar del crimen. Quería evaluar cómo se desenvolvía.

Laure, a diferencia de su colega, no se dejó cautivar por un sitio como aquel y miraba a su alrededor con cierta impaciencia.

—¿Impresionante, no?

—Bueno, yo lo veo claro. Se llevaron los coches por la puerta. Un robo atrevido, pero un robo al fin y al cabo.

—Me refería al lugar.

—Sí, es curioso.

—¿ Curioso? Mira a tu alrededor… Sé que no son Porsches, ni Ferraris, ¡pero estos coches son la leche!

—Sí, pero no valen lo mismo. ¿Por qué iba alguien a robar chatarra de los setenta si puede robar un Ferrari?

¡Insensible materialista! Odiaba a ese tipo de personas eminentemente pragmáticas que solo medían las cosas por su precio. No le extrañó descubrir que Laure era uno de esos. ¿Acaso no valen algunas cosas más de lo que se paga por ellas? Conducir oyendo a James Hetfield, la poesía abstracta de Jim Morrison, un subidón de adrenalina financiado por Gene Simmons… ¡El auténtico valor de las cosas es el placer que proporcionan, no lo que cuestan! Seguro que el chico era de esos que, teniendo delante un paisaje increíble, en lugar de abandonarse a él se dedicaba a reírse por lo bajini y mandar mensajitos con el teléfono móvil… ¡Joder! Chatarra de los setenta… Sin embargo, por otro lado tenía razón, él había llegado a la misma conclusión el día anterior y por eso su principal teoría, sin abandonar otras opciones, es que se trataba de un robo por encargo de algún coleccionista.

—¿Y ahora qué? —dijo Laure mostrando cierta impaciencia ante la insistencia de su compañero por hacerle apreciar un montón de coches viejos.

—Ahora toca ponerse a trabajar. Ese es nuestro hombre —dijo señalando a uno de los mecánicos.

León Gabriel resultó ser un tipo interesante. Su mirada era franca y sus respuestas directas. Un tipo práctico e inteligente, de esos que se hacen querer, y tal y como pudieron constatar a lo largo de todo el día, ese sentimiento era generalizado entre los hombres del taller.

Desde el primer momento les fue de gran utilidad, no solo por la información objetiva que les proporcionó sino también por sus acertadas opiniones, y no tardó en confirmar la sospecha de Fonseca. Sin tapujos. No creía posible el robo sin la colaboración de alguien de dentro. La clave estaba en un antiguo armario metálico color verde oliva colgado al lado de la garita que hacía las veces de oficina. Tal y como le había informado a la agente Moyá el día anterior, en él se guardaban las llaves de todos los coches. Cada una en una clavija perfectamente etiquetada. Estaban tan apelotonadas que resultaba difícil sacar una sin que alguna de sus vecinas cayera al suelo.

—Creo que alguien hizo copia de las llaves que tenemos en el armarito —sentenció señalando hacia la garita.

—¿Por qué está tan seguro?

—No veo lógico que hubieran preferido forzar todas las cerraduras y puentear los coches teniendo las llaves a su alcance.

—Tal vez los ladrones no sabían que las llaves de los coches estaban ahí —apuntó Laure.

—Lo sabían. El armario estaba abierto cuando llegamos. En él, además de las llaves de los autos, hay una copia de la llave del acceso principal por donde sacaron los coches. Y como supongo que sabrá, esa llave ha desaparecido.

Matías asintió. Los Jacksons, tan eficientes como siempre, habían hecho sus deberes y esa misma mañana ya habían esgrimido la primera hipótesis sobre cómo accedieron los ladrones a la nave. Todo indicaba que habían entrado por la puerta lateral. Había tres razones de peso en las que sustentaban su teoría. La primera era que la llave de la puerta principal, por la que salieron los coches, contaba con un sistema de seguridad que dificultaba enormemente el realizar una copia en unas pocas horas. La segunda era la desaparición de susodicha llave de la garita metálica; León estaba seguro de haberla visto el día anterior, por lo que era evidente que los ladrones la habían robado para salir y no para entrar. Y la tercera y definitiva era que la cerradura de la puerta de acceso lateral era bastante endeble, una invitación para colarse dentro.

