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ОглавлениеCAPÍTULO UNO
SESENTA Y NUEVE RAZONES PARA CONTINUAR
26 de diciembre de 2002
And she’ll have fun, fun, fun till her daddy takes the t-bird away (Fun, fun, fun till her daddy takes the t-bird away)
Cualquier testigo de la escena aseveraría, sin ninguna duda, que aquel era el día más feliz en la vida de Marina. La frescura con la que se movía por los aledaños de la nave era contagiosa, propia de una minoría capaz de disfrutar de la vida por el simple hecho de tenerla. A sus holgados cuarenta y siete años aún conservaba una figura razonablemente buena, y la cadencia de sus movimientos caribeños hacía que pareciera que en lugar de andar, flotara sobre el suelo. Sin embargo, para ella, una modesta limpiadora, aquel era un día más entre polvo, fregonas y ambientadores. Uno de esos días que se confunde con el siguiente. No había ningún motivo por el que se sintiera especialmente dichosa. No lo necesitaba. Ella simplemente era así.
Marina llevaba más de diez años abrillantando suelos y repartiendo simpatía por las instalaciones de Seat que aún pervivían en la Zona Franca de Barcelona, un área industrial que se elevaba sobre los solares donde tiempo atrás, antes de mudarse a las modernas instalaciones de Martorell, se erigía la primera fábrica de la marca. A pesar de no ser muy importante, un número más de una subcontrata más, era de esas personas que se hacen querer. Su sola presencia bastaba para levantar el ánimo, como una sonrisa en un día gris.
Los relucientes cascos amarillos, sepultados entre su alborotada melena, martilleaban una pegadiza canción de los Beach Boys, mientras ella, con la escoba como improvisado micrófono, meneaba el esqueleto sin ningún pudor al ritmo de la música.
No muy lejos de allí, Gerard, uno de los guardias de seguridad del centro de control del Consorci, la empresa que gestionaba el recinto industrial, se percató de la cómica escena a través de las imágenes captadas por las cámaras de seguridad del sector cuatro. Una mueca maliciosa se dibujó en su cara. Sabía que aquello le iba a gustar a su jefe, Xavier Cardenal, que repantigado en su sillón, con la boca abierta y emitiendo unos monótonos gruñidos, estaba presente en cuerpo y ausente en alma de la pequeña garita repleta de monitores. Llevaban años trabajando juntos y, a pesar de que era su superior, se tenían la suficiente confianza para desdibujar a menudo la invisible raya que separaba los escalafones. Así que, sin ningún miramiento por su affaire con Morfeo, le dio un brusco codazo despertándole de su cabezadita.
—Mírala. Ahí está tu chica. Aún no son las siete y ya te está bailando. Parece que le va la marcha, ¿eh?
La interrupción valía la pena, así que, tras desperezarse como un oso, posó la mirada sobre la pantalla que Gerard señalaba con el dedo índice. Unos segundos le bastaron para dejar atrás la mueca de fastidio por el abrupto despertar. Regaló una ladina sonrisa de agradecimiento a su compañero y acercó su silla al monitor para poder regodearse mejor de los contorneos de aquella adorable mujer.
Marina se desgañitaba, escoba en mano, cantando una canción que no podían escuchar. Ambos rieron al ver los exagerados movimientos de la veterana limpiadora, si bien ambos por motivos distintos.
Gerard, que sabía del silencioso cariño que su amigo profesaba por Marina, miró con complicidad a su compañero y desconectó el modo automático —que lanzaba imágenes de las diferentes zonas cubiertas por las cámaras durante cortos intervalos de tiempo— para que este pudiera seguir las andanzas de la colombiana a sus anchas.
—Si aún acabarás declarándote… —le espetó con voz jocosa.
—¡Ni en sueños! Con lo que me ha costado volver a ser libre…
Su amigo sonrió con malicia. Xavier no sabía estar solo; no es que no le gustara, es que no sabía. Si no se la hubiera gastado ya, otra vez antes de tiempo, en una de las partidas clandestinas que solía frecuentar por el barrio de Sant Adrià, apostaría su paga mensual a que antes de jubilarse su jefe se casaría por tercera vez.
Marina acababa de terminar su trabajo en la zona de oficinas del área de estampación y se dirigía por una estrecha callejuela hacia la nave A-122 para continuar su faena. El día era frío y húmedo y no tenía ganas de ponerse y quitarse el abrigo para recorrer tan solo una decena de metros, así que, aún al ritmo de la banda californiana, corrió dando saltitos ajena a los comentarios soeces que provocó el vaivén de sus redondeces entre los dos vigilantes.
Desde el centro de control eran capaces de seguir sus movimientos por los espacios abiertos del recinto, pero una vez entrara en una de las naves ellos la perderían. Así pues, cuando franqueó la puerta lateral del edificio gris que veían en sus pantallas, los vigilantes dieron por concluido el espectáculo. Pero entonces sucedió. Estaban a punto de desconectar el modo manual cuando su imagen apareció de nuevo en la pequeña pantalla.
—¿Has visto eso? —le dijo Gerard a Xavier señalando el monitor—. ¿Qué ha pasado?
Marina había aparecido de nuevo en la calle. Se había quitado los cascos y en su rostro se veía un mudo gesto de alarma. Parecía confundida, como si hubiera visto un fantasma. Miró en los dos sentidos de la calle y en ese momento se percató de la cámara de vigilancia que le apuntaba directamente. Sin saber cómo, percibió una mirada amiga al otro lado de aquel objeto inerte y comenzó a gesticular y agitar los brazos efusivamente tratando de captar su atención.
—Algo ha pasado. Mírala, parece asustada.
Xavier, sin mediar palabra, sacó apresuradamente el walkie-talkie de su bolsillo con un torpe movimiento y ordenó a la patrulla de seguridad móvil de la zona que se dirigiera hacia aquel lugar de inmediato.
