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ОглавлениеCAPÍTULO DOS
MAX ROUGET
22 de junio de 1940
Lo primero que hizo Max Rouget al pisar tierra firme fue escupir al suelo. Estaba de muy mal humor. Su sitio estaba en el frente, cerca de la acción, y no en el sur del país, lejos del enemigo, como si fuera un gallina. Un maldito gallina. Aquello era lo último que se esperaba cuando seis meses atrás se alistó en el ejército, justo al día siguiente de cumplir los dieciocho años.
¿De qué le había servido jugarse el cuello en cada una de las contiendas en las que había participado, las largas noches de angustia en aquellos campos sembrados de desolación, el frío y la penuria en las trincheras? ¡De nada! Arrastrarse por los peores rincones del tablero de juego para después volver a la casilla de salida.
París había caído, el cobarde de Petain había firmado un armisticio con el Tercer Reich, De Gaulle había huido a Gran Bretaña y los alemanes avanzaban rápidamente tras romper la Línea Maginot. La guerra estaba resultando un completo desastre y aquello eran malas noticias. Para Francia y para él.
Si hubiera que definir a Max en pocas palabras bastaría con elegir tres. Pragmático, sin principios. Combatir en la guerra era una simple derivada de su forma de ser. No tenía aires de grandeza, ni tampoco era un gran patriota. Nunca lo había pretendido y, a pesar de que sus amigos y familiares habían visto en su decisión de enrolarse en el ejército un acto cargado de honor y valentía, sus objetivos eran bien diferentes. Desde que tenía uso de razón sabía que no quería ser como su padre, un modesto zapatero afincado en Brest. Le avergonzaba su humildad y cómo denostaba el apellido de sus antepasados: los Rouget. A diferencia de sus hermanos mayores, dos paletos cuya máxima ambición era heredar el infructífero negocio de su progenitor, él aspiraba a mucho más: a ser rico, influyente, a llevar de nuevo el apellido de su familia al lugar donde le correspondía. Y qué mejor ocasión para huir de su destino que una guerra. Las guerras vuelven poderosos a los inteligentes y desgraciados a los necios. Él siempre había sido avispado y estaba seguro de que en medio del revuelo encontraría la manera de prosperar rápidamente.
A pesar de lo dramático de la contienda, para Max los últimos meses habían servido para ganar confianza en su plan. No se atrevía a decir que se trataba de una señal divina, desde luego, pero las dos veces que había salvado la vida de milagro reforzaban la firme creencia de que su sino estaba lejos de las suelas de cuero, cordones y remaches. Lejos de su familia.
La primera fue en la batalla del río Mosa, en Sedán, por donde los tanques alemanes tenían que pasar tras atravesar las boscosas colinas de las Ardenas. Él y otros cuatro compañeros esperaban escondidos en el linde de un espeso bosque de robles. A pesar de estar en primavera, el día era frío y la incesante llovizna agravaba la desagradable sensación térmica. Max llevaba días con tremendos retorcijones por haber bebido agua estancada en un abrevadero y, aunque las órdenes eran que debían permanecer juntos en todo momento, se las apañó para convencer al cabo Gaillard de que era mejor que le dejasen separarse del grupo durante unos minutos. Apenas había andado veinte metros cuando dio con un hoyo de dimensiones considerables, resultado de la explosión de un mortero. La tierra, aún humeante por el impacto, desprendía un agradable calorcillo, así que se metió allí dentro para tratar de aliviar su quejumbroso estómago. El acogedor agujero hizo que se demorara más de lo normal en su faena y gracias a ello se libró de estar en el preciso lugar donde un misil alemán acabó con la vida de sus compañeros. Evitó dar muchos detalles a sus superiores sobre el incidente y la suerte, además de la vida, le valió para ocupar el puesto de Gaillard.
