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IV UN POCO DE ÁLGEBRA
ОглавлениеLa noche se pasó sin incidente notable, entendiendo siempre que la palabra noche es impropia; porque la posición del proyectil no cambiaba con relación al Sol, y, astronómicamente, era de día en la parte inferior del proyectil y de noche en la superior. Así pues, en el presente relato estas dos palabras no expresan sino el tiempo transcurrido entre el orto y el ocaso del Sol en la Tierra.
El sueño de los viajeros fue tanto más pacífico, cuanto que el proyectil, a pesar de su gran velocidad, parecía hallarse enteramente inmóvil. Ningún movimiento revelaba su marcha a través del espacio. La traslación, por muy rápida que sea, no puede producir efecto sensible en el organismo cuando se verifica en el vacío, o cuando la masa de aire circula con el cuerpo arrastrado. ¿Qué habitante de la Tierra percibe su velocidad, que sin embargo le hace andar a razón de noventa mil kilómetros por hora? El movimiento, en tales condiciones, no se siente más que el reposo. Así todo cuerpo es indiferente a ellos; si se halla en reposo, permanecerá en tal estado hasta que una fuerza exterior lo obligue a moverse; y si está en movimiento no se detendrá hasta que un obstáculo interrumpa su marcha. Esta indiferencia hacia el movimiento y el reposo es la inercia.
Barbicane y sus compañeros podían creerse en reposo absoluto, encerrados en el proyectil, y el efecto habría sido el mismo aunque se hallaran en lo exterior. A no ser por la Luna, cuyo volumen aumentaba delante de ellos, y por la Tierra, que disminuía detrás, podían jurar que flotaban en la inmovilidad más completa.
La mañana del 3 de diciembre les despertó un ruido alegre, pero inesperado: era el canto de un gallo que resonó en el interior del proyectil. Michel Ardan, que despertó el primero, trepó hasta lo alto del proyectil, y cerrando una caja entreabierta:
—¿Quieres callar? —dijo en voz baja—. ¡Este animal va a hacer fracasar mis proyectos!
Sin embargo Nicholl y Barbicane se habían despertado también.
—¿Qué es esto? ¿Un gallo aquí? —dijo Nicholl.
—No, amigos míos —respondió Michel—, soy yo que he querido despertaros con ese canto campestre.
Y lanzó un sonoro quiquiriquí digno del más arrogante gallo.
Los dos americanos no pudieron menos de reír.
—Vaya una habilidad —dijo Nicholl, mirando a su compañero con aire perspicaz.
—Sí —respondió Michel—, es una broma muy usual en mi país, allí se hace el gallo en las reuniones más distinguidas.
Y cambiando en seguida de conversación.
—¿Sabes, Barbicane —dijo—, en qué he estado pensando toda la noche?
—No —respondió el presidente.
—En nuestros amigos de Cambridge; ya puedes haber observado que soy completamente ignorante en cuestiones matemáticas, por lo cual me es imposible adivinar cómo nuestros sabios del observatorio han podido calcular la velocidad inicial que debería llevar el proyectil al salir del Columbiad para dirigirse a la Luna.
—Querrás decir —replicó Barbicane— para llegar a ese punto en que se equilibran las atracciones terrestres y lunares, porque desde ese punto, situado próximamente a los nueve décimos del trayecto, el proyectil caerá en la Luna simplemente en virtud de su peso.
—Enhorabuena —respondió Michel—, pero, lo repito, ¿cómo se ha podido calcular la velocidad inicial?
—Nada más fácil —respondió Barbicane.
—¿Has podido tú hacer el cálculo? —preguntó Michel Ardan.
—Seguramente; Nicholl y yo lo hubiéramos establecido, si el observatorio no nos hubiera evitado ese trabajo.
—Pues bien, amigo Barbicane —respondió Michel—, antes me hubiera cortado la cabeza, empezando por los pies, que resolver ese problema.
