Читать книгу A la deriva - Karen Gillece - Страница 11

Capítulo 3

Оглавление

Me entrevistó en su oficina. Delante de nosotros, había dos capuchinos de máquina enfriándose; la espuma se endurecía en los vasos de cartón. No estaba preparada para aquello teniendo en cuenta que esa mañana me había despertado con un fuerte dolor de cabeza, el estómago vacío y con náuseas. Hacía tiempo que no tenía una resaca así, y me había llevado un tiempo recomponerme. Había conseguido salir a rastras de la cama y me había quedado en cuclillas en la bañera, bajo la alcachofa, durante quince minutos. Después, me había vestido con la ropa más sobria y decente de que disponía, me había recogido el pelo en una coleta y, con una selección de cosméticos, esbocé sobre mi rostro el de una persona sana y con posibilidades de encontrar trabajo.

De algún modo, había llegado a tiempo y, cuando leí el cartel de la puerta —Alan Woodgate, gerente—, traté de imaginar qué clase de persona poseía un nombre tan sencillo y ordinario al mismo tiempo. Me imaginaba que sería un hombre alto que se movía como si sus articulaciones fueran mecánicas, de esos que te dan un firme apretón de manos. No me decepcioné del todo cuando lo vi.

—Así que ¿eres de por aquí? —preguntó el señor Woodgate sin levantar la vista de mi solicitud—. ¿Del pueblo?

—Sí, pero he vivido bastante tiempo fuera.

—Sí, ya veo…

Su cabeza tenía un aspecto céreo bajo la luz del despacho y tenía algunos cabellos levantados alrededor de la coronilla. Era joven, alto, se estaba quedando prematuramente calvo y tenía una nuez muy puntiaguda que era incapaz de dejar de observar y que subía y bajaba mientras bebía el capuchino. Estaba sentado encorvado frente a mi solicitud, con un bolígrafo entre los labios, y releía los detalles de mi vida. Detrás de él había una ventana que daba al supermercado, pero, desde donde yo estaba sentada, solo veía las luces fluorescentes que colgaban del techo como si fueran vigas y me cegaban. Aún me dolían los ojos por culpa de los excesos de la noche anterior. También estaba un poco preocupada por la información que contenían aquellas páginas. Había escrito mi solicitud con la vieja máquina de escribir de mi madre cuando iba un poco colocada.

—Vaya, has tenido una carrera accidentada, si me permites el comentario —dijo.

El hombre levantó la vista y me miró con una sonrisa divertida. Se toqueteó la corbata y apoyó los codos sobre la mesa.

—Sí, pero, tal y como dice en mi solicitud, he trabajado en el sector servicios.

—En lavanderías, bares, mercados, restaurantes… —enumeró con una voz nasal—. El último lugar en el que trabajaste antes de marcharte del país fue el bar Wimpy, en High Street.

—Exacto.

—Y, dime, ¿por qué dejaste el trabajo?

Pensé en el Wimpy, donde trabajaba después de las clases y durante las vacaciones de verano con otras tres chicas. Llevábamos delantales a rayas y nos dedicábamos a freír patatas mientras nos turnábamos para escoger una canción de la gramola. Las ventanas estaban grasientas, había una capa de suciedad sobre los mostradores, Madonna, Aha y Tina Turnes sonaban por el equipo de música, y el pelo y la piel me olían a grasa. Me encantaba aquel trabajo. Me habría gustado quedarme allí si Matt, el propietario, con seis hijos y una barriga cervecera que le sobresalía de los pantalones, no hubiese tratado de empotrarme contra el mostrador y besarme una noche que me tocaba cerrar. Después de aquello, no pude regresar.

—Tenía exámenes. Necesitaba tiempo para estudiar.

—Pero no hiciste los exámenes de acceso a la universidad. Lo pone aquí. —Señaló el formulario con el bolígrafo—. No acabaste los estudios.

—Bueno, no —contesté, avergonzada—. Pasó algo y decidí viajar. Pensaba que podría regresar y hacer los exámenes a la vuelta.

—Pero no lo hiciste.

—No. Supongo que me distraje.

—¿Durante dieciséis años?

—Exacto —dije, y traté de sonreír como si fuese una mujer segura de sí misma que no estaba a punto de vomitar en cualquier momento a causa del cuarto de botella de Southern Comfort que se había bebido la noche anterior.

