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HISTORIA Y NOVELA
Un día de cólera (2007), la novela de Arturo Pérez-Reverte, es la crónica del 2 de mayo de 1808. Desde luego, crónica y novela no son el mismo género. La primera pertenece a la tradición historiográfica y periodística: parte del principio de fidelidad factual, del criterio de verdad como principio regulador. La segunda pertenece al dominio de la ficción: supone, pues, la invención de hechos para personajes que también pueden ser puramente imaginarios. De entrada, verdad e invención no parecen compatibles. Y, sin embargo, Arturo Pérez-Reverte lo intenta. Por eso, son muy interesantes y discutibles las revelaciones del autor: el párrafo inicial que Pérez-Reverte pone como frontispicio de la obra y el repertorio bibliográfico final en el que el escritor revela las fuentes de sus datos. Un novelista no está obligado a presentar sus fuentes, porque en el género que cultiva se tolera la imaginación: la invención, la pura fantasía, incluso. Y, sin embargo, Pérez-Reverte nos ayuda y nos aclara su función.
Ese primer párrafo funciona como un introito informativo: como una declaración de principios epistemológicos y metodológicos. Interesa leerla para comprobar de qué manera Pérez-Reverte fundamenta el conocimiento y de qué modo salta la barrera que separa la novela histórica de la disciplina histórica. El párrafo inicial y la bibliografía son propiamente paratextos (palabras externas que rodean al texto): al autor le sirven para mostrar y para enmarcar. Allí se reúnen explícitamente las marcas de historicidad, por decirlo con Krzysztof Pomian. Pero, atención, no es raro que los paratextos informativos sean inventados; es decir, no es infrecuente que en ciertas novelas puedan tomarse como parte misma de la ficción: véase, si no, el texto introductorio «explicativo» que Umberto Eco coloca al inicio de El nombre de la rosa –«Naturalmente, un manuscrito»–, texto ficticio que le sirvió para justificar el uso de un expediente literario mil veces empleado: el del manuscrito hallado. «Este relato no es ficción ni libro de Historia», dice PérezReverte en ese párrafo inicial. «Tampoco tiene un protagonista concreto», añade, «pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid». El autor ha reunido multitud de testimonios y fuentes históricas, instrumentos que «aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista». Es decir: al documentarse, Pérez-Reverte habría obrado más como historiador que como novelista. Según se establece convencionalmente, el creador de ficciones no está obligado a justificarse (pudiendo entregarse, pues, a la invención); el investigador, por el contrario, precisa confirmar la autenticidad de sus informaciones (excluyendo, por tanto, lo puramente imaginario). Entonces, ¿qué es lo que convierte en novela (en relato con elementos imaginados) el libro de PérezReverte? Entre otras cosas, novela es licencia para imaginar. ¿Qué es lo imaginado, pues, en Un día de cólera? Básicamente, sólo es novela «la humilde argamasa narrativa que une las piezas», exhumadas con fidelidad factual (personas, lugares, sucesos narrados «y muchas de las palabras que se pronuncian»). O, en otros términos, las licencias propias de novelista son la escritura que da forma a todo ese material, la ordenación narrativa y parte de las palabras pronunciadas por sus protagonistas históricos. La mera suma de los documentos no daría como resultado la misma obra: sólo una gavilla de datos. Pero si la novela se consuma por la intervención del autor que ordena y narra, entonces ese acto parece igualmente contradictorio: al concebir el libro como una crónica, la sucesión de lo contado se atiene a una estricta cronología, a lo acontecido y en el orden de lo ocurrido. ¿Qué sentido hay que darle a esto último?
