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CAPÍTULO CUATRO

UNA HOSTIL BIENVENIDA

30 de diciembre de 2002

Llevaba varios minutos esperando en el promontorio donde se cruzaban aquellas dos desgastadas y angostas carreteras. No sabía de dónde venían, ni a dónde se dirigían, ni siquiera cómo había llegado hasta allí. Las verdes colinas se extendían hasta donde su vista podía alcanzar y solo los desperdigados pazos, diminutos en la lejanía, rompían la monotonía de los prados. El cielo, plomizo, vaticinaba tormenta y la humedad comenzaba a adueñarse de sus huesos.

El sonido del motor de un coche rompió el silencio. Avanzaba lentamente hacia su posición por una de las sinuosas carreteras que recorrían aquellos parajes. Conforme se fue acercando reconoció la familiar silueta de un Seat 124 blanco. El mismo modelo que tenía su difunto padre. Sintió una inquietante sensación de curiosidad; no era consciente del todo de qué estaba sucediendo ni era capaz de recordar a quién estaba esperando.

El coche se detuvo a cien metros de distancia, en medio del camino, y de él salió Ramiro. Lo reconoció por su característica manera de moverse, flotando, como si todo en su vida fuera felicidad. No llevaba las gafas y a su edad empezaba a costarle distinguir las caras a cierta distancia; pero sí, era él, no podía tratarse de otra persona.

Ramiro cerró con cuidado la puerta, como si no quisiera hacer daño al coche, y avanzó hacia donde él estaba. Conforme fue acercándose constató que no se había equivocado, su sonrisa era inconfundible. «Ramiro… —pensó para sus adentros—, siempre inmerso en problemas, siempre inclinándose hacia la decisión incorrecta, pero inquebrantablemente optimista». Le tenía un gran afecto a ese chico, pero si algún día tenía un hijo esperaba que no fuera como él.

Entonces se percató de la mancha de color que se extendía por la camisa de Ramiro. Era roja, brillaba y se le pegaba al cuerpo de manera viscosa. En seguida se dio cuenta del motivo: un corte atravesaba su cuello de lado a lado y de él brotaba la sangre de manera escandalosa. A pesar de eso, no dejaba de sonreír y con una mueca inmóvil continuaba avanzando hacia su posición.

Un sudor frío recorrió su cuerpo. Quería moverse y no podía. Quería gritar y no podía. Sentía angustia. La muerte, personificada en Ramiro, avanzaba hacia donde él estaba. Por fin la voz salió de su garganta y profirió un desgarrador alarido.

Se despertó empapado en sudor, jadeando, y una inmensa tristeza le invadió por dentro. Hacía tiempo que no soñaba con Ramiro, con esa parte oscura de su vida que deseaba olvidar pero que siempre volvía.

Le costó unos minutos tranquilizarse, habían vuelto los fantasmas. Cuando por fin notó que su pulso volvía a la normalidad, Matías se incorporó y dio un largo trago al vaso de agua que presidía su mesita de noche. Miró el despertador. Eran las cinco de la mañana. Sabía que no podría volver a conciliar el sueño, así que se levantó. Aún tenía algo de tiempo para preparar la reunión de esa mañana.

* * *

A las ocho en punto de la mañana comenzó la reunión de puesta en común (a la que siempre se referirían como briefing en esa manía de poner términos anglosajones a todo para que parezca más moderno) de la unidad del inspector Fonseca.

El encuentro tuvo lugar en una de las salas multiuso del edificio de la Vía Laietana. Una espaciosa habitación de paredes claras, con varias sillas de oficina color gris, presidida por una foto del rey. La luz era enfermiza y los tubos de neón que iluminaban la estancia emitían un casi imperceptible pero molesto zumbido. Demasiado impersonal, demasiado blanco, demasiado artificial.

