Читать книгу A la deriva - Karen Gillece - Страница 9

Capítulo 1

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Aveces, pensaba que lo veía. Su rostro se me aparecía por las esquinas, donde perdía el tiempo, arañaba las sandalias con el bordillo y balanceaba su cuerpecito de lado a lado mientras movía los pulgares por debajo de la banda elástica de sus pantalones cortos. Lo veía junto a las puertas abiertas de los coches, alzando los brazos para agarrarse al tapizado y trepar por él hasta sentarse en la parte trasera. Estos coches siempre eran modernos y cómodos, de diseño familiar, para las madres que llevaban a sus hijos al colegio… lo cual era una idea descabellada por sí sola, ya que los únicos vehículos en los que habíamos viajado eran una serie de furgonetas destartaladas y abolladas con arcoíris, flores o el sol y la luna pintados en uno de los laterales con una paleta de colores vivos muy variada. Eran trampas mortales psicodélicas. Lo veía correteando por la calle. Su pelo oscuro se levantaba con cada movimiento y la mochila le rebotaba en la espalda, aunque nunca había ido al colegio ni había tenido una cartera. Pero estas alucinaciones no seguían unas normas, y me había acostumbrado a lo absurdas que eran. En ocasiones, veía una mano que lo agarraba, le ayudaba a levantarse, tiraba de él hacia delante y me lo arrebataba de nuevo.

Sufría estos delirios desde hacía un tiempo, aunque no recordaba exactamente cuándo habían empezado. Quizá estuviesen ahí desde el principio. Y era consciente de que las altas dosis de marihuana que consumía no mejoraban la situación. Puede que pensara que, si venía a Irlanda, me libraría de ellas, que sería como sacudir un paraguas para deshacerse de las gotas de lluvia. Pero aquel día, en el tren procedente de Dublín, cuando el sueño empezaba a apoderarse de mí y mi aliento empañaba el cristal de la ventana contra la que me había apoyado, soñé que oía el delicado batir de las olas contra la orilla y que lo veía de pie sobre un banco. Tenía el cabello despeinado, la piel de la parte superior del brazo erizada y una postura orgullosa y feroz. La barriga le sobresalía hacia delante, al igual que la barbilla, y mantenía la vista fija en el mar, cuyas olas bañaban la orilla a un ritmo constante. Hacía mucho tiempo que tenía el mismo sueño, así que, de algún modo, estaba preparada. Ya había ensayado mi papel de espectadora y soñadora; seguía sus lentos pero decididos movimientos y sus pies descalzos, que caminaban con dificultad sobre la arena suave mientras pensaba que los fragmentos de conchas se le debían de clavar en sus delicadas plantas. Nunca hablaba con él ni lo tocaba en esos sueños. Mantenía las manos inmóviles y pegadas a ambos costados del cuerpo al tiempo que caminaba hacia la orilla, como si el mar lo llamara. Al verlo, recordaba sus primeros pasos, la manera en que levantaba las manos a ambos lados del pecho, con los codos flexionados mientras avanzaba balanceándose, preparado para aterrizar en el suelo. Noté la misma sensación en el pecho que entonces, la ligera expectación que se apodera de ti antes de una caída.

Quizá era porque ya lo había soñado antes, o puede que fuese debido a la repentina sacudida del tren cuando se detuvo, pero logré despertarme justo antes de que el agua le salpicara las espinillas y me libré de aquel golpe a traición directo al corazón. A través de la confusión difusa propia del final de un sueño, una voz anunció el nombre de la estación y me percaté de que había llegado. Efectivamente, ya me esperaban en el andén; uno con una sonrisa atenta y ansiosa, y, el otro, el más joven, con una mirada solemne y lúgubre. Me sentí presionada, débil y un poco mareada mientras recogía mis pertenencias. Poco después, bajé al andén y Sorcha estaba delante de mí.

—Lara —dijo.

Me observaba de una forma particular. Sus ojos eran un reflejo de su alma y en ellos veía mi vida entera y lo que ella pensaba al respecto, la imprudencia de mis viajes, la despreocupación de mis relaciones, mi caprichosa existencia y el hecho de que para ella no era ninguna sorpresa que hubiese regresado como lo había hecho. Pero también vi comprensión en ellos y, cuando me abrazó, me sorprendí al notar que se me acumulaban lágrimas en la base de la garganta. Tragué saliva para desterrarlas a las profundidades de mi estómago. Cuando Sorcha me soltó y dio un paso atrás, vi un brillo en sus ojos mientras me escudriñaba. A pesar de mi férrea voluntad, percibí un antiguo sentimiento de ira mientras me observaba con una mirada triste y melancólica.

