Читать книгу A la deriva - Karen Gillece - Страница 10

Capítulo 2

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El coche se balanceó ligeramente a causa del portazo durante unos segundos. Después, se hizo el silencio, y Christy y Sorcha observaron cómo su hija subía la empinada cuesta asfaltada que llevaba a la casa. A mitad de camino, se recolocó la mochila que llevaba colgando del hombro y se apartó el mechón de pelo marrón que parecía cubrirle el rostro continuamente. En silencio, Christy se maravilló de la habilidad de Avril para transmitir completo aburrimiento mediante el lenguaje corporal.

—Bueno, al menos ya hemos conseguido librarnos de uno de ellos —dijo Christy, y se rio momentáneamente mientras daba marcha atrás con el coche. Entonces, recordó que su hijo seguía en el asiento trasero y lo miró a través del espejo retrovisor—. No te ofendas, Jimbo.

El niño no levantó la vista de su Game Boy.

—¿Qué tal vamos de tiempo? —preguntó Sorcha al tiempo que bajaba el parasol y observaba a Avril desde la distancia.

—Mal. Llegamos tarde, como siempre —anunció.

Aquella noche estaba contento, sorprendentemente animado, y tenía el cuerpo alerta para recibir el torrente de adrenalina que le recorría las venas.

Nos alejamos del bordillo. Christy se apoyó en el claxon y miró a Avril. La chica no respondió y se metió en la casa sin mirar atrás ni una sola vez.

Mientras conducía, era consciente de que Sorcha no paraba de tocarse el rizo que le caía sobre la frente, como si apartárselo continuamente garantizara que no le volvería a caer sobre la cara.

—Le dije a Stella que llegaríamos a las ocho —murmuró Sorcha, distraída.

—Creo que nos perdonará por llegar quince minutos tarde —respondió Christy en voz baja.

Iban a casa de Stella y Guy Naseby para tomar algo ligero y unas copas. Christy pensó irónicamente que era muy propio de Stella hacer una invitación tan descarada como aquella, describiendo perfectamente lo que debían esperar de la velada. Casi oía su voz, haciendo la invitación por teléfono, en su tono sonoro y potente. Normalmente, Christy eludía esas invitaciones. Pensaba que Stella era una déspota y en más de una ocasión la había llamado «trol», aunque nunca se lo había dicho a la cara. Guy era más tolerable que su escandalosa y gorda mujer, pero Christy siempre desconfiaba de gente la hippie y bohemia como ellos. Detrás de sus túnicas de estopilla y sus sandalias, detectaba un cierto aroma a capitalismo. Guy y Stella habían llegado de Inglaterra hacía cuatro años. Christy los llamaba «intrusos», aunque lo cierto es que él había hecho lo mismo, pero desde más cerca. Eran los dueños de una tienda de artesanías en lo que antes era una iglesia. Se llamaba The Old Oratory. El interior estaba pintado de color blanco y tenía las vigas de madera al descubierto y vidrieras de colores. Había jerséis, cerámicas y una sección de paraguas hechos con shillelaghs. De fondo sonaba Enya en bucle. «Malditas cachiporras», le susurró Christy a Sorcha la primera vez que visitaron la tienda; la curiosidad sacó lo mejor de él. Pero Sorcha no pensaba como él.

—Hacía falta que viniese un extranjero para enseñarnos cómo hay que hacerlo —comentó Sorcha para gran asombro de Christy.

Le sorprendía la obstinación de su mujer por mantener aquella amistad. Durante tres años, después de que Stella crease un club de lectura y reclutara a Sorcha, habían participado en una pantomima de intercambios sociales, que incluían cenas, tardes jugando a las cartas, noches de fondue e incluso una sesión de tarot, un recuerdo horrible. Sin embargo, mientras conducía, Christy se sintió aliviado por pasar la tarde en su compañía. Agradeció la distracción que le proporcionarían. No creía que pudiese soportar otra larga noche solo en casa junto a Sorcha. No esa noche.

