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INTRODUCCIÓN BREVE RESUMEN DE LA OBRA DE LA TIERRA A LA LUNA, AVENTURA PREVIA A ÉSTA Y QUE LE SIRVE DE PRÓLOGO

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Durante el curso del año 186... sorprendió al mundo la noticia de una tentativa científica sin parangón en los anales de la ciencia. Los individuos del Gun-Club, círculo de artilleros fundado en Baltimore después de la guerra de Secesión, imaginaron el proyecto de ponerse en comunicación nada menos que con la Luna, enviando hasta dicho satélite una bala de cañón. El presidente Barbicane, promotor de la empresa, después de consultar a los astrónomos del observatorio de Cambridge, tomó todas las medidas necesarias para el éxito de aquella empresa extraordinaria, empresa que la mayor parte de las personas competentes declararon realizable, y después de abrir una suscripción pública que produjo cerca de treinta millones de francos dio principio a sus tareas gigantescas.

Siguiendo la nota redactada por los individuos del observatorio, el cañón destinado a lanzar el proyectil debía colocarse en un país situado entre los 0º y 28º de latitud Norte o Sur, a fin de apuntar a la Luna en el cenit. La bala debía recibir un impulso capaz de comunicarle una velocidad de doce mil yardas por segundo; de manera que, lanzada por ejemplo el 1 de diciembre a las once menos trece minutos y veinte segundos de la noche, llegase a la Luna cuatro días después de su salida, o sea el 5 de diciembre, a las doce en punto de la noche, en el momento en que el satélite se hallara en su perigeo, es decir, en su menor distancia a la Tierra, o sea ochenta y seis mil cuatrocientas diez leguas exactamente.

Los principales individuos del Gun-Club, el presidente Barbicane, el mayor Elphiston, el secretario J.T. Maston y otros hombres de ciencia, celebraron repetidas sesiones en que se discutió la forma y composición de la bala, la disposición y naturaleza del cañón, y por fin la calidad y cantidad de la pólvora que había de emplearse. Las discusiones dieron por resultado los siguientes acuerdos: 1.º que el proyectil fuese una bomba de aluminio, de ciento ocho pulgadas de diámetro, y sus paredes de doce pulgadas de espesor, con un peso de diecinueve mil doscientas cincuenta libras; 2.º que el cañón había de ser un Columbiad de hierro fundido, de novecientos pies de largo y vaciado directamente en el suelo; 3.º que la carga se haría con cuatrocientas mil libras de algodón pólvora, las cuales, produciendo seis mil millones de litros de gas bajo el proyectil, podrían fácilmente lanzarle hasta el astro de la noche.

Resueltas estas cuestiones, el presidente Barbicane, auxiliado por el ingeniero Murchison, eligió un punto situado en Florida a los 27º 7’ de latitud Norte y 5º 7’ de longitud Este, en el cual, después de maravillosos trabajos, quedó fundido el cañón con toda felicidad.

A este punto habían llegado las cosas, cuando ocurrió un incidente que vino a aumentar sobremanera el interés de aquella empresa.

Un francés, un parisino caprichoso, artista de talento y audacia, manifestó el deseo resuelto de ser encerrado dentro del proyectil a fin de llegar a la Luna, y practicar un reconocimiento del satélite terrestre. Aquel intrépido aventurero se llamaba Michel Ardan; llegó a América, fue recibido con entusiasmo, celebró reuniones públicas, se vio aclamado triunfalmente, consiguió reconciliar al presidente Barbicane con el capitán Nicholl, de quien era enemigo mortal, y como prenda de reconciliación, lo decidió a embarcarse con él en el proyectil.

Entonces se modificó la forma del proyectil, que en vez de ser esférico, fue cilíndrico-cónico. Colocáronse en aquella especie de vagón aéreo, muelles de gran resistencia y tabiques movibles que amortiguaran el golpe de la salida. Proveyósele de víveres para un año, de agua para unos cuantos meses, y de gas para algunos días. Un aparato automático elaboraba y producía el gas necesario para la respiración de los tres viajeros. Al mismo tiempo, el Gun-Club hacía construir por su cuenta en una de las más altas cumbres de las Montañas Ro­cosas un telescopio gigantesco, a favor del cual se podría observar la marcha del proyectil a través del espacio.

El 30 de noviembre, a la hora anunciada, y en medio de un concurso extraordinario de espectadores, se verificó la salida, y por primera vez tres seres humanos abandonaron el globo terráqueo, lanzándose a los espacios interplanetarios, casi con la seguridad de llegar a su objetivo.

Aquellos audaces viajeros, Michel Ardan, el presidente Barbicane y el capitán Nicholl, debían recorrer su camino en noventa y siete horas, trece minutos y veinte segundos. Por consiguiente, su llegada a la superficie del disco lunar no podía efectuarse hasta el 5 de diciembre a media noche, en el momento mismo de ocurrir el plenilunio, y no el día 4, como lo habían anunciado algunos periódicos mal informados.

