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La preocupación por la construcción de independencia

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Luego de este primer grupo de estudios tempranos —en los que si bien se hace referencia al tipo de régimen político, la relación entre Poder Judicial y democracia apenas es problematizada—, la extensión de la llamada tercera ola de democratización a la mayor parte de los países de la región, reconfigura la agenda. Si bien el Poder Judicial, como ya se puntualizó, ingresó tarde a las preocupaciones de la transición, cuando aparece lo hace íntimamente ligado con los problemas que enfrenta la postransición (Munck, 2002): la estabilidad[15] y la calidad de las nuevas democracias. Una justicia independiente es condición necesaria para la consolidación y la calidad democrática.

Con la identificación de la necesidad de mejorar la calidad de las nuevas democracias, se observa un interés creciente por una “justicia democrática”. El rol del Poder Judicial y la vigencia del “Estado de derecho” se convierten en un tema en órdenes políticos en los cuales estos aspectos habían sido marginales (Linz y Stepan, 1997a y 1997b; Diamond et al., 1997; O’Donnell, 2000a y 2000b; Prillaman, 2001; Domingo, 1999). Conforme se supera el análisis de las transiciones políticas para enfocar los problemas del nuevo régimen (ya sean democracias nuevas o recuperadas), la posibilidad de hablar de calidad democrática invita a superar el criterio restringido de las elecciones limpias y competitivas y ampliar las condiciones necesarias para que una democracia pueda llamarse tal (Smulovitz, 1995; Epstein, Night y Shvetsova, 2001; O’Donnell, 2000a y 1999).

Se asume que, el “buen funcionamiento”[16] del Poder Judicial es garantía, por una parte, de la vigencia del Estado de derecho, condición necesaria (aunque no suficiente) de la democracia (Liz y Stepan, 1997; Diamond et al., 1997; O’Donnell, 1994, 1997 y 2000; Méndez et al., 1999) y, por otra parte, de la seguridad jurídica, condición necesaria (pero también no suficiente) para el funcionamiento eficiente de una economía abierta (Jarquin y Carrillo, 1998; Correa Sutil, 1998).

El punto de partida es la identificación de una situación en la que el Poder Judicial es descrito como dependiente del poder político, inaccesible para los sectores de menores recursos, ineficiente para resolver las controversias en forma rápida y oportuna (Prillaman, 2001; Correa Sutil, 1998) y desprestigiado ante la ciudadanía.[17] Desde este diagnóstico, el punto de llegada deseable lo constituye una situación en la que el Poder Judicial supere las fallas anteriores y se consolide como guardián del Estado de derecho.

La reflexión sobre la necesidad de construcción de la independencia del Poder Judicial de cara a la consolidación de las nuevas democracias, tiene como marco de referencia obligada las contribuciones clásicas de la literatura relacionada con el tema, en la que en general se describen los atributos que debería tener un Poder Judicial que contribuya de manera virtuosa a este proceso.

Dentro de los aportes más importantes se identifican dos perspectivas de análisis con énfasis diferenciados. La primera encuentra sus principales referencias en los trabajos de Linz y Stepan (1997a, 1997b) y Diamond et al. (1997) en los que se enfatiza el rol del Poder Judicial como garante del Estado de derecho. La segunda, cuya referencia más importante se encuentra en los trabajos de O’Donnell (1996, 2000a, 2000b, 1999), se centra en la crítica de la capacidad explicativa de la teoría democrática para dar cuenta del desarrollo democrático de la región. Enfatiza el rol del Poder Judicial como contrapeso del Poder Ejecutivo y su capacidad para constituir una instancia facilitadora de la rendición de cuentas horizontal entre los poderes del Estado.

Ambas líneas de reflexión parten de la base de que la relación Poder Judicial-proceso político democrático es insatisfactoria y se propone una construcción en la que a la acción del Poder Judicial se le asigna: a) un rol de garantía del derecho frente a la política, o b) una función de equilibrio entre poderes del Estado frente a su asimetría. Ya sea en un caso o en el otro, su desempeño se constituye en un mecanismo que contribuiría a mejorar la calidad del desempeño democrático.

La primera vertiente, cuya contribución típica es la de Linz y Stepan (1997a, 1997b), sostiene que “Para alcanzar una democracia consolidada, el grado necesario de autonomía de la sociedad civil y la política debe estar enraizado en una tercera arena: el estado de derecho” (p. 18). Entienden Estado de derecho en un sentido liberal lockeano (Zuckert, 1994), esto es, como la sujeción del gobierno y el aparato del Estado a la ley, las áreas de poder discrecional restringidas y la posibilidad de los ciudadanos de apelar a las cortes para defender sus derechos ante la interferencia del Estado o sus funcionarios: “La consolidación de la democracia requiere un límite legal que constriña y enraíce al Estado” (Linz y Stepan, 1997a: 19).