La segunda fue unos días más tarde en Sivry. Aquello era un infierno, guerra en estado puro. La división Panzer de Rommel avanzaba como una apisonadora hacia la frontera franco-belga, repleta de búnkers, nidos de ametralladoras y barricadas para frenar a los carros de combate. El estruendo de las bombas no cesaba y el humo y resplandor de los innumerables fuegos cercanos eran una reproducción perfecta del infierno. Era difícil sacar la cabeza de las trincheras sin oír silbar las balas anunciando la muerte. En medio de aquel caos una voz sobresalía, la del capitán, que no dejaba de chillar: «Tenemos que salir de aquí cagando leches». Max no estaba por jugarse el tipo, pero quedarse agazapado era la peor opción, así que se incorporó y salió corriendo junto al resto de hombres de su pelotón. Cuando abandonaron su parapeto, los proyectiles alemanes se cebaron con ellos y varios de sus compañeros cayeron heridos antes incluso de haber comenzado a correr, pero la suerte, de nuevo, fue su aliada. En medio de la carrera hacia la muerte, un cuervo que surgió de la nada se interpuso entre él y la bala que llevaba su nombre. El desventurado pájaro no pudo frenarla, pero la desvió lo suficiente para que esta pasara a escasos milímetros de su casco. Seguramente aquel fue el único cuervo al que se le ocurrió aterrizar en un campo de batalla durante la Segunda Guerra Mundial, pero fue lo suficientemente oportuno para salvarle de nuevo la vida.
Aquellos dos incidentes no pasaron desapercibidos para sus compañeros, que le habían comenzado a llamar Rouget le chanceux2. Al principio le hizo gracia, incluso se vanagloriaba de ello, pero su habilidad para esquivar la muerte pronto transcendió y en aquella ocasión le costó un disgusto.
—Enhorabuena, Rouget, se va de este basurero —le informó el capitán de su regimiento.
El caos reinaba en las oficinas generales del ejército en París. Los alemanes habían derrotado a las fuerzas aliadas en Dunkerque y marchaban imparables hacia la capital francesa. El traslado de la sede del gobierno al sur del país parecía inminente y, salvo que sucediera un milagro en los próximos días, Reynaud aceptaría las condiciones de los nazis para firmar un armisticio. La alargada habitación donde le habían ordenado que se presentara era un resumen perfecto de la situación. Los teléfonos sonaban incesantemente, oficiales y soldados entraban y salían en un constante vaivén, las estanterías estaban medio vacías y montones de papeles se apilaban por todas partes esperando que atareadas secretarias los bajaran en carritos de metal al crematorio.
—¿Por qué motivo, mi capitán?
No entendía su decisión. Precisamente ahora que los nazis acechaban la capital, era el momento para estar en París. Si se preparaba una ofensiva para defenderla, su nombre debía figurar en ella y si era abandonada a su suerte, sus conocimientos de alemán, ganados gracias a su tesón y un pequeño y manoseado libro que no recordaba cómo llegó a sus manos, podrían granjearle una oportunidad como enlace con el enemigo.
—¿Por qué?, ¿por qué?... —rezongó su superior meneando de un lado a otro la cabeza—. ¿Usted se cree que esto es la escuela? ¿Me ve cara de maestra?
—No, mi capitán.
—Pues entonces no me pregunte lo que no le sé responder. Quizá le quieran usar como talismán… ¿No dice usted que tiene tanta suerte? Solo sé que su nombre está en la lista. Mañana a primera hora tomará el vuelo 639 a Pau desde Orly. Preséntese en el aeropuerto a las seis en punto y pregunte por el teniente René Marchessau.
—Perdone que insista, pero no entiendo nada…
—Bienvenido al ejército, el epicentro de las cosas que no se comprenden. Aquí lo que se suele hacer es obedecer órdenes y usted tiene una. Ahora, ¡lárguese de aquí! Haga el petate, despídase de su novia o vaya al Pigalle a emborracharse.
—Sí, señor —respondió Max en voz baja, visiblemente amargado.
Tan solo había dado un par de pasos hacia la salida cuando su superior bramó a sus espaldas.
—¡No lo olvide! Mañana a las seis en punto.
Y así es como Max Rouget y su petate, junto a una treintena de soldados, partió el once de junio, tres días antes de la toma de París, a la base de Pau en el sur de Francia. Apenas cruzó palabra con nadie durante el vuelo. Estaba taciturno, lamentándose por los acontecimientos de los días anteriores y por el modo en el que la burocracia, de un plumazo, había echado por tierra sus aspiraciones. Además, para colmo, había ido a parar bajo las órdenes de ese tal René Marchessau, que desde el primer momento le pareció un soberano cretino.
Nada más aterrizar en la base militar, enclavada en un verde paraje a los pies de un macizo montañoso, el teniente Marchessau reunió a todos los recién llegados en el patio de armas. Allí, al igual que en el resto del país, se palpaba una sensación de nerviosismo generalizado. El constante movimiento de tropas y el ir y venir de aeronaves de combate no presagiaba nada bueno.