Laureano Martínez, al igual que el resto del equipo, acudió puntualmente a la cita. No se esperaba una calurosa bienvenida por parte de los hombres de Fonseca, aunque a decir verdad, tampoco se imaginaba que fuera a ser tan fría. Se sentía incómodo, como un chico engominado con polo fucsia y jersey anudado a los hombros en un garito gótico. Ninguno de los presentes le obsequió con algo más que no fuera un gélido saludo de cortesía. No creía posible que todos fueran unos estúpidos insociables, así que supuso que su incorporación no había sido «bien vendida» por su nuevo socio. Tenía un duro trabajo por delante para ganarse a aquellos hombres, pero su autoestima era alta. Lo conseguiría. Estaba seguro.

Matías les informó de manera oficial de la buena noticia: la incorporación de Laure al equipo y del rango de igual a igual que tenían en la investigación. Nadie podría acusarle de hacerlo, pero el tono socarrón en su bienvenida era una clara declaración de intenciones. No hacía falta puntualizarlo, pero estaba seguro que sus hombres comprendieron perfectamente que cualquier novedad sobre el caso se la debían transmitir personalmente a él en primer lugar.

Tras las escuetas presentaciones de rigor, dio paso a sus agentes para que le pusieran al día de sus averiguaciones en torno al caso. Los primeros en hablar fueron Miquel Coll y Maikel Antunes, los Jacksons.

—En ninguna de las ferreterías que hemos visitado, y han sido unas cuantas, reconocen haber duplicado las llaves —comenzó explicando Maikel—. La opción que barajamos es que alguno de los trabajadores se las llevara a su casa y, una a una, las fuera copiando.

—León, el mecánico, nos dijo que él personalmente cerraba cada día el armario metálico donde se guardan las llaves. Se hubiera dado cuenta si faltara alguna —apuntó Laure.

—En ese chunche hay ciento veinte llaves. Cualquiera puede haber puesto una llave falsa guindada de uno de los ganchos… Nadie se daría cuenta.

—Continúe, Coll…

—Hemos elaborado una lista con todas las personas que tenían acceso a las llaves e información sobre los vehículos. Unas trece personas. Los siete trabajadores de la nave A-122, tres personas de mantenimiento, la limpiadora y dos cargos por encima que tienen acceso a todo —dijo mientras le tendía un folio con una serie de nombres.

Matías le dio un vistazo y se la pasó directamente a Laure, gesto que no pasó desapercibido para ninguno de los presentes. Su jefe estaba cumpliendo a rajatabla las órdenes de arriba, algo extraño en él. Algunos de los nombres le eran familiares, con buena parte de ellos había hablado el día anterior.

—Hemos estado buceando en su pasado, pero no hemos encontrado nada turbio —puntualizó el mulato.

—Wiggum nos ha pasado el listado de teléfonos —continuó su compañero lanzando una mirada de agradecimiento hacia el fornido policía que estaba repantigado en su silla— y hemos comprobado que ninguno de ellos hizo o recibió llamadas desde la Zona Franca durante el robo. Más aún, hemos podido constatar sus coartadas. Todos estaban donde nos dijeron ayer.

—¿Siguientes pasos?

—Seguir indagando sobre ellos… y visitar ferreterías cerca de sus casas.

—¡Macanudo! ¡Más ferreterías! —se quejó Antunes—. Si de ahí no vamos a poder rascar nada, jefe.

—Antunes, la gota horada la roca no por su fuerza sino por su constancia —recitó Matías en alto.

—¿Es suya? —preguntó Laure a Sonia en voz baja.

—No. Las saca de los azucarcillos del café —le respondió la agente en un susurro.

La información entre su equipo fluía de manera natural. Todos sabían perfectamente lo que le podía y no podía interesar al resto. Aquella era la clave de su éxito, la rapidez, transparencia y ausencia de personalismos. Algo, esto último, a lo que Laure no estaba muy acostumbrado.