—Vamos —dijo con dulzura—. Tengo el coche fuera.

El coche era un viejo Mercedes grande de un tono verde oliva con tapicería de cuero color crema. Era una auténtica joya vintage desvencijada. No le pegaba a Sorcha en absoluto. Al aferrarse al volante, se la veía enana en comparación con la máquina. Estaba sentada en el borde del asiento con la espalda completamente recta y tenía la vista fija en la carretera. Parecía inquietantemente desorientada en un mar de cuero mientras perforaba el ambiente con sus preguntas. Los árboles proyectaban sombras sobre el parabrisas al tiempo que avanzábamos a toda velocidad en dirección al campo y su alegre voz inundaba el espacio que había entre nosotras. Estaba llena de impaciencia y optimismo aunque respaldada por una voz temblorosa que reflejaba sus nervios, que la salpicaban como las gotas de lluvia al caer sobre un tejado.

—¿Qué tal ha ido el viaje? ¿Estás muy cansada? —preguntó alegremente.

—Bien. Ya sabes cómo es, con todas esas escalas. He pasado mucho tiempo en salas de espera.

Avril estaba sentada en la parte trasera del coche sin decir palabra, sumida en sus depresivos pensamientos de adolescente. El tono cantarín de Sorcha me ponía de los nervios. Ya estaba bastante inquieta tras el largo vuelo, y eso por no mencionar las cinco o seis copas de vodka que me habían ayudado a soportar el largo trayecto desde Brasil.

—¿Has dormido en el avión?

—No. Aunque sí he dormido un poco en el tren.

—Bueno, ya es algo. Te llevará un tiempo acostumbrarte —señaló con una ligera vehemencia.

Había ovejas desperdigadas en lo alto de las colinas y las observaba mientras me empapaba de los colores del paisaje del condado de Kerry: la neblina violácea que creaban los árboles en el horizonte y el verde exuberante del césped, incluso a finales de verano. Pensé en el paisaje que había dejado atrás: en las áridas y polvorientas llanuras moteadas de rocas escarpadas y en los cactus que apuntaban hacia el cielo como si fueran dedos espinosos. Me notaba más lúcida ahora que en el tren. De repente, estaba despierta y más alerta de lo que me había sentido en meses. Quizá era por el hecho de haber vuelto, o tal vez fuera porque había escapado de América del Sur y abandonado su búsqueda, pero parecía que tenía los ojos más abiertos, como si estuvieran absorbiendo más cosas. Las vistas, los sonidos y los olores dejaban su huella a través de mis sentidos: el graznido de las gaviotas, el olor ahumado y salado del pasto quemado, pueblos pintados con los colores del arcoíris… Una emoción repentina se apoderó de mí y, cuando empecé a hablar, un torrente de palabras invadió el coche.

—No te imaginas los controles de seguridad que había en los aeropuertos, Sorcha. Y el de Nueva York no fue el peor de todos. En Río me obligaron a coger las maletas y vaciarlas por completo, y ya habéis visto todo lo que traigo. En los demás aeropuertos, revisan el equipaje con una máquina de rayos X o algo así. Pero en Río revisan todo a mano. Y cuando digo «todo», me refiero a todo. Artículos de higiene personal, ropa interior, todo. Un hombre con guantes de látex examinó todas mis pertenencias. Te aseguro que no te gustaría tener que ponerte nerviosa sobre algo que has guardado en la maleta…

Continué explicando más cosas sobre el tema en un esfuerzo por parecer alegre, hasta que oí los nervios que se reflejaban en mi voz. Entonces, vi como Sorcha me observaba discretamente y la consternación que emanaba su mirada. Esa sensación de entusiasmo era nueva para mí. Supongo que se debía a que estaba cerca de casa y a la creciente sensación de que me dirigía hacia una vida diferente, lo cual suponía un descanso del ciclo de días y noches oscuros. Tener tantas posibilidades a mi alcance me aturdía. Pero sabía que debía controlar mi entusiasmo y mis caprichosas emociones.

—Verás cuando lleguemos al pueblo, Lara. Estoy segura de que ni lo reconocerás.

