Читать книгу Socarrats - Julio García - Страница 3
ОглавлениеCapítulo 1
2 de octubre de 1700,
Palacio Real de Su Majestad el Rey de España.
Postrado en su lecho, un joven y a la par envejecido Carlos II dictaba su testamento de forma melancólica, a la luz de una vela, frente a sus consejeros de confianza y al escribano real, el cual, con gran interés, plasmaba sus palabras sobre aquel pergamino de lustroso papel, con pluma de cisne y tinta negra de nuez de agalla.
«Reconociendo, conforme a diversas consultas del Ministro de Estado y Justicia, que la razón en que se funda la renuncia de las señoras doña Ana y doña María Teresa a la sucesión de estos reinos fue evitar el perjuicio de unirse a la Corona de Francia; y reconociendo que, viniendo a cesar este motivo fundamental, subsiste el derecho de sucesión en el pariente más inmediato, conforme a las leyes de estos reinos, y que hoy se verifica este caso en el hijo segundo del Delfín de Francia: declaro ser mi sucesor al duque de Anjou y como tal, le llamo a la sucesión de todos mis reinos y señoríos, sin excepción de ninguna parte de ellos. Mando y ordeno a mis súbditos y vasallos que, en el caso de que Dios me lleve sin más sucesión, le tengan y reconozcan por su rey y señor natural y se le dé, sin la menor dilación, la posesión actual, precediendo el juramento que debe hacer de observar las leyes, fueros y costumbres de dichos mis reinos y señoríos».
Apenas terminó el escribano de plasmar aquellas palabras, el rey miró entorno suyo, como quien no mira a nadie, de forma indiferente; se alzó del lecho, anduvo titubeante y se sentó ante la mesa del escribano, soltó una ventosidad y un pequeño gemido, tomó entre sus dedos aquella pluma y la mojó en el tintero para esbozar su marca, y cuñó el documento con el sello real. Después, anduvo hasta la palangana, la desplazó a un lado, recogió un orinal y lo posó sobre una silla. Allí mismo defecó. Y se alargó por un buen tiempo mientras sus súbditos esperaban pacientes con la cabeza agachada o mirando de lado, evitando observarle, soportando el hedor. Regresó al lecho sin más palabras ni poder enderezar el cuerpo.
Carlos II siempre había estado enfermo, no conocía otra vida. Los continuos enlaces entre herederos de la Casa de Habsburgo debilitaron, en su aberración consanguínea, en demasía el linaje de la Corona de España. Para no desfallecer necesitó de catorce matronas que lo amamantaron hasta los cuatro años, y hasta los seis no pudo mantenerse en pie. A menudo orinaba sangre y padeció todas y cada una de las enfermedades conocidas: sarampión, rubeola, varicela, viruela y un sinfín de infecciones y cólicos, además de constantes ataques de epilepsia, lo que acrecentaba su malnutrición y el envejecimiento prematuro. Nadie hubiera asegurado que ejerciera como rey de España, Nápoles, Sicilia y Cerdeña y de los Países Bajos. Tal vez su frágil apariencia diera pie a ello. Decían que era un hombre bajo y feo, de cuello largo, al igual que la cara, estirada a más no poder. Además, se aseguraba que era estúpido y bastante ignorante en cuestiones de la vida y mucho más de Estado, pues sus limitadas entendederas no iban más allá del quehacer diario. Realmente, nadie le había comprendido jamás, ni tan siquiera se esforzaron en curtirle como el heredero de la Corona, pues nadie pensó que sobreviviera a su propia infancia. Tenía el corazón roto, destrozado como su alma, pues siempre fue tratado como un muerto en vida. Le llamaban el Hechizado. Solo su esposa María Luisa de Orleans supo valorarle y darle aquello que tanto necesitaba: amor y comprensión. Y él poco más pudo ofrecerle que ternura, impotente como era. La amaba con locura tal, que no había día que no desfalleciera por hacerla feliz… Ahora estaba muerta. Sin su amor ni consejo, nada tenía sentido en este su mundo, donde las intrigas y conjuras colmaban por doquier cada estancia de palacio. Su segunda esposa, la alemana Mariana de Neoburgo, en nada le agradaba, ni en pensamiento ni en corazón. Ella trabajaba incansable por sentar en el trono, una vez llegara la deseada muerte del monarca, a su sobrino, el archiduque Carlos de Austria, hijo de Leopoldo I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
Muchos hablaban del fario que había sido su reinado, decadente y corrupto, que nada bueno aportaba a España ni al devenir de la historia. Sin glorias ni honores que admirar, pronto le olvidarían, así falleciera. Sin embargo, otros aseguraban que era un reinado donde el Imperio permanecía fuerte ante el expansivo inglés, el incisivo francés y el ambicioso germano-austrohúngaro; una regencia donde se había iniciado la recuperación de las bancarrotas ejercidas por sus antepasados en interminables guerras y abundantes deslices, lo cual significaba también el fin de las hambrunas que padecía el pueblo. Lo cierto es que puso empeño en deshacer guerras, en sentar las bases de la Ilustración y en ejercer reformas responsables. Además, respetó siempre los fueros y las libertades de sus reinos y señoríos a pesar de los intereses y consejos de nobles y aduladores; más en un mundo de corrupción que trataba de cercarle día y noche, pues según quién se encontrara más cerca de sus pensamientos, influyendo en contubernio, en ello andaba el designio real de la sucesión: el duque Felipe de Borbón o el archiduque Carlos de Austria, difícil cuestión. A tal punto se anduvo, que varias veces reescribiría el rey su testamento. Mucho había en juego: todo un imperio.
