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Capítulo 4

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Después de cenar se refugió en su estudio —una habitación pequeña con una ventana que daba al mar— para trabajar en su libro. Abrió el documento de Word en el capítulo siete y echó un vistazo al último párrafo que había escrito. La obra había nacido hacía un año como una historia sobre celos, avaricia y corrupción; narraba la pelea entre dos hermanos por unos terrenos y la trama secundaria involucraba a una mujer de la que ambos estaban enamorados. Pero, tras escribir las primeras treinta mil palabras, Christy empezó a temer que el escenario fuese demasiado provinciano y que eso confiriera al relato un sentimiento nostálgico en lugar del estilo contemporáneo que esperaba. Así que había retrocedido y reescrito la historia de modo que uno de los hermanos estuviese relacionado con una red de pedófilos en internet, un movimiento radical que sospechaba que no era del todo convincente. Al mirar las últimas frases que había escrito, las palabras se emborronaron y se convirtieron en nubes. Christy apartó los ojos del monitor y recorrió la habitación con la mirada.

Había pasado una semana desde aquel trayecto en coche y, al cerrar los ojos, vio de nuevo sus piernas descubiertas, el destello de diversión en su boca, el oscuro pesar que reflejaban sus ojos… Y oyó su voz, la forma en que pronunciaba su nombre…

«Para», se dijo a sí mismo mientras sacudía la cabeza para despejarse.

El estudio era su santuario, un lugar al que escapaba cuando las voces de su familia se volvían estridentes e insoportables. Un sitio que le ofrecía tranquilidad para escribir su libro. En las paredes, había colgado pósteres de los lugares que quería visitar junto a sus mapas, algunos de ellos de la época de su padre. El atlas también era de su padre y recordaba con cariño las horas que habían compartido estudiando minuciosamente las zonas rosas y verdes. Christy había intentado hacer que su hijo se interesara por los misterios de esos destinos remotos, pero, aunque a Jim parecía gustarle sentarse y escuchar, la falta de brillo en sus ojos reflejaba aburrimiento y desinterés. Sus hijos no mostraban entusiasmo por sus pasiones y sus pasatiempos, y eso entristecía a Christy. Exhibían el mismo desdén por la poesía y la literatura. Aunque físicamente se parecían mucho a él, sobre todo Avril, sus personalidades le resultaban lejanas y extrañas. ¿Cómo era posible que los genes de Sorcha se hubieran acumulado e impuesto sobre los suyos de una forma tan abrumadora? ¿O acaso tenía más que ver con su papel de madre, la influencia que había tenido en ellos y con el hecho de que había tenido mucho más éxito que él a la hora de ejercer su identidad?

Dirigió la vista de nuevo al monitor y tecleó unas cuantas palabras más, una descripción de la chica en el centro del triángulo amoroso; cabello oscuro, unos vaqueros desgarrados, chanclas y una mirada salvaje.

Paró de teclear. Se había dejado llevar por un momento; resopló y se tranquilizó a sí mismo. Sin embargo, el texto que tenía delante parecía aburrido y anodino, y Christy no estaba lo bastante concentrado como para dotarlo de energía, así que, en su lugar, comenzó a navegar por internet.

Desde el día en que la había llevado a su casa en coche, sentía que algo comenzaba a apoderarse de él; era como si tuviese algo en la sangre, algo que le costaba identificar. El cambio le había parecido extraordinario. A Christy le resultaba increíble que todo el mundo lo mirase del mismo modo. No obstante, era consciente del distanciamiento creciente entre él y su familia, que se había creado con tanto sigilo que prácticamente no se había dado cuenta. Pero aquella noche, durante la cena, advirtió la distancia que los separaba. Sorcha y Avril estaban finalizando otra larga y tediosa discusión. Ambas mostraban sus personalidades llevadas al extremo: su hija se había retraído, oculta tras una cortina de pelo, y unas densas olas de furia la cubrían; su esposa forzaba cierto entusiasmo, una alegría extenuante, en un intento por restar importancia a lo ocurrido. A Christy le pareció que Sorcha chillaba demasiado e imaginó sus cuerdas vocales hinchadas, púrpuras y refulgentes. Jim cenaba en silencio, tarareando para sí mismo, y Christy observó que el chico recorría la superficie de la mesa con una mirada perezosa y sonámbula. Se preguntó, no por primera vez, qué era exactamente lo que ocupaba los pensamientos de su hijo. Christy creía que aquella mirada inescrutable y distraída era una especie de defensa, como un sólido muro que se levantaba entre ellos. En muchos sentidos, su hijo era un completo desconocido para él, mucho más que el resto.