Sorcha se aferraba al volante. La alianza brillaba bajo la luz del sol y me percaté de que sus manos habían envejecido: eran ásperas y la piel que le cubría los nudillos estaba tirante. No paraba de mirarme de reojo. Trataba de asimilar que su prima, a la que no había visto desde hacía más de quince años, había vuelto. Una ligera decepción se apoderó de su rostro. Era evidente que Sorcha esperaba que compartiese mi dolor en mayor medida. Al ver su expresión mientras me esperaba en el andén me había quedado claro que estaba preparada para recibir a una mujer que seguía rota de dolor, desesperada y sumida en la tristeza y el llanto. Y sí, desde luego que pasé una temporada así, pero había aprendido que vivir en esas condiciones te dejaba sin energía y te consumía el alma. Tarde o temprano debes tomar una decisión: sucumbir a la tristeza eterna o recomponerte, armarte de valor y tratar de cambiar la situación. Y, de acuerdo, algunos días ser valiente era más difícil que otros, pero hacía dos años desde que lo había perdido y, en ese tiempo, había aprendido unos cuantos trucos.

Sorcha no era mi persona preferida del mundo, y puede que aquella tarde no fuese justa con ella, dada la historia que había entre nosotras. Pero algunas heridas se infectan. Supongo que todavía me molestaba el modo en que había utilizado su útero para sabotear nuestros planes, los míos y los de él, hacía muchos años. Mientras miraba por el rabillo del ojo a mi prima, que era el familiar vivo más cercano que tenía, observé cuánto había cambiado, de la manera en que lo hacen las mujeres. Solo era dos años mayor que yo, así que tenía treinta y seis. Había ganado un poco de peso, lo cual es inevitable después de tener hijos, pero, aun así, me sorprendió. Aún tenía los ojos del azul más claro que jamás había visto, eran grandes y estaban rodeados por unas pestañas largas cubiertas de una máscara de pestañas pegajosa que le dotaba de una expresión de asombro. Me pregunté si se habría maquillado por mí. Sus rizos rubios se habían convertido en bucles pequeños e hirsutos a lo largo de los años, como si la tensión en su cuerpo hubiese afectado a su cabello. Tuve que aguantarme las ganas de inclinarme hacia ella y estirárselos. Pero sus delicadas facciones, como las de una muñeca, eran lo que más había cambiado. Tenía una expresión seria y cansada en el rostro a pesar de su buen humor resuelto. La repentina sensación de calidez que sentí por ella me sorprendió y el paso del tiempo restó importancia a todos aquellos duros recuerdos. Me planteé un nuevo propósito: dejar que el pasado quedara en el pasado. Casi oí el sonido que hacía el papel al pasar página en mi interior.

—Me alegro de verte —dije de repente.

—Yo también me alegro de verte, Lara —contestó al cabo de unos segundos a causa de su sorpresa inicial—. Estábamos preocupados por ti. Después de todo lo que ha pasado… Me alegro de que hayas vuelto a casa.

«Casa». La palabra resonó en el silencio mientras pasábamos por Killorglan y Glenbeigh. La carretera serpenteaba a través de un valle antes de emerger y revelar la vasta extensión del mar. La luz brillaba sobre la superficie del agua, una gran masa de agua que llegaba desde el Atlántico abrigada por dos penínsulas que adquiría un color azul oscuro cuando el sol vespertino lo bañaba con su esplendor. Había olvidado lo hermoso que era y, de repente, me sentí emocionada mientras observaba por la ventanilla, me mordía una uña y el sol me calentaba la mejilla. La calidez de las posibilidades que se extendían delante de mí me invadió de nuevo, como si estuviese a punto de empezar otra vez, como si ya hubiera pasado lo peor.

—¿Crees que ha cambiado mucho? —preguntó Sorcha.

—No lo sé. Las colinas parecen más pequeñas.

—¡Comparadas con los Andes, seguro que sí!

Su cálida y melódica risa inundó el coche.

—Supongo.

—Espero que tengas fotos. Todos nos morimos de ganas de ver las fotografías de tus viajes, ¿verdad, Avril? —Su hija permaneció en silencio en el asiento de atrás, con el ceño fruncido mientras miraba por la ventanilla—. ¡Seguro que has hecho cientos de fotos! —insistió Sorcha.

—Vale.

No iba a contarle que había tirado todas las fotografías desde lo más alto del Pan de Azúcar, en Río de Janeiro, y que observé cómo las arrastraba el viento por la amplia bahía antes de esparcirlas como si fueran confeti. Fue un acto tan dramático que atrajo público. Me deshice de quince años, los arrojé al viento con un simple movimiento. Fue un impulso que después identifiqué como dramático e indulgente. Recordé que me di la vuelta antes de que cayeran del todo, ya que no quería saber dónde habían aterrizado. Tenía miedo de arrepentirme e ir a buscarlas en el último momento. En su lugar, me marché y me dirigí al teleférico de nuevo con una sensación de entumecimiento que se extendió por todo mi cuerpo.