—¡Quédate aquí y toma nota de cualquier cosa extraña! —gritó a su compañero. Y a la máxima velocidad con la que un tipo de casi cien kilos podía moverse, salió corriendo hacia el lugar donde se encontraba Marina; su Marina.
La nave A-122 no era una nave cualquiera. En aquel alargado hangar de techos altos, únicamente reconocible por un modesto rótulo con su nombre en la puerta, se escondía un tesoro desconocido para muchos. Como si de un salón de un palacio deshabitado se tratara, distribuidos en cuatro filas, cerca de ciento veinte automóviles descansaban ajenos al paso del tiempo cubiertos por guardapolvos transparentes. El recinto era diáfano y la única conexión con el mundo actual eran unas grandes lonas con la historia de la marca que colgaban del techo rindiendo pleitesía a los decanos vehículos. Aquellos coches tenían un valor que iba más allá de lo material. Representaban una historia, la de Seat, la de la España del Franquismo, la Transición y la de la democracia; pinceladas de la vida de todos y cada uno de los españoles a lo largo de los últimos cincuenta años.
Resguardadas de las curiosas miradas y aisladas del mundo exterior, solo los afortunados que tenían acceso a aquel lugar podían pasear, ver y tocar aquellas auténticas reliquias. Allí descansaban recuerdos de nuestro pasado y trozos del tiempo en forma de metal, como el primer coche que construyó la empresa, rarezas como el Seat 600 Savio, construido en 1966 para las visitas de Franco a la fábrica; el Fiat 850 Sport Spider diseñado por Bertone; el Seat Panda que el Papa Juan Pablo II utilizó en su visita a España en 1982, o el Seat 1200 Bocanegra. Pero también las ideas y experimentos de la empresa, modelos legendarios, prototipos y coches de competición.
Seguramente todos aquellos antiguos automóviles hubieran acabado en el desguace de no ser por Elvira Veloso, una incansable trabajadora de la empresa que tuvo la iniciativa, constancia e ingenio de ir guardando todos aquellos coches pacientemente hasta que llegara su momento de gloria. Tres años atrás su secreto había salido a la luz y Andreas Schleef, el presidente de la compañía, ordenó el traslado de la colección a la Nave A-122 y dotó un importante presupuesto para seguir completando la colección.
Marina no era especialmente amante de los coches y no sabría diferenciar una bujía de un alternador, pero estar en aquel templo del motor siempre le transportaba a su juventud y le producía una extraña sensación de paz. Reconocía entre aquellos vehículos el Seat 1400, el primer coche que llegó a su pueblo de adopción, Cutanda, cerca de Calamocha, y que aún se veía por la calle cuando apenas era una niña. También había un Seat 600 color blanco como el que tenían sus padres. Incluso su primer coche, un 127 de segunda mano comprado con tanto esfuerzo y casas limpiadas más de veinte años atrás. Aunque su rol en la empresa no era el más importante, a ella, el poder trabajar allí y encargarse de aquellas joyas le llenaba (como diría el Borbón) de orgullo y satisfacción.
Quizá por ese motivo, cuando aquella mañana al abrir la puerta de acceso lateral vio el desorden reinante y se percató de lo que había sucedido, su corazón dio un vuelco. Los plásticos que normalmente se utilizaban para proteger los coches del polvo estaban desperdigados por el suelo. Los adornos navideños colocados con tanto cariño por las chicas de la limpieza días atrás habían sido arrancados y, lo que era aún peor, gran parte de los vehículos habían desaparecido.
Ella fue la primera en descubrir el robo. El robo en la nave A-122.
* * *
Nueve horas más tarde, Matías Fonseca, el inspector al mando del grupo operativo de la Policía Judicial encargado de la investigación del caso, llegaba a la nave A-122.
A tenor de su aspecto de roquero decadente, nadie diría que se trataba de uno de los mejores investigadores de la policía. Rondaría los cuarenta y cinco años, era de estatura mediana y aunque no era gordo, saltaba a la vista que el amor por el deporte no era su fuerte. Solía justificar su autoimpuesta orden de alejamiento de la actividad física con un dicho de Henry Ford: «El ejercicio físico es una bobada. Si estás bien no lo necesitas y si estás mal, no puedes hacerlo». Eso sí, cualquiera que le viera en su entorno, rodeado de chaquetas de cuero y maullidos de guitarras eléctricas, se sorprendería ante la agilidad y fuerza con la que podía llegar a desenvolverse en un concierto de rock. El poco pelo que aún le quedaba lo llevaba rapado al cero y tenía por defecto cara de pocos amigos. Matías era un tipo incómodo y había que conocerlo muy a fondo para poder ver que detrás de esos ojos tan grises como su alma, se escondía una persona menos borde de lo que aparentaba.
Hasta ese momento, la nave A-122 había sido un hervidero de desinformación. Las preguntas eran muchas, las respuestas pocas y, como suele suceder, nadie sabía a ciencia cierta que había sucedido pero todo el mundo opinaba. La noticia del desconcertante robo se extendió como reguero de pólvora en la cadena de mando de Seat, adornada por fantasiosas elucubraciones y teorías, hasta que alguien con suficiente poder y criterio dio la orden de mantener el asunto en secreto. El motivo era sencillo: tras el magnífico crecimiento en los últimos años, la empresa estaba inmersa en una campaña para afianzar el consumo de los utilitarios españoles apelando a valores como la tradición de la marca. Para ello se había realizado una vasta campaña publicitaria, incluso habían contratado a Julio Iglesias, cuya imagen, junto al eslogan «Tu tenías un Seat y lo sabes», inundaba las principales ciudades españolas. El broche de oro sería la apertura del museo, una iniciativa auspiciada junto al Ayuntamiento de Barcelona, que albergaría la colección de coches de la nave A-122 y que, si no sucedía ningún imprevisto, abriría sus puertas en pocos meses. Así que lo último que necesitaban era que el nombre de la compañía saliera a la palestra relacionado con un suceso que pudiera ridiculizarla o suponer una publicidad negativa.
