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ADÚLTEROS

AMOR Y LITERATURA


De los burgueses del siglo XIX prácticamente ya no queda vestigio. De sus maneras de vivir y de sus modos de existir proceden, sin embargo, algunos de nuestros hábitos individuales y colectivos. La idea de intimidad, por ejemplo, es un legado que recibimos de aquellas clases distinguidas de la Europa del Ochocientos. Familias recatadas en las que se conciliaban el amor y el interés, familias que protegían su vivienda para evitar la irrupción del extraño: la idea de reserva, pues. Nos queda también un uso de lo material, una cierta forma de ver el mundo, un mundo contenido y hedonista a un tiempo, una manera de percibir la realidad: inclinaciones ostentosas y decoro, apetitos refinados, morigeración, gusto y consumo, sujeción y urbanidad. Sin embargo, ya no sentimos como propia aquella concepción victoriana de la moral y del matrimonio..., con mujeres dóciles, irritables, enfermas, aquejadas de un padecimiento impreciso, abatidas por postraciones inespecíficas, según leemos en las grandes novelas del siglo XIX. Nos separa la idea misma del matrimonio que el varón concibe y que la mujer padece, una mujer sumisa y sumida en dolencias incurables, con algún desarreglo nervioso, con alguna neurastenia o abatimiento, con una anatomía frágil, una mujer... tan frecuentemente adúltera.

Decía José Ortega y Gasset en una página de su inmensa obra que «tal vez las dos cosas originales del siglo XIX que merezcan admiración son su amor y su literatura». Así como el Setecientos fue una centuria de creación política e intelectual, el Ochocientos sería el tiempo del romanticismo, de las emociones, de las pasiones desenvueltas o sofrenadas..., todo ello expresado en la novela familiar. Los burgueses son recatados, circunspectos, individuos que preservan lo doméstico frente a la intromisión de lo externo, y entre los enseres de lo doméstico está la esposa, el ángel del hogar, el ángel de los sentimientos al que hay que proteger. De esa intimidad protegida es difícil saber algo. Por eso, tal vez, la novela tuvo gran repercusión en el siglo XIX: era una manera de relatar, de conjeturar, de aventurar qué pasaba en la alcoba de los burgueses, las procacidades o no que se consentían, las fantasías qué pensaban las mujeres, con qué quimeras se consolaban, cómo vivían sus adulterios propios o ajenos, reales o fingidos. La comedia humana, de Honoré de Balzac, aspiraba a ser una taxonomía de las especies sociales del Ochocientos, la hecha por un naturalista. Balzac igualmente esperaba trazar una demografía copiosa, como si de una reescritura del Registro Civil se tratara. Pero su autor también la concibió como una radiografía del interior burgués, de esa vida privada de las naciones de la que se habían desentendido los historiadores, ocupados como estaban en relatar el pasado político de la colectividad. Y fue precisamente en ese hogar relatado en donde grandes novelistas descubrieron las tentaciones adúlteras de las esposas. Flaubert y Tolstoi, entre otros muchos, fantasearon con dicho pecado, con dicha trasgresión moral, y por eso, por sus alardes imaginativos, por su destreza narradora, Madame Bovary (1857) o Ana Karenina (1877) perduran como obras maestras. Es célebre el incipit de la novela rusa: «todas las familias dichosas se parecen, y las desgraciadas, lo son cada una a su manera». Los apellidos de Bovary y Karenina están mancillados por esas tentaciones adúlteras que llevan a la desgracia a las mujeres. Los varones incurren en la indiferencia o en la infidelidad, y las esposas, asqueadas o insatisfechas o decepcionadas, inician una carrera de impudicia y oprobio que les reportará dolor, tristeza y muerte. Así sucede en tantos seguidores de Flaubert..., hasta que llega José Maria Eça de Queiroz y concibe otra posibilidad.