—Bueno, hemos preparado la casa para tu llegada, ¿verdad, Avril?

La observé por el retrovisor. Era una criatura enfadada con un mohín en el rostro. Tenía los ojos pintados con delineador negro, tan lúgubres como su humor. Avril. La pequeña semilla que plantaron y arraigó antes de que me marchara. Una semilla secreta e infame. Por aquel entonces, solo era una pequeña preocupación que se escondía tras la sonrisa de Sorcha. Pero de eso hacía mucho tiempo. El parecido con su padre se hacía especialmente evidente al contemplar su rostro menudo y delicado. Tenía la misma expresión que él, con los labios y el ceño fruncido, y el mismo tono de piel oscuro. Pensé que era un alivio que no hubiese venido con ellas a buscarme, que Sorcha y Avril hubieran ido solas. No estaba segura de cómo reaccionaría ante él, al ver sus ojos y oír su dulce voz. Avril tenía quince años y era un recordatorio físico y perturbador del tiempo que hacía desde que me había ido. Me costaba mucho dejar de observarla.

—¿Todavía se llama Yankee House? —pregunté, y me giré para ofrecerle una sonrisa alentadora. Avril me devolvió una mirada seria.

—Sí —contestó con brusquedad.

Era evidente que se había enfadado conmigo por haberla obligado a pronunciar aquella sílaba y su rostro adquirió una expresión hostil. No iba a ganármela fácilmente y yo tampoco tenía la intención de ser su amiga, así que me di la vuelta y esperé hasta que alcancé a verla. Yankee House, una casita de campo de madera de color gris azulado con un porche que la rodeaba. No se parecía a las granjas tradicionales, que contaban con ventanas pequeñas y tejados inclinados, ni a los nuevos bungalós que se habían construido, con amplias ventanas y aleros exagerados, sino que recordaba a las casas de verano tradicionales de la costa este de Estados Unidos, con una puerta de malla y maceteros de arcilla con geranios marchitos en el porche y con clemátides viejas trepando por la celosía.

La había visto en mis recuerdos en varias ocasiones a lo largo de los años y recuperaba el recuerdo cuando necesitaba un poco de consuelo. Cuando el coche se detuvo en la entrada principal, cubierta de césped, tuve la sensación de que algo despertaba en mi interior, como si un recuerdo me asaltase. Durante unos segundos, casi esperé ver a mi madre salir al porche cubriéndose los ojos con la mano. Tras la casa, las olas del mar bailaban a un ritmo perezoso y se extendían por la arena húmeda. Los sonidos del mar se oían desde la distancia.

Sorcha trataba de abrir la cerradura mientras decía que más valía maña que fuerza. Sentí una extraña expectación en mi interior, algo similar al entusiasmo; un optimismo por estar en casa de nuevo. Pero después de que la puerta se abriera de golpe y las tres entráramos con mi equipaje, la emoción disminuyó. Me quedé quieta en medio del salón de mi madre y me percaté de lo poco que había cambiado. Tenía exactamente el mismo aspecto que cuando me marché: los mismos muebles, las fotografías enmarcadas de nuestros antepasados colgadas de las paredes, la puerta que llevaba del salón a la cocina, las habitaciones, el baño… Pero, por alguna razón, parecía más pequeño. En aquel momento, pensé que podía ver la casa con otros ojos, como Avril la estaría observando, a través de su mirada joven llena de desaprobación. La edad de la casa se hacía evidente en las esquinas y unos dedos del pasado rascaban la pintura de la madera. Las paredes, cubiertas de grietas y desconchadas, encerraban el eco de las voces de otras personas. Los muebles eran oscuros y austeros, y estaban deformes debido al paso de los años. Los cuerpos de otras personas les daban forma.

Sorcha, que no se había percatado de mi cambio de humor, se apresuró hasta la habitación para dejar las bolsas en una muestra de fuerza y rapidez combinada. Volvió unos minutos después y me dedicó su mejor sonrisa optimista.

—He dejado tus cosas allí —dijo con alegría—. También tienes la cama hecha.

—Gracias —contesté. No sabía muy bien cómo me sentía con respecto a lo de dormir en la cama en la que había fallecido mi madre, a pesar de que ya habían pasado dos años—. Te estás portando muy bien conmigo.

—Tonterías.