El móvil de Avril, que no dejaba de sonar y vibrar, interrumpió la cena.

«Deja eso», le ordenó mientras su pulgar se deslizaba sobre el aparato, tecleando frenéticamente. La joven le lanzó una mirada acusatoria antes de dejar el móvil sobre la mesa con cierta brusquedad.

Le enfurecía el continuo intercambio de mensajes de texto; el constante movimiento de su pulgar, los pitidos de las respuestas entrantes y las risillas y sonrisas privadas que provocaban. Se preguntó con quién estaría comunicándose y recordó a las chiquillas con las que antes jugaba y lo mucho que disfrutaba de sus correteos por la casa y de los chillidos y las carcajadas que acompañaban sus juegos. Pero en algún momento de los últimos dos años, esas niñas inocentes se habían convertido en unas señoritas de mirada insolente, irrespetuosas y desdeñosas. Se sentía incómodo en su presencia, como si lo evaluaran en silencio. Cuando salía de la habitación, rompían a carcajadas y él sentía que la sangre se le subía a las mejillas. Parecía que Avril pasaba horas al teléfono, encerrada en conversaciones y murmullos urgentes. Le desconcertaba lo mucho que tenían que hablar esas chicas. Y también le asombraba la forma en que el tono de su hija cambiaba según la persona a la que se dirigiese. «¡Papá!», le soltaba de forma concisa y brusca, como si diera una puñalada al aire, mientras que, cuando hablaba con sus amigas, subía el tono y canturreaba al despedirse. «¡Adióóóóós!», decía, antes de volver a ponerse de mal humor. Cómo añoraba su risa, la simple felicidad que había en ella…

«¡Por el amor de Dios, sonríe!», quería decirle, entre risas, para quitarle gravedad.

Pero el tiempo en que podía darle órdenes, incluso si las formulaba con ligereza, había quedado atrás. Avril lo consideraría una agresión, un intento de suprimir su independencia, y ya sabía qué respuesta le espetaría: «¿Por qué iba a sonreír?».

Durante la cena, mientras un aire negro y pesado se cernía sobre ellos, Christy miró a su hija y, al ver que tenía el ceño fruncido, se dijo para sí mismo: «Una vez quise a esta chica».

Christy se reclinó en la silla. Su mente vagaba por esos pensamientos negativos mientras hacía una búsqueda en Google: «Niños desaparecidos Brasil». Se sorprendió al ver el número de páginas web que aparecieron. Echó un vistazo por encima y eligió una de ellas. A medida que la página se cargaba, poco a poco, unos rostros empezaron a observarlo, casi todos de chicos adolescentes. Los miró por encima antes de modificar la búsqueda a chicos que hubiesen desaparecido hacía dos años. Una serie de huellas dactilares aparecieron en la pantalla —en tal cantidad que resultaba alarmante— y pasó el cursor por encima de cada una de ellas en busca de detalles, con paciencia. No tardó mucho en encontrar lo que buscaba. Ignacio Moreno de Salvatore. Se distinguía por su edad. Era el único niño de cuatro años en medio de un mar de adolescentes. La foto no era muy nítida —una instantánea durante unas vacaciones—. Christy la escudriñó de cerca y trató de encontrar en aquel pequeño y oscuro rostro trazas de Lara. Tal vez había algo de ella en la curva de su boca o en el travieso brillo de sus ojos. Notó que se le encogía el pecho y que el aire abandonaba sus pulmones, y deseó no haberlo hecho. Se sentía como un mirón contemplando con despreocupación aquel dolor.

La puerta se abrió a su espalda y se obligó a concentrarse. Se inclinó rápidamente y minimizó el documento Word en la parte inferior de la pantalla cuando Sorcha cerró la puerta del estudio.

—Hola —dijo, y pasó por su lado. Christy detectó una diminuta fisura de cansancio en su voz—. No te molesto, ¿verdad?

—Claro que no.