Por suerte, las medidas tomadas por la directiva habían sido efectivas y las posibles filtraciones se habían logrado atajar de raíz, al menos por el momento. Aquello era un alivio; sin embargo, eran conscientes de que era solo cuestión de tiempo que los primeros periodistas asomaran sus narices para fisgonear por allí. Quizá por ese motivo, o tal vez fuera por facilitar al máximo el trabajo de la policía, alguien de arriba había decretado que se confinara en la nave A-122 a los principales testigos y los trabajadores, restringiendo el acceso a la zona al resto de personal.
Así pues, en el alargado recinto, los vigilantes de seguridad que habían acudido ante la llamada de Xavier Cardenal, este mismo, Marina, Gerard y los siete trabajadores de aquella sección aguardaban al responsable de la investigación encerrados como cobayas en un laboratorio. A ellos, además, se habían sumado los dos directivos nombrados por el presidente de la empresa para lidiar con el conflicto. Dos hombres espigados, con pelo engominado y vestidos de manera similar y que además, para más inri y confusión, se llamaban Santacreu y Santamaría. Los «Santas», como solían referirse a ellos los empleados, eran tan parecidos que nadie sabía a ciencia cierta quién era quién.
La espera fue desesperante. A lo largo de toda la mañana, diferentes agentes circularon por el lugar de los hechos en un goteo continuo. Primero, tras la llamada de los vigilantes del Consorci, apareció una patrulla de policía para certificar que efectivamente se había producido un robo, como si la desaparición de casi setenta coches de un plumazo pudiera haberse debido simplemente a un despiste contable. Tras completar las oportunas diligencias tres interminables horas más tarde, un par de tipos oscuros, con gafas oscuras, parcos en palabras y más aún en explicaciones acudieron para recoger pruebas. Dijeron ser de la Policía Forense y tras una retahíla de preguntas a los presentes, escudriñaron las cerraduras, tomaron algunas muestras y se largaron por donde habían venido.
La siguiente visita fue mejor recibida, un joven imberbe en una destartalada vespino apareció cargado con diez pizzas de Casa Sento; una pizzería cercana que, si bien podría considerarse a primera vista como un cuchitril insalubre, vendía las mejores pizzas de toda la ciudad. El responsable de la nave las había encargado a escondidas para sorpresa de todos, sobre todo para Santacreu, a cuyo nombre estaba el pedido y que tuvo que pagarlas a regañadientes de su bolsillo.
Por fin, poco después de comer, los primeros agentes del grupo de Fonseca hicieron acto de presencia. Para entonces, tras ocho horas de «arresto laboral», los ánimos estaban caldeados.
Mientras los agentes tomaban sus primeras declaraciones a los testigos, constatando que todos ellos se habían visto igual de sorprendidos por el suceso, en el exterior de la nave un joven guardia de seguridad con orejas grandes y más pelo que Chewbacca velaba religiosamente las órdenes de no dejar acceder a nadie sin previa autorización.
Cuando vio acercarse con paso decidido a aquel hombre calvo, con vaqueros, botas camperas y chaqueta de cuero, se puso tenso. Llegaba el primer curioso.
—Está prohibido el paso. Esta es un área restringida —le espetó de malos modos.
—Soy de la judicial.
—Su identificación —respondió el vigilante con aires de superioridad.
—Mira, chaval, me están esperando y estoy de mal humor, así que…
—Su identificación.
Matías, de malas pulgas, rebuscó en su chaqueta, sacó su placa y se la puso a un palmo de la cara.
—Le tenías que haber dicho a papá que te comprara una como estas… Ahora apártate y deja trabajar a los polis de verdad.
El guardia, con cara de pocos amigos, se hizo a un lado dejándole vía libre.
Nada más entrar, Matías se dio cuenta de que aquel era un lugar especial. Un buen roquero sabía apreciar el erotismo de las máquinas. De inmediato, una agente de la judicial se le acercó entregándole un pequeño dossier.
—Buenas, Moyá. ¿Qué tenemos?
—Un robo.
—Me imagino, si hubiera sido un guateque no iría disfrazada de policía.
—Sesenta y nueve coches clásicos, ninguna pista de momento.
—Ya veo.
—Quiere que le cuente lo que…
—Paciencia, Moyá. Todo a su debido tiempo.
Matías saludó sin demasiada efusividad al resto de sus hombres y se apartó de ellos hacia el centro del hangar para poder tener una visión de conjunto. Le gustaba hacerse una idea preliminar de qué es lo que podía haber sucedido antes de contar con datos objetivos. Imaginarse cómo podían haber ocurrido los hechos con total ausencia de prejuicios. Era una práctica poco habitual pero sus hombres, que llevaban años soportándole, conocían perfectamente sus pequeñas manías, así que permanecieron alejados sin molestarle.
Los dos directivos, ajenos a la costumbre del inspector, se acercaron hasta donde él estaba.
—Permítame que me presente, soy el señor Santacreu y este, mi compañero Santamaría, las personas designadas por la empresa para llevar este asunto —dijo un hombre repeinado mientras le tendía la mano—. Si nos permite, le explicaremos la importancia de…
—Encantado. Si necesito algo les avisaré —respondió Matías sin dejarle terminar la frase.
—Disculpe, pero…
—Insisto. Si necesito algo les avisaré. Ahora, por favor, déjenme hacer mi trabajo.