—En cualquiera caso… ¿Por qué piensa que hicieron copia de las llaves y no utilizaron las del armario metálico? —insistió Laure, de nuevo desafortunadamente.

—Cualquiera con dos dedos de frente se las habría llevado. ¿Por qué devolverlas al armarito? Sin embargo, no lo hicieron. Solo le veo una explicación: que no las necesitaran.

—Porque ya las tenían de antemano… Ya veo dónde pretende llegar.

—¿Qué tipo de llaves son? Me refiero a si son fáciles de copiar.

—La mayoría son normales y corrientes —respondió León mostrándoles una llave de coche antiguo—. Se podrían copiar fácilmente. Por eso sé que han contado con ayuda de dentro.

—¿Por qué?

—Porque todos los días yo, personalmente, reviso el armarito metálico. Luego conecto la alarma y cierro la puerta. Si alguien quisiera copiar las llaves tendría que desconectar la alarma, entrar por la noche, buscar un cerrajero de guardia y luego volver y dejarlas en su sitio.

—Solo queda entonces la posibilidad de que se hayan duplicado de día —resumió Laure algo que parecía obvio.

—Efectivamente. Y son sesenta y nueve llaves. Si no fuera alguien de dentro nos habríamos dado cuenta.

—¿Sabe que esto le convierte a usted en el mayor sospechoso? —inquirió Matías.

—Lo sé. Pero estoy tranquilo porque yo no he hecho nada malo. Mi deber es ayudar a resolver el caso. Aunque eso suponga que me tengan que investigar.

—¡Demonios! ¡Es la respuesta más honesta que he escuchado en mi vida! Un buen órdago sin duda.

El mecánico le miró con gesto solazado y esbozó una agridulce sonrisa.

— Ahora depende de usted aceptarlo.

Tras una breve conversación sobre el interés que podían despertar aquellos coches en el mercado negro, León les acompañó por la nave explicándoles cómo funcionaba el taller de mantenimiento y acondicionamiento de coches antiguos. No por ilustrarlos, sino por la pura necesidad de ayudarles a buscar indicios. Cuando acabó sus explicaciones León se despidió amablemente, no sin antes ofrecerse para aclararles cualquier información que necesitaran.

Cuando León volvió a sus tareas, Matías se dirigió a su nuevo compañero.

—¿Qué te parece, chico?

Laure le miró a mitad camino entre la desesperación y la resignación. Le había dicho en varias ocasiones que le llamara por su nombre. No le gustaba eso de «chico», pero el inspector Fonseca no daba su brazo a torcer con facilidad.

—Coincido con él. Todo indica que alguien de dentro ha colaborado. Demasiado evidente quizá, y eso me mosquea.

—A mí también. Seguiremos esa teoría pero sin descuidar la otra alternativa.

—¿Que no usaran las llaves? No le veo lógica a que forzaran la cerradura de todos esos coches teniendo las llaves a mano.

—Me refiero a que cogieran las llaves para robar los coches y luego las devolvieran.

—Pero… ¡eso no tiene ningún sentido!

—Tampoco robar sesenta y nueve coches antiguos. Tú mismo me lo has dicho esta mañana.

El principal motivo por el que habían vuelto a la nave, aparte de una primera toma de contacto con los trabajadores, era tratar de determinar de qué manera habían sustraído los coches de aquel lugar. Aún no disponían de las grabaciones captadas por las cámaras de vigilancia ni de la información sobre las primeras pesquisas del resto del equipo, al que por cierto Laure aún no conocía, por lo que solo podían hacer conjeturas. En cualquier otro caso Matías hubiera optado por esperar a tener algo más de información en el briefing que había programado al día siguiente. Pero aquel no era «cualquier otro caso». Su jefe se lo había avisado aquella mañana a primera hora, cuando fue a insistirle para que reconsiderara lo de meter a Laureano en su equipo. Aquella investigación era prioritaria, querían evitar cualquier filtración y esperaban resultados… «¡Pronto!», le advirtió antes de salir de su despacho.