Este escritor portugués admiró esa literatura burguesa y supo crear distintas novelas en las que la realidad o el fantasma del adulterio estaban bien presentes. De todas ellas me interesa la que, ahora, las editoriales Rey Lear y Alba publican en sendas versiones. Es una de las piezas que el autor dejó inéditas y que su hijo halló en un célebre arcón, un baúl del que extrajo originales que iría entregando a los adeptos del escritor lusitano. Se trata de Alves & C.ª (1925), una miniatura, un grato texto en el que con ironía y buenas intenciones achica el drama del adulterio femenino y del honor masculino. ¿Qué diferencia hay entre la traición perseverante de la infiel y el amorío ocasional? Si confundimos una cosa y la otra el resultado suele ser catastrófico, tan desastroso como el que padecen Emma Bovary o Ana Karenina.

Godofredo da Conceiçâo Alves es un comerciante lisboeta que tiene su despacho en la Rua dos Douradores (la misma en la que trabajará décadas después el oficinista Bernardo Soares imaginado por Fernando Pessoa). Y es allí, en su oficina, en donde está el seductor, su colega Machado. Toda la novela es una reflexión de largo alcance: sobre la fidelidad, claro, pero también sobre el coste de las decisiones; sobre las apariencias (¿cómo ocultar la separación?); sobre la dificultad de definir las cosas (¿estamos ante un adulterio o ante un simple y pasajero amorío?); sobre la gravedad y el humor (¿qué es lo que debemos tomarnos en serio?); sobre la posesión («...un hombre que le pasaba el brazo por la cintura»); sobre las antiguas formas de la honra (¿qué decidimos?, ¿suicidio o duelo?); sobre el interés y el escándalo (¿qué dirán...?); sobre la familia y el negocio; pero también, en fin, sobre la tragedia y el ridículo, sobre el cinismo y el sentido común, sobre las calaveradas y las fidelidades, sobre la vida corriente o el folletín. Esta obra, una nouvelle simpática y amable, es una ficción contraria a todo romanticismo, una reivindicación del amor solidario, una defensa de la familia que con entereza soporta las decepciones y las debilidades de cada uno. Una novela burguesa sin pretensiones y con ironía. Debemos leerla si queremos refinarnos; o debemos leerla si deseamos actualizar ese viejo problema que planteara antes Gustave Flaubert...

Pero muchos lectores no saben en qué consisten los adulterios por Alves & C.ª: con frecuencia es gracias a Madame Bovary. O por haber leído la novela, o por haber disfrutado de aquella maravillosa apostilla que le dedicara Mario Vargas Llosa (La orgía perpetua), o por ambas cosas a la vez. Muchos lectores ya saben de sus personajes, tipos corrientes de otro tiempo, mediocres o vulgares, pero convertidos por obra de Flaubert en caracteres duraderos. Como expresamente dijo Vargas Llosa y yo comparto, «un puñado de personajes literarios han marcado mi vida de manera más durable que buena parte de los seres de carne y hueso que he conocido». No se trata de que uno se desentienda del mundo real y de sus contemporáneos para finalmente preferir esas quimeras que son los caracteres novelescos. De lo que se trata es que visto en pasado, gana «el personaje literario». ¿Por qué razón? Pues, porque como leemos en La orgía perpetua, éste «puede ser resucitado indefinidamente, con el mínimo esfuerzo de abrir las páginas del libro y detenerse en las líneas adecuadas». De las personas reales averiguaremos poco o mucho, dependiendo de la reserva, del secreto, de la intimidad; de los caracteres literarios sabemos lo que hay que saber, lo suficiente, los pocos datos con que el escritor los ha trazado. Cuando la obra nos conmueve, entonces su efigie perdurará y cada relectura nos revelará indicios que ignorábamos o significados en que no habíamos reparado. El aprecio de Vargas

Llosa por Emma Bovary también se da en otros muchos lectores, esa predilección y ese descubrimiento, a pesar de que su drama personal ya no es de nuestro tiempo, a pesar de que las cuitas de una dama de provincias en el Ochocientos ya no son las nuestras..., ¿o sí? Tal vez, la obsesión por ser feliz a partir de las expectativas que nos hemos marcado y la desazón, la zozobra y el placer, por aquello que anida en nuestro interior, esas inclinaciones o perversiones, son hechos característicos de hoy.