Lara había vuelto. Increíble, le resultaba imposible creerlo, después de tantos años. No estaba seguro de cómo se sentía al respecto. Durante una semana, desde el momento en que sonó el teléfono para anunciar su llegada, había sentido una mezcla de temor, duda y emoción absoluta. A veces, incluso se notaba aturdido. Sentía que todos estos sentimientos y la repentina emoción que lo embargaba era algo peligroso, y desconfiaba de sus propias reacciones. Por ello, sugirió que fuera Sorcha quien recogiera a Lara en la estación.

—Le hará más ilusión verte a ti —dijo.

Y, durante todo el día, evitó la playa, aquel trecho de arena que había entre su casa y la de ella, porque tenía miedo de encontrársela. Necesitaba estar preparado, no sabía muy bien cómo actuar con ella ni cómo lidiar con su dolor, aunque, al mismo tiempo, se moría de curiosidad. A lo largo del resto del día, pensó de vez en cuando en la casa al final de la playa. Trataba de imaginarse qué hacía en aquel momento, si se había instalado, qué aspecto tendría después de tanto tiempo… Se le pasaban por la mente todas estas preguntas, una después de otra, pero no se atrevía a pronunciarlas en voz alta por miedo a parecer demasiado ansioso o necesitado de conocer las respuestas. Al principio, escuchó a Sorcha hablar sobre su prima y los cambios a los que se había enfrentado. Intentó adoptar una actitud fría e indiferente para que pareciera que no prestaba mucha atención a la conversación, mientras, en su interior, se sentía realmente ilusionado. Notaba que su mujer se mostraba algo distante y cautelosa. Christy tenía la impresión de que bailaban el uno alrededor del otro, haciendo piruetas verbales; ninguno de los dos estaba dispuesto a preguntar sobre el pasado.

Sorcha se miró en el retrovisor. Finalmente, el pelo le hizo caso. Suspiró con alegría, lo cual indicaba que tenía ganas de disfrutar de la velada después del día que había tenido.

—¿Crees que deberíamos haberle preguntado si quería venir con nosotros? —comentó Sorcha, y lo sacó de su ensimismamiento.

—¿A quién?

—A Lara. De algún modo, me siento mal por haberla dejado sola. Es la primera noche que pasa aquí después de tanto tiempo.

—Seguramente quiere estar sola. Debe de estar cansada. Dale tiempo para que se instale.

—Pobre Lara —comentó Sorcha.

Christy sintió de repente que la emoción se apoderaba una vez más de él.

—Tiene un aspecto horrible —añadió Sorcha, y se esforzó por detectar algo tras su tono compasivo. Quizá un indicio de que estaba satisfecha. Sin embargo, no captó nada y se sintió culpable por pensar tan mal de ella—. Ha envejecido.

—Como todos.

—Cierto. Pero me ha sorprendido lo mayor que parece. No sé, una parte de mí esperaba verla igual que cuando se marchó. Radiante. Joven.

—Bueno, es lo que tiene pasar muchas horas al sol —comentó con sensatez.

—No. No es eso. Parece tan…

—¿Tan qué? —preguntó, y se quedó callado, esperando a que contestara, con los ojos fijos en la carretera. Estaba preparado para escuchar la palabra. De repente, se sintió impaciente por saber a qué se refería, por conocer todos los detalles.

—Rota —contestó al fin.

Al oír aquella palabra, se le heló la sangre. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y despertó una emoción inesperada en su interior. En aquel momento, aparcó en el camino de entrada de la casa y vio que Stella salía al porche con un vestido ancho de color mostaza. Christy apagó el motor y abrió la puerta. Se alegraba de poder apartar la vista de su mujer. Temía que la expresión de su rostro revelase sus pensamientos.