La observancia del tiempo real y su puntual precisión (calculando cuándo hay que decir la hora de los hechos para así informar al lector) son convenciones de la crónica, pero sobre todo le sirven al narrador omnisciente de Un día de cólera para provocar un efecto de realidad. Es una crónica en tiempo real pero en la que el cronista ya sabe cuál es el resultado, lo que pasa y su futuro, las consecuencias de los hechos. Por ejemplo, en la página 13 son las 7 horas; en la 41, ya son las 8; en la 89, son las 10:30 horas; en la 175, son «sobre las doce y media»; en la 195, aún no es la 1 de la tarde; en la 281, ya es esa hora; en la 294, nos hallamos «entre la una y las dos de la tarde»; en la 319, el narrador nos dice que es «poco antes de las tres». Etcétera, etcétera. ¿Para qué sirve esa precisión horaria? Por ser crónica, el tiempo es el principal protagonista (algo que ya subrayara Mijaíl Bajtin): vemos cómo trascurre y cómo devora a esos títeres que son los humanos que se enfrentan; y vemos cómo se desenvuelven los hechos sin que la arbitrariedad del autor, la licencia del novelista y la libertad del creador puedan frenar lo que es un proceso ineluctable y ya ocurrido. Por un lado, Pérez-Reverte demuestra ser disciplinado con lo que documenta y narra, algo que pertenece a la historia y no a la imaginación. Pero, por otro, con esas precisiones cronológicas le da fatalidad a su relato, como los clásicos, como en las crónicas tradicionales: la verdad de la vida es lo inexorable del tiempo.
En este sentido, la novela de Pérez-Reverte es un interesante experimento... algo anacrónico: en parte recrea los procedimientos del cronista, repite fórmulas ya ensayadas por Heródoto, por Tucídides o, más modernamente, por Daniel Defoe (por ejemplo en Diario del año de la peste) y por Leopold von Ranke: y tras ellos por tantos y tantos historiadores y reporteros. Sabe hacerlo bien, sabe simplificar y sabe salir airoso de una prueba que, tal vez, convenga aprobar: que el público lector se entere de que los heroicos madrileños del 2 de Mayo eran en buena medida un populacho corajudo y desorientado que se entregaba a una lucha desigual y condenada, reprimida con dureza literalmente inenarrable. Que el público lector se entere, ésa es la clave de este relato. De entrada, esta técnica tradicional de narrar refuerza lo relatado, dado que la voz que detalla y confiesa es escrupulosamente informativa. Pero en Un día de cólera lo excesivamente informativo peca en ocasiones de didactismo: así podemos leer precisiones sobre el porvenir de los personajes después de aquel 2 de Mayo. Dicha operación, muy frecuente en esta novela, le quita a lo sucedido esa circunstancia imprevisible y azarosa que el lector espera descubrir en esta... ¿ficción?: sabemos hacia dónde vamos, cuál es el fin y cuáles los principales elementos del drama.
Pero lo significativo de este relato no es su artificio, sino su protagonista: esa masa popular que se amotina. Con la novela averiguamos qué hace y cómo se conduce. Contar las vicisitudes de los numerosos personajes que aquí se exhuman podría ser un acto de justicia reparadora hacia tantas vidas olvidadas. En la microhistoria, el investigador se interesa, por ejemplo, por un individuo: alguien ignorado por la gran historia. El microhistoriador rastrea su nombre en los archivos y, si hay suerte, nos dice quién fue ese tipo, qué hizo, incluso qué pensó o declaró ante sus contemporáneos. ¿Para qué regresar a esas vidas menores? ¿Qué enseñanzas podemos extraer? Documentar lo pequeño nos permite averiguar qué significa vivir ordinariamente; nos permite comparar: cualquier existencia es interesante observada de cerca. Por eso, de una biografía siempre aprendemos... ¿Generaliza la microhistoria? En cada caso hay un elemento irrepetible, incomparable; y, en cada muestra, hay otro ingrediente propiamente universal. Cuando el microhistoriador echa un vistazo a un personaje modesto del pasado se pregunta cómo se planteó aquél los problemas esenciales de la vida, cómo resolvió sus retos, cómo fracasó finalmente. No puede generalizar sin más dicha experiencia, pero tampoco puede tomar al individuo humilde como comparsa de un universo más vasto y significativo. No somos marionetas: en cada uno de nosotros se da el hecho de existir irrepetiblemente acumulando a la vez experiencias propias, enseñanzas ajenas, legados de la tradición, influencias del contexto. Somos capaces de decisiones audaces o previsibles. En principio, que Pérez-Reverte quiera «devolver a la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales» es algo que le aproximaría al microhistoriador.