A juzgar por la mirada de desaprobación que vi en su rostro, supuse que mi sonrisa no lo había convencido. Quería preguntarle qué importancia tenían los exámenes de acceso a la universidad para reponer estantes. Porque la verdad es que no lo necesitaba, y ambos lo sabíamos. Tuve un impulso repentino de echarme a reír ante aquella situación tan absurda: estaba sentada en aquel despacho, resacosa, mientras me entrevistaba un capullo plasta y Ronan Keating sonaba de fondo por los altavoces del supermercado. Sabía que me daría el puesto de trabajo, pero no hasta que hubiese sacado toda mi historia a relucir para ejercer su autoridad sobre mí y mostrarme quién era el jefe antes de que fichara. Así que me quedé sentada, aguantándome la risa que amenazaba con escaparse. Curiosamente, era optimista a pesar de la resaca; estaba segura de que conseguir el trabajo estaba al alcance de mi mano. Al fin, tendría una rutina, un poco de estabilidad en mi vida.

Lo dejó pasar y revisó algunos detalles más. Entonces, cuando se preparaba para terminar la entrevista y apilaba los papeles cuidadosamente, me dio la impresión de que relajaba los hombros cuando se recostó en la silla, me miró y preguntó:

—¿Qué te hizo volver? ¿Por qué te marchaste de Sudamérica?

De repente, sin preaviso, me encontré en Chile de nuevo, en San Pedro, en el polvoriento puesto fronterizo del desierto de Atacama.

«Vuelve a casa», me dijo Alejo con la mano apoyada en mi pecho, ligera pero firme, para que me sintiera anclada a la cama, aunque no era una amenaza. «Vuelve a Irlanda».

Recuerdo que me ardían los ojos y la sequedad que sentía en la garganta mientras intentaba reincorporarme en la cama, pero su mano no me lo permitía. Traté de protestar y sentí un gusto amargo en la boca; mis palabras estaban recubiertas de alambre de espino, tan afilado como una cuchilla. Dejé que cortaran el aire que había entre nosotros. Durante un instante, Alejo cerró los ojos, sus pequeños ojos negros, y los párpados ocultaron la luz que había en ellos. Cuando los abrió de nuevo, solo vi tristeza.

«Se acabó, Lara», dijo. «Se acabó».

Oí el ruido del motor de una furgoneta que estaba fuera y sabía que eran los demás, que lo esperaban; lo habían escogido a él antes que a mí. Sentí que me rompía en mil añicos bajo el peso de su mano, azotada por una nueva sensación de traición.

Se levantó de la cama y, tras él, vi su petate al lado de la puerta, preparado para cuando tuviese que marcharse. Me pregunté durante cuánto tiempo había estado planeando su fuga.

«¿Qué haré sin ti?», pregunté. Incluso ahora, cuando recordaba aquel momento, me odiaba a mí misma por ello, por ser tan débil y dependiente. No obstante, ignoró la pregunta.

«Cuídate, cariño», susurró mientras me miraba con su dulce rostro lleno de dolor y pesar; su mirada me decía que tenía que hacerlo, que no le había dejado otra opción. Lo había llevado al límite, y si no se iba ahora, quizá nunca sería capaz de hacerlo.

¿Qué otra cosa podía hacer aparte de regresar a casa? ¿Qué alternativa me quedaba? Me abandonó en un pueblecito en mitad del desierto de Atacama. No conocía a nadie más en aquel lugar. Apenas me quedaba dinero. No podía volver a aquella carretera polvorienta sin él. No tenía ni ánimo ni fuerzas para empezar a buscarlo otra vez. «Vete a casa», me había dicho. ¿Acaso no se había dado cuenta de que el único hogar que había conocido de verdad era él?

Pero eso no fue lo que le conté a aquel hombre calvo y pálido, atrapado por su propia autoridad burocrática, que me observaba con expectación y las manos cruzadas sobre mi exitosa solicitud.

—Porque no había nada que me retuviera allí.

—Es un gilipollas —me confirmó Ger el primer día—. Es importante que lo sepas ya.

Estábamos juntos en el pasillo de la repostería, apilando natillas en las estanterías. Ger tenía bastante estilo para colocarlas de forma que las etiquetas estuvieran orientadas hacia delante y perfectamente alineadas. Dimos un paso atrás para observar nuestra obra maestra mientras intercambiábamos comentarios sobre Alan, que estaba en su despacho.

—Un día, tuvo el descaro de hacer un comentario sobre el aspecto de mi uniforme —continuó Ger, e hizo una mueca—. No es que esté sucio o desgastado. «Te va un poco justo, ¿no crees?», me dijo el muy capullo.