Sorcha caminó hasta la ventana y se apoyó en el alféizar, con los brazos cruzados bajo el pecho mientras contemplaba el mar. A veces había en ella una quietud, una contención, que le resultaba calmante. Sorcha poseía una gracia natural que, de algún modo, parecía adquirir un matiz de conmoción, incluso belleza, en momentos de tristeza o cansancio. Quería algo de él —lo supo al ver cómo se dirigía con decisión a la ventana y la postura silenciosa que adoptó— y esperó a que comenzara. Suponía que quería hablar de Avril. Últimamente casi todas sus conversaciones parecían girar en torno a su hija adolescente; ambos estaban desconcertados y confundidos por los cambios que estaba experimentando.

—Dios, me agota —dijo Sorcha en un suspiro. Christy quedó complacido al ver que había acertado—. Últimamente parece que estemos librando una batalla continua con ella.

—Solo es una racha —comentó con sensatez—. Ya se le pasará.

—Y mientras ¿qué hacemos? ¿Nos quedamos de brazos cruzados y observamos cómo las hormonas se apoderan de ella? Madre mía, podría matar a alguien cuando se pone así.

—Bueno, es un consuelo saber que es poco probable que mate a alguien que no sea de la familia. —Le sonrió—. Tú y yo somos las principales víctimas potenciales.

—En serio, Christy. Esto no puede seguir así. —Negó con la cabeza y sus rizos se sacudieron. De pronto, adquirió una expresión de arrepentimiento afectuoso—. Esta mañana me ha dicho que parezco una paleta. No es cierto, ¿verdad?

Su rostro dejaba al descubierto tal dolor que un sentimiento protector afloró en él.

—No, claro que no.

Aún le conmovía la desconfianza de su esposa hacia sus hijos, el poder que ejercían sobre ella. Recordaba con claridad un día en que había vuelto del trabajo cuando Avril todavía era un bebé y las encontró a las dos, a su esposa y su hija, con la cara roja y llorando, una lágrimas de furia e indignación, y la otra, lágrimas de aflicción y desconsuelo por lo que su madre había hecho. Era la primera vez que Sorcha había golpeado a su hija en un momento de ira. Aquel día, Christy la abrazó contra su pecho, meciéndola suavemente, y escuchó sus murmullos de remordimiento. Algo en su interior quería volver a sentirla así de cerca; añoraba aquellos tiempos en que un simple abrazo era suficiente para mejorar las cosas.

—Aun así… —dijo Sorcha, esa vez con firmeza—. Uno de nosotros tiene que hablar con ella.

—¿Quieres que lo haga yo?

—¿Lo harías? Yo lo he intentado hasta la saciedad. A ti te escuchará.

—Lo dudo mucho.

—Por favor…

La observó. No estaba convencido de que sus palabras fueran a surtir ningún efecto en Avril: lo que había ocurrido durante la cena era una prueba más que evidente de que era incapaz de comunicarse con ella. La máscara de cabello tras la cual ocultaba la cara había sido la gota que había colmado el vaso. Aquello lo irritaba muchísimo. Deseaba que se lo apartara con un gancho, una diadema o algo. Durante la cena, se había quedado sentado en la mesa, observando cómo se llevaba la comida a la boca y su tenedor desaparecía tras aquella cortina de pelo.

«Por el amor de Dios, Avril», le había espetado mientras notaba que aferraba con fuerza el tenedor y el cuchillo. «¿Quieres recogerte el pelo de una vez?».

Ella había actuado como de costumbre: le dirigió una mirada vacía antes de levantarse, arrastrando con furia la silla sobre las baldosas, y marcharse indignada de la habitación.

«Más le vale volver y terminarse la cena», le había dicho Christy a Sorcha en un tono prácticamente amenazador.

«Déjala», había respondido su esposa, agotada, al tiempo que se oyó un portazo en la planta superior, seguido por una música estridente; Christy notó que su apetito disminuía.

—Por favor… —suplicó en ese momento Sorcha, y él sintió la necesidad de apaciguarla.

—Vale, cariño, lo intentaré.

Pareció que algo se destensaba en su cuerpo cuando Christy accedió. Sorcha relajó los hombros, aliviada por deshacerse de aquella carga. Le sonrió, alejó los brazos del pecho y se separó del alféizar. Se detuvo detrás de su silla, se inclinó para besarle en la coronilla y él le acarició la mano, que descansaba sobre su hombro.