—Mi rey, ¿vos sabéis qué habéis hecho? —preguntó uno de sus consejeros.
—¿Qué? —susurró el rey recostándose en el lecho, sin apenas mirarle.
—Habéis vuelto a cambiar el testamento… de nuevo… Otra vez.
—Sí, lo sé.
—Pero la reina…
—Su Majestad el Rey siempre sabe lo que hacer, lo correcto —intervino un religioso de alta alcurnia, elevada mirada y marcado carácter, de forma orgullosa; se trataba del cardenal Portocarrero, valido, lugarteniente y gobernador del Reino de Castilla.
—La reina quiere ser dueña del Imperio como la gran emperatriz que nunca fue. Desde el mismo día de mi boda solo piensa en ello… y en que me muera de una vez —aseguró el rey.
Se hizo el silencio en la habitación.
¿Quién iba a contradecir tan gran verdad?
O, tal vez, así se lo habían hecho creer. Lo cierto es que la reina no esperaba como heredero al francés ni en sus más terribles pesadillas.
—No gustará de este cambio en el testamento, Su Majestad la Reina aboga por el archiduque Carlos —le aseguró uno de los consejeros bajo la inquisidora mirada del cardenal.
—Olvidad a la reina. Ciega anda buscando el poder, cree que suyo ha de ser. Arruinará lo conseguido y lo que tuviera a bien por llegar; siempre dijo que me había postrado ante el francés cuando lo que hice fue dar paz a mi pueblo —contestó el rey con apenas un murmullo, de mala gana.
—Bien sabéis vos, Majestad, qué es mejor para vuestros súbditos, para el Imperio. La dinastía Borbón es fuerte y al Rey Sol no le temblará la mano ante nadie por defender a su nieto de cualquier osado que pretenda arruinar la Corona, su grandeza, sus territorios, las Españas que Dios nuestro Señor engrandeció.
—Así es. Todavía no he muerto y los Austrias ya se han repartido el Imperio con alemanes, ingleses y holandeses. ¿Cómo es posible tal vituperio? ¡Nada quedará de mi amada España! —secundó el rey.
—Nada —apuntó el cardenal con denotado interés—. Numerosos tratados secretos la desmigajarán entre nobles de la Casa de Austria si cae en manos del archiduque Carlos; es la voluntad de su padre, el emperador Leopoldo I.
—Felipe de Anjou es el legítimo heredero al trono católico de la Casa de Habsburgo española —apuntaló el rey.
—Sabia es su magna decisión, Majestad, tal cual corresponde —replicó el cardenal, adulador, sabiéndose vencedor.
—Sí... Solo importa mi pueblo, el Imperio de las Españas que reiné como bien pude. Así zanjo cualquier disputa que pudiera crear la ausencia de un heredero. Ahora, es mi deseo recibir los Santos Sacramentos. Necesito que mi alma esté en paz con Dios. ¡Y que nadie sepa de mi última voluntad hasta que el Todopoderoso me llame a su vera!
—La reina preguntará, inquieta se muestra —apuntó el cardenal, temeroso y perspicaz, como quien no quiere pero teme la cosa.
—Y vos callaréis —ordenó el rey.
Tras recibir los Santos Sacramentos, el monarca quedó postrado en el lecho, envuelto en sábanas de olor y color agrio, a solas en su cuarto, y resopló levemente, para comenzar a llorar en silencio. Tras 38 años de vida y después de haber enderezado sorprendentemente los designios de la Corona sin más premio que la fatalidad, sentía que la muerte estaba ahí, cada vez más presente. Sin amor, cariño ni comprensión, rodeado de ambiciones, adulaciones vanas y mentiras, no tenía miedo a la muerte, al contrario, parecía desearla, ávido por encontrarse a la vera de Dios, de la Virgen y del Espíritu Santo… y de su amada María Luisa.