Pero, quizá, cuando leemos su obra tenemos la impresión de que lo que se propone –exhumar tantas vidas– es una proeza excesiva. El microhistoriador reduce su campo de observación y, por decirlo así, desentierra a muy pocos personajes históricos. ¿A qué se debe? A la dificultad de documentar la vida de individuos modestos (que generalmente dejan escasa huella de sí) y a la complejidad significativa de cualquier existencia personal, algo que no se resume en un hecho o acontecimiento, por importante que sea.
¿Cuál es el significado de nuestras acciones? ¿Se resume nuestra vida en un acto que da sentido a todo lo que precede? Con su exhumación, Pérez-Reverte básicamente se preocupa de insertar a cada uno en contexto. Salvo algunos caracteres que cobran cierta hondura (como Luis Daoiz y Pedro Velarde), los restantes acaban teniendo un papel escaso o instrumental, plano (en la acepción que le diera E. M. Forster a esta palabra en Aspectos de la novela): su vida o su protagonismo podrían resumirse en una frase y en un párrafo o párrafos. ¿Por qué obra así? Porque no todo puede contarse, porque no todo puede documentarse, porque empujan el tiempo que transcurre y los otros que tendrán sus minutos o sus párrafos de gloria o abyección. En realidad, más que la vicisitud de éste o de aquél, lo que al autor parece interesarle es la acción colectiva, el pueblo frente a las tropas napoleónicas: Francia y los actos airados de esa muchedumbre que se siente vejada, esa turba que se levanta contra quienes ve como usurpadores. Reflexionemos sobre este hecho.
Para todos nosotros y para nuestros antepasados, Francia ha sido un símbolo ambivalente y simple. Por un lado, encarnaba y aún encarna la Ilustración intelectual, la libertad civil, la cultura milenaria, ese refinamiento civilizado de lo parisino; por otro, la historia contemporánea de Francia representa la violencia política, el alboroto urbano, las revoluciones de 1789, de 1830, de 1848, la Comuna obrera, el Mayo del 68 o, más recientemente, la agitación de las banleieus. Con la obra de Pérez-Reverte estamos en 1808: Madrid está invadido por las tropas imperiales y Napoleón impone su dominio sobre el Continente. Estamos a 2 de Mayo. Un cerrajero levanta la voz frente al Palacio Real y con su grito desgarrado expresa el malestar de la muchedumbre madrileña, ese oprobio que provoca la ocupación francesa: lo que se ve como una ocupación. Sin guía, con espontaneidad y con pasión, quienes allí están secundan su protesta. Comienza un choque sangriento y, sobre todo, se consuma el sentimiento antifrancés que desde tiempo atrás muchos padecen. En Madrid, un 2 de mayo, la multitud se reúne y se levanta. Murat, el ocupante francés, emplea unos treinta mil soldados para contener, desarmar y liquidar a los amotinados y a los resistentes. ¿Quiénes son? Militares españoles del Parque de Artillería de Monteleón, encabezados por Daoiz y Velarde, y por el populacho. Así lo califica Murat. Su decreto es terminante y las consecuencias de su represión, sangrientas. Se dictan sentencias de muerte contra el pueblo en armas, pero también serán ejecutados numerosos civiles que no participan en el motín.