La cena se convirtió en una oportunidad para Stella y Guy de exhibir sus talentos. Se enorgullecían de su autosuficiencia.

—¿Qué te ha parecido el queso de cabra, Christy? —preguntó Stella. Sus mejillas enrojecidas brillaban bajo la luz de las velas.

—Estaba riquísimo.

—¡Sabía que te gustaría! —La mujer rompió a reír—. Es un queso con un carácter fuerte y variable. ¡Un poco como tú!

Christy reflexionó sobre sus palabras durante unos segundos y decidió no darle importancia.

Pensó que esas cosas estaban poniéndose de moda. Cada vez oía a más personas hablar de la calidad de sus verduras orgánicas o de sus métodos de encurtir alimentos. Pero Guy y Stella lo habían llevado al extremo. ¡Si hasta tenían su propia cabra, por Dios!

Se sentó en el sofá hundido que habían intentado acolchar con media docena de cojines esparcidos y, con el estómago lleno, observó la habitación que lo rodeaba con la mirada empañada ligeramente por la neblina perezosa y placentera del vino tinto. En el sofá de enfrente, Stella y Sorcha estaban sentadas con los cuerpos girados, frente a frente. El voluminoso vestido de Stella le ocultaba las piernas. Desde su posición, veía sus mejillas de color carmesí y los hoyuelos que se le formaban a medida que hablaba, con vivacidad. Junto a aquella vibrante masa femenina, Sorcha parecía pequeña y delgada, igual que cuando la conoció, y se sintió orgulloso de ella. Se dio cuenta de lo mucho que se había esforzado por tener un buen aspecto esa noche —llevaba máscara de pestañas, un elegante vestido negro y zapatos de tacón con tiras finas, que contrastaba con el bohemio atuendo del trol— y sintió una chispa de gratitud. Las mujeres estaban hablado sobre su club de lectura. Solo captaba algunos fragmentos de su conversación.

—Me parece maravilloso. El sentido del humor y el modo en que captura la voz del padre…

—Y la de la madre.

—Sí, pero admitámoslo, Sorcha, capturar la voz de la madre no suponía un problema para ella. Quiero decir, ya lo ha hecho otras veces. Pero capturar la del padre…

Christy no sabía qué pensar de su club de lectura. Había sido ocurrencia de Stella, por supuesto; una reunión mensual de mujeres («¿por qué solo de mujeres?», se preguntaba) en The Old Oratory presidida por Stella y con Sorcha como secretaria. Había leído algunas de las minutas de esas reuniones escritas en su ordenador y le sorprendía la forma en que las personalidades de todas las presentes se plasmaban en la pantalla. Sorcha se mostraba seria, tímida y ambivalente con respecto al material de lectura, pero, al mismo tiempo, ansiosa por complacer al resto: «A Sorcha le gustó, no lo recomendó ni lo rechazó, y le pareció que estaba muy bien escrito». Sin embargo, Stella era muy estridente, directa, agresiva y dejaba clara su opinión: «Stella declaró que el último libro de Eugenides era una obra de arte y que era incluso mejor que su novela anterior, Las vírgenes suicidas. Una representación maravillosa de la traición del acervo génico y de su capacidad para dejar una marca indeleble en las vidas de las generaciones futuras. Una lectura imprescindible».

Christy acabó lo que le quedaba de vino y pensó en su propia novela, para la que aún no tenía título. Se preguntó cómo la recibirían las integrantes del club de lectura si algún día conseguía acabarla y qué comentarios perspicaces le ofrecerían si pudieran leerla. Lo cierto es que no sabían nada sobre esta novela; había mantenido oculta su faceta de escritor después del desastre del recital de poesía. Hacía dos años de aquello, pero el recuerdo todavía lo atormentaba. La remembranza magnificaba lo ocurrido: veía a todas aquellas mujeres perplejas y a él mismo, en el medio, recitando con un tono exageradamente afectado para contrarrestar sus nervios. Se lo había tomado demasiado en serio. Hizo una mueca al recordar lo ocurrido.