—Gracias.

—No me des las gracias hasta que no haya hablado con ella.

Sorcha tenía el rostro apoyado sobre su cabeza y Christy notó que miraba la pantalla que tenía delante.

—¿Cómo va el libro?

—Bien.

—¿Has tenido alguna noticia más de aquella agente?

Christy se tensó ligeramente ante aquella mención y se revolvió en la silla.

—No, todavía no. Primero tengo que mandarle el resto del libro, ¿recuerdas? Entonces se pondrá en contacto conmigo.

—¿Todavía no lo has hecho?

—No, Sorcha, aún no he terminado.

Se le quebró la voz al sentir una repentina irritación y le soltó la mano. No podía evitarlo: el hecho de que hubiese mencionado a la agente le había molestado. En ese momento deseaba no haberle dicho nada y se arrepintió de la versión de los hechos que le había ofrecido y de la forma en que había permitido que atase cabos, haciéndole pensar que prácticamente había terminado la novela cuando lo cierto era que apenas había comenzado a escribirla.

—¿Te has enterado de algo más sobre el certamen de poesía?

—Por Dios, Sorcha, ¿de qué va esto? —soltó en un suspiro. No pudo evitarlo.

—Solo preguntaba.

Una tensión se apoderó del ambiente tras su repentino estallido. Sorcha dio un paso atrás, como si percibiera su incomodidad y su desánimo ante la mención de la poesía.

—Bueno, te dejo seguir trabajando. —Pero antes de marcharse, añadió—: Avril está en la playa. Creo que irá a visitarla.

—¿En serio?

—Sí, creo que la idolatra un poco. Y, sinceramente, no estoy segura de que sea una buena idea. Para ninguna de las dos.

—¿Por qué dices eso?

—Venga ya, Christy. Lara no es el mejor ejemplo a seguir para una adolescente muy influenciable, ¿no crees? Además, ya tiene sus propios problemas. No creo que quiera que Avril esté encima de ella todo el rato.

—Sí, supongo que tienes razón.

—¿La has visto ya?

—La vi un momento. La llevé a casa el otro día.

—No me lo habías dicho.

—¿No? Se me debió de pasar —contestó, intentando sonar relajado y simular una calma que no sentía.

—¿Cómo la viste?

—Ah, pues eso, cansada, triste y algo distraída.

Notó que se le sonrojaba el rostro y se giró hacia el ordenador para que ella no lo viese. Por un momento, pareció que se hacía el silencio entre ellos y, entonces, oyó el pomo de la puerta girarse.

—Sorcha…

—¿Mmm? —musitó, y se dio media vuelta para mirarlo de nuevo.

—No le habrás dicho nada a Stella, ¿verdad? Sobre la novela, sobre lo que dijo la agente, ¿no?

Lo miró durante lo que pareció un largo instante y, luego, arqueó las cejas. Su rostro reflejaba una perfecta inocencia.

—No. No, claro que no. —Y, luego, cambiando de tema, inclinó la cabeza hacia la ventana, que mostraba un cielo que oscurecía—. Ahí está.

Por un momento, Christy no supo de quién hablaba y se giró hacia el mar. Pero, entonces, dirigió la vista a Sorcha. Su esposa pareció oír la pregunta que se hacía y algo en ella se tensó.

—Me refería a Avril —añadió antes de marcharse en silencio.

Christy caminó hacia el crepúsculo. El aire se introducía en su pecho y le llenaba los pulmones. Inhaló y sintió que se expandía en su interior. El camino que llevaba a la playa adquirió un tono argentino en la penumbra y se dirigió con cuidado hacia la orilla. Le resultaba más fácil respirar en el exterior; tenía más espacio para pensar. Junto a él, las olas rompían como si fueran explosiones saladas. Más adelante, cerca de la punta de las rocas, vio a Avril. La chica caminaba entre los restos que el mar había depositado y que pronto reclamaría.