A lo largo del tiempo, lo que más ha llamado la atención de aquella mañana de mayo es el desigual combate: la firme oposición del pueblo frente a un ejército invasor, el Ejército napoleónico, portador de las ideas revolucionarias, pero también usurpador. En la mañana del 2 de Mayo de 1808 comienza un fiero combate de gentes desarmadas o mal armadas contra unas tropas bien pertrechadas, mayores en número y duchas en tácticas y estrategias. El bajo pueblo alborotándose contra un poder ilegítimo o avasallador es una imagen muy llamativa. La algarada o la revuelta son algunas de las acciones colectivas más antiguas y son, a la vez, el origen de los modernos movimientos de masas. Es curioso: lo que en Madrid se emprende en 1808 –fundacional y creador– no es algo nuevo, pues los alborotos ya se conocían en la España y en la Francia del Setecientos, de Esquilache a la Bastilla. Pero es un acto cargado de futuro, un tipo de acción colectiva que marcará el devenir de la política... francesa y contemporánea: la movilización de masas, movilización intensa o extensa, bajo la forma de motín o de mitin.
Todo el debate contemporáneo gira en torno a la masa y a la movilización. La aglomeración es el dato distintivo de lo reciente... «Las ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles, llenos de huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, llenos de traseúntes. Las salas de los médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, como no sean muy extemporáneos, llenos de espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser problema, empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio», decía José Ortega y Gasset con tono sorprendido y lastimero. «Ahora, de pronto», todas esas masas de población «aparecen bajo la especie de aglomeración, y nuestros ojos ven dondequiera muchedumbres», añadía. Pero lo significativo no es el número, sino la cualidad, el impulso que todos esos individuos dan a la acción colectiva: la movilización. El número importa, ya lo creo que importa: como importan las acciones sumadas. La cosa no tiene remedio. Ya no lo tenía cuando Ortega deploraba el estado masivo (1930): las masas son imprescindibles para traer la democracia (aunque también los regímenes totalitarios); pero ahora, además, se añaden los mass media, cuya importancia el filósofo no pudo diagnosticar.
En 1808, como dice el narrador omnisciente de Un día de cólera, es el rumor aquello que moviliza a la masa urbana y menestral: la especie o el chismorreo más o menos fantasioso. En efecto, la acción colectiva –es decir, política– comienza cuando una noticia más o menos documentada o probada justifica las decisiones de una muchedumbre, cuando espolea su rabia o su orgullo. Quizá las masas tengan objetivos racionales, metas lógicas o preferencias que se pueden fundamentar, pero esas mismas masas no obran racionalmente cuando actúan de consuno, se nos ha dicho mil y una veces. Y, mal que nos pese, hay mucho de cierto en ello. Individualmente somos capaces de discernir con objetividad y distancia: igual que somos capaces de perder la razón cuando nuestras epidermis se rozan y los fluidos se nos mezclan. En la masa, en efecto, hay algo de carnal y placentero, de comportamiento hedonista, de mutuo libramiento. Lo dijo Elias Canetti. Colectivamente, reunidos en un espacio físico, sometidos a los mismos estímulos, nos desindividualizamos: es fácil perder el sentido de la medida; es frecuente dejarse arrastrar por lo simple, por lo inmediato, por lo pasional. Como he dicho, un rumor puede ser una noticia más o menos documentada, pero lo que da fuerza a ese murmullo es el acicate emocional que provoca, si hay sentimientos en juego: una especie que los hechos parecen corroborar totalmente. En la mañana de 1808, los acontecimientos en parte desconocidos se explican por rumores que se difunden en la Villa y Corte: los chismes son medianamente ciertos, pero sobre todo esas habladurías, certezas y embustes alivian la incertidumbre. La información acalla y enerva a la vez.
Una muchedumbre físicamente congregada en un espacio es eso: una masa. Pero un público diseminado que responde a los mismos estímulos o a la misma información... también lo es. Lo masivo no es sólo el número, algo relativo: lo masivo es aquello que une a distintos individuos, esa emoción de la que son copartícipes, estén o no juntos. En el Madrid de 1808 había una muchedumbre de amotinados, gentes vinculadas por una misma pasión. En el Madrid de 2008 (como en otras ciudades) hay también una masa de espectadores que quizá no coincidan en el foro, en la plaza. Ahora bien, se expresan emocionalmente viendo los mismos programas televisivos, leyendo los mismos periódicos, escuchando las mismas cadenas de radio, visitando los mismos sitios electrónicos... y compartiendo después sus impresiones. ¿Quién de nosotros no vive bajo ese efecto?