Elijah estaba sentado entre Stella y Sorcha. Era un niño de diez años pálido y delgado. Parecía que había heredado una buena parte del material genético de su padre y muy poco del de su madre. Stella le pasaba las manos por el pelo, oscuro y largo, y lo enroscaba alrededor de su dedo mientras hablaba. Parecía que Elijah no se daba cuenta. Estaba absorto en la revista que tenía delante de él, la Guía de la buena comida. Christy pensó que el niño ya estaba condenado. ¿Qué esperanzas podía tener si sus padres lo educaban en casa? En parte, Elijah era la razón por la que estaban allí; Sorcha quería que los dos chicos entablaran una amistad. Su hijo estaba sentado en un puf a sus pies y apenas había hablado en toda la velada. Ninguno de los dos niños parecía interesado en hablar con el otro. Jim era muy vergonzoso y Elijah prefería la compañía de los adultos. Christy dirigió la vista a Sorcha y trató de que lo mirara, pero no vio decepción en su rostro ante el fracaso de sus esfuerzos por que los dos fueran amigos. Estaba enfrascada en la conversación.

—Ya estoy aquí —anunció Guy cuando salió de la cocina con una botella de vino en cada mano—. Pasadme las copas, que no os dé vergüenza.

A pesar de su estilo de vida saludable, Guy y Stella bebían bastante.

El vino era un Bordeaux Clairet intenso y ligeramente dulce. No tendría que haber bebido tanto. Tenían que volver a casa en coche. Pero los pensamientos no le dieron tregua durante toda la noche y, al parecer, no era capaz ni de controlar su mente ni su ingesta de alcohol.

—¿Se lo has enseñado a él? —preguntó Guy a Stella.

—¡Madre mía, se me había olvidado por completo!

Guy atravesó la habitación a zancadas y rebuscó por las estanterías unos instantes antes de localizar el recorte de prensa.

—Aquí está. Lo vi en el diario el sábado pasado y Stella y yo nos acordamos de ti enseguida.

Christy fijó la vista en el recorte y leyó los detalles sobre un nuevo concurso de poesía que organizaba The Irish Times con un premio de diez mil euros para el mejor libro de poesía. Sintió un peso en el pecho y dio un sorbo a su copa de vino mientras consideraba la posibilidad.

—¿Qué opinas? ¿Es perfecto para ti, verdad? —preguntó Guy, muy animado.

—Sí. Es fantástico. Tendré que leer las bases para enterarme de todos los detalles, por supuesto. Quizá hay reglas que excluyen algunos volúmenes según el año de publicación y esas cosas…

—¡Tonterías! —lo interrumpió Stella—. No tendrás ningún problema. ¡Seguro que podrás participar!

Guy le dio una palmadita alentadora en el brazo. El entusiasmo y la fe que tenían en él fue como un golpe en el estómago. Entre los libros sobre agricultura orgánica, educación en el hogar y buen sexo, se encontraba un fino volumen con sus poemas, con la cubierta blanca y el título y su nombre en una tipografía roja con florituras: Temporada de salmones, de C. E. Archibald. En la cubierta, había un salmón brincando que había dibujado Stella. Lo de utilizar sus iniciales había sido cosa suya; le parecía más decoroso para un poeta. Al menos, eso había creído en ese momento.

—Tienes que apuntarte —añadió Stella, y Christy le dedicó una amplia sonrisa.

—Supongo que merece la pena intentarlo.

—Se volverán locos, te lo aseguro, Christy. ¡Les encantarás! ¡Y, madre mía, si no es así, es que les pasa algo grave, o que están mal de la cabeza!