La observó mientras caminaba, balanceando las caderas, sin ser consciente de que la observaban. Había desarrollado una nueva forma de andar, una especie de paseo indolente y ostentoso que expresaba hasta la última gota de apatía de la que podía hacer gala. Llevaba unos zapatos negros con unos enormes tacones, como mínimo de unos siete centímetros. Odiaba esos zapatos y había protestado enérgicamente cuando llegó a casa con ellos, exigiendo que los devolviese. Era demasiado joven para llevarlos, argumentó; por el amor de Dios, si todavía estaba desarrollándose. Le provocarían una mala postura en el futuro. Pero también había perdido esa batalla.

Le parecía que los cambios que estaba experimentando erosionaban poco a poco prácticamente todo lo que una vez había conocido y amado de su pequeña, su primogénita. Ese mismo verano, en la playa, se había quedado estupefacto al contemplar la metamorfosis que había sufrido su cuerpo, esa voluptuosidad que se había apoderado de ella y la había transformado. Christy no estaba preparado para la velocidad con que la adolescencia se había instalado, ni para ver cómo su cuerpo caía en las garras de aquellas hormonas dañinas. Sufría unos cambios de humor violentos. Lo ponía nervioso acercarse a ella y se preparaba mentalmente para lidiar con sus enojos, pataletas y rabietas repentinas antes de entrar en casa. Todavía la quería, pero últimamente tenía que recordárselo a sí mismo cada vez más a menudo.

La alcanzó al llegar a las largas rocas lisas. La llamó y aligeró el paso cuando Avril se giró y lo esperó. A medida que se acercó, vio el recelo que reflejaban sus facciones, la mirada apagada, severa y atenta con que lo observaba.

—¿Qué? —preguntó con hosquedad cuando su padre la alcanzó, recuperando el aliento.

—¿Podemos hablar un momento?

—Supongo —contestó, y se encogió de hombros.

—Mira, cariño… —empezó a decir, y exhaló en un intento por adoptar una actitud racional—. Siento haberte hablado así antes. Lo que he dicho sobre tu pelo…

—A mi pelo no le pasa nada.

—Lo sé, lo sé. Es que a veces te tapa la cara, y tienes una cara preciosa.

No parecía muy convencida. Christy dirigió la vista más allá de ella, a la espuma que bañaba la playa, y sugirió que siguiesen caminando. Durante un rato, ninguno de los dos pronunció palabra alguna y pensó en cómo abordar el tema de su comportamiento, las peleas que tenía con su madre y su insolencia, algo que él no podría tolerar durante mucho más tiempo. Pero había algo tan agradable en aquel silencio, casi mágico, que no quería estropearlo. Hacía tiempo, Avril y él eran muy buenos amigos. Desde su nacimiento, se había sentido embargado por un poderoso deseo de protegerla, acompañado de una especie de asombro por todo lo que hacía. Cuando tenía dos años, le fascinaban las mariposas. «Parimosas», las llamaba ella, y Christy nunca se vio capaz de corregirla. Sintió una punzada de tristeza el día que descubrió cómo se pronunciaba de verdad. Y, en ese momento, en una oscuridad creciente, quiso ser su amigo de nuevo.

—¿Así que vas a ver a Lara?

—Ajá.

—Parece que últimamente pasas mucho tiempo con ella.

—Sí. Mola.

—Sí, supongo que sí.

—No es como los demás adultos, ¿sabes? No me está diciendo siempre si no debería estar en casa o si no se preguntarán mis padres dónde estoy ni ningunas de esas mierdas. Me deja hacer lo que quiera.

Christy contuvo el impulso de regañarla por emplear aquel vocabulario soez y se preguntó exactamente qué permitía Lara hacer a su hija que no pudiese hacer en casa.

—¿Y qué hacéis? —dijo con indiferencia.

—La ayudo con la casa. La está renovando.

—¿Renovando?

—Sí, está quitando todas esas fotos viejas, pintando las paredes, ya sabes, ese tipo de cosas.

—Claro.

Intentó recordar cómo era la casa mientras Lillian aún vivía. Había largos rollos de papel matamoscas colgando del techo, con moscas pegadas a él como si fueran grosellas. Aquellas espirales pegajosas repletas de cadáveres negros le provocaban náuseas. También lo hacía el olor de la casa, sobre todo hacia el final, cuando Lillian ya estaba muy mal y el desagradable olor del desinfectante contrarrestaba una hediondez todavía peor. Pero el papel matamoscas ya no estaría ahí, e imaginaba que la fuerte brisa que entraba por las puertas y las ventanas abiertas se habría llevado aquel hedor.