Eché un vistazo a mi alrededor y me sorprendió ver la huella de Sorcha allí donde mirara. Estaba presente en los suelos barridos y los muebles brillantes, en las cortinas festoneadas y las sábanas perfectamente planchadas. Cuando pasé por las habitaciones como si fuera una sombra, me quedó claro que Sorcha había estado en la casa los últimos quince años. Había ordenado todo, limpiado todas las superficies y fregado el suelo. Su presencia era evidente hasta en el trapo bien doblado que reposaba sobre el grifo del fregadero. Estaba en todas partes, y yo, en ninguna.

Un cansancio repentino se apoderó de mí y oí la voz que habitaba en mi cabeza. «Aguanta, Lara. Poco a poco». Y recordé por qué estaba allí, por qué había regresado a aquel lugar. El pensamiento me tranquilizó.

—¿Qué te parece si preparo un poco de té para todas? —sugirió Sorcha.

La oía tararear mientras trajinaba en la cocina. Metí la mano en mi bolso, encontré los cigarros y rocé con la mano la bolsa hermética que contenía un paquete de papel de fumar y unos cuantos gramos de marihuana que había comprado en un pub cerca de la estación de tren de Heuston. Me recordé a mí misma que solo era para casos de emergencia. Todavía sentía cierta esperanza en mi interior, tenía la creencia de que podía aguantar sin ella. Además, no estaba segura de que a Sorcha le entusiasmara la idea de verme drogada.

Abrí el paquete de cigarros y me detuve cuando saqué uno y noté que Avril me observaba.

—¿Quieres uno? —pregunté, y le ofrecí el paquete.

Dirigió la vista de inmediato hacia la puerta de la cocina, de donde emanaba una multitud de ruidos, y negó con la cabeza rápidamente. Se sentó delante de mí y me miró atentamente con sus grandes ojos marrones. Entonces, me di cuenta de que tenía motas de color ámbar en el iris, como su padre. La luz que había en sus ojos cambió. Ahora reflejaban un ápice de respeto. Encendí el cigarrillo, me llené los pulmones de humo y estiré el brazo para acercar el cenicero con forma de vieira que había en la mesa. Avril habría aceptado el cigarrillo si su madre no hubiese estado en la casa. Le dediqué una sonrisa, aunque me sentí un poco culpable por tentarla.

Sorcha salió de la cocina con una bandeja.

—Aquí tienes —dijo casi sin aliento. Colocó la bandeja sobre la mesita y le dio unos golpecitos a Avril en la pierna para que le dejara sitio en el sofá—. Te sentará bien.

Observé el chorrito de té que vertió en las tazas y el modo en que doblaba el meñique cuando servía la leche. Tenía un aire elegante que me hacía sentir ordinaria y desgarbada, con mis uñas mordidas y despeinada.

—Ah, esto es para ti —añadió, y señaló hacia un pequeño montón de cartas apiladas detrás de la tetera—. Son algunas cartas dirigidas a ti que han llegado hace poco a nuestra casa. Tendrás que ir a la oficina de correos para decirles que puedes volver a recibir correspondencia aquí.

Acepté la taza que me ofreció e hice un esfuerzo por sentarme recta, tratando de imitar su postura. Me coloqué el pelo detrás de las orejas, me alisé la falda y la estiré para que me cubriera las rodillas. Entre nosotras había un desequilibro del que era plenamente consciente: ella, bien vestida y almidonada; y yo, cansada y desaliñada. Pero, más allá de eso, había una deuda pendiente. Lo notaba en la casa, tan bien cuidada; aquel lugar era un recordatorio tácito de todo lo que había pasado; en especial, del hecho de que había cuidado a mi madre, Lillian.

—Estas tazas… —dijo Sorcha mientras las observaba con cierto respeto—… eran las preferidas de Lillian.

Las tazas eran pequeñas, delicadas y tenían un asa curvada demasiado pequeña en la que solo cabía el dedo de un niño pequeño, y una gran rosa de té grabada en la superficie de la porcelana, con sus hojas y su tallo espinoso. Levanté la vista de mi taza y me di cuenta de que a Sorcha le empezaba a temblar la boca y la barbilla, aunque se recompuso rápidamente.

—Fue muy tranquilo —dijo en voz baja. Sus susurros inundaron la estancia—. Al final, se fue en paz.

Durante unos segundos, no supe muy bien cómo contestar, porque no dejaba de pensar en el significado de «al final», en los episodios de dolor implícitos que tuvieron lugar antes de morir.

—Siento mucho no haber estado aquí —comenté con sinceridad—. Ojalá pudiera haber estado con ella.

—Lillian decía que no quería obligarte a venir. «No molestéis a Lara», nos advertía. Odiaba pensar que te obligaba a venir, cuando todavía estabas buscando a…

Dejó la frase inacabada y, durante unos segundos, las tres nos quedamos sentadas sin decir nada. Avril tenía la vista fija en su taza. Percibía su incomodidad.