Consecuentemente, el Poder Judicial, para poder cumplir dichas funciones, debe operar —actuación que no siempre realiza— como poder que garantice los derechos de las minorías frente a los excesos de la mayoría. Poder que para desempeñarse de acuerdo con las características prescritas, debe estar compuesto por jueces capacitados y aislados e independientes del poder político que tomen decisiones sin presiones. La independencia, respecto de los otros poderes del Estado, se vuelve el principal atributo deseable de este Poder Judicial en un régimen democrático.

La secuencia de desarrollo deseable de la relación entre Poder Judicial y poder político sería entonces:


La segunda vertiente de análisis, dentro de la “familia” de literatura sobre la democratización y calidad de las nuevas democracias, está dada por los trabajos de Guillermo O’Donnell. Éstos, a diferencia de los anteriormente analizados, se enfocan en el análisis de las particularidades de las democracias latinoamericanas. Critican la capacidad explicativa de la teoría democrática para la región (O’Donnell, 2000a), así como la secuencia democracia electoral-democracia liberal presentada por influyentes estudiosos del tema (O’Donnell, 1996).

El argumento crítico principal a las perspectivas similares a las de Linz y Stepan es que las condiciones que se establecen para considerar consolidada una democracia suponen como modelo el de las instituciones de las democracias de los países desarrollados. Se espera la consolidación de instituciones formales e informales consonantes con éstas. En respuesta a estas consideraciones, sostiene que no debe calificarse a las nuevas democracias como no institucionalizadas o no consolidadas, sino como consolidadas e institucionalizadas de manera distinta. Presentan “otra institucionalización” (O’Donnell, 1996). El concepto de democracia delegativa (O’Donnell, 1994) brinda un claro ejemplo de esta perspectiva. Ésta es una democracia diferente y con rasgos no deseables, pero no deja de considerarse como tal. En ésta el derecho de voto y los derechos concomitantes a éste, son los únicos que pueden ejercerse efectivamente. Por definición, en las democracias delegativas, las libertades de expresión y asociación son respetadas y el derecho de voto se ejerce sin mayores constricciones. Son democracias en las que si bien se cumplen los requisitos formales de acceso al poder —las elecciones en general pueden considerarse limpias y competitivas—, las condiciones de representación y de capacidad de la ciudadanía y de los poderes legislativos y judiciales de solicitar rendición de cuentas al Poder Ejecutivo son prácticamente nulas. Pasado el momento de plebiscitación eleccionaria, no existen mecanismos efectivos de control sobre los ganadores, quienes tienen amplia libertad de acción.

A diferencia de la preocupación por el gobierno de leyes, un gobierno limitado y previsible que presentaban Linz y Stepan, el interés de O’Donnell —en un contexto en que el único derecho que parece poder ejercerse efectivamente es el de voto— son las condiciones de representación de la democracia y la posibilidad de la existencia de mecanismos de accountability horizontal (O’Donnell, 1999). El gobierno deseable es el gobierno controlado (antes que sólo limitado) y representativo (antes que sólo previsible). La democracia liberal sigue siendo un punto de llegada, pero en este caso se prioriza el componente republicano del gobierno democrático —la publicidad y visibilidad— antes que el liberal; la representación y la rendición de cuentas dentro de la legalidad, por sobre la supremacía de la ley y la limitación del gobierno, pero también se prioriza y problematizan las características del Estado en estos regímenes políticos (O’Donnell, 2000a).

Este tema es importante porque acabamos de descubrir que, además de las elecciones limpias e institucionalizadas, existe otra característica específica de la democracia política contemporánea: es el único régimen de una apuesta institucionalizada, universalista e incluyente […] Los regímenes democráticos son el resultado permanente y cotidiano de esta apuesta […] la apuesta democrática es una institución legalmente promulgada y sustentada […] esa definición nos lleva más allá del régimen y nos coloca en el plano del Estado, en dos sentidos. Uno es el Estado como entidad territorial que encuadra a los titulares de los derechos y obligaciones correspondientes a la ciudadanía política. El segundo sentido es el del Estado como un sistema legal que promulga y respalda la asignación universalista e incluyente de esos derechos y obligaciones (O’Donnell, 2000a: 539).