Los espigados directivos se miraron contrariados y se retiraron hacia la pequeña garita de oficinas situada al lado opuesto de la nave. Aquello no era aceptable, era la gota que colmaba el vaso. Aquel tipo, además de haber tardado un precioso tiempo en acudir a su llamada, era un maleducado. ¡Qué se había creído! Matías no era consciente de ello pero su brusca interrupción, sin saberlo, le iba a crear más problemas de los que podía llegar a imaginarse.
El inspector Fonseca se frotó la calva con contundencia, como cada vez que algo le irritaba. Le fastidiaba que trataran de ponerle condiciones nada más aterrizar, pero más aún que le interrumpieran. No tenía tiempo que perder si quería tener el control de la situación desde el principio. Nunca se había enfrentado a un robo como aquel y desde el momento en el que le había llamado su jefe, estaba deseoso de tener ese momento de análisis en solitario. «Método: la clave del éxito», se repetía una y otra vez a sí mismo y a todo el que le quería escuchar. Tras unos minutos observando a su alrededor, el inspector Fonseca llegó a una conclusión: el que había perpetrado aquel robo estaba loco. Robar sesenta y nuevo coches suponía dejar, por lo menos, sesenta y nueve pistas. Ahora le faltaba averiguar si era un inconsciente o era un genio. En el primer caso, sería cuestión de horas cerrar el asunto y superar por fin el récord de casos consecutivos resueltos por el laureado inspector Gallart; en el segundo, aquello se podría complicar.
Era el momento de ponerse manos a la obra y solo tenía una opción, seguir el proceso habitual, como si se tratara de cualquier otro robo de menor envergadura. Abandonó su momento de reflexión, se friccionó la calva de nuevo y volvió a la parte de la nave donde Santacreu y Santamaría discutían algo en voz baja, lanzándole de vez en cuando miradas furtivas.
—¿Me pueden indicar quién es el responsable de todo esto? —preguntó haciendo un gesto que abarcaba toda la nave.
— Nosotros —respondieron a una.
—¿Mecánicos que trabajan con corbatas? No me refiero a ustedes, me refiero en el día a día. ¿Quién me puede dar detalles?
Los Santas, visiblemente molestos, le señalaron a un hombre que estaba revisando concienzudamente el motor de uno de los coches que no había sido robado. Parecía ser el único con interés por volver al trabajo. Se llamaba León Gabriel y era el encargado de aquella sección.
Se acercó hasta él.
—Buenas tardes, ¿León?
—Sí, soy yo. Usted debe ser el inspector Fonseca, ¿no? —respondió mientras se limpiaba las manos con un trapo rojo que llevaba atado al cinturón.
—¿Es usted adivino?
—Más bien observador. Sus hombres dijeron que no le interrumpiéramos, que nada más llegar querría estar solo. No ha sido complicado deducirlo.
León tenía el pelo desordenado, nariz prominente y una sonrisa agradable. Rondaría los sesenta años y a pesar de su edad, aún se conservaba razonablemente en forma. No sabría decir por qué, pero desde el primer instante aquel hombre le cayó bien y eso, en Matías, era algo que no sucedía a menudo.
Según le explicó el mecánico jefe habían desaparecido sesenta y nueve coches de los pocos más de ciento veinte que solían ocupar la nave, en su mayoría coches clásicos. Sin embargo, había algo que le había llamado poderosamente la atención. En un robo semejante lo lógico habría sido que los ladrones se llevaran los vehículos más valiosos, las joyas de la corona; sin embargo, algunos de los coches que en teoría podrían tener un mayor valor, como era el caso del papamóvil o el último prototipo de competición de la marca, seguían en su sitio. No parecía que la elección de los coches que habían robado hubiera sido hecha al azar, pero desde su punto de vista era totalmente ilógica.
Al inspector Fonseca aquello le pareció un dato interesante. Se llevó la mano a la chaqueta y del bolsillo interior sacó una pequeña libreta con tapas grises, su eterno cuaderno de bitácora. Tomó unas notas sobre los aspectos de la investigación a los que tendría que volver más tarde. Todo apuntaba a que podría tratarse de un robo por encargo, seguramente por algún coleccionista.
—¿Recuerda si alguien se ha interesado con anterioridad por los coches robados?
— No sé, no le podría decir. Alguna vez hemos recibido preguntas por algún modelo en particular… pero son muchos los que han desaparecido.
—Entiendo… Necesitaremos que nos proporcione una lista de todos ellos. ¡Ah!, y por favor, incluya cualquier detalle que piense que pueda aportarnos alguna pista adicional.
—Sí, esta misma tarde la tendrá. Ya me la ha pedido el agente Coll.
Matías dirigió una mirada de aprobación hacia Miquel Coll, un tipo alto de piel pálida y mejillas enrojecidas. El más joven y al mismo tiempo, el más trabajador de sus hombres. Quizá pecara de ser demasiado formal y riguroso, pero en cuanto superara su miedo a cometer errores, sin duda sería uno de los mejores.
—Necesitamos establecer un patrón entre los coches robados. Nosotros nos estrujaremos el seso, pero hágame un favor, León, dele una vuelta usted también. Es quien mejor los conoce.
—Puede ser cualquier cosa… el mismo tipo de motor, años de fabricación… —añadió el joven agente tratando de facilitar la tarea.
—Pero sea también imaginativo en esto —le interrumpió Matías—. No sé… su valor, si son únicos, incluso que todos ellos hayan sido coches del año, hayan pertenecido a famosos o hayan salido en películas. En estos casos, el robo puede ser por encargo de un coleccionista y puede responder a caprichos de lo más extravagantes.
Pese a su primera intuición, no se podrían centrar tan solo en el móvil del coleccionista. Tendrían que empezar a buscar los coches y al mismo tiempo contemplar diferentes posibilidades. Las ideas se le agolpaban en la cabeza e iban pasando a través de sus notas desordenadas, con letra de doctor, a la pequeña libreta gris. Por la noche, con tranquilidad, ya tendría tiempo de ordenarlas para repartir luego instrucciones a sus hombres.