Y llegó aquel 1 de noviembre de 1700.
Un mes después de la firma del testamento, cuando la muerte acechaba cierta, la reina Mariana, al frente de la comitiva que velaba la agonía del rey, se acercó para limpiarle el sudor de la frente con un pañuelo blanco de encaje, dejando ver su hermoso rostro y sus largos cabellos pelirrojos al reflejo de la llama de las velas.
—Mi amado esposo, mi rey… Pronto estaréis mejor.
—¿Mejor?
—Con Dios, libre de la agonía que os ata a esta vida de dolor.
—¿Dónde estabais? —preguntó el rey tratando de fijar sus pequeños y cansados ojos azul turquesa en ella, sin lograrlo.
—Aquí, a vuestro lado. Siempre a vuestro lado.
—No recuerdo haberos visto en el día de hoy, ni en el de ayer. Acudís a mí como los cuervos —aseguró a la par que soltaba una larga ventosidad.
—No digáis esas cosas, no es cierto —replicó la reina, asqueada, tapándose la nariz con el pañuelo.
De pronto, el rey contrajo el rostro y entró en un ataque de epilepsia. La reina soltó el pañuelo y dio de inmediato unos pasos atrás, sin dejar de observarle expectante.
—Permitidme, mi reina —intercedió el doctor, intentando colaborar.
Todo fue inútil.
Tras horas de tembleques y espasmos, el rey Carlos II abría la boca por tres veces seguidas, dando una convulsión, y expiró defecando.
El último Habsburgo de la Corona de España había muerto.
La reina abandonó la estancia, abrumada por el hedor, con cierta prisa y alegría. Pero a mitad de pasillo se encontró con aquel religioso de alta alcurnia, el cardenal Portocarrero, cuya mirada era seria, muy seria, tal cual mordaz era la sonrisa que mostraba. Nunca se habían llevado bien, era imposible; devoto como se había mostrado el religioso de la Casa de Borbón, nada bueno podía significar aquella cara para ella, esa sonrisa repelente e impropia de un hombre de fe.
El cardenal la esperó sin cejar en su mueca, acariciando un largo rosario que le colgaba del cuello con esa gran cruz de oro piadosa. Ocultó sus grandes manos llenas de sortijas en el interior de las mangas de su toga púrpura, de adornados ribetes dorados. Y se colocó ante la reina cuando esta llegó a su altura, impidiendo deliberadamente su paso.
—¡Apartaos! ¡Vuestro rey ha muerto! Ahora, ¡soy regente! —exclamó ella, altanera como era, con cierto júbilo mal disimulado, haciéndose valer.
—Mi amada reina, escuchad este mi consejo, pues es sabio y sano para vos: alejaos cuanto antes de la Corte, pues un nuevo rey ha de llegar, mas no es el que pretendéis, aquel por el que suspirabais —aseguró el cardenal.
La reina quedó petrificada.
—¿Qué queréis decir? —preguntó hiriente y quedó en silencio, esperando una respuesta que no halló.
El cardenal le regaló una maléfica sonrisa.
—No, no puede ser —remugó ella, comprendiendo pero sin querer aceptar, y con creciente enfado.
El religioso santiguó a la reina ante la perplejidad de esta y luego, con cierta parsimonia, se apartó para alejarse por el pasillo de piedra, orando por el alma del rey muerto, apenado como tantos, jubiloso como pocos.
La reina corrió tras él, desesperada, para frenarle asiéndole de un brazo.
—¡Decidme que no es así! —le espetó nerviosa.
El cardenal no contestó, ni se dignó. Por el contrario, la miró a los ojos como si ella nadie fuera, le retiró el brazo de forma brusca y siguió su camino, ignorándola tal cual se tratara de vulgar lacaya en vez de reina viuda.
—¡El Papa no lo aprobará! ¡Todo está resuelto con Carlos de Austria! ¡Él será el rey de España! ¡Es el heredero legítimo! —gritó ella.
El cardenal no hizo mucho caso a tales palabras, ninguno; tan solo esbozó una sonrisa de indiferencia a la par que acariciaba aquel crucifijo de oro con la yema de sus dedos, y continuó su camino por el pasillo.
La reina quedó temblando, negando en voz baja de forma continua.
¿Cómo era posible? ¿Quién había sido el responsable? ¿Cómo podía haber pasado? Y aquel pasillo se le hizo estrecho, muy oscuro, negro total, y gritó maldiciendo por cuatro veces o más al cardenal Portocarrero, al rey Carlos II y a todos aquellos cómplices responsables de tal aberración, para caer finalmente de rodillas, vencida, llorando de rabia e impotencia.