Читать книгу Lenguas y devenires en pugna - Julio Hevia Garrido Lecca - Страница 8
Introducción
ОглавлениеEl presente trabajo abre una reflexión, transdisciplinar si se quiere, en torno a un conjunto de acontecimientos que se dejan caracterizar por la metamorfosis expresiva y la mutación de sentido. A fin de despejar equívocos, es preciso señalar que la referencia a la noción de acontecimiento supone la delimitación de un paraje, de un site événementiel (Badiou, 1988). En tal paraje, el acontecimiento se manifiesta como una singularidad, como un evento pleno de huellas. Sin embargo, tales huellas no suponen la intervención de subjetividades, ni deben remitirnos a compromisos individuales, sino a cuerpos en el sentido referido por Nietzsche y por el mismo Spinoza. Esos cuerpos son los terrenos donde una serie de fuerzas convergen; son los escenarios donde ciertas conjunciones tienen lugar; son, en buena cuenta, las sedes de manifestación de colisiones permanentes (Deleuze, 1994: 59-67; Deleuze y Parnet, 1980: 69-70). Por ello, toda lucha supone una fusión, ergo, una trascendencia de los cuerpos comprometidos en esa lid (Simmel, 1986: 798); una particular abstracción que liga afectos con efectos (Canetti, 1981: 10-11 y 312-15).
En consecuencia, más que individuos sustraídos, nos interesan las individuaciones a que tales acontecimientos dan lugar: la puesta en marcha de esas máquinas abstractas (Deleuze y Guattari, 1980: 103-6, 77, 57, 62, 70, 75-6, 170, 176, 180-2, 230). Por cierto, los planteamientos aquí esbozados no hubieran sido posibles sin una puesta en cuestión del filón orgánico y del peso estructural con que la denominada cultura fue inicialmente entendida. La revisión de tales conceptos, y la crítica a sus recortes etnocéntricos fundantes, ha producido variadas nociones de lo que hoy denominamos, en plural, culturas, subculturas o contraculturas. También ha sido preciso atenuar los puntos de vista antropocéntricos que tanto auxilio prestaron a las ciencias humanas y a las teorías sociales. Sin embargo, hoy lo sabemos, nunca fue tarea fácil combatir el peso colonizador que ciertas hermeneúticas ejercen, dada la legitimidad universal concedida a su mirada y la aristocrática coherencia de sus discursos. De allí nuestro interés en evitar, en el presente texto, a individuos y personas. Igualmente se dejarán de lado referentes como lo social o lo masivo, los mismos que a fuerza de usos y abusos devinieron lugares comunes y perdieron su alcance demostrativo (Baudrillard, 1978).
Para ser más concretos, diremos que nuestro interés responde al afán de iluminar la zona en que divergen los usos que un poder implementa, con las modalidades insospechadas de su puesta en marcha. Describir la tensión suscitada entre ciertos sentidos, indiscutiblemente sobrecodificados, y los desvíos concretos que, en su indecisión, muestran los sujetos. En tales eventos, qué duda cabe, se darán a conocer sectores particulares de un conjunto social, sectores que operan sus peculiares recursos en función de los requerimientos que el contexto dicte. Tal selección no habrá de impedir que los convencionalismos de estilo, según necesidades y posibilidades diversas, alcancen a recomponerse o revertirse. Dicho de otro modo, los usos podrán, pues, permanecer vigentes mientras los desvíos no los tornen caducos. En tal sentido, gran parte de la obra de Wittgenstein certifica hasta dónde la regla se encuentra, limitada de un lado y enriquecida del otro, a propósito de la variedad de aplicaciones y usos a los que ella da lugar (Wittgenstein, 1988: 47-49, 75-77, 105-7, 199-205, 245).
Concretemos entonces el espíritu que nos anima. Trátese de materias expresivas, gradualmente impuestas en el orden de la comunicación más genérica o de giros implementados en lo específico del ámbito verbal; de efectos de consenso diseminados a posteriori o de acuerdos recientes que han partido de una existencia marginal; de eventos perceptibles a escala planetaria y “globalizados” a título indiscutible, o de ocurrencias que reclamen radios más discretos y vigencias menos dilatadas, el propósito será siempre el mismo: ilustrar cuán sinuoso suele ser el umbral que separa, y vincula al separar, el equívoco actual con la virtud del mañana. O, si se quiere, cuán resbaladiza es la frontera que se traza entre los rigores exigidos por la moral de los pensamientos oficiales y las diarias desviaciones perpetradas en los feudos de la lengua o en las comarcas del lenguaje. De allí nuestro interés en demostrar, con Deleuze y Guattari, que las respuestas nómades no son ajenas a sus aparentes antípodas: los propósitos sedentarios (1988: 213-34, 384-91). En otros términos, queremos hacer explícita la ligazón, fáctica y etimológica, entre el verbo errar, con toda la ambigüedad y ceguera a él atribuidos, y el error como calificación explícitamente negativa, como juicio reafirmado mediante la fuerza inquisidora que lo instituido exhala.