Ger y yo llevábamos camisas de color azul y pantalones azul marino, pero parecía que su uniforme se le ajustaba más a su cuerpo. Cuidaba su aspecto. Tenía el pelo negro recubierto de gomina y se lo peinaba con un tupé en la parte delantera, como Tintín. Llevaba anillos en casi todos los dedos. Se había pasado la mañana enseñándome las normas y los gajes del oficio. Me alegraba que fuera joven y tuviera encanto, pero, sobre todo, que pareciera no estar al tanto de mi situación. Había más gente en la sala de personal, algunas chicas que recordaba de la escuela, cuyas silenciosas miradas exhaustivas sugerían que sabían quién era, que habían oído lo que le había ocurrido a Nacio.

El supermercado se llamaba Crazy Prices. Era un lugar frío para mi gusto; los refrigeradores zumbaban y enfriaban el ambiente. Todo estaba tan bien colocado, tan bien expuesto y era tan aséptico… Durante todo el tiempo que había pasado en Perú, no había visto ni un solo supermercado. Nunca. Allí, los mercados eran al aire libre, y los pocos que estaban cubiertos no tenían nada que ver con este lugar desinfectado e iluminado por fluorescentes. Mientras trabajábamos, le conté a Ger mil detalles sobre los bloques rotos de cemento; las básculas antiguas; las manos sucias con las uñas rotas que agarraban la fruta de los puestos, o sacaban cereales o legumbres de sacos abiertos; las mesas que goteaban grasa y sangre al suelo, que se acumulaba en las alcantarillas; los perros que olisqueaban y rebuscaban; y el ruido, los constantes repiqueteos y zumbidos de los comercios. Frunció el ceño, repugnado. Era joven y tenía un gran sentido de la estética. Siempre olía a colonia. Crazy Prices, con su música anodina que se filtraba por los altavoces, era su hábitat natural, un lugar tranquilo y antiséptico en comparación con los mercados que yo recordaba.

El tiempo pasaba rápidamente. Los días eran muy ajetreados, y me sorprendió que el trabajo me pareciese gratificante. Al tercer día, Alan —o el señor Woodgate, como él insistía en que lo llamáramos— me informó de que en un par de semanas me pondría al frente de una caja registradora.

—Cuando hayas demostrado que eres digna de mi confianza —dijo.

Me quedé mirándolo fijamente mientras pronunciaba aquellas palabras. Lo cierto es que me gustaba más ocuparme de los estantes, apilar, ordenar y reponer el stock. Podía perderme en mis propios pensamientos mientras trabajaba. Me sorprendía a mí misma pensando en Alejo cada vez con más frecuencia. No pensaba en dónde estaría o con quién, pero me acordaba del tiempo que habíamos pasado juntos, y repetía los recuerdos una y otra vez en mi mente, como si fueran una película antigua; como si, al hacerlo, los mantuviese vivos. Una parte de mí tenía miedo de olvidarlos para siempre tras haberme marchado de aquel lugar. Se me había pasado por la cabeza ponerlos por escrito, e incluso había tratado de hacerlo en alguna ocasión, pero el resultado había sido un tanto vergonzoso y parecía un híbrido entre una novela romántica, una guía de viajes y las confesiones de una porrera. Era mejor sumergirme en los recuerdos mientras ordenaba latas de fruta en almíbar. Me ayudaba a seguir adelante.

A veces, Ger me pillaba absorta en mis pensamientos.

—¿En qué piensas? —preguntaba en un tono escandaloso, como si yo estuviese reflexionando sobre los espeluznantes detalles de algo en concreto.

Cuando Alan vino y me dijo lo de las cajas registradoras, pensé sobre aquel día en Cuzco, el segundo, en que la lluvia llegó de los Andes. Estaba tan empapada que parecía que el agua me calaba los huesos.

Me acordaba de cómo, al igual que muchas otras mañanas de aquel año en Perú, me había despertado el ruido que hacían otras personas; los gemidos, los bostezos y la tos; ruidos a los que me había acostumbrado. Aquel hostal era mejor que otros en los que me había quedado, donde el miedo me quitaba el sueño y siempre tenía que estar alerta por la noche. No me había percatado de que llovía hasta que salí fuera. Estaba muy ansiosa por ir de nuevo al lugar donde lo había conocido. Hacía tiempo que no me sentía tan entusiasmada con alguien y, por extraño que fuera, me sentía sobria y embriagada a la vez. Me acordaba de aquellos ojos, del modo en que me habían mirado durante unos segundos y después se habían apartado, y de que sentí que algo me atravesaba el corazón. Pero cuando vi el tiempo que hacía, sentí una presión enorme en el pecho y mis esperanzas se desvanecieron. Algo similar a la desesperación me invadió y se apoderó de mi cuerpo.