En mitad del silencio, algo cambió en el ambiente y creció una tensión nueva. Sorcha estaba armándose de valor para hacer algo; lo supe porque tenía la mandíbula tensa. Me observó con una mirada vacilante y dubitativa, e inmediatamente supe lo que iba a decirme.

—Lara, siento mucho lo de tu hijo.

Las palabras se quedaron flotando en el aire, pesadas y sinceras. No se oía nada, salvo el latido constante de la marea. Avril levantó la mirada y fijó la vista en mi rostro.

—Es algo horrible… como madre, me imagino por lo que has pasado y lo duro que habrá sido.

Aquellas palabras parecieron amenazar toda la fuerza y la claridad con las que me había armado. La esperanza a la que me había aferrado parecía haberse evaporado. Y con ella, mi propósito de no utilizar el contenido de la bolsa hermética que tenía en el bolso. No podía fingir que no estaba pensando en el momento en que oliese el aroma del aire calcinado alrededor del extremo irregular de un porro encendido.

—Lo siento muchísimo —susurró Sorcha.

Todo el mundo decía siempre que lo sentía. La gente no sabía qué otras palabras ofrecer después de que alguien hubiese vivido un acontecimiento trágico. Sobre todo cuando eras víctima del robo de tu hijo. Pero «lo siento» se quedaba corto. ¿Y qué sentían exactamente? Ellos no me lo habían arrebatado. No habían sido ellos quienes se habían despistado, cautivados por los ojos de otra persona, mientras él desaparecía entre la multitud. Llevaba dos años escuchando a gente decirme que lo sentía.

—Debió de ser horrible para ti… —repitió, y después añadió con vacilación y astucia—:… y para tu marido.

—No es mi marido —contesté lacónicamente de inmediato. De acuerdo, lo admito, fue más bien a la defensiva—. Nunca nos casamos.

—Sí, claro. Ya lo sabía —respondió a modo de disculpa, y negó con la cabeza por haberse equivocado—. ¿Cómo se llamaba?

—Alejo —susurré tan suavemente que mi voz pareció una caricia.

—Alejo —repitió, y asintió con la cabeza al recordar el nombre—. Tu madre nos contaba cosas sobre él, decía que hablabas mucho de él en las cartas que le enviabas. Creo que le gustaba. Le gustaba cómo sonaba. «Será bueno para ella», comentó una vez. Es una lástima que nunca llegara a conocerlo. Ni a tu hijo. Ignatius, ¿no? —preguntó, pronunciando el nombre con cautela—. Se llamaba así, ¿no?

—Ignacio —la corregí, y después añadí agresivamente—: Se llama así. No está muerto.

Justo en ese momento, se me quebró la voz y tuve que contener el repentino llanto que me ascendía por la garganta. Me quedé muy quieta y me concentré en la bandeja que había entre nosotras y en el montón de cartas que asomaban tras la tetera.

—Es un nombre bastante inusual —comentó Sorcha en voz baja y con un tono compasivo al cabo de unos minutos. No pretendía ofenderme. Solo intentaba ayudar. Me acordé de lo bien que nos llevábamos antes—. Hoy en día ya no se oyen esos nombres bíblicos.

Fue idea de Alejo. Quería llamar a nuestro hijo como su padre.

«¿Por qué no?», dije por aquel entonces. «Es mejor que llamarlo como el mío».

—Nunca lo llamábamos así —expliqué con la voz calmada—. Nacio. Así lo llamábamos.

—Nacio —repitió Sorcha, como si estuviera probando el sonido de aquellas sílabas.

En momentos como aquel, sentía que algo se retorcía en mi interior; el pesar que se había apostado dentro de mí. Vivía en algún lugar de mi cuerpo, tras las costillas y debajo del corazón. En estas situaciones, notaba como se expandía y se estiraba como un gato, y se me revolvían las entrañas.

Ninguna de las tres dijo nada durante unos minutos y, entonces, sacudí la cabeza bruscamente.

—Perdón —dije, y me obligué a sonreír. Hice un enorme esfuerzo por animarme—. Todavía me cuesta hablar de él.

—Es normal.

—Y he tenido un día muy largo. Se me hace raro estar aquí otra vez.

Traté de reírme brevemente para deshacernos de la tensión que reinaba en el ambiente y Sorcha sonrió con amabilidad.

—Debes de estar agotada. Será mejor que te dejemos descansar.