—Porque no sabes álgebra —replicó tranquilamente Barbicane.
—¡Ah! Ya os conozco, devoradores de x, siempre sois los mismos; todo lo queréis componer con el álgebra.
—Pero dime, Michel —replicó Barbicane—, ¿crees que se puede forjar sin martillo o labrar sin arado?
—No es fácil.
—Pues bien, el álgebra es una herramienta como el arado o el martillo, y una buena herramienta para el que sabe hacer uso de ella.
—¿Formalmente?
—Y tan formalmente.
—¿Y podrías manejar esa herramienta en mi presencia?
—Si tienes interés en ello, no hay inconveniente.
—¿Y demostrarme cómo se ha calculado la velocidad inicial del proyectil?
—Sí, amigo mío; teniendo en cuenta todos los elementos del problema, la distancia del centro de la Tierra al centro de la Luna, el radio de la Tierra, y la masa de la Luna, puedo demostrar exactamente cuál ha debido ser la velocidad inicial del proyectil, por medio de una simple fórmula.
—Veamos la fórmula.
—Ya lo verás; pero no te daré la curva trazada realmente por la bala entre la Luna y la Tierra, teniendo en cuenta su movimiento de traslación alrededor del Sol, sino que consideraré estos dos astros como inmóviles, lo cual nos basta.
—¿Y por qué?
—Porque esto sería buscar la solución de ese problema llamado «problema de los tres cuerpos» y que el cálculo integral no ha podido todavía resolver.
—¡Toma! —dijo Michel con su tono burlón—. ¿Conque las matemáticas no han dicho todavía su última palabra?
—Ciertamente que no —respondió Barbicane.
—¡Bueno! ¡Puede que los selenitas hayan adelantado más que nosotros en el cálculo integral! Y a propósito, ¿qué es cálculo integral?
—Es lo inverso del cálculo diferencial —respondió seriamente Barbicane.
—Muchas gracias.
—En otros términos, en un cálculo por medio del cual se buscan las cantidades finitas cuyo diferencial se conoce.
—Vamos, eso ya es claro —respondió Michel con aire muy satisfecho.
—Y ahora —replicó Barbicane—, si me dais un papel y un lápiz, antes de media hora habré encontrado la fórmula pedida.
No había pasado la media hora cuando Barbicane alzó la cabeza, y enseñó a Michel Ardan una cuartilla cubierta de signos algebraicos, en medio de los cuales destacaba esta fórmula general:
—¿Y qué significa eso? —preguntó Michel.
—Significa —respondió Nicholl— que un medio de V elevado al cuadrado menos V subcero elevado al cuadrado, es igual a gr, que multiplicar a r partido por x menos 1, más m’ partido por m multiplicado por r partido por d menos x menos r partido por d menos r.
—X sobre y montado sobre z y a caballo sobre p —exclamó Michel Ardan, soltando la carcajada—. ¿Y tú entiendes eso, capitán?
—No puede ser más claro.
—¡Ya lo creo! —replicó Michel—. Es cosa que salta a la vista —y no preguntó más.
—¡Burlón sempiterno! —replicó Barbicane—. ¿No querías álgebra? ¡Pues ahora vas a tener álgebra hasta el gollete!
—¡Mejor quiero que me ahorquen!
—En efecto —respondió Nicholl, que examinaba la fórmula con atención—, me parece perfectamente resuelto, Barbicane. Es la integral de las fuerzas vivas, y no dudo que nos dé el resultado apetecido.
—¡Pero yo quisiera comprender! —exclamó Michel—. ¡Daría diez años de la vida de Nicholl por comprender!
—Escucha, pues —replicó Barbicane—. La mitad de V elevado al cuadrado menos V subcero elevado al cuadrado, es la fórmula que nos da la semivariación de la fuerza viva.
—Bueno, y Nicholl ¿sabe lo que eso significa?