Pero sobrevino una circunstancia inesperada, a saber: que la detonación del Columbiad produjo una alteración en la atmósfera terrestre, acumulando en ella gran cantidad de vapores. Este fenómeno llenó de despecho a todo el mundo, porque la Luna estuvo cubierta unas cuantas noches a los ojos de los que la examinaban.

El digno J.T. Maston, el más valiente amigo de los viajeros, se encaminó a las Montañas Rocosas, en compañía del respetable J. Belfast, director del observatorio de Cambridge, y llegó a la estación de Long’s Peak, donde se alzaba el telescopio que acercaba la Luna hasta la distancia de dos leguas. El secretario del Gun-Club quería observar por sí mismo la marcha del vehículo que conducía a sus amigos.

La acumulación de nubes en la atmósfera impidió toda observación durante los días 5, 6, 7, 8, 9 y 10 de diciembre. Llegó a creerse que sería preciso aplazar las observaciones hasta el 3 de enero siguiente, porque como el 11 de diciembre entraba la Luna en su cuarto menguante, no presentaría ya más que una porción cada día menor de su disco, insuficiente para poder examinar la marcha del proyectil.

Pero al fin, con gran satisfacción de todos, una fuerte tempestad limpió la atmósfera en la noche del 11 al 12 de diciembre, y la Luna, iluminada en su mitad, se dejó ver perfectamente sobre el fondo negro del cielo.

Aquella misma noche, los señores Maston y Belfast enviaron un telegrama desde la estación de Long’s-Peak a los individuos del observatorio de Cambridge.

Aquel telegrama participaba que el día 11 de diciembre, a las ocho y cuarenta y siete minutos de la noche, los señores Maston y Belfast habían distinguido el proyectil lanzado por el Columbiad de Stone’s-Hill; que la bala, desviada de la trayectoria por una causa desconocida, no había llegado a su término, si bien había pasado bastante cerca para ser detenida por la atracción lunar, y, en su consecuencia, su movimiento rectilíneo se había trocado en movimiento circular, empezando a recorrer una órbita elíptica en torno del astro de la noche, y convirtiéndose en satélite suyo.

El telegrama añadió que los elementos de este nuevo astro no habían podido calcularse todavía; y en efecto, para determinarlos se necesitaban tres observaciones que tomaran el astro en tres posiciones diferentes. Después indicaban que la distancia entre el proyectil y la superficie lunar, «podía» evaluarse en unas dos mil ochocientas treinta y tres millas, o sea unas cuatro mil quinientas leguas.

Y terminaba, por último, emitiendo estas dos hipótesis: o la atracción lunar vencería y los viajeros llegarían a su destino, o el proyectil, detenido en una órbita inmutable, gravitaría en torno del disco lunar hasta el fin de los siglos.

¿Cuál podría ser la suerte de los viajeros en estas alternativas? Es verdad que tenían víveres para cierto tiempo. Pero, aun en el caso de que su empresa tuviera el mejor éxito, ¿cómo volverían? ¿Podrían, acaso, volver? ¿Habría noticias suyas? Todas estas cuestiones, debatidas por las plumas más competentes, interesaban en alto grado a la opinión pública.

Conviene hacer aquí una observación que deben tener en cuenta los impacientes. Cuando un sabio anuncia al público un descubrimiento puramente especulativo, debe proceder con mucha prudencia. Nadie está obligado a descubrir un planeta, ni un cometa, ni un satélite, y el que se equivoca en casos semejantes, se expone justamente a las burlas de la multitud. Por lo tanto, es preferible esperar, y esto es lo que debió de hacer el impaciente J.T. Maston, antes de expedir aquel tele­grama que, según él, decidía ya el resultado definitivo de aquella empresa.

En efecto, aquel telegrama contenía errores de dos clases, como se demostró después: en primer lugar, errores de observación respecto a la distancia entre el proyectil y la superficie lunar, porque a la fecha del 11 de diciembre era imposible verle, y lo que J.T. Maston creía haber visto no podía en manera alguna ser la bala del Columbiad. En segundo lugar, error de teoría acerca de la suerte que podría correr el citado proyectil, porque el suponerle convertido en satélite de la Luna, era ponerse en contradicción con las leyes de la mecánica racional.

Una sola hipótesis de los observadores de Long’s Peak podía realizarse; la que preveía el caso de que los viajeros, si aún existían, combinaran sus esfuerzos con la atracción lunar a fin de llegar a la superficie del astro.

Pues bien, aquellos hombres, tan inteligentes como atrevidos, habían sobrevivido al terrible golpe que determinó su salida, y vamos a referir su vida dentro del proyectil-vagón con todos sus dramáticos y singulares pormenores. Este relato destruirá muchas ilusiones y muchas previsiones; pero dará una idea exacta de las peripecias reservadas a semejante empresa, y pondrá en evidencia los instintos científicos de Bar­bicane, los recursos del industrioso Nicholl y la audacia humorística de Michel Ardan.

Además, probará que su digno amigo J.T. Maston perdía lastimosamente el tiempo cuando, inclinado sobre su gigantesco telescopio, observaba la marcha de la Luna por los espacios estelares.

Viaje alrededor de la Luna

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