La Plaza de Armas estaba desierta. Los chorros de agua de la fuente apenas se veían a través de la incesante capa de lluvia, que transformó el suelo en una superficie resbaladiza y traicionera. Las personas se cobijaban bajo los balcones y en las tiendas del paseo. Era como si la actividad que había llenado las calles el día anterior hubiese sido un sueño. Los vendedores ambulantes no estaban por ninguna parte. Se habían llevado con ellos las bolsas, los cinturones y la bisutería que exponían en sus mantos étnicos. Solo estaban los trabajadores de los restaurantes que sostenían menús abiertos e intentaban atraer a los turistas para que se refugiaran de la lluvia. Recordaba haber estado en una esquina de la plaza y notar que el agua de las alcantarillas me empapaba los tobillos. Indecisa, empecé a sentir pánico. Estaba desesperada por encontrarlo y sentía que se me escapaba. Fui de pub en pub y pasé por Los Perros, Crosskeys y el African Bar. Pero no estaba en ninguno de ellos. Sabía que era peruano por sus facciones: era bajito y de piel morena. Y cabía la posibilidad de que viviera en Cuzco y que estuviera alterándome por una nimiedad. Pero también sabía qué clase de persona era: de esas que sienten la llamada de la carretera, de las que se ponen nerviosas cuando permanecen demasiado tiempo en un mismo sitio, de esas que se marchan de un lugar simplemente para evitar el mal tiempo, sin mirar atrás.

Finalmente, me senté a las puertas de la catedral. Estaba encogida junto a la entrada, rechazada, empapada. El frío me calaba hasta los huesos. «¿Qué estoy haciendo?», me pregunté, y sentí la desesperación que se formaba en mis entrañas. Los turistas observaban la lluvia desde el interior de la catedral, pero yo no me atrevía a unirme a ellos por miedo a atraer a la mala suerte; ya me había hartado de eso. No sé cuánto tiempo estuve allí sentada, pero fue lo bastante como para que parase de llover, el sol se asomara entre los nubarrones e iluminara el agua de los charcos que se habían formado en el suelo, y la plaza cambiara de aspecto. Vi que los turistas salían a recibir la luz del sol y sentí que me entraba sueño. La cabeza me pesaba tanto como las extremidades, empapadas. Y justo cuando estaba cerrando los ojos, oí una voz que provenía de arriba.

—Hola, irlandesa.

Me olvidé de inmediato de la ropa mojada y de que tenía el pelo húmedo, y noté que mi corazón se animaba mientras una sensación cálida me invadía por dentro.

Fuimos a un bar que había detrás de la catedral y, de camino, nos detuvimos en una tienda para turistas, donde me compré una camisa de Inca Kola, me cambié en la tienda y saboreé la sensación de sentir el algodón seco contra la piel. En el bar, nos sentamos en un cubículo que había al final, tomamos chicha y hablamos. Tenía la voz suave y melosa; era un hilo de frases rotas musicales. Había aprendido inglés en la carretera, gracias a los extranjeros que había conocido por el camino. Me contó cosas de su vida y yo le conté algunas de la mía. Pero, por algún motivo, me daba la sensación de que los detalles de mi pasado no le afectaban. No necesitaba saber dónde había estado, a quién había conocido o qué había hecho. Me miró fijamente con sus ojos negros y brillantes; era como si pudiera verme el alma. Nunca me había sentido tan expuesta.

Aquella noche no regresé al hostal. Uno de sus amigos tenía un apartamento en vía del Piso y le había dejado quedarse en una de sus habitaciones. Después de que acabara de llover, las calles se habían quedado en silencio y seguían vacías, como si el agua hubiese limpiado la ciudad y se hubiera llevado consigo todo el ruido. También había tranquilidad en aquella habitación mientras lo abrazaba, deslizaba los pies por detrás de sus piernas y lo acercaba a mí. Había tanto silencio que lo oía todo: los latidos de su corazón contra el mío y el sonido que hacían nuestras pieles cuando se rozaban.

Poco a poco, comencé a sentir que algo importante estaba pasando. Sin duda alguna, todo lo que tenía a mi alrededor había adquirido una nueva calidad. Las cosas brillaban más y eran más definidas, y el aire amplificaba el sonido. Me aferré a su cuerpo. Quería perderme en él y sentir cómo nos fundíamos. Después, nos quedamos estirados en medio de la oscuridad, mientras le apartaba el pelo negro azabache de la cara y le pasaba los dedos por la curva de sus redondeadas mejillas; unas diminutas marcas de viruela le cubrían la base de la mandíbula. Su respiración se ralentizó y sentí el peso de su cabeza sobre mi brazo cuando se durmió. Pero no traté de moverlo. No quería apartarme de él. Por alguna razón que no lograba describir, me abrumaba una sensación de que tenía un destino. Me quedé tumbada, escuchando la silenciosa quietud. Mi corazón se había quedado mudo después del frenesí salvaje que lo había visitado y, al igual que las calles, llenas de vida y brillantes, sentí que yo también estaba limpia. Finalmente, caí en los brazos de Morfeo.