—He hecho esta cinta para Lara —dijo tímidamente.

—¿Qué le has grabado?

—The Cure, Interpol, The Bravery, Franz Ferdinand y The Killers —enumeró, y Christy percibió en su tono de voz que estaba orgullosa de esos grupos, de que le gustasen.

—¿The Bravery? —interrogó—. ¿Quiénes son?

—Oh, es un grupo muy chulo —contestó entusiasmada, y toda su hostilidad desapareció. Observó cómo le ondeaba el pelo alrededor del rostro. Avril había bajado la guardia y mostraba el apasionante optimismo que tenía cuando era una niña. Christy notó la sangre que bombeaba su corazón y un antiguo sentimiento de amor familiar por su hija se apoderó de él—. Tienes que ver uno de sus videoclips. Hay una hilera enorme de fichas de dominó en una especie de fábrica grande y un montón de mecanismos se activan cuando las piezas los alcanzan. Es muy guay.

—Suena guay.

Sintió la calidez del buen humor que compartían de nuevo. Lo agradeció después de todos los silencios tensos y hostiles cargados de amenazas tácitas. Hacía unas semanas, durante una discusión, Avril le había dicho que era un perdedor. Le sorprendió que utilizara aquel término y se quedó sin palabras. Después de decirlo, la expresión pareció flotar en el aire entre ellos, resonando con violencia. ¿Cómo supo qué palabra usar, el adjetivo que iba directo al corazón de todas sus inseguridades, aquella palabra incriminatoria que lo hería más que ninguna otra? No le consolaba que la emplease para describir a otras personas. Para Avril, el mundo entero parecía estar poblado de perdedores, inútiles, imbéciles, idiotas y gilipollas.

Los cambios en su hija lo preocupaban: la forma en que se alejaba de él, el nuevo vocabulario que utilizaba y la negatividad de este, así como su nueva habilidad para herirlo con el más mínimo golpe. Pero durante aquel corto paseo por la playa, mientras la noche se cernía sobre ellos y Christy observaba unas cuantas estrellas dispersas sobre sus cabezas, olvidó esa mirada que a veces le dirigía, aquella expresión cercana al odio, una mueca que aunaba aversión y vergüenza. Esa mirada lo dejaba helado.

En la distancia, hacia el final de la costa, sobre las rocas donde rompían y estallaban las olas, una luz brillaba en la oscuridad. Era extraño ver el tenue y áspero brillo que asomaba por aquellas ventanas tras dos años de oscuridad. Alcanzaron el empinado tramo de escalones que serpenteaba sobre la arena y la hierba hasta el desvencijado porche. Entonces, vio pasar una sombra por la ventana, una figura delgada, y algo se aceleró en su pecho. Lara.

Por un instante, se sintió confuso; no estaba seguro de lo que debía hacer. No había hablado con su hija, como le había prometido a Sorcha. Sin embargo, sentía que había progresado con ella.

—Bueno, dejo que te vayas.

—Vale.

Permanecieron unos instantes de pie, mirándose en la oscuridad mientras las olas derramaban con su murmullo agua sobre la arena.

—Ah, y una cosa, Avril…

—¿Sí?

—Dale un respiro a tu madre, ¿vale?

La chica reflexionó sobre aquellas palabras durante un momento.

—Adiós, papá —dijo, y la huella de ternura en su voz le dio esperanzas.

La observó subir los escalones y percibió optimismo en sus pasos ligeros sobre las tablas de madera. Más arriba, oyó una puerta abrirse, y la luz que brotó de repente del interior hacia los escalones le bañó el rostro. Escuchó cómo se saludaban y esperó a que se giraran hacia él, pero, en su lugar, entraron en la casa y cerraron la puerta.

Esperó un momento, con la vista puesta en la ventana. Casi quería verla surgir de entre las sombras, llamándolo e invitándolo a entrar. Permaneció allí dos o tres minutos antes de dar media vuelta, enfadado consigo mismo por pensar tal estupidez. Se recolocó la chaqueta y regresó caminando por la playa, solo en la oscuridad, mientras el mar avanzaba a su lado.

A la deriva

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