Hacer desaparecer tal cantidad de coches de un recinto cerrado y sin que nadie se diera cuenta parecía más un truco de magia que un robo, así que su siguiente paso fue centrarse en el modo en el que habían sacado los vehículos de la nave.
—Capdevila, ¿qué tenemos de la alarma?
—Inhibida —respondió sin dar más explicación un fornido agente con pelo canoso y ojos grandes, al que todos llamaban Wiggum por su parecido con el popular jefe de policía de Los Simpson.
El equipo que dirigía el inspector Matías Fonseca estaba compuesto por cinco agentes aparte de él mismo. A Miquel Coll, normalmente le acompañaba Maikel Antunes, un hondureño bajito y robusto, moreno de piel y con una densa mata de pelo rizado. A la pareja la llamaban los «Jacksons», en honor al rey del pop y haciendo referencia a sus nombres y al llamativo contraste de sus tonos de piel. En casos de robos de coches solían encargarse de identificar posibles compradores y vías de salida de los vehículos robados.
Pere Capdevila, conocido como Wiggum, y Sonia Moyá, una atractiva mujer rubia de pelo corto y cara redondeada, se encargaban normalmente de los asuntos relacionados con la seguridad. A más de uno le hubiera gustado echarle los tejos a la agente, pero todos apreciaban mucho a su marido y más aún a sus hijos, dos mellizos rubios de cuatro años que causaban sensación cada vez que se dejaban caer por la comisaría. Aun así, su belleza le había supuesto algún apuro en el trabajo; como la vez en la que un compañero (del que nunca pudo averiguar su identidad) estuvo varios meses enviándole flores y bombones al trabajo, o incluso la vez en la que un detenido le echó los trastos mientras ella le esposaba.
Por último estaba Felipe Rodríguez, el mejor amigo de Matías, su mano derecha y en esos momentos una de sus principales preocupaciones. Hacía pocas semanas que le habían detectado un tumor maligno y para la consternación de todo su equipo, sus amigos en el cuerpo, se encontraba de baja luchando por resolver el caso más importante de su vida. Matías se había negado a reemplazarlo, ni siquiera quería oír hablar de aquella posibilidad. Así que ellos cinco serían los encargados de resolver el caso de robo de coches más extraordinario de todos los tiempos, el robo en la nave A-122.
—Inhibida… —repitió Matías.
Dado lo parco en palabras que había sido su compañero, la agente Moyá, bastante más locuaz, algunas veces demasiado para su gusto, comenzó a explicar la situación que se habían encontrado al llegar allí.
La nave contaba con dos puertas: una metálica abatible, amplia y robusta, que daba a la calle principal por la que se accedía al recinto, y una más pequeña, la de servicio, que daba a un pequeño callejón lateral. Esta última era por la que había entrado Marina cuando descubrió el robo. Ninguna de las dos parecía haber sido forzada. La puerta grande, la única por la cual los ladrones podrían haber sacado los vehículos, contaba con un sistema de apertura que cumplía sobradamente con los parámetros de seguridad recomendados; por lo tanto, todo indicaba que habían utilizado una copia de la llave para salir. Solo había cinco copias registradas, todas controladas por gente de confianza. El problema radicaba en que una de ellas se guardaba habitualmente en un armario metálico dentro de la propia nave… y aquello era como escribir el pin del teléfono móvil en su parte trasera: cualquiera que conociera la existencia de esa llave podría haber realizado una copia fácilmente. La puerta pequeña era harina de otro costal… Una puerta compacta, sí, pero con una seguridad fácil de burlar.
—Es decir. Si alguien hubiera hecho una copia de la llave de la puerta grande, podría haber entrado por ahí, a no ser que nadie la hubiera hecho y se hubiera utilizado una de las llaves existentes, o alguien hubiera entrado por otro sitio, por ejemplo por la pequeña puerta lateral y hubiera descubierto el casillero metálico. En ese caso…
—Pufff... ¡Cállese, Moyá!, que se enreda más que dos pulpos haciendo judo. Que los Jacksons se encarguen de eso... Hagan una lista de las personas que tienen acceso a las llaves. Las tendremos que interrogar. Averigüen si la llave de la puerta principal se puede copiar fácilmente, cuánto tiempo llevaría, dónde se puede hacer un duplicado y si alguien sospecha que alguna de ellas pueda haberse despistado por un tiempo.
—¿Y la alarma?
La joven agente no se tomó a mal el despecho de su jefe. Ella también acostumbraba a lanzarle «joyitas» cuando tenía la menor ocasión. Era su niña mimada, la única que se podía conceder la licencia de soltarle alguna que otra barbaridad y ya le había demostrado en más de una ocasión que, aunque las palabras le perdían y se distraía fácilmente, era testaruda y tenía una sagacidad envidiable. Además, él la necesitaba para controlar a Wiggum. Matías no se fiaba del todo de este último; era un genio en lo suyo, un maestro de la informática y la seguridad, pero solo se aplicaba en las tareas que le gustaban y era un completo desastre en lo demás. Sonia Moyá y Pere Capdevila se complementaban a la perfección. El uno sin el otro serían una pesadilla para cualquier inspector, pero los dos juntos, con sus defectos y sus virtudes, funcionaban como un reloj suizo.
—La alarma tampoco ha saltado. Puede que conocieran la contraseña, pero me inclino más por que hayan utilizado un inhibidor.
—¿Y qué hay de las cámaras? —dijo señalando al anacrónico equipo alargado que les apuntaba desde lo alto en una esquina de la nave.
—Imagínese —respondió Wiggum de forma despectiva—, lo han tenido chupado. Solo hay una que vigila el interior de la nave. La han inutilizado con un spray.