Charles Bovary es un médico de provincias que contrae nupcias con Emma Roualt, una dama del campo, la hija de un hacendado. A pesar de esos orígenes (o tal vez por ellos), Emma es una joven soñadora pronto decepcionada de su marido («–¡Ay, Señor! ¿Para qué me habré casado?»), un marido que no resulta guapo, ni distinguido, ni ingenioso; Emma es, en fin, una joven que habiéndose dejado llevar por la fantasía de las novelitas románticas, no encuentra el amor perfecto. Es el suyo, un ideal alimentado a los quince años por los excesos pasionales de libros que «no trataban más que de amores, de amantes y amadas, de damiselas perseguidas que desfallecían en pabellones solitarios, de postillones muertos en los relevos y de caballos reventados a la vuelta de la página, de bosques umbríos, penas del corazón, juramentos sollozos, lágrimas y besos, de barquillas a la luz de la luna y ruiseñores cantando en la floresta, de caballeros valientes como leones, mansos como corderos y virtuosos hasta lo nunca vista, siempre correctamente vestidos y con la lágrima pronta». Pero, lejos de mitigarse esa pasión romántica, el matrimonio anodino, la mezquindad de la vida doméstica, la lectura emocional, el piano arrebatado acentuarán la desazón de esta mujer, «henchida de oscuros apetitos, de rabia, de desprecio», pero también de inercia, de miedo y de pudor. Al menos durante un tiempo.

Charles la quiere de verdad, pero es varón mediocre, trivial..., y es justamente tras ese descubrimiento cuando la esposa alumbra «sueños de adulterio» avanzando por un camino de «pasión, éxtasis, delirio», por un camino de perdición. Se dejará cortejar, seducir por donjuanes en el fondo cobardes, el más importante de los cuales será Rodolphe... ¿Cuál es la consumación? Como no podía ser de otro modo, el final de Emma, como el final de Ana Karenina, es el suicidio. El adulterio se paga, parecen decirnos los varones que escriben, pero sobre todo se paga muy caro el amor que se expresa con pasión y con libertad un amor sin firma, sin contrato, sin notario, con una furia erótica que lleva a la ruina: tales son la doble moral y la represión a que están obligadas las mujeres en la Europa victoriana. Deben seducir y a la vez contenerse, deben ser admiradas y frenarse, deben ser objeto de belleza y enfriarse. Es tal la carga que acarrean, la fantasía con que se aturden, los afeites con que deben velarse, que algunas tropiezan y caen en un pozo de degradación, de oprobio.

Ya lo había dicho Mary Wollstonecraft en su Vindicación de los derechos de la mujer (1792), tan grave, tan circunspecta: la reducción de las mujeres a objetos de amor y a instrumentos de seducción las lleva a la calamidad, pues se perpetúan en una eterna minoría de edad, irresponsables, carentes del atributo racional, sólo entregadas al cultivo de la belleza o al ejercicio de otras gracias fascinantes. Las esposas, pues, suelen estar privadas del ideal ilustrado: de la autonomía (ya que son incapaces de valerse por sí mismas) y de la virtud (una cualidad superior a la elegancia). No son educadas en el discernimiento, sino en el saber instintivo, desordenado, dependiente, heterónomo, subordinadas al hombre. Como en los soldados, el resultado es la creación de seres de obediencia ciega, mujeres que son esclavas de sus maridos, cuyo amor pretenden obtener o mantener empleando el arte de agradar o la coquetería. Pero el enamoramiento se enfría y al apasionamiento suceden el hastío y la decencia insípida, con lo que pierden lo único que poseen: la honra. Es entonces cuando dan comienzo a su carrera licenciosa para alcanzar ese amor que aprendieron en su juventud de doncellas; o es justo entonces cuando abandonan el ideal de la reputación para entregarse a una furia libidinosa que no conocieron con un marido decepcionante. Precisamente eso que diagnosticaba o vaticinaba Mary Wollstonecraft a finales del Setecientos, un adulterio inevitable que conduce a la crisis, será objeto de narración por muchos novelistas...