Se puso en pie y se alisó la falda con un suave movimiento. Observé como sus tacones repiqueteaban contra el suelo y el dobladillo de la falda se le levantaba mientras se dirigía hacia la puerta principal con Avril. A pesar de su compasión y de su preocupación sincera por mí, sabía que no quería que Sorcha se quedase conmigo en la casa, con su corte de pelo perfecto, su vida respetuosa e impoluta, mientras sentía lástima por mí y me juzgaba en silencio. Parecía muy capaz y responsable, y sabía que nunca habría permitido que le ocurriera a uno de sus hijos algo así. Solo el hecho de pensar en ello me hacía sentir culpable y avergonzada de nuevo. Cerraron la puerta al salir y, entonces, el ruido cesó por completo.

La casa se sumió en el más absoluto silencio y noté que todos mis antepasados me observaban con detenimiento desde los marcos. Sentía sus miradas frías y acusatorias. Estaban por todas partes; me juzgaban desde la repisa de la chimenea y me escudriñaban desde las viejas paredes de la casa. Me incliné hacia delante y agarré el bolso, decidida a preparar un remedio que me rescatara de mis emociones. La casa era muy antigua. Crujía y se quejaba con cada uno de mis movimientos y con la ráfaga de los vientos procedentes del Atlántico, que golpeaban los costados y el techo de la vivienda. Las puertas se cerraban con delicadeza, las habitaciones susurraban por los rincones y el rumor de los recuerdos se deslizaba por las paredes.

Encendí el porro, me recosté sobre los cojines y, durante diez maravillosos minutos, me sumí en el olvido. Y durante ese tiempo, dejé de pensar en la casa en la que estaba y no reflexioné sobre si había sido una buena idea regresar al hogar de mi infancia. Olvidé al hombre de ojos ambarinos que vivía en el otro extremo de la playa y toda la historia que había entre nosotros. Y, lo más importante de todo, no pensé en el inmenso océano que se veía desde la ventana y que me separaba de mi hijo. Pasé diez felices minutos con la mente en blanco. La luz entraba por la ventana que había detrás de mí e iluminaba la mesa de café cubierta de tazas a medio beber. Sobre la superficie del té frío estaba formándose una capa turbia. El montón de cartas seguía allí y, desde la distancia, vislumbré una postal colorida que me resultaba familiar. El corazón casi se me sale del pecho cuando la cogí de la pila y le di la vuelta. La postal estaba en blanco: no estaba firmada ni tenía nada escrito, excepto mi nombre, la dirección y el matasellos. Pero no necesitaba ver su firma para saber que era de él. Había vuelto a la carretera y estaba haciendo la misma ruta que habíamos recorrido juntos numerosas veces.

La postal era de Cuzco, un pueblo pequeño de Perú, en el corazón de los Andes. Lo llamaban «el ombligo del mundo». Eché un vistazo a las fotografías cuadradas de sus calles: puertas de madera pintadas con colores vivos; una mujer mestiza con bombín, una falda colorida y ancha, y el pelo largo y negro recogido en dos trenzas; la tosca catedral iluminada por la noche; una gran masa de nieve que cubría las cimas de los Andes, tan majestuosos y benévolos. Recorrí la postal con los dedos e imaginé que estaba allí, de vuelta en el lugar en el que nos habíamos conocido hacía tantos años…

Estaba sentada con las piernas cruzadas en una esquina de la Plaza de Armas, a la sombra del Balcón de Cuzco. Delante de mí, había una caja abierta con bisutería de cuero hecha a mano y con cuentas de colores. Solo atraía algunas miradas curiosas y vendí cuatro cosas a unas chicas suecas. Seguía un poco mareada y tenía náuseas de vez en cuando. Mi cuerpo aún no se había acostumbrado a la falta de oxígeno y la altitud. Desde mi posición estratégica en el lateral de la plaza, observaba los majestuosos edificios coloniales; parecían muy sólidos en comparación con las barriadas por las que había pasado desde Lima. El sol brillaba con fuerza aquel día, y la luz iluminaba el agua que brotaba de la fuente y aportaba un aspecto limpio a los adoquines. Más allá de la ciudad, se erigían los Andes, tan imponentes y cercanos que parecían un brazo protector que rodeaba Cuzco.

Había llegado el día anterior y, por fin, me había quitado de encima a Stan, el hombre con el que me había enrollado en Caracas. Era un exmarine de Estados Unidos y tenía una ristra de carreras empezadas a sus espaldas. Durante dos años, había sido aprendiz de soplador de vidrio en Texas; había estado a punto de obtener la licencia de piloto de avionetas; había intentado meterse en los negocios de internet cuando estaban en alza, pero le habían aconsejado mal y había invertido en la empresa equivocada. Era lo que mi madre habría llamado un perdedor. Cuando lo conocí en Venezuela, tenía una bolsa entera llena de cannabis y una cámara Instamatic. Compartió su botín conmigo y satisfizo sus ansias de fotografiar. No me importaba posar cuando estaba colocada y me convencía a mí misma diciendo que era lo mismo que hacer topless en la playa.