Según Marzouk El-Ouriachi, el acontecimiento se define por la irrupción de nuevos significantes en un proceso. A ello habrá que añadir el carácter de fisura, de brote disfuncional, que un acontecimiento representa para la estabilidad del sistema (Arias Martínez, 1996: 18). En virtud de tales rasgos, y de su modo de operar, hemos juzgado pertinente evaluar la injerencia de una serie de acontecimientos en el diámetro que lo cotidiano delimita. No en vano se ha manifestado que la cotidianidad suele hacer las veces de inconsciente de la modernidad (Lefebvre, 1972: 148). Hoy por hoy sabemos, con Freud, que el inconsciente es ajeno a exclusiones, que allí las jerarquías pierden lugar y que, en consecuencia, todo tercero es y será bienvenido. En el inconsciente, entonces, y a la manera del discurrir coloquial, el llamado proceso primario provee las condiciones para una coexistencia plena de desacuerdos y disonancias (Freud, 1973; Tomo II, XCI: 2072-73).
Así, se examinarán, entre aportes anónimos y asimilaciones anómalas, los exabruptos nuestros de cada día: cantera de “lapsus” sin autores exclusivos cuyo agenciamiento colectivo (Deleuze y Parnet, 1988: 33, 61, 162-3; Deleuze y Guattari, 1988: 27, 94-5, 89-90, 400-3) parece espantar tanto los intimismos psicocríticos como las matrices socioculturales. Dichas reticencias responden al hecho de verse contrariada la estabilidad de las significaciones y, sobre la marcha, de las subjetividades que le otorgan consistencia; así planteado el asunto, los sujetos del enunciado y los de la enunciación van a perder su valor analítico imperial, su lugar inamovible. Dichos cuestionamientos no son, según se ve, poca cosa para una tradición logocéntrica.
Debe notarse, a propósito de la disolución de unas siempre caras subjetvidades, que incluso la misma noción de individualidad no es –ni tendría por qué ser– patrimonio exclusivo del diámetro personal, de ahí que la veamos reaparecer, quizá engañosamente ataviada, en toda designación que el orden social articula (Simmel, 1986: 741-808). Así, más allá de las atribuciones que en su aparente aislamiento recibe el sujeto, habrá que pasar por la diferenciación que compañeros, parejas o díadas merecen (Laing, Phillipson y Russell Lee, 1973: 19-32; Joseph, 1988: 54-56) hasta llegar, en el otro extremo, a la denominación de los colectivos institucionales más explícitos (Lourau, 1975: 25-71). Obviamente, en tales alineamientos se incluyen, además de los grandes órganos del poder (familia, escuela, trabajo, Iglesia, Estado) identidades grupales de prestigio menor (niñez, adolescencia, feminidad, grupos étnicos diversos) y todas las expresiones que éstas y aquéllas perfilan. A tal convocatoria asisten también, y a título de individualidades plenamente reconocibles, aquellas comunidades siempre “desprestigiadas” por el cautiverio real y simbólico que soportan (demencia, encarcelamiento, exilio) y, como es típico, las que son puestas en cuestión por la transitoriedad de su impacto (cuadros técnicos, grupos artísticos, modas en general).
Por ello, más que un fenómeno, la individualidad es un valor o, mejor aún, constituye la sede de un conjunto de valores apreciados en grado sumo. Valencias como la dignidad, la entereza, la autonomía o la coherencia serán, según los casos, atribuidas idealmente o impugnadas amargamente al fenómeno que se quiere particularizar. La búsqueda de tales valores, o el reclamo de tales valencias, hacen parte de su invocación universal, ratifican su condición de imprescindibles. Entre los grandes marcos de referencia y principales cotos semánticos de la mencionada individualidad se distingue, por ejemplo, la vertiente religiosa, la política y la económica (Dumont, 1987). Tales perspectivas que suelen coagular o petrificar algunos principios, constituirán, en consecuencia, una sensibilidad pública, un imaginario fuertemente ideologizado, un unitarismo indiscutible: gesto etnocentrista pues, que se autoriza a sí mismo. Y sin embargo, no lo olvidemos, tal operación suele estar franqueada por un gesto humanista, o para decirlo con Nietzsche, por una actitud demasiado humana (Nietzsche, 1993). Contra esos dogmas inerciales, y las cegueras que su sobrecodificación implica, contra esos gruesos pilares que son los psicologismos y sociologismos más diseminados, es que el presente trabajo se despliega.