Para celebrar que hacía una semana que era una ciudadana con trabajo remunerado, utilicé mi descuento para empleados para comprar pintura. La selección era bastante penosa, ya que solo había débiles tonos magnolia, melocotón y avena. Observé las muestras de colores mientras me mordía el labio y, al final, perdí la paciencia.

—A la mierda —dije, exasperada, y agarré dos botes de una mezcla de un tono amarillo mantequilla, un rodillo, una cubeta y unas cuantas brochas.

Estaba cansada de mí misma y del espacio que ocupaba. Me dije que empezaría por la casa y le daría un aspecto nuevo, antes de empezar conmigo.

Me percaté de que el pueblo estaba muy tranquilo para ser un viernes por la noche cuando lo atravesé cargada con todo el kit de manualidades que había comprado, y me pregunté de nuevo por qué recordaba aquel pueblo como un lugar elegante. Me había marchado en 1989, el mismo año en que cayó el muro de Berlín, cuando mil personas fallecieron en la masacre de la plaza de Tiananmén y Jomeini declaró la fetua a Salman Rushdie. Y ahora, Alemania se había convertido en un país completamente diferente, Irlanda mandaba delegaciones de comercio a China y Salman Rushdie, que ya no se ocultaba, salía en las noticias debido a su joven y bella mujer, y veía como todo había cambiado durante mi ausencia. El pueblo tenía un aspecto derrotado y parecía raído y achaparrado a la sombra de las montañas. Los videoclubs se habían multiplicado, al igual que los cibercafés. Todos los edificios que había en la calle principal tenían doble acristalamiento, marcos de plástico blancos y paneles que habían sustituido a las antiguas ventanas carcomidas con cristal ondulado que recordaba.

Mi madre me había mantenido al tanto de todos los cambios por los que había pasado el pueblo en nuestras conversaciones telefónicas, poco frecuentes y esporádicas. Al principio, era yo quien acaparaba toda la conversación con mi entusiasmo febril, en medio de calles polvorientas, mientras le metía monedas al teléfono de la cabina y charlaba de todas las cosas que había hecho, los lugares que había visto y las personas que había conocido. Por lo general, estaba borracha antes de llamar y creo que mi madre lo sabía; la desaprobación y la preocupación retumbaban en sus silencios. Pero cuando conocí a Alejo, me pareció que percibió el cambio que hubo en mí y comencé a sentir que se relajaba al otro lado de la línea, oía el tintineo de su risa en mi oído. Sin duda, se alegraba de que me hubiera asentado. Y por eso, años más tarde, después de que naciese Nacio, durante aquel primer año que pasamos viajando con Roger y aquellas dos chicas danesas, cuando empecé a sentir que Alejo y yo nos distanciábamos cada vez más, vi que había algo entre él y Sylvie, la chica del pelo color maíz, y sentí el primer indicio de sospecha, fui incapaz de contárselo a mi madre. No podía confesarle toda la preocupación y confusión que sentía.

En su lugar, me quedaba callada, y la voz de mi madre me llegaba en aquellos silencios, llenaba la distancia que había entre nosotras y me contaba todas las cosas que habían pasado en el pueblo; que iban a restaurar la peluquería, lo cual la obligaría a ir hasta Killorglan para cortarse y teñirse el pelo; que la escuela de monjas iba a cerrar y que se rumoreaba que el colegio de chicos pasaría a ser mixto; que el Departamento de Justicia iba a trasladar su sede al pueblo y que habían construido un edificio nuevo al lado del puerto. Escuchaba todas estas noticias sin ni siquiera pensar en lo que significaban y me limitaba a centrarme en la paz que me aportaba la voz de mi madre, me dejaba envolver por ella. Hacia el final, en nuestras últimas conversaciones, después de que Nacio hubiese desaparecido, cuando su voz sonaba débil al otro lado de la línea y le costaba respirar, no me di cuenta de lo que aquello significaba. Estaba tan consumida por la tristeza, que me había invadido por completo, que a veces tenía que taparme la boca con la mano para silenciar mi llanto.