A falta de comprobar las grabaciones, los vigilantes de seguridad de la zona, los mismos que habían estado en todo momento delante de las imágenes captadas por esas mismas cámaras, habían afirmado en sus declaraciones la mañana anterior que no habían visto nada. Aquello era algo que le escamaba. Tenía un mal presentimiento. ¿Y si no habían visto nada porque no había nada que pudieran ver? Aquella variable, desde luego, afectaba en gran medida a sus teorías sobre el robo.

Por muchas vueltas que le había dado la noche anterior al son de algunos de sus vinilos preferidos, solo barajaba tres opciones diferentes para hacer desaparecer sesenta y nueve coches.

La primera, la más plausible, es que los ladrones hubieran utilizado trailers para el transporte de vehículos. Podrían haberlos aparcado directamente en la puerta de la nave, cargarlos y ponerlos rumbo a cualquier parte del mundo. En ese caso tendrían que haber empleado por lo menos ocho trailers para llevarse los sesenta y nueve coches. Dado que solo había una puerta de salida y que en cargar cada remolque se tarda aproximadamente hora y media, la operación podría haber durado toda la noche. Un tiempo exageradamente alto para un robo. Era raro por lo tanto que ningún vigilante se hubiera percatado de la presencia de tal cantidad de camiones y el consiguiente ajetreo en un día festivo.

La segunda de las opciones es que los ladrones hubieran tratado de llevarse los coches cargándolos en contenedores. La Zona Franca no era solo un área industrial, sino que también contaba con una importante parte destinada a fines logísticos, por lo que la circulación de contenedores por sus calles era habitual. La principal dificultad en ese caso sería el mover los coches hasta la zona de carga. No era tarea fácil, pero tampoco imposible. En primer lugar, habría que conducirlos por las calles aledañas a la nave, evitando los controles de la zona aduanera, para luego cargarlos uno a uno en contenedores. El problema, según le explicó Fonseca a Laure, es que cargar un vehículo en un contenedor no es coser y cantar… ¡Y estaban hablando de sesenta y nueve coches! Quince personas operando a la vez, dos por cada desplazamiento, habrían tardado por lo menos veinte horas. Algo que se antojaba casi más difícil que ver a Willy Toledo en el desfile de tropas del día de la Hispanidad agitando una banderita rojigualda.

La tercera posibilidad era más extravagante si cabe: llevarse los coches por carretera. Desde el punto de vista de burlar la vigilancia quizá era la más sencilla. Si los ladrones conocieran la frecuencia de paso de las patrullas de seguridad y la periodicidad con la que se emitían las imágenes de cada cámara en el centro de control, podrían haber esquivado la seguridad del Consorci. Aun así, para eso hubieran necesitado coordinar a sesenta y nueve personas. Aquello hubiera sido un auténtico circo.

Las tres opciones eran casi imposibles, pero por muchas vueltas que le dio, no veía otra alternativa, y Laure tampoco fue de mucha ayuda a la hora de plantear nuevos escenarios. Por el momento, seguían condenados a tener que esperar las imágenes grabadas por las cámaras de seguridad para ver cómo demonios habían sacado los coches de allí. Hasta entonces todo serían castillos en el aire.

Necesitaban de nuevo a León. Tal vez el veterano empleado podría ayudarles a echar algo de luz sobre el asunto.

El mecánico se encontraba enfrascado en el acondicionamiento de un llamativo Cupra GT en la otra punta de la nave. Tenía medio cuerpo metido bajo el capó del coche y a su lado, una pequeña radio de bolsillo retransmitía el último parte de las noticias. Estaba tan concentrado en su trabajo que no vio aproximarse a la pareja de policías.