—Una práctica habitual —añadió la agente Moyá sin dirigirse a nadie en concreto, pero conocedora de que así aclaraba la situación a los empleados de la nave, que seguían en silencio las conversaciones sin atreverse a interrumpir.
—¿Se sabe cuándo fue?
—Ni idea. No sabemos cuánto tiempo lleva así. La nave está cerrada con lo que la cámara da señal oscura en todo momento —añadió su canoso compañero.
Aquel era un pequeño pero importante detalle, el tipo de observaciones que Matías valoraba. Quienquiera que fuese el que la había inutilizado sabía que aquella cámara, mientras la nave estaba cerrada, daba una señal negra en los monitores, así que los vigilantes no se darían cuenta nunca de que la habían boicoteado hasta que se descubriera el robo. Otra pista que apuntaba a alguien de dentro.
—Así que estamos ciegos en el momento del robo… ¿Y qué hay de las cámaras exteriores?
—No se lo va a creer… —Sonia miró a hurtadillas a Wiggum antes de responder a su jefe—. Ninguno de los vigilantes de seguridad ha visto nada sospechoso.
Por primera vez desde que llegó, su jefe mostró cierta perplejidad. Todos conocían perfectamente aquella manera de enarcar las cejas.
—Explíquese…
—En el centro de operaciones del Consorci se reciben las imágenes de todas las cámaras situadas en los exteriores de la Zona Franca. El recinto es gigante, cerca de seiscientas hectáreas en las que hay registradas más de trescientas empresas. Obviamente las imágenes van saltando cada pocos segundos en un bucle y no se puede ver todo lo que está pasando en cada lugar en todo momento. Tratándose de sesenta y nueve coches las cámaras tuvieron que captar algo, pero no ha sido así. Hemos preguntado a todos y cada uno de los vigilantes que han entrado en turno desde el día de Nochebuena y nadie ha visto nada.
—¿¡Cómo que nadie ha visto nada!? ¿¡Quiere decir que los vigilantes del Consorci son todos ciegos!? ¿¡Pero qué es esto, la maldita hermandad de Stevie Wonder!?
Moyá sabía que aquello no iba en serio. La acidez de los comentarios de su superior era de sobra conocida por todos los que habían trabajado con él. Aun así, se sintió incómoda ante la posibilidad de que los trabajadores de la nave le pudieran haber oído.
—Consígame copia de todas las grabaciones de la Zona Franca desde el día veintitrés hasta hoy. ¡Ah!, y busca también grabaciones de empresas cercanas.
Como siempre, su jefe iba un paso más allá, pensó para sus adentros. No quería solo ver lo que habían visto los vigilantes del Consorci, quería verlo todo.
—Capdevila —esta vez se dirigió a Wiggum con voz más conciliadora—. Lo de siempre, la lista de todas las llamadas que se hicieron a través del repetidor de telefonía más cercano, contraste comunicaciones, bla, bla, bla.
Aquella era una práctica habitual. Tendrían que sacar un listado de todas las llamadas que se habían hecho durante esos días en la zona cubierta por el repetidor más cercano, descartar las realizadas por las personas que tuvieran una coartada clara —trabajadores, vigilantes, etc.—, para luego comenzar a cruzar los números de móvil de las llamadas realizadas con otras similares hechas en el resto de los escenarios del crimen, cuando los tuvieran.
Matías dejó momentáneamente de lado a Sonia y Pere para centrarse en las primeras averiguaciones de los Jacksons y en algunos otros detalles que había anotado previamente en su libreta. Era evidente que quienesquiera que fueran los ladrones, independientemente de cómo se las apañaran para llevarse los coches de allí, necesitaban las llaves de todos ellos. Pero había algo que no le cuadraba, que le olía a chamusquina, y la chamusquina, que nadie sabe cómo huele, le venía de perlas para tener un hilo del cual tirar.
Según le informaron, las llaves de los coches de la nave A-122 estaban generalmente guardadas en un armarito metálico, el mismo al que había hecho referencia Moyá en su aturullada explicación. Lo que resultaba ciertamente llamativo es que, a pesar de que el armario había sido hallado abierto, señal de que los ladrones habían tenido acceso a ellas, siguieran allí después del robo. ¿Habían tenido los ladrones la molestia de devolver todas las llaves a su correspondiente casillero? Sería una idiotez por su parte, una inútil pérdida de tiempo. Desde luego era algo extraño, no era un modus operandi muy habitual y solo encontraba una explicación posible: que los ladrones hubieran hecho copia de las llaves con antelación, algo que no era baladí y llevaba su tiempo, una nueva pista que apuntaba a la implicación de alguien de dentro.
Los empleados de la nave, que no perdían ripio de las pesquisas de los agentes, cada vez eran más conscientes de que las principales sospechas recaían sobre ellos y se debatían, cada uno en su fuero interno, entre el recelo hacia sus compañeros y la confianza en que los agentes estuvieran equivocados.
El inspector volvió a tomar una serie de notas en su mustia libreta sin dejar de observar constantemente a su alrededor con el ceño fruncido. Nadie era capaz de adivinar qué le pasaba por la cabeza pero todos, especialmente los agentes allí presentes, seguían atentamente sus pasos.
—¡Antunes! ¿Qué hay de las primeras declaraciones de los testigos? —dijo señalando a los empleados y vigilantes de seguridad que estaban allí confinados.
El agente, que estaba apoyado sobre el capó de uno de los vehículos, se acercó sin demasiada prisa hasta su jefe.
—Pues fíjese que hemos hablado con la mayoría y todos tienen coartada —respondió con un marcado acento catracho1 del cual no había logrado desprenderse a pesar del tiempo que llevaba en España—. Dicen haber pasado las navidades en familia, tres de ellos incluso fuera de Barcelona.