—Muchos de ustedes se preguntan por qué están aquí —comenzó René su discurso, erguido frente a ellos, mirándoles directamente a los ojos.
Aquello empezaba bien, por fin un poco de información…
— Y la respuesta a su pregunta es que están aquí en una misión secreta. Y como soldados avispados que son, comprenderán que al ser secreta no se la puedo revelar hasta el último momento.
Un resoplido de resignación se intuyó en el pelotón.
—Cada uno de ustedes viene de un regimiento diferente. No se conocen y yo no les conozco a ustedes. Pero créanme, cada uno de nosotros ha sido elegido para formar este pelotón operativo por un motivo específico. Yo mismo he dejado a los hombres de mi batallón para ponerme al frente de esta operación.
La tropa estaba expectante y todo lo que no fueran las palabras de su superior parecía haber pasado a un segundo plano.
—Lo único que les puedo decir es que nos dividiremos en pequeños escuadrones de seis hombres cada uno, con un oficial al mando, y que cada grupo será encargado de conducir un bombardero LeO a nuestro destino final. Eso es todo por ahora. ¡Rompan filas!
Minutos más tarde Max confirmó que, definitivamente, la suerte había dejado de sonreírle, ya que el oficial al mando del escuadrón que le había tocado era el mismo petulante que les había largado el sermón: Marchessau. El resto del equipo lo formaban el teniente Destrem, un hombre larguirucho de nariz afilada; el inspector Gabriel Lastrade, un tipo afable y demasiado honrado para su gusto; el cabo Labrousse, de familia argelina y fumador empedernido; y el adjunto Marchand, un hombre bajito con cara de ratón, natural de La Rochelle.
Los seis hombres se instalaron en un pequeño barracón de madera, con ventanas pequeñas y luz deficiente, que apenas tenía el espacio justo para albergar las literas y una alargada mesa con bancos a ambos lados. Aquel sería su hogar por tiempo indefinido, el lugar en el que durante largas y tediosas jornadas se dedicaron a esperar que llegaran las ansiadas órdenes.
Conforme fueron pasando los días, Max se fue sintiendo poco a poco más cómodo entre aquel grupo de hombres, incluso comenzó a tolerar a René, y a pesar de no llegar a confraternizar plenamente hubo un nivel de confianza suficiente para sentirse algo más relajado. Escribían a sus familias, leían o jugaban a las cartas. Marchand hacía trampas en el póker, Labrousse fumaba, René mandaba, Marchand contaba las mismas anécdotas una y otra vez, salían a correr… la rutina normal cuando uno espera algo que no sabe qué es.
Por fortuna, la situación mejoró los días siguientes. Pese a las malas noticias que cada día les traía el parte de guerra, el buen tiempo y el espléndido paraje en el que se encontraba la base, a los pies de los Pirineos, parecía haber influido en el ánimo del teniente. Una mañana, mientras almorzaban, por primera vez se relajó lo suficiente para contarles algo más sobre la misión. Fue gracias a Max. Bueno, a él precisamente no, a su apellido.
—¡Carne enlatada! Todos los días lo mismo… —exclamó Marchand con voz chillona.
—No sé de qué te quejas. Deberías ver la bazofia que nos daban en el frente —respondió Labrousse.
A Marchand no le hizo gracia el comentario pero sabía que era mejor no discutir, era el único de los seis que no había entrado en combate aún. Nadie sabía por qué a ciencia cierta, pero sin duda alguna la presencia de aquel militar, contable de profesión, en el equipo no parecía casual.
—Solo digo que un poco de diversidad no vendría mal. Daría mi mano izquierda por un buen plato de pescado.
—Puedes darle un mordisco a Rouget3 —contestó el argelino.
Todos los hombres rieron, y antes siquiera de que a Max le diese tiempo a reaccionar, el teniente Marchessau, que había permanecido en silencio, le lanzó a Labrousse un mendrugo de pan a la cara.
—¡Maldito zoquete! Ten un poco de respeto con el apellido de tu compañero. ¿Acaso no sabes quién era Rouget de Lisle?
—¡Joder, mi teniente, por poco me saca un ojo! ¿Y yo qué sé quién es ese?
—El autor del Chant de guerre pour l’armée du Rhin4.
—¡Maldita sea!… Y ahora es necesario saber música para entrar en el ejército.
—Rouget, haz el favor de explicárselo.