—Sin duda —respondió el capitán—. Todos esos signos que te parecen cabalísticos, forman, sin embargo, el lenguaje más claro y más lógico para el que sabe leerlo.
—¿Y tú pretendes, Nicholl —preguntó Michel—, encontrar, con esos jeroglíficos, más incomprensibles que los egipcios, la velocidad inicial que era necesario imprimir al proyectil?
—Indudablemente —respondió Nicholl—, y aun por medio de esta fórmula, podría decirte siempre cuál es su velocidad en un punto cualquiera de su trayecto.
—¿Palabra de honor?
—Palabra de honor.
—Entonces eres tan sabio como nuestro presidente.
—No, Michel; lo difícil es lo que ha hecho Barbicane; plantear una ecuación con todas las condiciones del problema. El resto no es más que una cuestión de aritmética, y no exige más conocimientos que los de las cuatro reglas.
—¡Eso ya es agradable! —respondió Michel Ardan, que en toda su vida no había podido hacer una suma exacta y que definía esa regla diciendo: «Es un rompecabezas chino que permite obtener totales indefinidamente variados».
Barbicane, por su parte, aseguraba que Nicholl, fijándose en ello, habría obtenido también la fórmula.
—No lo sé —decía Nicholl—, porque cuanto más la estudio, mejor planteada la encuentro.
—Ahora escucha —dijo Barbicane a su ignorante camarada—, y te convencerás de que todas estas letras tienen una significación.
—Ya escucho —dijo Michel con aire resignado.
—d —dijo Barbicane— es la distancia del centro de la Tierra al de la Luna, porque hay que tomar los centros para calcular las atracciones.
—Comprendo.
—r es el radio de la Tierra.
—r, radio; de acuerdo.
—m es la masa de la Tierra y m’ la masa de la Luna; porque, en efecto, es preciso tomar en cuenta la masa de los dos cuerpos atrayentes, supuesto que la atracción es proporcional a las masas.
—Entendido.
—g representa la gravedad, la velocidad que adquiere en un segundo cualquier cuerpo que cae a la superficie de la Tierra. ¿Es claro esto?
—¡Como el agua! —respondió Michel.
—Ahora, represento por la x la distancia variable que separa al proyectil del centro de la Tierra, y por v la velocidad que lleva dicho proyectil a aquella distancia.
—Muy bien.
—Finalmente, la expresión V subcero que figura en la ecuación es la velocidad que posee el proyectil al salir de la atmósfera.
—En efecto —dijo Nicholl—, en ese punto es donde hay que calcular la velocidad, puesto que ya sabemos que la velocidad, al partir, vale exactamente tres mitades de la velocidad al salir de la atmósfera.
—¡Ya no comprendo! —dijo Michel.
—Pues es muy sencillo, sin embargo —dijo Barbicane.
—No tanto como yo —replicó Michel.
—Eso quiere decir que cuando nuestro proyectil ha llegado al límite de la atmósfera terrestre, ha perdido una tercera parte de su velocidad inicial.
—¿Tanto?
—Sí, amigo mío, nada más que por su rozamiento con las capas atmosféricas. Comprendes muy bien que cuanto más rápidamente marche, más resistencia encontrará en el aire.
—Eso lo admito —respondió Michel—, y lo comprendo, por más que tus V cero y tus V cero elevado al cuadrado me hagan en la cabeza el mismo efecto que los clavos en un saco.
—Primer efecto del álgebra —replicó Barbicane—. Y ahora, para concluir, vamos a plantear inmediatamente estas expresiones, es decir, a numerar su valor.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Michel
—De estas expresiones —dijo Barbicane—, unas son conocidas y otras hay que calcularlas.
—Yo me encargo de esta últimas —dijo Nicholl.
—Veamos r —continuó Barbicane—; r es el radio terrestre, que en la latitud de Florida, donde partimos, es igual a seis millones trescientos setenta mil metros d, es decir, la distancia del centro de la Tierra al centro de la Luna, vale cincuenta y seis radios terrestres, o sea...