—¿Cómo crees que han sacado los coches? —le disparó Laure sin más preámbulo.

León, sin prisas, acabó de ajustar la pieza en la que estaba trabajando, se limpió las manos de grasa con el trapo rojo que colgaba de su cintura y levantó la vista hacia él. Fue un breve instante, milésimas de segundo, pero su mirada lo dijo todo: no le gustaba que le interrumpieran, no le gustaba ese asunto y tampoco le gustaba Laure. Rápidamente, como si se hubiera dado cuenta, cambió el gesto y volvió a ser el dispuesto y amable hombre que habían conocido hasta el momento.

—En tráileres.

—¿Tan claro lo tiene?

—Sí. No veo otra opción.

—¿Y sacarlos conduciendo? —Fonseca no se contentaba con la respuesta, quería exprimir todas las posibilidades.

—Es algo… digamos que absurdo.

Ambos hombres se quedaron mirándole intrigados y, sin pronunciar palabra, los dos hicieron el mismo gesto a la vez para que continuara.

—Como comprenderán, estos coches no tienen siempre el depósito lleno de combustible. No tendría sentido. Disponemos de unos bidones que utilizamos para poner la gasolina que necesitamos en cada momento —dijo señalando al fondo de la nave.

—La gasolina la utilizamos para comprobar que el motor funciona, incluso para hacer pequeños desplazamientos—continuó León—, nunca más de unos pocos kilómetros. Si se necesita más, para transportarlos a un evento o similar, los llevamos a la gasolinera.

La opción de los contenedores de carga ni se la había planteado, pero una vez escuchó la teoría del inspector Fonseca, también la dio por imposible. Requería no solo mucho tiempo sino también destreza. Los coches que habían robado eran muy dispares en su tamaño y forma, con lo que acomodar cada uno de ellos a un contendor de manera que no se movieran en el transporte supondría una gran cantidad de tiempo.

Aquel hombre no daba puntada sin hilo. En cualquier caso, fuera como fuese, no podían descartar ninguna vía hasta que no vieran los vídeos.

—¿Necesitan algo más de mí? Debería volver al trabajo—añadió León con una sonrisa.

—No… por ahora no.

—Parece divertirle este asunto… —inquirió esta vez Laure.

—Para nada señor. Estos coches son parte de mi vida. Solo que estoy tan asombrado como ustedes por cómo se ha producido el robo —aquel maldito mecánico les tenía calados — que me hace gracia sentirme parte de esta historia.

Antes de retirarse, Matías y Laure se entrevistaron con el resto de trabajadores de la nave A-122. Nada de lo que les dijeron echaba luces sobre el caso. Todos tenían coartada demostrable, habían pasado las fiestas con su familia. Tres de ellos incluso podían constatar que las habían disfrutado fuera de la Ciudad Condal y, a pesar de sus inquisidoras preguntas, la mayoría permanecieron tranquilos y colaboradores durante la conversación. El único caso diferente fue el de Bernardino, un hombre regordete y de nariz chata, excesivamente nervioso, que hasta les enseñó fotos de toda su familia para justificar que había viajado hasta casa de su suegra en Cadaqués para tomar su tradicional bou estofat, del cual también enseñó foto. Como cabría esperar, el sentimiento de todos los trabajadores era de desconcierto. Se sabían sospechosos, pero eran incapaces de concebir quién de ellos podía haber orquestado algo así.

* * *

—Créame, si hubiera hecho sesenta y nueve copias de llaves de coches antiguos a la misma persona me acordaría.

—Haga memoria por favor.

—Oiga, yo no me puedo acordar de todos los trabajos que me encargan. Si tuviera esa memoria sería registrador de la propiedad y no trabajaría de sol a sol en la ferretería de mi padre.

— Y su padre, ¿también chambea aquí?

—¿Qué?