Max se sentía orgulloso de su apellido. Por sus venas corría la misma sangre que la del autor del Chant de guerre pour l’armée du Rhin. De primeras, el nombre de la pieza musical no significaba gran cosa para aquel grupo de soldados; sin embargo, todos la habían cantado en más de una ocasión.
El antepasado de Rouget era un capitán francés sin pena ni gloria. Aficionado a la música, nunca había destacado como compositor, pero en esas derivas que tiene la vida, un día recibió un encargo que le cambiaría la vida. Fue en Estrasburgo, en 1792, justo el día siguiente a la declaración de la guerra entre Francia y Austria. El burgomaestre de la ciudad alsaciana quería componer un himno que sirviese para alentar a las tropas y, por casualidad, se acordó de que su paisano Rouget había compuesto alguna que otra alegre tonadilla. El encargo tan solo le llevó una noche a Rouget y al día siguiente, su cántico sonó por primera vez frente a un selecto grupo de conciudadanos. La canción fue bien recibida, pero tras las primeras semanas cayó en el olvido. No fue hasta meses más tarde, en Marsella, en el otro extremo del país, cuando su himno fue rescatado del olvido para no volver a caer en él jamás. Sucedió en el Club de Amigos de la Constitución. Un joven estudiante de Medicina llamado Mireur, en medio de un banquete, comenzó a entonar una canción firmada por un tal Rouget que no sabía cómo había acabado en sus manos.
Los primeros acordes pronto cautivaron a todos los presentes y la melodía fue empleada al mes siguiente en la entrada de los batallones marselleses a París. A partir de entonces el canto de Rouget se hizo popular y fue conocido como La marsellesa.
Cuando acabó su relato, sin que nadie diera la orden, sin ponerse de acuerdo previamente, los seis hombres comenzaron a cantar.
Allons, enfants de la patrie, Le tour de glorie est arrivé!
Fue un momento mágico, uno de esos momentos que conectan a los que lo viven. Gracias a ese momento el corazón del teniente se ablandó y su lengua se soltó.
—¡Así que tenemos entre nosotros a un descendiente del creador de nuestro himno nacional! ¡Qué callado lo tenías! —exclamó Lastrade mientras le cogía por el hombro.
—Bueno… Es bonito compartir secretos entre camaradas, ¿no? —respondió en un velado mensaje hacia el teniente.
Destrem, que tenía el mismo rango, aunque al igual que el resto desconocía la misión, echó una mirada a René Marchessau invitándole a hablar.
—Está bien. Creo que ha llegado el momento de hablaros de la misión. Total, partimos en unas horas…
* * *
A media tarde, los hombres de Marchessau, junto al resto de escuadrones, abandonaron la base aérea de Pau en un bombardero Lioré et Olivier de la serie 451 B4; un LeO como se les solía denominar. Uno de los mejores aviones con los que contaba el ejército francés.
Desde principios de junio, los alemanes habían lanzado una fuerte ofensiva para bombardear los aeródromos de los aliados. Las aeronaves francesas eran buenas, pero el ejército nazi se movía con rapidez, lo que empujaba a las fuerzas galas a continuos traslados de sus aeródromos, siempre hacia el sur.
La misión de parte de los soldados desplazados a la base de Pau era llevar los bombarderos LeO directamente hasta el Protectorado de Marruecos, pero a diferencia del resto de pelotones, los que conformaban el pelotón especial al que pertenecía Max tenían una misión secreta. Antes de volar al país africano, seis de las aeronaves debían de hacer escala en el aeródromo de Bordeaux-Mérignac para recoger una carga muy especial.
La parada en el aeródromo de la nueva capital de la Francia libre se demoró tres días más. Durante ese tiempo varios camiones, fuertemente custodiados, llegaron de París con la secreta mercancía que tenían que trasladar. Las preguntas sobre el contenido de aquellas cajas de madera, pintadas en verde y herméticamente cerradas para disuadir a los curiosos, se repetían sin cesar y las respuestas brillaban por su ausencia. Una a una fueron repartidas entre las bodegas de las aeronaves, donde eran amarradas con gruesas maromas. El trabajo fue arduo, intenso. Por eso, cuando por fin el último de los cajones fue fijado, Max respiró aliviado. Todo estaba listo para el viaje.
El plan era hacer los vuelos de manera escalonada, dejando una hora de diferencia entre cada bombardero, para poder dar aviso en el caso de que fueran interceptados. El de René, Max y compañía sería el último en abandonar Francia, así les había tocado en el sorteo.