Ha pasado el tiempo. ¿Cómo abordar hoy la infidelidad matrimonial, tantos años después, cuando se inicia un nuevo siglo, justo cuando el adulterio ya no figura como delito en muchos Códigos Penales? ¿Y si esa deslealtad, esa infracción cometida por el varón o por la mujer, fuera sobre todo un sueño, una pesadilla, antes que una trasgresión real, ordinaria, la fantasía que está en cada uno? ¿Tendríamos algo que decir después de Freud?

DR. FREUD

«Querido Dr. Schnitzler: Durante muchos años me he venido dando cuenta de la gran compenetración entre sus ideas y las mías en muchos problemas psicológicos y eróticos, y recientemente hasta hallé el valor necesario para subrayar esta coincidencia de miras», le reconoce Sigmund Freud a Arthur Schnitzler en carta fechada el 8 de mayo de 1906. «A menudo», prosigue, «me he preguntado con asombro cómo había llegado usted a tal o cual conocimiento íntimo y secreto que yo había adquirido sólo después de una prolongada investigación sobre el tema, y, finalmente, llegué a envidiar al autor a quien antes admiraba. En vista de todo esto, ya puede usted imaginarse lo complacido y eufórico que me sentí después de leer que usted también ha derivado inspiración de mis escritos. Casi me entristece pensar que he tenido que esperar hasta la edad de cincuenta años para oír algo tan lisonjero. Con toda mi admiración, Dr. Freud», concluye.

Catorce años después, Freud vuelve a admitir la afinidad entre ambos, un territorio común, el de la exploración de los sentimientos más íntimos, más oscuros, más indómitos del ser humano. «Querido doctor Schnitzler», le escribe el 14 de mayo de 1922, «me he atormentado a mí mismo preguntándome por qué en todos estos años jamás había intentado que trabáramos amistad ni charlar con usted». La respuesta no ofrece dudas para Freud. «Creo que le he evitado porque sentía una especie de reluctancia a encontrarme con mi doble», alguien que, en efecto, habría seguido los mismos pasos, que habría explorado las mismas profundidades psíquicas. Es más, «siempre que me dejo absorber profundamente por sus bellas creaciones me parece hallar, bajo su superficie poética, las mismas anticipadas suposiciones, intereses y conclusiones, que reconozco como propios». ¿Y cuál sería ese terreno coincidente? «Su determinismo y su escepticismo –que la gente llama pesimismo–, su preocupación por las verdades del inconsciente y los impulsos instintivos del hombre, su disección de las convenciones culturales de la sociedad, la obsesión de sus pensamientos sobre la polaridad del amor y la muerte, todo esto me conmueve, dándome un irreal sentimiento de familiaridad...», concluye Freud.

El éxito de Schnitzler como novelista fue grande en la Viena de su tiempo. De su resonancia, de su eco, el historiador y psicoanalista Peter Gay nos dio un retrato vívido y polémico en la biografía que del escritor publicó. Gay intentó pintar un mundo victoriano menos represor de lo que estamos inclinados a pensar, un mundo en el que los apetitos, la lascivia y los sentimientos amorosos no estaban tan contenidos como querríamos suponer. También este historiador sacaba a colación la célebre coincidencia que Freud admitía con Schnitzler, una coincidencia que no sería fruto de la adulación, dice Gary, sino de la sorpresa, probablemente exagerada, probablemente generosa, de ver un mismo examen interior del orden burgués y respetable. De todas sus novelas a las que podríamos regresar, de todas aquellas narraciones en las que aparecen pasiones ambivalentes, ensoñaciones eróticas e incluso conductas adúlteras, quizá sea Relato soñado la mejor. ¿Por qué razón? Habiendo sido publicada en 1926, fue Stanley Kubrick quien le dio actualidad a finales del siglo pasado al adaptarla para la pantalla con el título de Eyes Wide Shut (1999).