A medida que dejaba el pueblo detrás de mí, sentí que el sol de la tarde me calentaba la espalda. Me centré en la carretera que tenía bajo los pies y caminé a un ritmo lento y constante. Las asas de los botes de pintura se me clavaban en las manos, pero persistí. Tenía muchísimos planes de redecoración y regeneración, y una necesidad enorme de hacer que las cosas parecieran nuevas. Delante de mí vi tractores y apisonadoras. Hombres vestidos de naranja pavimentaban la carretera mientras una nube de humo ascendía del asfalto como si fuera una neblina de calor. Caminaba lentamente y contemplé la montaña Killealan en la distancia, que había adquirido un color purpúreo que destacaba con el cielo blanco. Las moras crecían en los zarzales embrollados que había al lado de la carretera y de los setos brotaban las fucsias de septiembre. El sol brillaba con fuerza y, de repente, quise quitarme la ropa, tumbarme en el mar y sentir que las olas me empujaban lentamente y la espuma me acariciaba la piel.

Advertí que un coche ralentizaba el ritmo a mi espalda y me aparté a un lado para dejarlo pasar, sin embargo se detuvo junto a mí. A través de la ventanilla del asiento del copiloto vi a un hombre que se inclinaba y entrecerraba los ojos a causa del rayo de luz que le daba en plena cara. Traté de recordar quién era y tardé unos segundos en recuperar su imagen más joven y sin barba de entre las tinieblas de mi mente. Resollé. Su cara me sorprendió: la seriedad que reflejaban sus ojos, las cejas arqueadas que los enmarcaban… Era una cara que había conocido a la perfección hacía mucho tiempo.

—Eres tú —dije con incredulidad en la voz.

—Sí.

Christy sonrió y, muy a mi pesar, el corazón me rebotó de un lado a otro en el pecho.

—He visto que ibas cargada —comentó, y señaló los botes de pintura—. Llevas mucho material ahí. Te puedo acercar, si quieres.

—Ah, bueno… vale. Gracias.

Sentí una gran conmoción en mi interior, y supongo que él también la sentía mientras los dos salíamos tambaleándonos de la caverna sellada de la historia que habíamos compartido. Christy se mostraba relajado conmigo, pero percibía su comportamiento forzado, notaba el esfuerzo que le suponía actuar así. Dejé mis cosas en el asiento trasero. Era plenamente consciente de los latidos de mi corazón, desbocado en mi pecho.

—Gracias —dije.

Hice el amago de subirme al asiento delantero y me detuve cuando lo vi revolver un montón de hojas y colocarlas a mis pies mientras me sentaba y me ponía el cinturón.

—Perdona —respondió, en referencia a los papeles—. Cosas del colegio.

—Ah.

Durante un minuto, se hizo un silencio incómodo. Condujo con cuidado, no dijo ni una palabra y, en todo ese tiempo, pensé en cómo había sido tiempo atrás; recordé la seriedad de su mirada juvenil, la nobleza de sus facciones, la ternura que se vislumbraba si prestabas atención… Había algo de orgullo en su cara, su estructura ósea le confería un aspecto majestuoso, pero sus cálidos ojos, enmarcados por unas pestañas largas, lo suavizaban. Tuve la tentación de mirarlo, de escudriñarlo de verdad. Quería ver si quedaban trazas del rostro que yo recordaba, de aquella cara que había significado algo para mí.

—Bien —dijimos a la vez, casi en la misma respiración, y nos reímos.

—Tú primero —se ofreció.

—¿Cómo estás? —pregunté mientras los nervios que sentía se me acumulaban en la base de la garganta.

No sabía qué sentir al respecto. Hacía tiempo que la ira hacia él se había desvanecido; se había disipado con el tiempo y otras cosas la habían eclipsado. Sin embargo, mientras nos mirábamos el uno al otro en aquel coche, noté algo en mi interior: un recelo residual, una sensación de incertidumbre.

—Estoy bien —afirmó—. Iba a… bien, pensé en llamarte para verte, pero supuse que sería mejor darte un poco de tiempo para instalarte.

—Vale.

—Entonces… ¿te has instalado ya? ¿Te las apañas?

—Sí.

—Bien.

Al estar a solas con él en un espacio tan reducido, era consciente de mis movimientos, de mi respiración, de la desnudez de mis piernas y de los monosílabos que intercambiábamos. Me preguntaba qué pensaba de mí, de los cambios que observaba en mi cuerpo, del pelo y la piel secos a causa del sol, de las arrugas, de las marcas que me había dejado la ansiedad y el duelo. Pero lo que más me sorprendió fue el deseo de que no pensara mal de mí; un antiguo anhelo y la voluntad de complacerlo. Jugueteé con la cremallera de mi sudadera mientras pensaba en qué decir.