Poco antes de salir, el teniente reunió a sus hombres para darles las últimas instrucciones.
—Señores —reclamó su atención con voz grave—. Quiero advertirles de los peligros que entraña este vuelo.
Los cinco hombres escuchaban atentamente las palabras de René. El nerviosismo era palpable en el ambiente.
—No les quiero engañar: nuestra carga es muy valiosa y si ha habido filtraciones sobre la misión que tenemos que llevar a cabo, estén seguros de que tratarán de derribarnos. ¿Lo han entendido?
—¡Sí, mi teniente! —respondieron todos a una.
—Quiero que sepan que estoy orgulloso de ustedes —dijo incómodo ante tanta melifluidad—. Y ahora, ha llegado la hora de partir.
—Gracias, teniente —dijo Rouget—. En nombre de todos.
— Yo pilotaré el avión y Lastrade será mi copiloto —respondió cortante.
El sargento se tocó la visera de su inseparable gorra con el número 136 aceptando gustoso la orden. Todos comprendieron que René no tenía o, mejor dicho, no quería añadir más palabras a un discurso que ninguno necesitaba.
El potente estruendo de los motores anunciaba que el despegue era inminente. Un golpe seco y poco a poco el LeO 451 B4 comenzó elevarse dejando atrás un país azotado por los recientes acontecimientos de la guerra. Los hombres se miraban unos a otros, sin pronunciar palabra, en el silencio cómplice que une a los que son conscientes de su destino. El día era caluroso y la tarde apacible. Una de esas tardes que invitaban a dormir la siesta tumbado sobre la hierba y bajo la sombra de un árbol; uno de esos placeres banales que solo se añoran cuando son imposibles. Poco a poco los pueblos se hacían pequeños, los hombres desaparecían y los prados dejaban lugar a las escarpadas montañas de los Pirineos, aún nevadas en sus cumbres más altas.
El nerviosismo era palpable en el ambiente. Labrousse fumaba, Destrem tamborileaba los dedos sin cesar y Rouget miraba por la ventana mientras se despedía en silencio de su tierra.
—Acabamos de cruzar la frontera —anunció Marchessau en cierto momento.
Una sensación de alivio se extendió por la aeronave. Tras atravesar la cordillera pirenaica se adentrarían en España, que recientemente había declarado su no beligerancia. Ya no tendrían nada que temer hasta su llegada a Marruecos.
La conversación volvió y los nervios iniciales dieron paso a un cierto optimismo, pero este duró poco. De pronto, el avión sufrió una fuerte sacudida.
—¡¿Qué sucede?! —exclamó Max alarmado.
—Turbulencias —respondió el teniente desde la cabina.
A los pocos segundos otra sacudida, esta vez más fuerte, hizo que el aparato se inclinara hacia la derecha. Las sonrisas desaparecieron y los rostros de los seis militares denotaban claros signos de preocupación.
—¡Abróchense los cinturones y permanezcan en sus puestos!
Un ruido extraño en los motores, acompañado de olor a quemado hizo presagiar lo peor.
—¡Mierda, René! ¡¿Qué diablos está pasando?!
—¡No lo sé!
Como si de un potro desbocado se tratara, el avión empezó a tambalearse. Los pilotos de emergencia comenzaron a parpadear y una molesta alarma aullaba anunciando una inminente desgracia.
—¡Joder, estamos cayendo! —gritó Lastrade.
—¡Dios mío, las montañas!
El bombardero, fuera de control, perdía altura en medio del ensordecedor ruido.
René, tratando de controlar el artefacto, intentó virar hacia la zona más despejada, pero su elección resultó fatal. La violencia de la maniobra tensó las cuerdas que amarraban la pesada carga y estas crujieron de manera angustiosa. En ese instante una de las correas se soltó y una de las compactas cajas de madera se precipitó hacía el fondo del aparato aplastando al bueno de Destrem, que con un desgarrador aullido se despidió de la vida. Fue el golpe de gracia para desequilibrar la aeronave.
Todos gritaban. Sabían lo que iba a suceder. Resultaba imposible dominar el avión que, se encarrilaba directo hacía una escarpada montaña. El impacto era inminente.
2 N. de A. El afortunado
3 N.de A.: salmonete en francés.
4 Canto de guerra para el ejército del Rhin.