Aquí, la vigencia de un Poder Judicial confiable se constituye en una pieza indispensable, cuya importancia radica en su función de contrapeso de los otros poderes y en su activismo en la efectivización de los derechos civiles. El Poder Judicial se constituye en un elemento de peso en el proceso de rendición de cuentas horizontal (aunque también vertical) del poder político, pero también en un elemento peligroso para la propia democracia si no se evalúan algunas consecuencias posibles del aumento de su autonomía:

[…] ayudaría mucho tener un Poder Judicial altamente profesionalizado […] con un presupuesto lo más independiente posible del Poder Ejecutivo y del Congreso, y altamente autónomo en sus decisiones respecto de ambos. Pero esa autonomía es tramposa: puede facilitar el control del Poder Judicial por un partido político, facción o coalición de intereses no recomendables o puede promover a una definición de la corporación judicial arcaica y privilegiada de su propia misión, que no rinde cuentas de su actuación a los otros poderes ni a la sociedad (O’Donnell, 1999: 44).

El modelo de Poder Judicial correspondiente es el de jueces capacitados e idóneos, pero vinculados con el proceso político y social, antes que aislados. No sólo son los guardianes de la Constitución y de la ley sino de la representatividad de la democracia. A la independencia del Poder Judicial, principal atributo deseable, se agrega: a) la accesibilidad de los ciudadanos (más allá de sus características socioeconómicas, culturales, geográficas o de género) a la justicia, como otra cualidad indispensable a lograr, y b) la necesidad de considerar el equilibrio adecuado entre independencia y rendición de cuentas del Poder Judicial, para evitar posibles consecuencias indeseadas de un exceso de autonomización de este poder del poder político democrático.

La secuencia de desarrollo deseable sería en este caso como en el esquema 3:


En las referencias anteriores hemos observado cómo desde dos visiones influyentes se construye la necesidad de independencia judicial como condición de calidad democrática. No obstante, estas propuestas poco dicen sobre la forma de alcanzar esta condición. Sin embargo, en consonancia con estas perspectivas, un cuerpo de literatura se ocupó de esta cuestión. La discusión estuvo centrada en los medios adecuados para alcanzar este fin. La respuesta predominante fue la promoción de reformas institucionales —denominadas reformas judiciales (Burky y Perry, 1998a, 1998b; Domingo y Sieder, 2004; Prillaman, 2001; Jarquin y Carrillo, 1998)— orientadas a ampliar su independencia del poder político, pero también la eficiencia en su funcionamiento y el acceso a la justicia por parte de la ciudadanía. No obstante, sin dejar de reconocer la importancia que tienen para el adecuado funcionamiento de los sistemas de justicia las cuestiones de la eficiencia y el acceso, aquí nos centraremos en el análisis de las reformas destinadas a aumentar su independencia.

Si bien en los diferentes países tuvieron características diferentes,[18] las reformas destinadas a aumentar la independencia del Poder Judicial respecto del poder político se caracterizaron por la promoción de reglas que fortalecieran la denominada independencia estructural,[19] junto con las facultades jurisdiccionales en materia de control de constitucionalidad (Inclán e Inclán, 2005). En otras palabras, las reformas destinadas a aumentar la independencia, en vista de sus contenidos, partieron de dos supuestos: a) que un diseño institucional adecuado generaría incentivos diferentes para los actores involucrados y podría garantizar el aislamiento del Poder Judicial respecto de las influencias indebidas del poder político (y también de otros actores políticos y sociales), y b) que el aumento de las facultades del Poder Judicial para controlar al poder político modificaría el equilibrio entre los poderes revitalizando la función del Poder Judicial. En el primer caso (los diseños institucionales para garantizar el aislamiento de los miembros del Poder Judicial respecto del poder político), el mecanismo privilegiado fue el desarrollo de reglas que garantizaran estabilidad en el cargo y abrieran la participación de las minorías políticas y de otros actores profesionales relevantes en la designación de ministros y jueces. En este sentido se destaca la promoción de reformas en los mecanismos de designación y tenencia del cargo de los ministros de las supremas cortes de justicia en particular y de los jueces en general. Con anterioridad a estas reformas, las designaciones en casi todos los países recaían casi exclusivamente en el Poder Ejecutivo.[20] Este tipo de modificaciones, que se plasmaron en las constituciones de trece de los veinte países de la región,[21] incluían fundamentalmente cambios en la nominación y duración en el cargo de los ministros de las cortes supremas de justicia y jueces, desde el supuesto de que estos candados incidirían, en la medida en que hacen menos vulnerable el ejercicio de la función judicial, en un mayor nivel de independencia de las decisiones individuales y del cuerpo. Entre las principales modificaciones se observan: a) incorporación de requisitos meritocráticos para acceder al cargo, b) ampliación de la tenencia del puesto, c) reglas para la renovación escalonada de los integrantes de las supremas cortes de justicia, d) apertura de la posibilidad de que nuevos actores intervengan en las nominaciones de candidatos para estos puestos (fundamentalmente organizaciones de la sociedad civil, asociaciones profesionales, e instituciones académicas), y e) requisito de mayorías calificadas en el Senado para seleccionar a los nuevos miembros de las cortes supremas. El segundo mecanismo promovido fue la creación de Consejos de la Magistratura o Judicatura. Este tipo de instituciones, adoptadas en trece países,[22] cumplieron con un doble objetivo; por una parte, lograr reducir la intervención del poder político, fundamentalmente del Poder Ejecutivo en la designación de los jueces, donde fuera el caso, y lograr una mayor independencia de los jueces y magistrados respecto de la Corte Suprema de Justicia, en la medida en que las designaciones, promociones, sanciones y desarrollo de la carrera judicial ahora serían facultad de esta instancia compuesta por diferentes actores.[23] La idea que subyace a este tipo de organismos, tomado del modelo de la posguerra europea, es buscar que las carreras de los jueces dependan de sus méritos, antes que de su cercanía con la Suprema Corte de Justicia o el poder político (Inclán e Inclán, 2005).