Pero, al cabo de un tiempo, empezó a aburrirme y a serme indiferente. Sentía que las sesiones fotográficas me arrancaban pedazos del alma, y había algo en el peso de sus inquietantes silencios que me hizo sospechar de Stan, así que, cuando llegué a Cuzco, tras escabullirme de Lima en mitad de la noche, me sentía demasiado cansada y sucia como para seguir adelante.

Alejo no me dijo hasta mucho más tarde que me había observado durante todo aquel día, sentado al otro lado de la calle en el puesto que tenía delante de la fuente, en la plaza. Estaba demasiado cansada como para fijarme en alguien, abrumada por el intenso aroma de la comida y la humareda, e impresionada por el ruido y el ajetreo del lugar, con bocinazos cargados de ira, las exclamaciones de los vendedores ambulantes y las estruendosas pisadas de las hordas de personas que pasaban por Cuzco antes de adentrarse en el Valle Sagrado y tomar el Camino Inca. Y, además, estaba nerviosa. Temía descubrir que Stan me había seguido al percatarse de que los doscientos dólares que guardaba en el fondo de su petate habían desaparecido. Pero no lo vi en ningún momento. Cuando el sol comenzó a esconderse tras las montañas, Alejo dejó su puesto y se acercó a mí. Levanté la vista y posé los ojos en los suyos, pequeños y oscuros, y en su amplia sonrisa fanfarrona de dientes cuadrados, tan blancos que hacían que su boca pareciera demasiado grande en comparación con su cara. Tenía las manos en los bolsillos y llevaba el pelo, negro y largo, colocado detrás de las orejas. Por debajo de la gorra de béisbol, asomaba la sombra de un flequillo y mascaba hojas de coca lentamente.

—¿De dónde eres? —preguntó con un movimiento rápido de cabeza. Leí el mensaje de su camiseta: «Intégrate o pírate».

—De Irlanda —contesté.

—Ah, Irlanda. —Parecía que su sonrisa se había ensanchado y su buen humor le iluminó la cara cuando echó un vistazo a mi puestecito de bisutería—. Los irlandeses sois gente con mucho talento y muy creativa. —Asintió con la cabeza—. Artistas, escritores y músicos.

Por un instante, me pregunté si estaba haciéndose el gracioso y riéndose del penoso puesto de bisutería que tenía delante de mí. Ni siquiera era mío. Lo había robado de debajo de la litera de una chica colombiana en un hostal en Miraflores, desesperada por encontrar algo que pudiese empeñar. No soportaba la idea de tener que llamar de nuevo a cobro revertido a mi madre, a Irlanda, para pedirle que me enviara más dinero. Y allí estaba, ofreciéndole una sonrisa bañada por la luz del atardecer, agradecida por su cumplido. Si quería pensar que era una persona creativa, adelante, aunque el único talento que tenía era el don de enrollarme con hombres malos y meterme en líos.

—Bienvenida a Cuzco, irlandesa —añadió con una sonrisa pícara. Observé cómo regresaba a su puesto de productos de cuero, con cinturones, bolsos y pulseras hechas a mano por él.

El corazón me latía a un ritmo frenético. Pensé que era amor, aunque lo cierto es que podría haber sido simplemente a causa de la altitud. No obstante, era propensa a enamorarme a primera vista, y había algo en su forma de caminar despreocupada, con los hombros relajados y las manos metidas en los bolsillos con cierta indiferencia, que lo hacía parecer alguien tan completo, satisfecho y en paz con el mundo que daba la sensación de que nada malo podía pasarle. Deseaba un poco de lo que él tenía: seguridad en sí mismo, naturalidad y serenidad. Pero, sobre todo, lo que de verdad quería desde la primera vez que lo vi era reposar mi cuerpo agotado sobre el suyo.

Observé la postal y entrecerré los ojos para leer la fecha. Le di vueltas una y otra vez, mientras hacía cálculos en silencio. Se me aceleró el pulso al pensar que había vuelto al lugar donde nos conocimos. Sostuve la tarjeta entre las manos y saboreé las imágenes capturadas en la postal. A pesar de todo el tiempo que había pasado, sentí su molesta presencia de nuevo.

A la deriva

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