—Está bien. Dígales a todos que mañana por la mañana les interrogaremos de nuevo. Quiero que todo el mundo esté localizable, ¿entendido? ¡Ah!, y hágame un resumen con el perfil de cada uno.
El día de Nochebuena había sido festivo en casi la totalidad de empresas de la Zona Franca, por lo que no parecía casualidad que el robo se hubiera perpetrado precisamente en aquella fecha. Pero, ¿cómo era posible que los vigilantes de guardia no hubieran visto ni oído nada? ¡Eran sesenta y nueve coches antiguos! Necesitaban revisar los videos grabados por las cámaras de seguridad para comprobar en qué dirección habían salido. Con un poco de suerte también darían con alguna pista sobre quién y cómo se los había llevado. Para robar sesenta y nueve coches se necesitaba mucha gente… tanto si los habían sacado de la nave en camiones de transporte de vehículos, contenedores de carga o, incluso, conduciendo. Mucha gente implicada significaba muchas pistas. En cuanto fueran capaces de identificar a uno de los ladrones, el resto caería como moscas; aquello no fallaba, era un axioma. Por otra parte, estaba el asunto del infiltrado. Todo apuntaba a que habían contado con la ayuda de alguien de dentro, pero era tan obvio que le chirriaba. Allí había gato encerrado y no lo acababa de ver.
Tenía que interrogar a toda aquella gente, revisar las cámaras de seguridad, comprobar llamadas, averiguar cómo habían sacado los automóviles… Pero sobre todo, tenía que encontrar un móvil. ¿Por qué habían robado exactamente aquellos coches?
Le dolía la cabeza, aún le pesaba la resaca de la Nochebuena. Lo mejor sería dejarlo por aquel día y permitir que todas aquellas personas se relajaran durante unas horas. Esa noche indagaría un poco sobre aquel lugar y los que allí trabajaban, y al día siguiente volvería a la carga con energías renovadas.
—Está todo muy «turbio». ¿No le parece extraño? —reflexionó Antunes, que no se había movido de su lado.
—Sí, más extraño que ver a un menor de edad con un mono al hombro recorrer el mundo en busca de la madre que le ha abandonado.
—¿Está pensando en Marco? ¿El de los dibujos?
—Déjalo… ¡Ah!, y dígales a todos que ya pueden irse a casa.
Los trabajadores recibieron la noticia de buena gana. No les faltó tiempo para recoger sus cosas y largarse de allí. Al menos esa noche tendrían algo interesante que contar a sus mujeres, amantes, o anónimos compañeros en una barra de bar.
Poco a poco los ecos de las conversaciones se fueron apagando… y conforme salían los hombres, Matías hizo de tripas corazón y se acercó hacia los Santas.
—Disculpe mis modales de antes, señor Santacreu —se dirigió hacia el más espigado de los dos.
—Soy Santamaría.
—Perdón, le he confundido con su hermano —respondió ante su atónita mirada—. Mañana tendré que entrevistar a toda esta gente. Por favor, asegúrese de que están aquí y dispuestos a colaborar. ¡Ah!, y facilite a mis hombres una lista de todas las personas que tuvieran acceso a esta zona durante el fin de semana.
Sin mediar más palabra, Matías dio media vuelta y se fue por donde había venido.
—¿Es siempre así? —le preguntó León, el único de los trabajadores que aún no había abandonado la nave, a Capdevila.
No —respondió el policía con un suspiro—, hoy parece que está de buen humor.
* * *
Matías Fonseca era un personaje con todas las letras, no daba lugar a medias tintas. Los que le conocían, o le odiaban o le adoraban. Era sumamente inteligente y tenía un sexto sentido para intuir cosas que otros no eran capaces de ver en la escena de un crimen, pero era rudo y ácido en sus comentarios, lo cual muchas veces le perjudicaba. Sus hombres a menudo bromeaban diciendo que era un tipo entrañable, pero solo mientras dormía. Aun así, en el fondo, todos le apreciaban. Cualquier psicoanalista, si alguna vez se hubiera interesado por acercarse a alguno, le hubiera dicho que aquella manera de actuar era una autodefensa para proteger sus inseguridades. Los que sabían menos de psicología simplemente pensaban que era un capullo.
Maniático y metódico, solo había un ambiente donde se sentía totalmente libre, un lugar en el que se transformaba en uno del montón y sus aires de superioridad se desvanecían: allí donde había rock & roll. Y es que Matías era un fanático de este género musical. Se vanagloriaba de haber asistido a más de mil conciertos y haber visto a todos los grandes. Era tal su afición que incluso había establecido buena relación con algunos de los roqueros más prestigiosos del panorama nacional. Incluso las malas lenguas decían que alguna vez había utilizado su estatus para sacar a más de uno de algún apuro.
Aquel día su forma de ser le iba a jugar una mala pasada. A ninguno de los Santas les había caído bien Matías y quizá él había pecado de subestimar su poder en la empresa y fuera de ella. Se había relajado, se había dejado llevar por su ego y aquello le iba a acarrear un problema que no se esperaba, una incómoda piedra en el zapato.
Eran las ocho de la tarde cuando el inspector Fonseca recibió la llamada de su jefe, el Comisario de la Brigada de la Policía Judicial. La llamada le pilló en el mejor momento del día. Estaba solo, se había servido un calimocho bien cargado, acababa de poner un vinilo de Led Zeppelin IV en su moderno tocadiscos de nogal y se había dejado caer sobre su sillón preferido. Aquello sonaba como los ángeles. Había invertido más de tres mil euros en sonido en su casa pero le importaba poco, para Matías la calidad del sonido era más importante que el dormir.
There’s a sign on the wall but she wants to be sure cause you know sometimes words have two meanings. In a tree by the brook, there’s a songbird who sings, Sometimes all of our thoughts are misgiven.