En ese film, que es una recreación sofisticada de la novela original, el adulterio ya no se trata, ya no puede tratarse, como lo había sido en la edad dorada del realismo decimonónico. Ya no es la infracción, aquella infracción legalmente punible, sino la tentación infiel, los fantasmas interiores de la propia lascivia. «Stanley siempre se refería a las películas como sueños, sueños acerca de sueños, incluyendo las ensoñaciones diurnas y las pesadillas», y, por consiguiente, «nunca hizo ninguna distinción –y creo que eso caracteriza su peculiar materialismo– entre sueño y visión», reconocía Michael Herr. Por eso, «no tengo ni idea de cuánto de lo que ocurre en Eyes Wide Shut ha de tomarse literalmente como un sueño, o como una serie de aconteceres que entran y salen de un sueño, o como una historia cuya única lógica es la onírica», insistía Herr. ¿Y cuál fue el resultado que Kubrick obtuvo con la que fue su última película? ¿Hasta qué punto el onirismo evidente del director adulteró o no la novela de Schnitzler?

La narración está protagonizada por un médico llamado Fridolin y por su esposa, de nombre Albertine. Han ido a un baile de disfraces, un espacio de sociabilidad burguesa. Allí ambos han recibido proposiciones adúlteras y con ellas regresan, excitados e incomodados, con la pasión justa para sucumbir entre las sábanas. A la mañana siguiente, sin embargo, esa desazón aumenta, pues se han hecho conscientes de sus sentimientos, de sus inclinaciones, de sus deseos. Albertine es muy explícita y esas confesiones, esas franquezas ingenuas y maliciosas a la vez, esos sueños, revelan un fondo de fantasías indómitas, de ambivalencias, que horadan el matrimonio burgués. En efecto, «de la charla ligera sobre las insignificantes aventuras de la noche pasada pasaron a una conversación seria sobre los deseos escondidos y apenas sospechados que hasta en el alma más pura y clara pueden provocar turbios y peligrosos remolinos». Se prometen ser sinceros, pero eso no le impide a Fridolin comenzar un tanteo adúltero, compensatorio. Espera «llevar una especie de doble vida, ser el médico competente, digno de confianza y de prometedor futuro, el buen esposo y padre de familia... y al mismo tiempo un libertino, un seductor, un cínico que jugara con la gente, con hombres y mujeres, siguiendo su capricho». Esa perspectiva «le pareció en aquel instante algo absolutamente delicioso...; y lo más delicioso era que más adelante, un día, cuando Albertine se creyera ya desde hacía tiempo protegida por la seguridad de una tranquila vida conyugal y familiar, él, sonriendo fríamente, le confesaría toda sus culpas, desquitándose así de la amargura y la ignominia que ella le había causado con su sueño». Pero esa infidelidad del marido, un adulterio en buena medida soñado, le llevará por un camino incierto, confuso, doloroso, cuya consumación amenaza con destruirle, con demoler su matrimonio... ¿Cómo regresar?

LOS OJOS DEL PECADOR

Aquel tímido y despótico personaje que se esforzó en hacer del genio su aflicción y su derrota, y de la misantropía su cárcel, que se empeñó en apartarse del mundo por temor a la irrupción desordenada de la vida, que cultivó manías, caprichos y crueldades para gobernar con mano firme el proceso creativo, tenía que acabar así, envuelto en una leyenda de inexactitudes y de extravagancias, en un rumor inacabable de palabras y de ecos deformantes, de juicios expeditivos y de rendidas admiraciones. Sin embargo, más allá de ese incómodo, irritable y arbitrario personaje, más allá de la persona que había detrás y cuyo conocimiento nos está efectivamente vedado, hay una obra valiosa que sigue despertando entusiasmos y rechazos, que no nos deja indiferentes. Esa última producción, que se ha querido ver como un compendio apretado de toda la carrera cinematográfica, es para algunos un relato tramposo, un relato estropeado por brillantes oquedades, por ejercicios de estilo y por excesos insustanciales; para otros, por el contrario, esa historia es una fuente de sugestión, de interrogación, una historia en que la ambigüedad, lo no dicho, lo intuido, lo evocado, lo supuesto o lo entrevisto son ejemplo de una espléndida lección narrativa. Me confieso ser cofrade de estos últimos, de quienes la admiran, tanto..., que me llevó a leer la novela de Schnitzler. Para mí –como espectador–, pero también como desorientado individuo que se pregunta acerca de sí mismo, de sus zozobras y de sus perversiones, que se sabe irreparablemente tentado, Eyes Wide Shut es una confirmación de que el pecado es goce y desequilibrio, tentación, placer y caos.