—He encontrado trabajo. En Crazy Prices.

—¿Ah, sí?

Su voz se volvió más aguda al pronunciar la última sílaba.

—No es nada especial, solo repongo los estantes.

—Genial. Me alegro.

—No está mal.

—Entonces, ¿te quedarás una temporada?

—Puede.

Asintió, pensativo, mientras digería la información, y vi un destello de la escrupulosa mirada juvenil que recordaba. En ese momento pensé en el aspecto que tenía cuando nos conocimos: tenía una expresión vergonzosa y su rostro reflejaba cierta arrogancia. Tenía las facciones oscuras, las manos en los bolsillos con un gesto de despreocupación y esbozó una sonrisa misteriosa que hizo que se me acelerara la respiración, por inexplicable que fuera.

—Seguro que te parece extraño… —dijo, e hizo una pausa para aclararse la garganta—. Volver. Después de todo el tiempo que ha pasado.

—Sí, supongo. En cierto modo, parece diferente.

—¿En qué sentido?

—Pues, mira, para empezar, la casa parece más pequeña. Está llena de cosas y de esquinas oscuras. No lo soporto.

Me miró de reojo y me percaté de lo dramática que sonaba. Entonces, me apresuré por diluir mis palabras.

—Tan solo necesito hacer algo con ella, limpiarla y transformarla en un lugar cálido de nuevo.

Asintió, pensativo.

—Es una buena casa —comentó.

—Sí. Pero no es mi casa. O, al menos, no lo parece.

—¿Tú crees?

—Ni siquiera parece que sea la casa de mi madre, si soy sincera. —Me miró de nuevo antes de fijar la vista en la carretera—. Para mí, todavía es la casa de la tía de Lillian. No ha cambiado prácticamente nada desde entonces.

Lo observé por el rabillo del ojo con dificultad. Tenía la barba oscura, como el pelo, pero las primeras canas la moteaban. No lo recordaba con barba. Le hacía parecer mayor, le daba un aspecto distinguido. Tenía el pelo corto y me imaginé que, si lo hubiese tenido más largo, se le habría rizado como cuando era joven. Se le empezaba a clarear por la zona de la frente y advertí que se lo peinaba hacia delante para combatir la señal de envejecimiento; aquel era un pequeño rastro visible de vanidad.

—Avril me ha dicho que Yankee House todavía está en pie —dije, y vi como se le curvaban los labios hacia arriba y esbozaba una ligera sonrisa.

—Bueno, hace tiempo que no oigo a nadie llamarla así.

Tenía los labios largos y rectos, y la barba perfectamente recortada, pero había un rastro de la ternura de su juventud en sus facciones. Se hacía visible en sus ojos marrones que reflejaban la luz a través de su oscuridad. Me pregunté cómo sería besar de nuevo aquella fina línea que era su boca, cómo sería sentir la suavidad de su mandíbula aterciopelada en mi cara. Me pasé la mano por el pelo rápidamente en un movimiento salvaje para quitarme aquella imagen de la cabeza.

—Iba a ver si podía reparar el antiguo Datsun de mi padre. Ir caminando desde el pueblo es una matada —añadí—. Sigue en el cobertizo que hay detrás de la casa, aunque Dios sabe en qué estado estará.

—Me había olvidado de que había un coche —comentó de manera pensativa—. Lillian nunca lo utilizó.

No le expliqué que mi madre odiaba aquel coche: la pintura rojo chillón, la tapicería de color caramelo… Era igual que mi padre: estridente y extravagante. Nunca entendió por qué se lo había dejado. «Te dejo el coche», le escribió en una nota, como si fuera un gran regalo para ella. ¿Es que nunca se dio cuenta de que lo odiaba? ¿De que jamás lo conduciría?

—A estas alturas seguramente está como para llevarlo al desguace —contesté en voz baja.

—Puedo echarle un vistazo, si quieres —se ofreció con un tono de voz comedido y, al mismo tiempo, ligeramente entusiasmado.

Me sorprendió que se ofreciera a ayudarme con el coche. No parecía la clase de hombre acostumbrado a juguetear con motores. Tenía las uñas demasiado limpias y la ropa, impoluta. Su aspecto era el de alguien escrupuloso y delicado. La seriedad de su actitud sugería que estaba más cómodo perdiéndose entre las páginas de un libro que debajo de un coche. Se dio cuenta de lo poco que lo conocía ahora. Lo único que tenía de él eran recuerdos. Los años los habían convertido en completos desconocidos. Quizá era mejor así.

—Vale —respondí—. Si no es molestia…

—Para nada.