Pensó en no coger el teléfono, dejarlo pasar, pero tal vez se trataba de algo relacionado con el caso, así que bajó el sonido del equipo y descolgó.
—Estarás contento con lo de hoy, ¿no? —tronó la voz de su jefe.
—Sí, a decir verdad, me parece un caso muy interesante.
Sabía de sobra a qué se refería, había ninguneado a aquellos directivos. No tenía que haberlo hecho, pero no soportaba que la gente tratara de anteponer sus intenciones a la pura resolución de los hechos. Aun así, trató de hacerse el loco. Conocía a su jefe y sabía que no iba a picar, pero tenía que intentarlo.
—¡Déjate de pamplinas! He recibido una llamada de arriba. Parece que te has equivocado al evaluar el poder de Santacreu y Santabárbara.
—Santamaría.
—¡Como sea, joder! Querían a otro hombre al frente del caso. Debería haber aceptado, pero no sé por qué carajo te he defendido.
—Déjame adivinar… ¿Porque soy el mejor y cuando lo resuelva quedarás muy bien?
Su jefe resopló al otro lado de la línea.
—Matías… no me hinches las pelotas.
—Vale, está bien, lo reconozco. Quizá he sido un poco brusco.
—En fin, les he convencido para que continúes al mando, pero tenemos que meter a otro hombre en la investigación. Alguien de su confianza.
Aquello sí que no se lo esperaba. Hacía tiempo que querían enchufarle a algún fulano en su equipo para sustituir a Felipe en su baja de larga duración, pero hasta el momento se las había apañado para sortear aquella incómoda imposición.
—No me hagas esto... Sabes que estoy a un solo caso de igualar el récord de Gallart.
—Gallart… No me vengas con esas.
Dentro del Cuerpo, Matías tenía una pequeña obsesión: igualar el récord de treinta y dos casos consecutivos resueltos por el legendario inspector Gallart. Años y años de duro trabajo le habían ido acercando poco a poco a aquella leyenda de la policía. En aquel momento estaba tan cerca que tan solo el mero hecho de pensar en la posibilidad de fracasar le causaba pánico.
—Un novato en el equipo solo me retrasará.
—No me has entendido. No vas a ser la niñera de nadie, va a ser alguien con tu mismo rango.
El tono de su jefe había cambiado. Parecía que se regodeaba en tener que darle aquella noticia. Matías le había dado muchas alegrías resolviendo casos francamente complejos; sin embargo, le resultaba tan puñetero que se alegraba de meterle en un entuerto como ese.
Él se quedó en silencio. Aquello era mucho peor de lo que se había imaginado al principio.
—En una hora te llamará Laureano Martínez para que le pongas al tanto de todo.
—¿Y quién es ese? Tiene nombre de torero.
—Pues no lo es. El inspector Martínez es el sobrino de Enric Torregrossa, un íntimo de alguien de muy arriba.
—No, no, no… ¡Ni soñarlo! ¡Eso es como meter a las Spice Girls de teloneras en un concierto de Metallica!
—Ja, ja, ja. ¡Vamos, Matías! Si es un caso fácil para ti… Así aprenderás a ser más cuidadoso. Y por cierto, Fonseca, te lo repito: al mismo nivel que tú. Esmérate o no seré yo quien te quite del caso. ¡Buenas noches!
Aquello sí que era un problema. De todas las condiciones que le podrían haber impuesto, aquella era con todas la peor. Él seguiría al mando del grupo, pero tener dentro a un inspector enchufado por alguien de arriba era como meterse a la suegra en la cama: no se iba a sentir ni cómodo ni libre.
Cuarenta minutos más tarde, Martínez le contactó por teléfono. Su voz delataba juventud, algo que ya se imaginaba. Se necesita ser joven para trepar bien. Su primer instinto fue evitar la conversación, estaba de mal humor, pero cambió de idea, cuanto antes pasara el mal trago, mejor.
—Hola, chico. Ya me han dado la buena noticia de que tengo que llevarte conmigo.
—Siento el malentendido, inspector Fonseca. Pero mis órdenes son que trabajemos juntos en el caso — respondió de manera firme.
—¿Juntos en el caso? ¿Como en las películas...? —resopló—. ¿Como Starsky y Hutch? ¿Cuál te pides ser?
—No sé cuál de los dos era, pero el que ligaba más.
La descarada respuesta le pilló por sorpresa. No supo reaccionar rápido, así que optó por omitir cualquier comentario y ponerle al tanto de los hechos. De manera escueta. Al día siguiente por la mañana se verían en comisaría y le contaría todo con más detalle de camino a la Zona Franca.
—Te espero a las nueve en mi despacho. No te olvides de decirle a tu mamá que te prepare el bocata de nocilla. —Colgó.
Aquel maldito enchufado no le había dado la impresión de ser alguien a quien podría torear fácilmente. Estaba receloso, así que antes de que se hiciera tarde hizo un par de llamadas para investigar un poco a su nuevo compañero.
Para ser justo, por las referencias que pudo obtener, parecía que se trataba de un chico hábil. Había resuelto no menos de una docena de casos complicados y pudo constatar que incluso había tenido un par de reconocimientos meritorios. Sin embargo, eso no bastaba para querer tenerlo a su lado.
Al tercer calimocho le llegó por correo electrónico la ficha de su nuevo compañero. Para entonces, Led Zeppelin ya le había dado el testigo a los Kinks. Abrió el documento y se quedó mirando fijamente la foto de Martínez. Tenía treinta y tantos años y aun así, aparentaba menos. Aquel espigado joven con el pelo engominado, ojos color musgo y sonrisa fácil parecía una persona resuelta y eficaz. Vestía de manera juvenil y se notaba que frecuentaba el gimnasio.
El clásico perfil que volvía locas a las jovencitas.
—¡Menos mal que no tengo hijas! —murmuró.
1 N. del A.: hondureño.