Pero hay más. Decía Frederic Raphael, su inteligente y resentido coguionista en un libro imprescindible, que con esta película, la tentación de Stanley Kubrick fue la querer ser a la vez director de orquesta y compositor, la de dirigir y crear la partitura. No estoy muy seguro de que sea así. Lo mejor de Eyes Wide Shut es precisamente que sus piezas están tan bien ensambladas que se hace invisible la argamasa, que sólo después de la fascinación, que sólo después de una segunda vez, aprecias esos detalles que dan armonía al conjunto, que la hacen un todo. Kubrick era un depredador, nos dice Raphael, un devorador que al modo de un caníbal se zampaba a sus enemigos tomando posesión de su alma. Para Kubrick, sus colaboradores eran en principio adversarios a los que había que reducir, adversarios cuya hostilidad era justamente su misma e irreductible personalidad. Claude Lévi-Strauss dijo tiempo atrás que entre las diferentes tribus de los antiguos salvajes, temerosos y guerreros, únicamente les quedaba la opción de hostigarse o de casarse. Hoy, por el contrario, podemos apaciguar pagando, sin que ello nos obligue a contraer mayores compromisos o a seguir combatiendo. Kubrick era un creador radical, alguien que quería apropiarse de lo que la vida le daba, de lo que la tribu vecina le negaba; pero él no esperaba obsequios de sus colaboradores ni tampoco ejercía el pillaje, pagaba por ellos, pagaba por esa parte del yo que se le cedía, porque siempre supo que los presentes se devuelven, porque siempre supo que el regalo de la creatividad –como todo don– entra también en la obligatoriedad de la devolución recíproca. Si esto es así, no veo qué hay de distinto en lo que hiciera Kubrick y en lo que cualquier gran artista hace cuando debe contar con algo más que sí mismo. Por tanto, se apropió de la tarea perfecta de sus colaboradores, de los ingredientes que son partes del todo, pero al apropiarse de esos bienes dio forma a un patrimonio que siendo común acabó por ser personal.

La música como estruendo y como contraste (Baby Done A Bad, Bad Thing, de Chris Isaak); el piano como refuerzo que puntúa al modo de un ritornello las secuencias de mayor intriga; la fotografía que las distingue, con una luz blanca, casi cegadora, o con ese ocre excesivo, fin-de-siècle; el lujo ostensible y la lentitud sedante que envuelve a los esposos; o, en fin, la propia historia narrada, son todo ello de una sencillez evidente, pero el conjunto resultante es complejo. Digámoslo de una vez: es fascinante. ¿Y por qué lo es? Porque trata de lo oscuro, de lo escondido, de nuestra psique más profunda, de la mía y de la de mi esposa, de lo ambivalente de nuestros sentimientos y deseos, de la vigilia y del sueño, sin dar respuestas consoladoras, pero sin caer tampoco en lo tonta o enfáticamente abstruso, sin engolamiento, pues. En este dominio de nuestras vidas, no hay nada claro, no hay nada que pueda aclararse definitivamente, porque aclarar un problema –como anotaba David Hume– es liquidarlo, y aquí, en efecto, no hay nada que podamos resolver. Ahora bien, tampoco conviene demorarse en una metafísica inútil. Hemos tenido tentaciones, hemos fantaseado con nuestro amor y con la infidelidad, hemos destapado nuestras inclinaciones más indómitas, hemos jugado con riesgo, como es la vida misma, pero, al fin, el mejor modo de salir airosos es hacer convivir a nuestros fantasmas, avecindar nuestros deseos, nuestras perversiones y nuestras pulsiones y follar, follar libremente, sin ataduras, to fuck.