En principio esbozaremos el peso y la autoridad que el denominado discurso científico ha establecido, y la intensidad con que su influjo se reproduce en el ámbito de las ciencias humanas. Así, por ejemplo, el impulso experimentalista que el proyecto de Bentham supuso, vía el panoptismo, desde finales del siglo XVIII; de otro lado, el alcance y las limitaciones que las concepciones macrosociológicas han impreso durante los dos primeros tercios de la centuria anterior; además, por cierto, de los rigores formales que la oleada estructuralista, a través del lujo atomístico de sus desmontajes, consiguió desplegar. Sin pretender ser exhaustivos, éstos serán temas sobre los que se insistirá en diferentes pasajes del presente texto.
De uno y otro modo, los ítemes anteriores tendrán carácter de preámbulo, dado que su mención permitirá el abordaje de lo que en la terminología posmoderna se conoce como la caída de los grandes relatos (Lyotard, 1989: 73-78). Así, pues, el impacto que abre la posmodernidad ha supuesto un disloque de la profundidad a interpretar, en favor quizás de las superficies de la descripción; ha gestado un tránsito de una estructura, más o menos estable, a la variabilidad de los acontecimientos; ha facilitado cierta involución hacia las complejidades de lo real, en obligado desmedro del discurso y su prestigio simbólico; en fin, la posmodernidad traduce el relevo de la visión telescópica a cargo de todo un espectro de miradas microscópicas. Tales aterrizajes, con frecuencia súbitos, forzados por descalabros coyunturales e insospechadas erosiones históricas, han hecho posible la recuperación de concepciones filosóficas fuertemente polémicas. De ese modo, obras como las de Nietzsche, Hume, Wittgenstein, Peirce y Bergson han pasado a constituirse en baluartes de nuevas propuestas, o en agentes emblemáticos de descubrimientos alternativos.
Hemos de constatar, en función de lo anterior, que las grandes explicaciones se tornan cada vez más discutibles, mientras que la observación del aquí y ahora adquiere otra relevancia; entre tanto, y a título paralelo, un saber asépticamente distante sufre la impronta del hacer más próximo. Nada gratuito va a resultar, entonces, que la pragmática de Austin, la microsociología de Tarde o el interaccionismo de Goffman sean rescatados de un modo enfático, ya por el lado de los actos del habla, ya por el de los convencionalismos de todos los días, ya por el de las estrategias decisorias a pequeña escala. En tal sentido, las psicologías y las sociologías contemporáneas tienden a auxiliarse, no con poca frecuencia, en recursos etnográficos, con la finalidad de emplazar o acompañar los más leves movimientos; con el propósito de esclarecer los propios cambios de velocidad que las micropercepciones deslizan (Deleuze y Guattari, 1988: 58, 231, 282-7); en fin, para concretar acercamientos diferentes al conjunto de rituales y rutinas que los regímenes de la cotidianidad solicitan (López Petit, 1996: 192).
Tal cual se percibe, la propuesta en la que principalmente nos apoyamos es aquella que Deleuze y Guattari articulan, a la que habrá de añadirse una serie de reflexiones tomadas de la obra de Foucault. Así, pues, en medio del caos que deprime o sofoca a la mayoría de especialistas contemporáneos, tales estudiosos proporcionan una serie de claves, cuya amplitud y plasticidad permite confrontar el panorama actual de modo distinto, más flexible, menos deudor. Por ejemplo, en el texto Mil mesetas se habla del devenir mayor como equivalente del conjunto de códigos, relaciones y posiciones que los poderes imponen. Paralelamente, Deleuze y Guattari ilustran el modo en que los devenires menores quiebran, en términos constantes, el orden referido (1988: 291-3). Tales devenires minoritarios, sin embargo, se arriesgan a desaparecer en los llamados agujeros negros: suerte de casilleros o de trampas encubiertas hacia los que el devenir mayor habrá de atraerlos (ibídem, 179-94).
Para decirlo más puntualmente, una sociedad disciplinar sólo aplicará la llamada selección binaria para completarla y consumarla por la vía de una atribución diferencial; sólo efectuará marcaciones opositivas a fin de distribuir asignaciones coercitivas (Foucault, 1976: 203). Planteado en otros términos, una sociedad disciplinaria no se limitará a imponer, a secas, binarismos del tipo normal/anormal, masculino/femenino, blanco/negro, si bien es verdad que a través de tal operación configura un primer ordenamiento que aquieta y separa a los protagonistas. Lo sustancial es que ese efecto inicial permitirá, en segunda instancia, reacomodar las piezas, sopesar los recursos y estratificar los alcances. Allí es que se hace explícita una política que protege a los normales de los anormales; que eleva lo masculino por encima de lo femenino; que reserva para el blanco lo que le niega al negro. En pocas palabras, se trata de separar para jerarquizar; de polarizar para diferenciar. A la separación de tipo horizontal que ambas partes han de sufrir (selección binaria), le sucede la separación, más vertical, que impone uno de los polos sobre el restante (atribución diferencial).