En la descripción de la masa que hay en Un día de cólera, de Pérez-Rerverte se repite una clave que ya conocemos, que ya le conocíamos: aquel argumento que procede del Cantar del Mío Cid según el cual «Que buen vasallo si oviese buen señor...». Ése es el subtexto interpretativo que constantemente aparece en sus novelas históricas: desde El capitán Alatriste hasta Cabo Trafalgar. Podría resumirse así: el coraje o el heroísmo españoles son algo admirable pero desorientado. Hay una crisis; hay una situación extrema que exige algún tipo de intervención; hay una circunstancia que obliga. ¿Y qué nos encontramos? Unos gobernantes que siempre acaban traicionando al buen pueblo, al menu peuple (por decirlo a la francesa); unas clases dirigentes que abdican de su condición y que, como mucho, ejercen la pura, la estricta dominación; un estamento intelectual que, lejos de comprometerse, se contiene reflexiva o cobardemente, etcétera. ¿El resultado? Generalmente, un desastre: un Imperio en quiebra (El Capitán Alatriste); una Armada desarbolada y hundida (Cabo Trafalgar); una Nación política aún incipiente y ya saqueada (Un día de cólera).
En Cabo Trafalgar, el mensaje histórico que había implícito, finalmente explícito, era una exaltación del pueblo, esa celebración del buen vasallo sin buen señor, quizá una adulación tópica que confirma estereotipos de la historia española: los políticos miserables que gobiernan una nación corajuda y engañada. En El Capitán Alatriste hay algo de esto: un vasallo intrépido que perece por el mal gobierno. «No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes», nos dice Íñigo Balboa al comienzo de la serie novelesca que Pérez-Reverte le dedica. Ese incipit es el final de la película Alatriste, de Agustín Díaz Yanes. De individuos valientes está poblado el mundo de Pérez-Reverte, de personajes, tal vez brutales, pero con un punto de honradez que los hace, en el fondo, varones decentes, gente de fiar. Ese elemento forma parte de la novela de aventuras (del género de aventuras): desde Dumas hasta Stevenson. En efecto, John Silver es, por ejemplo, ese bucanero brutal en el que puede confiar Jim Hawkings. Pero dicho motivo, la rudeza decente de la amistad, suele tener en Pérez-Reverte una derivación más o menos patriótica. En sus novelas, lo nacional no aparece de manera enfática (al modo de Pérez Galdós), pues es el bajo pueblo quien cobra protagonismo. Pero esa fatalidad y ese arrojo con que los españoles, ciertos españoles, se enfrentan a sus enemigos pueden y suelen sobreinterpretarse en clave nacional.
Por ejemplo, cuando se estrenó Alatriste, el film de Díaz Yanes, su personaje sirvió para hacer metáfora de la historia y del presente. En una Tercera de Abc (3 de septiembre de 2006), José Antonio Zarzalejos se lamentaba de que lo español se hubiera convertido, al igual que el Estado y la Nación, en algo residual. «La cuestión no consiste en la formulación de ese supuesto catastrofismo según el cual España se rompe, sino en un proceso mucho más sutil y pernicioso: España se evapora. O, por ser más exactos, a España la están evaporando, en el sentido de hacerla desaparecer sin que se note la dilución». Y añadía: «esta situación carencial –la desaparición por evaporización de lo español– no se va a remediar mediante políticas públicas para las que no hay voluntad sino a través de los nuevos medios y modos de conocimiento con un alcance masivo. Me refiero, por ejemplo, al cine, que ha jugado un papel determinante en el patriotismo estadounidense, y me refiero también a la literatura histórica que ha acertado a relatar –enhebrando ficción y realidad– los pasados, buenos y malos, de las naciones en las que sus dirigentes repudian su pretérito común. Digo todo lo cual, para agradecer a Arturo Pérez Reverte, escritor, académico y periodista, su hallazgo literario de un personaje»: Diego Alatriste. Algo semejante se ha dicho del protagonista colectivo de Un día de cólera: la Nación en armas.