Wiggum, sin mover ni un solo músculo de su cómoda postura, aprovechó la mención para indicar que había revisado uno por uno los números de teléfono de los trabajadores, había desechado también las llamadas hechas a fijos, pero aún le quedaba mucho por hacer para poder localizar algún número sospechoso. «Un trabajo de chinos», añadió.

—¡Buen trabajo! Seguid buscando, ampliad la lista si es necesario.

Tras explicarles brevemente la conversación mantenida el día anterior con León, las conclusiones que habían sacado sobre el uso de camiones de transporte y la más que factible posibilidad de que alguien de dentro estuviera involucrado, se centró en las indagaciones que había estado haciendo la otra pareja de agentes.

—¿Y ustedes? —dijo mirando directamente a la agente Moyá—. Ayer me pasé todo el día esperando que me dijeran algo sobre las cámaras.

—No tenemos nada… Pero eso es lo más interesante de todo. Ya sabemos por qué los vigilantes no vieron nada extraño. Resulta que hace tiempo alguien introdujo un virus en el sistema informático del Consorci. El virus ha estado latente, oculto, hasta que hace unos días se activó. Puede que utilizaran algún troyano para…

—¡Moyá…que parece una persiana! —bramó Fonseca impaciente ante la dilatada explicación de la agente.

—El sistema de vigilancia por videocámara fue boicoteado —resumió Wiggum.

—¿Cómo? —aquello era algo que podía dar la vuelta al caso—. ¡Explíquese!

La mañana anterior, Moyá y Capdevila habían acudido a la sede principal del Consorci, la empresa encargada de la gestión de la Zona Franca, para solicitar las imágenes captadas por sus cámaras de seguridad. Aquellas imágenes echarían un poco de luz sobre el asunto. Como mínimo servirían para averiguar cómo se habían llevado los coches, y a partir de ahí podrían centrar el tiro de las investigaciones. Con suerte hasta podrían hacerse con alguna imagen de los ladrones. Para su sorpresa, en lugar de ser la típica visita en la que solicitaban información y un alto mando con voz condescendiente les informaba que tan pronto como pudieran se la enviarían, la reunión fue mucho más operativa de lo que imaginaban.

—Nos recibió un ingeniero informático llamado Ignacio Brey. Tenía que haber visto a ese tipo —puntualizó Moyá—. ¡Vaya friki!

La agente continuó.

—Brey nos informó sobre el ataque cibernético que sufrieron el día de Navidad. Según parece, tiempo atrás alguien se había colado en sus sistemas y alojado un virus informático. Aún no han podido averiguar ni cómo ni cuándo, pero están en ello. Por su entusiasmo al describir cómo actuaba el virus, parecía que estaba narrando un hito en la historia de la informática moderna.

El programa había permanecido en estado de letargo y se había activado el veinticuatro de diciembre a las nueve de la noche, precisamente cuando todos, incluso los vigilantes de seguridad, se preparaban para cenar y felicitarse las fiestas entre turrones, polvorones y cava. El virus actuaba recuperando imágenes antiguas, tomadas en fin de semana a la misma hora que la actual y sustituyendo estas por las nuevas. De este modo, los vigilantes difícilmente se darían cuenta de que lo que veían y grababan las cámaras no era lo que estaba sucediendo en la realidad. La peculiaridad del ataque, según lo que habían podido averiguar, es que el engaño solo había ocurrido con determinadas cámaras, justo las que cubrían el sector que ocupaban las instalaciones donde había tenido lugar el robo.

Su explicación concluyó con una disertación, bastante subjetiva, sobre la repugnancia que le daba tener que trabajar con Windows, y que eso con un Mac no habría pasado jamás.

No habían podido obtener más información por parte del ingeniero. «Su jefa, Jude Gambeaux, la responsable de seguridad del Consorci, francesa de pura cepa, como su propio nombre indica —aclaró Sonia Moyá—, se encontraba en Francia pasando las vacaciones de Navidad con su familia. Mañana estará de regreso».