La carretera serpenteaba entre las colinas hasta llegar al mar. A lo lejos, se veía el mar, de un azul aguamarina bajo la calima. Era tan raro estar sentada en el asiento del copiloto de un coche de nuevo —el sitio reservado para la esposa— con un hombre al volante que me sentí nerviosa. Había tensión entre nosotros, un silencio cargado de preguntas. ¿Pero qué sentido tenían ahora todas esas preguntas? Todo lo que había querido preguntarle se desvaneció de mis pensamientos; todas las preguntas candentes se habían enfriado con el paso de los años. Se hizo un silencio, aunque no era hostil; me parecía relajante.

Y, entonces, pasó algo. La radio llevaba sonando de fondo todo el tiempo, como si fuera un murmuro constante de voces, pero, en ese momento, en el silencio, las oí con claridad. Era la emisora local, y el presentador estaba leyendo los obituarios. Esa práctica mórbida y peculiar era una de las cosas de aquel rincón del mundo que había olvidado. Nos quedamos en silencio mientras una oleada de incomodidad inundaba el espacio que había entre nosotros y escuchábamos con atención los detalles de todas aquellas personas que habían fallecido antes de que se inclinara rápidamente y cambiara de emisora.

—Perdona —murmuró, y colocó la mano sobre el volante de nuevo.

La música de los Who llenó el coche de música. «The Seeker» empezó a sonar por los altavoces y los dos nos quedamos quietos mientras escuchábamos la letra.

I asked Bobby Dylan,

I asked The Beatles,

I asked Timothy Leary,

But he couldn’t help me either.

Lo miré fijamente y vi que se había sonrojado. Advertí que se sentía avergonzado por el hecho de que hubiese oído hablar sobre muerte. Le ardían las mejillas y miraba hacia todos los lados. Sentí su humillación. De repente, parecía tan ridículo que una carcajada empezó a formarse en mi interior. Traté de contenerme, pero no pude evitarlo y rompí a reír estrepitosamente. Fue como un grito ahogado, como un hipo sonoro. Christy me miró, confundido, y noté que estaba a punto de soltar otra carcajada. Y, entonces, no pude frenar la hilaridad. Era imposible de contener, emanaba de mis labios como si fuera una cascada. Asombrado, me miró mientras las lágrimas me resbalaban por las mejillas. No podía controlarme. En ese momento, él también comenzó a reír. Los dos estábamos sentados en la parte delantera del coche, tratando de respirar mientras reíamos a carcajada limpia. Y de la fuente más inesperada, de las circunstancias más ridículas, sentí que me deshacía de un gran peso que llevaba sobre los hombros. Noté como me liberaba de ello y la ternura que había debajo de tanta hilaridad.

Cuando conseguimos dejar de reír, me sentí liviana y etérea, como si alguien hubiese abierto una ventana en mi interior y una ligera brisa me atravesara enérgicamente. Y, así, sin más, supe que todo iría bien entre nosotros, que la ira, el dolor y los años que habían pasado no significarían nada. Puede que él también lo notase, porque aunque había dejado de reír, seguía sonriendo. Poco después, detuvo el coche en el camino de la entrada de la casa, cubierto de césped.

—Bueno… —dije mientras me quitaba el cinturón y le sonreía—. Gracias por traerme.

—Para eso estamos, Lara —contestó con amabilidad, y me miró a los ojos por primera vez en todo el trayecto.

Salí y saqué los botes de pintura del asiento trasero. Entonces, cerré la puerta y miré por la ventanilla abierta de nuevo.

—¿Entonces…?

—Entonces… quizá me pase algún día de la semana que viene para echar un vistazo al coche.

—Claro. Genial.

Se hizo un silencio muy breve antes de que arrancara el coche y, entonces, algo se me pasó por la cabeza y lo solté sin más.

—¿Christy? ¿Es el diminutivo de Christopher?

Era algo que nunca supe y que nunca se me había ocurrido preguntar. Su rostro adquirió una expresión de sorpresa mezclada con confusión y dejó de hacer lo que estaba haciendo.

—Christian —contestó en voz baja, y añadió en un tono diferente—: Pero ya nadie me llama así.

No sé por qué se lo pregunté, pero había algo tan triste en aquella última confesión después del alegre momento y las risas que habíamos compartido que me obligó a decir al marcharme:

—Gracias por traerme, Christian.

Esperó a que recogiera la compra y a que me metiera en casa. Noté que me observaba mientras caminaba y sentí que tenía la mirada clavada en mí. Cuando crucé el umbral sana y salva y cerré la puerta, oí que el coche se alejaba de la casa.

A la deriva

Подняться наверх