—Disculpe. Que si también trabaja aquí.

A pesar de llevar diez años en España, Antunes se negaba a abandonar la jerga de su país. «Lo único que me ata aún a mi tierra. Mi pequeña aportación a la construcción de la lengua de Cervantes», solía argumentar para defender sus reticencias a hablar en cristiano.

—¡Válgame Dios! Dónde hemos ido a parar… ¿Cuántos años se cree que tengo? Mi padre tiene ochenta y tres años. ¡Cómo cojones va a trabajar aquí!

Aquel enjuto hombre de aspecto aparentemente afable, con gafas de pasta demodé y jersey gastado, resultó ser un saco de malas pulgas.

Aquella era la decimosexta ferretería que visitaban. La última en el radio de un par de kilómetros que se habían marcado como distancia prudencial alrededor de la nave A-122. Si uno de los empleados había utilizado las paradas de las comidas o almuerzos para copiar las llaves, no tenía sentido que hubiera ido más lejos.

—Discúlpeme —dijo un esforzado Coll en un último intento de llevar la conversación a buen puerto—. Pongamos que no ha sido una persona sola, pongamos que hayan sido varias... ¿Alguno de estos hombres le resulta familiar?

—El encargado de la ferretería miró con gesto de hastío las fotos que había desplegado Miquel sobre el mostrador.

—No. No conozco a ninguno.

—¿Está seguro?

—No hizo falta que respondiera. Una mirada bastó para saber que aquel hombre ya les había dicho todo lo que les tenía que decir.

—Muchas gracias por su colaboración, señor —dijo el agente a la vez que recogía lentamente las fotos del mostrador—. ¡Qué tenga un buen día!

De nuevo en la calle los dos hombres se miraron con resignación. No habían tenido suerte. Seguían sin encontrar una sola pista.

—¡Vaya «chancludo» el viejo!

—Así le va —respondió Coll aludiendo a que era la única de todas las ferreterías en las que no había ni un solo cliente.

—Estoy «a verga» de andar —dijo Antunes—. ¿Vamos a tomarnos unas chelas?

—¿Qué?

—Cervezas.

—Estamos de servicio.

—Vamos, Coll, relájate un poco, para mí una chela y para ti, zumo de zarzaparrilla.

—Bueno, supongo que por una vez…

Se sentaron en un pequeño bar de barrio que hacía esquina por Santa Eulalia, uno de esos sitios con barra de metal, olor a tabaco y comida barata, en los que los clientes se conocen por el nombre y el camarero sabe hasta qué punto puede fiar a cada cada uno. Pidieron las bebidas, y al cabo de unos minutos ya tenían delante un par de cervezas heladas, acompañadas por un ridículo platito de olivas partidas y otro de cacahuetes salados.

—Esto pinta mal. Seguro que el jefe nos hace chequear todas las ferreterías de aquí a Lima.

—Bueno… ya le conoces. No le gusta dejar cabos sueltos. Además, me parece que se juega mucho en este caso.

—¿Por lo de Gallart? ¡Eso es una «pendejada»!

—No…, bueno, sí... Bueno, sí y no. Ya sabemos su obsesión por alcanzar el récord de casos seguidos resueltos, pero yo creo que lo que más le preocupa es lo de ese nuevo compañero.

—Ese chico nos va a chingar.

—Imagínate! Llamarnos uno a uno a todos para decirnos que nos anduviéramos con ojo.

—Está mal del ala ese «joputa».

Miquel miró a su compañero con reprobación. Aunque a veces se comportara como un capullo, tenía un gran respeto por Matías. En realidad, todos ellos lo tenían. Detrás de esa facha de amargado había un jefe que siempre se preocupaba por ellos. Confiaba en su equipo, les dejaba hacer y sabían que jamás les dejaría con el culo al aire.

—¡No jodas vos! Que estoy bromeando. A ese «chele» le quiero yo más que a mi padre.