Christy continuó sonriendo y asintiendo mientras esperaba a que dejara el tema. Stella poseía una cálida vivacidad que podía resultar agotadora. A veces, Christy se sentía un poco cansado después de hablar con ella y escuchar su risa estridente y su aguda voz. La verdad es que también le asombraba el hecho de que lograra respirar con lo mucho que le debían de pesar los pechos. Siempre había sido una defensora acérrima de su trabajo, algo por lo que se había sentido agradecido al principio. Pero, ahora, empezaba a sentir que el gran entusiasmo de Stella era una carga muy pesada.

Habían pasado dos años desde la publicación de su libro. Lo cierto es que «libro» era un término muy generoso para describirlo, ya que eran veintitrés poemas, impresos y encuadernados, y lo había pagado todo de su bolsillo. Llevado por el optimismo, había pedido trescientos ejemplares. La mayoría seguían en el cajón de su escritorio y desprendían en silencio un aroma a fracaso que impregnaba todo su despacho. Aquel episodio de su vida parecía envuelto por una nube de humillación: su impaciencia y entusiasmo, avivados por el eufórico apoyo de Stella; el hecho de que había permitido que lo convencieran para publicarlo; y la humillación provocada por el fracaso de su proyecto en público. Todavía recordaba el silencio ensordecedor que lo había recibido en la sala de profesores de la escuela. Las miserables felicitaciones que murmuraron algunos de sus colegas apenas lo consolaron.

En un momento de la agradable velada, Christy y Guy salieron al porche a fumar. En mitad de aquella apacible noche, los aromas del jardín les daban la bienvenida. Olió las lilas y la dulce fragancia de la madreselva antes de que Guy encendiera el cigarro y el aroma a tabaco lo inundara todo. A la altura de sus ojos, había un árbol cuyas ramas crujían con el peso de manzanas agridulces. Parecía que una parte de su buen humor, de su alegría, se había desvanecido. Había sido por culpa de la mención del concurso de poesía, que le había hecho recordar sus fracasos. Deseaba que todo el mundo olvidara el pasado.

—Sorcha nos ha contado que tienes una vecina nueva.

—Sí. Bueno, no exactamente.

—¿Y eso?

—Vivió aquí hace muchos años. Es la prima de Sorcha. Digamos que los tres crecimos juntos.

—Vaya. Por lo que sé, ha vivido una experiencia trágica —comentó Guy mientras exhalaba el humo del cigarro.

—Sí.

A Christy se le hizo un nudo en la garganta. No sabía si podía confiar en Guy, un hombre que llevaba su prematuro pelo canoso y largo recogido en una coleta. Era un hombre lento que le daba muchas vueltas a las cosas, y a Christy le daba la impresión de que, tras sus pequeños ojos azules, se escondía una persona fría y calculadora. También se preguntaba qué les había contado Sorcha de Lara y su historia.

—Dime, Christy —dijo Guy, que se quedó con el cigarro a medio camino de la boca. El hombre bajó el tono de la voz y añadió con complicidad—: Esta tal Lara, ¿es atractiva?

Christy se sonrojó. A su espalda, la risa de Stella resonaba en el interior de la casa.

—No lo sé. Todavía no la he visto. A ver, sí que lo era, pero… han pasado muchos años —tartamudeó Christy. La repentina lascivia que había aparecido en el rostro curtido de Guy lo sorprendió.

—Hay algo en las tragedias que hacen que las personas adquieran una belleza característica, ¿no crees?

Guy le dio una fuerte calada a su cigarro antes de apagarlo en la barandilla y tirar la colilla al jardín, un gesto que sorprendió a Christy y que reforzó sus sospechas de que aquel hombre era un farsante.

—Una mujer joven y afligida resulta muy sexy. No sé. Quizá sea el reto de consolarla. Las posibilidades que brinda una situación como esa. ¿Sabes a qué me refiero?