En el segundo grupo de propuestas, el aumento de las facultades del Poder Judicial para controlar al poder político, encontramos tres mecanismos fundamentales promovidos en la región: la ampliación de las facultades de las cortes supremas de justicia para ejercer el control de constitucionalidad sobre las decisiones del poder político, como en México en 1994; la creación de tribunales constitucionales que ejerzan esta función: Bolivia en 1998, Colombia en 1991, Ecuador en 1996, Guatemala en 1985, y Perú en 1993; o la creación de salas constitucionales en las supremas cortes: Costa Rica en 1989, El Salvador en 1994, Honduras en 2001 y Paraguay en 1992 (Inclán e Inclán, 2005).

Como podemos observar, estas reformas estuvieron signadas por la creencia de que aislando al Poder Judicial del poder político, por una parte, y por otra, ampliando su capacidad de control, se mejoraría el equilibrio entre los tres poderes del Estado, permitiendo una mayor autonomía de éste respecto de aquél. Tal tendencia dejó de lado la consideración de las características y la historia de relación entre los actores involucrados en el proceso y que, adicionalmente, no problematizó la decisión judicial en la medida en que se suponía que el diseño institucional adecuado garantizaría la decisión judicial adecuada. Como veremos más adelante, las evaluaciones del impacto de este tipo de reformas parecen indicar que efectivamente han promovido una mayor autonomía respecto del Poder Judicial del poder político, aunque los resultados distan de ser todavía óptimos si desplazamos la atención, como se propone en este estudio, hacia el contenido de las decisiones judiciales.

Desarrolladas las principales líneas de reforma judicial orientadas a aumentar la independencia, cabe hacer referencia a un segundo grupo de trabajos relacionados con éstas y su relación con el poder político o la política democrática. Son trabajos que buscan responder a la pregunta de por qué fueron posibles estas reformas que de alguna manera implicaban la pérdida de poder por parte del Poder Ejecutivo, o en otras palabras, por qué los poderes ejecutivos accedieron a perder poder, para cedérselo al Poder Judicial (Buscaglia y Domingo, 1996; Finkel, 2004, 2005, 1998; Negretto y Ungar, 1997). Si bien no se cuenta con estudios que analicen la totalidad de los países de la región, los que analizan algunos casos nacionales intentan dar cuenta de esta pregunta (Finkel, 2005 y 2004; Ruibal, 2006). Esto es, que la viabilidad de este tipo de reformas se asocia con las expectativas del presidente de acceder al poder en el futuro. Una situación de previsible alternancia política facilitará las reformas, en tanto que la probabilidad de permanencia en el poder tendrá el efecto contrario. Las condiciones en que se llevaron a cabo las reformas judiciales desarrolladas en Argentina (Negretto y Ungar, 1997; Finkel, 2004) y México (Finkel, 2005) son interpretadas en esta clave, explicación que también de alguna manera permite explicar por qué, pasada esta coyuntura en México, por ejemplo, no le fue posible promover a la Suprema Corte otras reformas tendientes a aumentar su influencia, como por ejemplo la presentación de iniciativas de ley relacionadas con el Poder Judicial o la obtención de la autonomía presupuestaria a través de la asignación de un porcentaje fijo del Presupuesto de Egresos de la Federación (Staton, 2003).

Una vez aplicadas las reformas, nuevas preguntas han comenzado a surgir buscando analizar los alcances de la independencia, sus ventajas y desventajas.

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