Nicholl multiplicó rápidamente.
—O sea —dijo—, trescientos cincuenta y seis millones setecientos veinte metros, en el momento de hallarse la Luna en su perigeo, es decir, en su menor distancia a la Tierra.
—Bien —dijo Barbicane—; ahora m’ sobre m, es decir, la relación de la masa de la Luna a la de la Tierra es igual a un ochenta y un avo.
—Perfectamente.
—g, la gravedad, es en Florida de nueve metros y ochenta y un centímetros. De donde resulta que gr es igual...
—A sesenta y dos millones cuatrocientos veintiséis mil metros cuadrados —respondió Nicholl.
—¿Y ahora? —preguntó Michel Ardan.
—Ahora que ya están en número las expresiones —respondió Barbicane—, voy a buscar la velocidad V cero, es decir, la que debe tener el proyectil al salir de la atmósfera para llegar al punto de atracción igual a una velocidad nula. Puesto que en este instante, la velocidad será nula, digo que igualará a cero, y que x, o sea la distancia a que se encuentra este punto neutral, estará representada por los nueve décimos de d, es decir, la distancia que separa los dos centros.
—Tengo una idea vaga de que debe ser así —dijo Michel.
—Tendremos, pues, entonces: x igual a nueve décimos de d, y v igual a cero, y la fórmula será...
Y escribió rápidamente.
Nicholl leyó con avidez.
—¡Eso es! ¡Eso es! —exclamó.
—¿Está claro? —preguntó Barbicane.
—¡Escrito en letras de fuego! —respondió Nicholl.
—¡Pobres hombres! —murmuraba Michel.
—¿Has comprendido por fin? —le preguntó Barbicane.
—¡Que si he comprendido! —exclamó Michel—. Lo que me pasa es que se me va la cabeza.
—¡Que si he comprendido! —exclamó Michel.
—Pues quiere decir —prosiguió Barbicane—, que V subcero dos es igual a dos gr multiplicado por uno menos diez r partido por 9d menos un ochenta y un avo multiplicado por 10r partido por d menos r partido por dr.
—Y ahora —dijo Nicholl—, para obtener la velocidad del proyectil al salir de la atmósfera, no hay más que calcular.
Y el capitán, como acostumbrado a toda clase de dificultades, se puso a hacer números con asombrosa rapidez. Barbicane le seguía con la vista, mientras Michel Ardan se apretaba las sienes con las manos para intentar librarse de la jaqueca.
—¿Qué resulta? —preguntó Barbicane, después de unos cuantos minutos de silencio.
—Hecho el cálculo —respondió Nicholl—, resulta que V cero, es decir, la velocidad del proyectil al salir de la atmósfera para llegar al punto de igual atracción, ha debido ser...
—¿Cuánto?
—Once mil cincuenta y un metros, en el primer segundo.
—¿Cómo? —dijo Barbicane dando un salto—. ¿Qué ha dicho?
—Once mil cincuenta y un metros.
—¡Maldición! —exclamó el presidente haciendo un ademán desesperado.
—¿Qué tienes? —preguntó sorprendido Michel Ardan.
—¿Qué tengo? Que si en este momento la velocidad había disminuido en una tercera parte por el rozamiento, la velocidad inicial debía ser...
—Dieciséis mil quinientos setenta y seis metros —respondió Nicholl.
—Y el observatorio de Cambridge ha declarado que bastaban once mil metros en el punto de partida, y el proyectil ha partido sólo con esta velocidad!
—¿Y qué? —preguntó Nicholl.
—¡Toma! Que será insuficiente.
—¡Bueno!
—¡Y que no llegaremos al punto de equilibrio!
—¡Vive Dios!
—Ni siquiera a la mitad del camino.
—¡Mil bombas! —exclamó Michel Ardan, saltando como si el proyectil estuviese a punto de chocar con el globo terráqueo.
—¡Y caeremos otra vez a la Tierra!