* * *

Antes de volver de nuevo a la comisaría, Matías y Laure se detuvieron a tomar una comida ligera en un bar cerca de la Zona Franca. Ninguno de los dos tenía mucho apetito: Laure porque no abusaba de la comida que no fuera estrictamente la marcada por la dietista personal de su mujer, Tanushree, una hindú experta en ayurveda; y Matías, simplemente porque después de los abusos durante las fiestas, tenía un ardor de estómago insoportable.

Aprovecharon el almuerzo para tantearse y al final, ambos llegaron a la misma conclusión: preferían trabajar solos. Al veterano policía su nuevo compañero le pareció un petulante. Era un tipo listo, lo reconocía, pero demasiado preocupado por salir en la foto. Estaba «castigado» a trabajar con él, así que lo mejor era aprovechar sus cualidades y acabar cuanto antes con aquello. A Laure, por su parte, Matías le pareció un infeliz, un tipo acomodado en su puesto, con aires de grandeza, pero a la larga, condenado al ostracismo. Alguien que utilizaba la arrogancia para protegerse ante sus limitaciones. A pesar de todo tenía que camelárselo, y eso pasaba por reírle las gracias y jugar a su juego; solo así podría adelantarse y poder ponerse las medallas con sus jefes.

Ninguno de los dos disfrutó de la comida.

Ya de vuelta en la Jefatura de policía los dos hombres dedicaron la tarde a revisar la información que, poco antes de irse, les había proporcionado León en una memoria USB color plateado con el nombre de la empresa en letras rojas. La relación de todos los coches robados, imágenes y la información de la que disponían en la base de datos interna. Según les dijo el responsable de la nave A-122, por muchas vueltas que le había dado la noche anterior no había sido capaz de establecer una conexión clara. «No se preocupe, seis ojos ven más que dos», le respondió el policía tratando de aligerar su sentimiento de culpabilidad.

Buscar un patrón que les aclarara el porqué habían robado esos coches y no otros no iba a ser tarea fácil. Sobre todo si la persona que mejor los conocía no había sido capaz de encontrarlo. Sin embargo, la policía contaba con programas informáticos que podían facilitar esa tarea mediante complicados algoritmos.

Matías propuso que trabajaran en paralelo, algo bien recibido por Laure, que era un maestro en el uso de ese tipo de herramientas. Aquello le daría una oportunidad de demostrar sus habilidades.

—Pues entonces, ¡vamos allá! Busca un hueco por donde puedas mientras me copio la información de la memoria USB. Yo empezaré por el precio de mercado y tú por el año de fabricación.

—De acuerdo, pero lo del hueco no lo veo sencillo sin que antes ordenes un poco tus papeles.

—Joder, ¡pareces mi madre! El orden consiste en saber dónde está cada cosa. ¡Ni se te ocurra tocar nada!

Laure se las apañó para encontrar un hueco en el que situar su ordenador portátil en una esquina de la atiborrada mesa. Amante de la cultura japonesa y religiosamente practicante del feng shui, al joven inspector le horrorizaba tener que trabajar en aquel lugar. Aun así, hizo de tripas corazón y no protestó más.

Encendió su portátil, mirando de reojo cómo su compañero ya se había puesto manos a la obra. No se le veía muy ducho manejando el ordenador. ¡Por Dios! Si hasta tecleaba con un solo dedo. Aquel tipo era un dinosaurio… Mejor para él.

Mientras esperaba impacientemente a que acabaran de cargarse los programas, se entretuvo acariciándose uno de los caracolillos de pelo rubio que le asomaban por la nuca, una pequeña manía que siempre le sobrevenía cuando estaba en tensión. Tenía que tomar la delantera de una vez por todas.

—¿Te importa si pongo algo de música? —preguntó Matías a los cinco minutos de haber comenzado el trabajo. Algo insólito en él, que no solía molestarse ni en preguntar.

—Bien, si es tranquila… Algo de chill-out si tienes.