Christy lo sabía. Una mujer rota, pensó. Hablaba de la vulnerabilidad. Ninguno de los dos pronunció palabra alguna durante unos minutos y, en el silencio, sintió que la imaginación de Guy despegaba y sus propias defensas bajaban. Le rondaban la mente todas las preguntas que no había hecho a Sorcha, las que se moría por plantear. «¿Ha preguntado por mí?». «¿Me ha mencionado?». Había cierta desesperación en ambas. Llevaba todo el día pensando en ella.

«Es ridículo», se dijo a sí mismo. «Estás siendo ridículo. Patético». Había pasado mucho tiempo; ya era agua pasada. Y después de lo que había vivido, la relación que habían tenido debía de parecerle a Lara algo completamente insignificante.

El camino de regreso a casa transcurrió en silencio. Jim estaba dormido en el asiento trasero del coche y Sorcha miraba por la ventanilla, con la vista fija en la oscuridad. Christy sentía que le pesaba la cabeza después de beber tanto vino, por lo que conducía lentamente y con cuidado mientras los faros del coche iluminaban la estrecha y sinuosa carretera. Sorcha movió la mano y comenzó a acariciarle el muslo con delicadeza. Era una señal de que quería que Christy le hiciera el amor cuando llegaran a casa. Se le encogió el corazón. Recordó una serie de noches de viernes, apoyado sobre los antebrazos y moviéndose sobre el cuerpo de su mujer con la cara girada hacia un lado de la almohada mientras ella lo agarraba por los hombros. Christy se movía en su interior y fantaseaba. Últimamente no dejaba de pensar que quizá ese acto era algo que los dos debían soportar en lugar de disfrutar.

Mientras conducía por delante de unos viejos barracones a lo largo de la carretera que cruzaba el río y por el terraplén, recordó la palabra que Sorcha había dicho antes: «Rota». Le sorprendió la súbita punzada de dolor que le había provocado. Aquella era una palabra que jamás habría asociado a Lara. Incluso la última vez que la había visto, cuando lo miró con los ojos llenos de dolor, resentimiento e incredulidad, aún había algo de rebeldía, terquedad y fuerza en ella. Sintió que los nervios le erizaban la piel de la nuca y de los hombros cuando evocó aquella mirada. Puede que quisiera ver aquella mirada, para no sentirse tan culpable.

Habían pasado casi dieciséis años, pero recordaba los detalles de aquel día con intensidad: el empalagoso aroma de la repostería que se adhería a las paredes de la casa, el calor que hacía en aquella habitación, el siseo y los chisporroteos de la turba en la chimenea, todos los familiares que se apretujaban en aquel pequeño espacio, los besos en las mejillas, la cantidad de veces que había dado la mano, las felicitaciones que le resonaban en los oídos… No quería que le organizaran una fiesta; se había opuesto completamente a ello. Pero, por aquel entonces, empezaba a descubrir que nadie daba mucho valor a lo que él quería. Oía el frufrú de las faldas de las mujeres, que se paseaban con tazas de té y platos de comida, y el sonido agudo de sus voces mientras los hombres permanecían sentados, malhumorados, comiendo sándwiches, bebiendo whisky y haciendo comentarios en voz baja. Sorcha estaba sentada en el centro, con las mejillas sonrojadas a causa de la emoción y con un semblante satisfecho y —¿era verdad lo que veían sus ojos?— ¿triunfal? Sintió que un aire cálido le llenaba los pulmones, se le hizo un nudo en la garganta y, de repente, supo que tenía que salir de ahí.

Aquel día, el cielo estaba cubierto de nubes iracundas, que se deslizaban por el cielo sobre un mar de peltre. Cuando escapó de la casa, una salada brisa le azotó la corbata y el cabello. Estaba confuso e incluso le faltaba el aliento. Tenía las ideas desordenadas. Era como si la vida hubiera cambiado de marcha de repente y lo hubiese pillado desprevenido. Tan solo tenía veintiún años, sin embargo parecía que la juventud ya era una cosa del pasado y que sus nuevas responsabilidades lo perseguían. La cadena de acontecimientos que él mismo había puesto en marcha empezaba a cobrar vida propia. En ese momento era imparable, y lo abrumaba y desconcertaba. En medio de la confusión de sus pensamientos, olvidó por un momento las rocas que flanqueaban el camino a ambos lados. Se tropezó, cayó al suelo y se raspó las manos y las rodillas con la gravilla. Sintió cómo se le desgarraba la piel cuando las piedrecitas se le clavaron en la mano.