Querer convertir la literatura (o el cine) en instrumento de nacionalización, en lección para colectividad, es algo que ya se ha dado en la propia España y en otros países. Pero es una operación anacrónica: algo que hoy contradicen el sentido de los tiempos y la marcha de la cinematografía y la novela. Aunque, más que eso, me resulta raro el uso de la analogía histórica con la que operaba Zarzalejos. De algún modo, al capitán Alatriste le duele España, el mal gobierno al que él se somete irreparablemente, pero también le duele ser español, a pesar del Imperio, ya en decadencia. No obstante, Zarzalejos añadía algo más en su analogía. Con iniciativas patrióticas como ésta –en la que se funden lo literario y lo cinematográfico–, se puede enseñar divirtiendo a la sociedad española. Y concluye: «Alatriste, que no es, según su feliz partero, ni el más honesto ni el más piadoso, es todo un héroe –y un héroe español– construido con materiales que ahora no se llevan. No es un Harry Potter, tampoco es un Indiana Jones, y resultaría imposible que lo representase Tom Cruise. Arturo Pérez Reverte ha elaborado un personaje de leyenda con denominación de origen: español. O en otras palabras: Alatriste es, también, un desafío a lo políticamente correcto porque se fragua en todo aquello que la corrección impugna, esto es, el limo del lecho de un río histórico con tantos siglos de fluencia en la cuenca del tiempo como es España y su pasado».
Lo que el director de Abc olvida en su moraleja es que aquel soldado de fortuna era en buena medida un bribón, tenía mucho de rufián, un matón que se vendía al mejor postor: «cuando lo conocí en Madrid malvivía, alquilándose por cuatro maravedís en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de espadachín por cuenta de otros que no tenían la destreza o los arrestos para solventar sus propias querellas», añadía Íñigo Balboa, el narrador. ¿Es en ese espejo en el que hemos de mirarnos, el de un soldado de la decadencia, de cuando en Flandes remitía la grandeza imperial de la Monarquía Católica?
¿O deberíamos mirarnos ahora en aquel pueblo de 1808 que, según dicta la tradición, se levantó con patriotismo contra el Usurpador? Las tropas napoleónicas avanzaban por el Continente bajo las enseñas revolucionarias. El pueblo madrileño que se levanta era corajudo y feroz. «Los madrileños luchan en el bando equivocado ese día», dice Pérez-Reverte en una entrevista concedida a El País (12 de enero de 2007). ¿Para qué luchan? «Para restituir el viejo orden, casposo, ruin. Esa épica callejera nos metió en una pesadilla que arrastramos hasta hoy, ahí nacen las dos Españas. Insisto: ¡maldito sea el día! El drama del Dos de Mayo no es sólo el de los 400 muertos españoles censados. Es el de la inteligencia, el drama de los lúcidos. De la gente que sabe que la razón, el progreso, está del lado de los franceses, que el futuro es ése. Y que combatir a los franceses es defender a unos reyes incapaces y a unos curas fanáticos». Ése es el drama del que aún no nos habríamos repuesto: el del español mal orientado y rabioso, el del «español tan peligroso», concluye Pérez Reverte. De todos modos, por mucho que el autor se exprese así –por mucho que interprete los hechos que él narra–, sus novelas facilitan esa interpretación patriótica de la que él mismo desconfía. Un día de cólera, también. A mí se me permitirá, sin embargo, leerla sobre todo como una reflexión sobre la masa, como el relato de la muchedumbre alborotada, como la crónica de una multitud cuya perturbación la provocan el rumor, la mala información, las emociones primitivas, la realidad vivida como ultraje.