— Pese a la reticencia de Brey, la hemos llamado por teléfono. Según nos han dicho, quiere hablar con usted directamente. Está muy preocupada por este asunto y pretende abordarlo personalmente.

— Brey no ha puesto muy buena cara… —añadió Wiggum.

—¿Cree que tiene algo que ver?

— No lo sé. Pero mi instinto me dice que Jude no se fía de él.

—Esto cada vez me gusta menos... —murmuró Matías mientras se pasaba la mano concienzudamente por la calva—. Parece que todo está excesivamente planeado, demasiado para tratarse de un robo de coches.

—Al menos esto nos permite descartar la opción del robo usando los contenedores de carga para sacarlos por mar… Los coches nunca llegaron a la zona logística, lo hubiera captado el resto de cámaras.

—Sí. Menos da una piedra. Nos acercaremos para entrevistarla —dijo haciendo un gesto en el que incluía a Laure.

— Pero eso no es lo único —continuó la agente—. Tal y como nos ordenó, hemos buscado imágenes captadas por otras cámaras cercanas a la nave A-122.

—¿Dónde las obtuvieron?

—Fuimos a preguntar a otras empresas cercanas.

—¿Y qué tenemos?

—¡Otra vez nada!

Exasperado por el desmedido suspense de la explicación de Moyá, le animó con la mano a que avanzara hacia el punto en el que se encontraban.

—¡Demonios! Que esto no es El sexto sentido… ¡No le ponga tanta intriga y vaya al grano!

—Ya va… ¡Encima que se esfuerza una en entretenerle! Hay cuatro cámaras que no gestiona el Consorci y captan parcialmente la calle que da acceso a la nave A-122. Todas ellas de empresas cercanas y… adivine qué. Las cuatro fueron boicoteadas la noche del robo utilizando el mismo sistema que en el interior de la nave, con un spray.

Sin duda el que había ejecutado el robo conocía muy bien la zona.

—Pero aún hay más. ¡Ah!, y esto le va a gustar.

Acto seguido la agente, esta vez con la ayuda de un más participativo Wiggum, extendieron un amplio mapa de la Zona Franca. Una zona coloreada en rojo se resaltaba en el centro.

—Hemos marcado en color la zona que cubrían las cámaras boicoteadas del Consorci. Toda esta zona —puntualizó la agente pasando la mano por el área coloreada—, estuvo «a oscuras» el día de Navidad. Estas —dijo señalando cuatro líneas verdes que partían del mismo punto, la nave A-122, y recorrían las calles del área coloreada en diferentes direcciones—, son las posibles rutas de salida hacia las carreteras cercanas.

—Según esto, solo hay cuatro vías de escape de los coches, trailers o como quiera que sea que hayan sacado los vehículos. Cuatro rutas para sacarlos de la Zona Franca —añadió Wiggum bajo la atenta mirada del resto del equipo—. Vamos a buscar imágenes que cubran estas salidas. Debajo de las piedras si es necesario.

—Adelante. ¡Excelente trabajo! —exclamó Fonseca mirando con satisfacción a Moyá y dando un suave golpecito sobre la espalda del fornido agente.

Wiggum hizo ademán de enrollar el mapa, pero Matías le indicó con un gesto que lo colgara con unas chinchetas en la pared.

En los rostros de su equipo se veía un atisbo de optimismo por los primeros descartes.

—¿Sabemos por qué robaron sesenta y nueve coches? ¿Esos y no otros? —preguntó Moyá.

—Suena tan erótico… —susurro el hondureño sacando la lengua con un gesto ordinario.

—Hágase un favor, Antunes… Vaya al psicólogo. ¡Está enfermo! Sí, lo sabemos, son los que pasaban más desapercibidos.

Fonseca les relató lo que habían averiguado el viernes anterior, incluso sin hacer nada para ocultar su resquemor, reconoció la buena idea que había tenido Laureano.