Mirar con lubricidad a la esposa o al esposo, arder en deseos, compartir sueños, deseos y placeres haciendo justamente del goce carnal o de la experiencia común la meta de nuestra existencia. No hay aburrimiento posible en la pareja, no hay rutina ni evidencias; hay averiguación y novedad, riesgo y aventura. A pesar de lo que queremos creer, el cuerpo del ser amado no lo conocemos, ni su epidermis ni sus pliegues interiores, como no conocemos del todo las demandas de nuestro propio cuerpo, las urgencias salvajes, las tentaciones inexploradas. Aventurarse por esa piel, surcarla, manosearla, toquetearla, son experiencias que no se agotan; hacerla propia, provocar el deseo, multiplicarlo, son tareas que nada tienen que ver con proezas sexuales, que nada tienen que ver con la gimnasia corporal. Es el deleite tranquilo y obsceno, la procacidad de la carne. Pero, claro, si admitimos esto, si admitimos este horizonte, no hay nada dado de antemano, no hay fidelidad asegurada, hay riesgo y hay fantasmas interiores en ella y en mí que salen, que se desbordan y que me muestran mi lascivia y la suya, una lascivia que no sospechaba. Como decíamos, la novela, la narración en la que se inspira la película de Kubrick, es Relato soñado, rótulo fiel que con que Miguel Sáenz traduce para El Acantilado el título original: Traumnovelle, de Arthur Schnitzler. Sin embargo, otras versiones más libres proponen Doble sueño, una descripción más ajustada, más ingeniosa, más atrevida, de lo que efectivamente sucede en aquella incursión de dos esposos en el reino de los deseos fantaseados.

Hay un sueño lascivo de ella y hay una frustrada correría sexual de él, pero en ella el onirismo se desborda y su simple relato es una invasión del mundo; y en él lo que era vigilia y caza, búsqueda para vengar el malestar por la procacidad inconsciente de la esposa, para colmar sus propios anhelos, se transforma en pesadilla. ¿No es acaso la orgía en la que se aventura el marido una metáfora del ello freudiano, de ese depósito de pulsiones indomables, ocultas que expresan nuestros deseos más primitivos?