—¡Joder! —exclamó. Se levantó rápidamente y se giró hacia la casa.

Esperaba que nadie lo hubiese escuchado. No estaba seguro de poder soportar que alguien lo viese así y le preguntara qué había pasado. Se los imaginaba de pie en el umbral y a sus suegros observándolo desde la distancia. El padre de Sorcha tenía una huraña expresión de rechazo en el rostro, su madre, un aspecto ansioso y sombrío, y su propio padre, un semblante pesaroso. Pero lo peor de todo era Sorcha. Se la imaginaba observándolo en silencio con aquellos grandes ojos azules y el ceño fruncido. No tendría que decir nada. Podía leerle el rostro perfectamente. Y ella entendería que lo que Christy le había dicho —las palabras que había murmurado en un débil intento de mostrar entusiasmo— no eran más que mentiras. No lo había dicho en serio.

Se pasó las manos por las perneras de los pantalones para sacudirse la arenilla de las manos y se apresuró hacia la arena gris. Sentía cómo se endurecía a medida que se aproximaba a la orilla. La marea estaba baja e incrementó la velocidad cuanto más cerca estaba, ansioso por poner distancia entre la casa y él. Se llevó las manos al cuello de la camisa, se quitó la corbata y la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Cuando estaba a punto de llegar al final de la playa, donde las rocas parecían largas losas de color gris azulado, echó a correr, casi sin aliento, mientras las primeras gotas de lluvia le salpicaban las mejillas. Entonces, la vio desde la distancia. El viento le sacudía el pelo con fuerza y la trémula espiral de humo de su cigarro se fundía con el aire. Estaba apoyada contra una roca y todavía llevaba el uniforme de color azul marino, lo cual era una protesta ya de por sí. Aunque ella estaba de espaldas, Christy sabía cómo se sentía al observar su postura. Tenía la cabeza ladeada de forma desafiante, los hombros tensos y se agarraba con fuerza a la roca sobre la que estaba sentada.

Cuando se acercó, Lara se giró para mirarlo, y Christy vio que las lágrimas le rodaban por las mejillas, cortadas y rojizas a causa del viento. Le sorprendió verla llorando. No se lo esperaba.

—No voy a ir —dijo con la voz rota, a modo de advertencia—. No te molestes en invitarme, porque no iré. No pienso ser testigo de esta farsa.

—Lara —dijo él, y dio un paso hacia ella.

De repente, la chica apartó la mirada de él y tiró su cigarrillo a medias a la poza. La intensidad de su gesto hizo que Christy se detuviera. Sabía que debía tener cuidado con ella.

—Yo no quería —empezó a decir, vacilante. Su voz adquirió un tono agudo y absolutamente infantil—. Tienes que entender que no quería que…

—Para —lo interrumpió, y negó con la cabeza de una forma tan tajante que le dejó claro que no permitiría que le diera explicaciones, que no le importaban sus palabras, sus ruines excusas.

Fue como si aquella palabra marcase una línea de separación de todo cuanto habían compartido. Lara no tenía interés en escucharlo hablar de su dolor, no quería que le contara que lo ocurrido había hecho trizas todas sus esperanzas y sus sueños. De poco servía ya.

—Y si crees que me quedaré para veros jugar a la familia feliz, estás muy equivocado.