Antes de dar por finalizada la reunión y hacer el tradicional brindis de fin de año, repasaron las líneas en las que seguirían trabajando cada uno. Que el robo hubiera tenido lugar en aquella época era un inconveniente. Entre tanto festivo los ladrones podrían tomarles ventaja y sacar los coches del país o, lo que era peor, podrían haber sido trasladados a algún desguace o taller para allí ser despiezados y luego enviados al norte de África o a Europa del este para volverlos a recomponer, una práctica habitual utilizada en los robos de coches de lujo y de colección.

No tenían tiempo que perder.

* * *

Matías y Laure pasaron el resto de la mañana gestionando los procedimientos burocráticos internos que conllevaba la apertura de una nueva investigación, lo que en el argot policial se conocía como «abrir un GATI», y poniendo en orden lo que tenían hasta el momento. Las horas pasaron volando y antes de que se dieran cuenta eran las dos de la tarde.

—Será cuestión de ir a comer —dijo Laure.

A pesar de que estaban en pleno invierno hacía un día soleado, uno de esos sorprendentes días que los habitantes del Mediterráneo disfrutaban de vez en cuando. La luz que entraba por la ventana invitaba a pasar de la cantina y salir a la calle a dar una vuelta. Matías dudó unos segundos, pero al final se decidió, no le vendría mal tantear un poco más a Laure.

—Vamos, chico, vente conmigo a comer. Te voy a llevar a un sitio del que luego podrás fardar.

Laure tenía pensado quedar con su mujer a comer, necesitaba desconectar un poco del cargante Fonseca; aun así, se sacrificó. Sabía que le convenía llevarse bien con aquel capullo si quería sacar tajada de la misión. Demostrar que estaba a la altura de resolver casos fuera de su ámbito habitual era el empujoncito que necesitaba su carrera en ese momento.

—Está bien… pero con una condición.

—¿Cuál?

—Que dejes de una vez de llamarme chico.

—¿Solo eso?

—Eso… y que invites.

—Ni lo sueñes.

Nada más arrancar el coche, Matías al volante, la rasgada voz de John Kay emergió de los altavoces como preludio de una nueva sesión de rock para Laure. «¿Aquel tipo no se cansaba nunca del estruendo de las guitarras?»

Well you don’t know what we can find Why don’t you come with me, little girl, on a magic carpet ride? Well you don’t know what we can see Why don’t you tell your dreams to me? Fantasy will set you free.

La extraña pareja tomó el desvío de la autovía para dirigirse a Castelldefels, donde según le aclaró Fonseca antes siquiera de que él se lo preguntase, estaba el mejor sitio para tomar pescado de toda Barcelona.

Ese día estaba inusualmente hablador y a lo largo del camino le fue explicando la historia de todas y cada una de las canciones que sonaron en el estéro de su coche, algo que a Laure se la traía sencillamente al pairo. Un peaje más que pagar para alcanzar su objetivo.

Al cabo de media hora llegaron a O Afilador, un viejo edificio de madera y cemento pintado de blanco y azul a orillas del mar. El típico lugar en el que Laure jamás se hubiera detenido. Nada más entrar en el local, un hombre se acercó y saludó a Matías con gran efusividad. Se trataba de Rodrigo, el dueño del local, un gallego de adopción con semblante bonachón que rondaría los sesenta y que, a decir por su prominente barriga, debía de encargarse personalmente de probar todos y cada uno de los platos que ofrecía a su más bien escasa clientela.

Como si Laure no existiera, apoyados en la desierta barra del bar, los dos corpulentos hombres se pusieron al día de sus respectivas vidas durante un buen rato. Al joven inspector le sorprendió la metamorfosis que parecía haber experimentado su compañero. Aquel tipo, generalmente grosero y de difícil trato, parecía ahora el tipo más simpático del mundo.

La nave A-122

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