Como decía Frederic Raphael, esta historia trata del inconsciente, pero trasladar eso a imágenes es muy difícil. ¿Han visto ustedes alguna vez una secuencia convincente de un sueño?, apostilla. Por eso el sueño femenino es contado y no visto, y por eso la aventura masculina es filmada como relato onírico. El deseo indómito, ese deseo indomeñable está en nosotros; el pecado como placer, como tentación y como caída está en la esposa y en el esposo, está en ella y en él. Estoy hablando de esposos, del goce de un matrimonio, de sus riesgos. No hablo del aburrimiento cotidiano ni de la rutina sexual –de eso no trata Kubrick–; hablo, por el contrario, de un matrimonio armonioso, estable y sincero, que quiere ser sincero, y que, por eso mismo, se aventura en el riesgo de una verdad siempre incompleta y oscura. No se resignan y se atreven a enmendar la realidad prosaica que a todos aplasta; no se resignan y se adentran por el territorio de la fantasía, o mejor dicho, es la esposa, con coraje y con marihuana, la que se adelanta. ¿Y qué descubren y qué descubrimos? Huidas fantaseadas e historias posibles de adulterio que no son fruto del odio o del tedio matrimonial, que no son infidelidades consumadas; son, por el contrario, el goce asilvestrado y la tentación prerracional que hay en nuestra psique más profunda y que hemos destapado. El marido, en principio, no sabe cómo hacer frente a ese descubrimiento, no sabe cómo aceptar esa infidelidad fantaseada. Lo real y lo imaginado se confunden y su camino de infidelidades reales se frustra una y otra vez. También la suya es una aventura sin consumar. La revelación final y la sinceridad de ambos –no la mendacidad, no el engaño– es lo que salva el matrimonio puesto que esos adulterios de la imaginación son inevitables, forman parte de nosotros y, sorprendentemente, aseguran su salvación. ¿Y después qué podemos hacer? Después de saber que hay algo extraño dentro de mí, que hay algo extraño dentro de ella, algo que es la pulsión orgiástica a la que no podremos embridar, después de averiguar eso –como digo–, lo único que queda por hacer es follar. O, mejor aún, fornicar, ese verbo deliciosamente antiguo, ese verbo de resonancias bíblicas que alude a los ayuntamientos carnales que se dan fuera del matrimonio. ¿Fuera del matrimonio? Lo que nos queda no es el adulterio como compulsión, lo que nos queda no es abandonar a nuestro cónyuge, ese territorio del que creemos saberlo todo, lo que nos queda es la fantasía y la realidad de la fornicación; tomarnos como fornicadores, como esos seres extraños que aún estamos por descubrir y que se entregan con furia a una cópula, a un ayuntamiento que es exaltación, que es vicio, que es averiguación y que es derrota. Así, es posible iniciar cada día como si esa jornada fuera para nosotros la próxima revelación de nuestras vidas, el goce y el riesgo de todo hallazgo, la alegría y la fragilidad de saberme extraño para mí mismo y para ella, y de saberla extraña para ella y para mí mismo. Ese final procaz, ese mutuo libramiento sexual, no está en la novelita de Schnitzler, no podía estarlo. En efecto, el cierre del film es bien distinto: lo que en la película es explícito (Fuck), en el novelista es un sobreentendido en el que los esposos acaban «dormitando los dos un poco y próximos entre sí, sin soñar...». Unos puntos suspensivos que son como un fundido en negro de evidente significado sexual. Concretamente la última conversación entre los esposos que se da en la novela transcurre así:

–¿Qué vamos a hacer, Albertine?

Ella sonrió y tras una breve vacilación, repuso:

–Dar gracias al Destino, creo, por haber salido tan bien librados de todas esas aventuras... de las reales y de las soñadas.

–¿Estás segura? –le preguntó él.

–Tan segura que sospecho que la realidad de una noche, incluso la de toda una vida humana, no significa también su verdad más profunda.

–Y que ningún sueño –suspiró él suavemente– es totalmente un sueño.

Ella cogió la cabeza de él entre sus manos y la apoyó cariñosamente contra su pecho.

–Pero ahora estamos despiertos –dijo– para mucho tiempo. Para siempre, quiso añadir él, pero, antes de que pronunciara esas palabras, ella le puso un dedo sobre los labios y, como para sus adentros, susurró:

–No se puede adivinar el futuro.

Permanecieron así en silencio, dormitando los dos un poco y próximos entre sí, sin soñar...

El novelista acaba con el alivio que sienten al ver llegar el día cuando comprueban que están despiertos, cuando confirman que ambos sueños, que son a la vez pesadillas, no los han destruido. Schnitzler sólo podía acabar así. El contemporáneo, el vecino, el doble de Freud, pudo escandalizar a la Viena de su tiempo; pudo tratar los fantasmas sexuales y los sueños de personajes atormentados y ociosos; pudo abordar la confusión frecuente que se da entre ilusión y vida, entre realidad y mentira. Pero ese final de Kubrick, ese final en el que la esposa propone follar y no hablar más ni torturarse, no es efectivamente de Schnitzler, ese final es el nuestro. Podríamos preguntar con Michael Herr si con este film sale «Stanley Kubrick en defensa del amor y el matrimonio, la castidad y los secretos de las mujeres». Los cónyuges «han pasado con éxito todas su pruebas, se lo han dicho todo el uno al otro, y están dispuestos a volver a casa para echar un polvo sin dobleces y renovar sus votos», concluye Herr. No es mala cosa, no.

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