Chill-out —respondió con voz socarrona—. Creo que tengo algo por aquí… A ver que vea… no. ¡Vaya, me debo haber dejado el CD en el coche!

Al cabo de unos segundos, las incomparables voces de Bowie y Mercury emergieron del pequeño equipo de música de Matías inundando la habitación.

Pressure pushing down on me Pressing down on you, no man ask for Under pressure that burns a building down Splits a family in two Puts people on streets

«Al menos era soportable», se dijo Laure para sus adentros.

Pasaron cerca de dos horas buscando patrones comunes entre aquellos coches, alguna pista para averiguar por qué los habían robado, pero por mucho que escudriñaron no fueron capaces de encontrar nada.

—¿Y si no hay ningún patrón? —le preguntó Laure, harto de la infructífera tarea.

—Tiene que haberlo. ¿Por qué si no cogieron esos coches y no otros? Nadie roba algo porque sí. Si hubieran robado los que estaban más cerca de la puerta, o los que eran más fáciles de maniobrar, no me lo preguntaría. Pero todo apunta a que la elección no ha sido al azar.

—¿Y si simplemente se llevaron aquellos de los cuáles habían podido copiar la llave?

—Entonces puede que tuviera sentido que lo hicieran de manera aleatoria. Pero alguien que se molesta, según creemos, en copiar tantas llaves, ¿no se preocuparía antes de elegirlas? Averiguarlo es importante porque si lo sabemos, podemos determinar por qué quería esos coches, y a partir de aquí será más sencillo investigar quién está detrás de todo esto —concluyó en modo aleccionador—. Agotemos posibilidades.

Laure se quedó pensativo unos segundos.

— Creo que estamos haciendo esto mal… —dijo poniéndose en pie—. ¡Dejémonos de programas y miremos con los ojos!

Matías se pasó la mano por la cabeza. No le gustaba que lo dijera él, pero tal vez tuviera razón. A lo mejor el patrón no tenía nada que ver con números, datos o precios.

—¿A la antigua?

—¡Exactamente! Como cuando tú estudiabas.

Un gesto de aprobación por parte del veterano inspector sirvió para que los dos se pusieran manos a la obra.

Mientras su joven compañero imprimía las fotos, Matías, refunfuñando, ordenó su despacho por primera vez en mucho tiempo. Quizá ordenar fuera una palabra demasiado fuerte para referirse a la reubicación de papelorios que hizo en poco menos de diez minutos. Las gavetas con documentos se trasladaron a los huecos que encontró en la estantería. Los libros, habitualmente amontonados en la parte superior de sus armarios, pasaron a formar parte de una tan alta como irregular torre en una esquina del despacho. Al final, solo la planta mustia conservó el privilegio de mantener su posición.

—¡Vaya! —exclamó asombrado—. Tanto tiempo quejándome del despacho y al final no es tan pequeño.

Acto seguido los dos hombres comenzaron a distribuir las ciento veinte fotografías por encima de la mesa y el suelo para luego marcar las de los coches robados con una equis en rojo en el borde superior. Ahora tocaba devanarse los sesos de nuevo.

Tras cerca de media hora haciendo y deshaciendo montones de fotos de coches como si de dos chiquillos cambiando cromos en el recreo del colegio se tratara, por fin uno de ellos se iluminó y lo vio claro.

—¡Lo tengo! —dijo Matías con aire triunfal.

—¿Qué?

—¡Es tan fácil que parece ridículo! Han robado los coches menos llamativos.

Su compañero de inmediato lo vio con la misma claridad. Los prototipos, el extravagante papamóvil, coches de competición, los concept cars y otros originales vehículos, pese a tener un alto valor no habían sido robados. Tampoco los coches deportivos, pintados en llamativos colores. Simplemente se habían llevado los que podrían verse, no sin cierta sorpresa y evocación de tiempos pasados por cualquier ciudad de España sin provocar el instinto inmediato de llamar a la policía.

La nave A-122

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