Cuando Lara acabó la frase, Christy tuvo la sensación de que algo muy pesado se asentaba en su pecho, algo que le arrebató todo rastro de ligereza en su interior. Durante toda su vida, todos los días, los meses y los años que tenía por delante, y las esperanzas que tenía se desvanecieron. La calamidad de su despreocupación le alcanzó y fue como si alguien le diera una patada en el estómago.

—Me iré sin ti —dijo con claridad. Se giró y lo miró para que observara la actitud desafiante que reflejaban sus ojos, para mostrarle que podía ser fuerte sin él—. Puede que me hayas dejado tirada, pero puedo hacerlo sin ti.

—Estoy seguro de que sí —contestó con ligera admiración.

De repente, algo cambió en ella. Su mirada desafiante desapareció y Christy vio el dolor que escondían sus ojos. No podía ocultárselo. Sintió que Lara se preguntaba «¿por qué?» y una chispa de rabia prendió en su interior. ¿Acaso no veía que su vida sería peor? ¿No entendía que ella era la afortunada? ¿Que todavía era libre? Sin embargo, antes de que tuviera la ocasión de preguntárselo, Lara se alejó de la roca, se dio la vuelta para encararlo y se apartó los mechones de pelo que tenía en la cara.

—Me han dicho que te vas a Italia… —mencionó con frialdad. Trató de mostrarse despreocupada, aunque ya era demasiado tarde—… de luna de miel.

—Sí —respondió Christy mientras notaba como la pesadumbre se asentaba en su pecho.

—No será lo mismo, lo sabes, ¿verdad? —Fijó la vista en él y le sostuvo la mirada durante unos instantes con unos ojos tan fríos y grises como el mar—. No será lo mismo en absoluto.

Y, entonces, se dio la vuelta, y Christy observó cómo se alejaba por la playa, entera y orgullosa. Cuando se acercó a su casa, aceleró el ritmo y, prácticamente, echó a correr. Mientras tanto, él se preguntó a qué se había referido. ¿No sería lo mismo para quién?

¿Acaso sabía Lara en aquel momento cómo irían las cosas? ¿Intuía lo que ocurriría en el futuro? ¿Cómo era posible? ¿Cómo podría haber sabido que mientras él se pasearía entre las ruinas de Pompeya, Sorcha se sentaría delicada y pacientemente en la sombra, mientras se abanicaba con el sombrero, enmascaraba su aburrimiento y se moría de ganas de que Christy volviera? ¿Cómo era posible que Lara hubiese previsto que los quejidos y el cansancio de hacer cola para entrar en la galería Uffizi bajo el calor abrasador de Florencia lo pondrían de los nervios? ¿Que le provocarían una irritación muy poco familiar? Lara no podía saber que tendría que recordarse a sí mismo que su nueva esposa estaba embarazada y que era injusto hacer que esperase bajo el sol. Por muy bien que los conociera a ambos, era imposible que hubiese imaginado que acabarían pasando su luna de miel tumbados bajo parasoles al lado de la piscina del hotel, sin apenas dirigirse la palabra, mientras él se perdía toda la historia y la cultura de Italia.

Los campos eran negros y una calma inquietante reinaba en el terreno que había a su alrededor. El cansancio lo invadía poco a poco mientras conducía y le nublaba la mente. Tensó los músculos de la espalda y sintió todas las contracturas que le recorrían la columna. La mano de Sorcha todavía reposaba en su muslo. Tenía una sensación peculiar, aunque era incapaz de describirla. Recordó la frialdad que reflejaban los ojos de Lara el último día que habían hablado. Todo rastro de calidez y cercanía se había desvanecido de ellos. Intentó deshacerse de aquellos pensamientos y centrarse en la carretera que tenía delante, en los faros que iluminaban el asfalto y las nubes que brillaban bajo la luz de la luna sobre las montañas que se veían a lo lejos. «No será lo mismo en absoluto». Al bajar la ventanilla, oyó los rugidos del mar.

A la deriva

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