Nos topamos, de un lado, con el sedentarismo, y, del otro, con los nomadismos; con las instancias normativas que el primero impugna, y las potencias con que los segundos desordenan el panorama (Deleuze y Guattari, 1988: 240-315, 359-431, 433-82). Asimismo, se confronta la territorialización con que se imponen, codifican, e incluso sobrecodifican, las disciplinas y los rendimientos; todo ello en inagotable pugna con las siempre insospechadas desterritorializaciones (Deleuze y Guattari, 1973: 145-247; 1988: 49, 60-3, 66-7, 291, 386, 391-29). Fuesen opciones abiertamente contestatarias o réplicas subrepticias, éstas desterritorializaciones deberán entenderse siempre como líneas-de-fuga (1988: 45, 61-2, 190-1, 220, 225-7). Las fugas, en este caso, no responden a la fenomenología del pavor o del miedo, ni coinciden con el orden de una huida que tiende a olvidarlo todo. Pertinente es recordar que el pánico y el desmayo, según comenta Sartre, suelen ser formas de no estar, formas pasivas de desaparecer del caos (Sartre, 1973: 90-92).
Por el contrario, las líneas-de-fuga operan por desterritorialización, atrayendo a los segmentos duros del poder, y proveyéndose de armas que contrarresten los afanes reterritorializantes de éste. Para decirlo de otro modo, se trata de flujos que desbordan las redes institucionales (Deleuze y Guattari, 1973: 154-60; 1980: 38, 45-60, 81, 101-3, 155, 161-3, 229-30; 1988: 206-9 223-5 483-509). Se sabe que estas redes deben, por principio, impedir el descontrol de la marea, luchar contra ella, tornarla controlable. He allí la neutralización visible de los extremos y el rescate de la media: suerte de norma estadística que tanto valor tuviera en las sociologías principistas (Durkheim, 1982: 77-99). Decía, pues, Durkheim que las manifestaciones retrógradas y los impulsos progresistas, en la medida en que no pudieran ser contenidos por el equilibrio institucional, habrían de ser sistemáticamente soslayados. Ante tales corolarios uno podría preguntarse si se trata de reflexiones sobre el poder o, más concretamente, del poder que se ejerce sobre dichas reflexiones (Foucault, 1991: 83-87).
En el terreno lingüístico, ese tipo de fricciones irán a actualizar la lucha, a veces silenciosa, a veces estentórea, que con frecuencia animan una lenguamayor, actuando a título oficial; y los llamados usos menores que de la anterior se efectúan (Deleuze y Guattari, 1988: 81-116). A partir, pues, de los términos apuntados (y otros que se irán consignando durante el desarrollo de la exploración) se efectuará un desmontaje descriptivo-analítico de un conjunto de indicadores que lo cotidiano acompasa; se abordarán una serie de evidencias extraídas del ámbito coloquial y/o de las escenificaciones que lo urbano despliega. Dado que, en su acontecer, tales marcas oscilan entre unas y otras generaciones, se les percibe como “degeneraciones”. Y es que entre su expresión continua y el gesto que pretende aprehenderlas, se confrontan y divorcian las semiosis más sofisticadamente elitistas, y las expresiones coloquiales a las que el “vulgo” da lugar.
No habrá, entonces, más conclusión que la que nos invite a recuperar el valor del ejercicio llevado a cabo por las fuerzas menores. Estas últimas no serán definidas así por su débil protagonismo, su insignificancia estadística o la trivialidad de su competencia. Lo que aquí se rescata de las fuerzas menores es el lugar que ocupan respecto a las relaciones de poder; los tiempos y espacios en que se instalan; el carácter, frecuentemente episódico, de sus manifestaciones y productos. Vale decir, es en la naturaleza de sus agenciamientos colectivos y de sus líneas más flexibles, que las fuerzas o los devenires menores alcanzan a traslucirse (Deleuze y Guattari, 1988: 253-4, 274, 291-3). Todo ello supone, claro está, tomar en cuenta los imperativos o líneas duras que las autoridades segregan (ibídem, 213-34).
¿Para qué estudiar, pues, los viejos terrenos del poder y explorar los territorios, harto trillados, de la lengua? Para percibir mejor las desterritorializaciones de las lenguas. En el camino nos encontraremos, claro está, con el valor mítico y el peso universal que la lengua, en tanto órgano de poder, reviste. De ese modo también podremos despejar la búsqueda, orientándonos hacia un conjunto de evidencias e indicadores que nos remitan a la productividad de las lenguas; a la necesidad de “hacer foco” en sus variaciones. A confrontarnos con lo que Labov llamó variación continua. Una vez más con Deleuze y Guattari, se tratará de rescatar la glosolalia de una realidad lingüística y, en consecuencia, las rupturas de código que entre sus planos se establecen (1988: 89-90).