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3 UNA CASA PROPIA
ОглавлениеCAIYUAN, 1995
En la aldea de Chaoyang, las casas estaban conectadas entre sí formando una hilera, sin ninguna separación entre ellas y siempre a la misma altura. Por educación, los vecinos acordaban la altura de sus casas antes de iniciar cualquier reforma o construcción. Que alguien decidiera que su casa debía ser más alta no estaba bien visto. También había razones prácticas para que todas midieran lo mismo: de lo contrario, si llovía, el agua se acumularía en los tejados de las casas más bajas y con el tiempo terminaría dañándolas.
Mis padres por fin se habían construido una casa propia al lado de la de mis abuelos —a la misma altura—, pero mamá y Wengui, cuya relación se había instalado en una especie de calma tensa desde mi nacimiento, terminaron explotando cuando mi madre se negó a pagar una casa nueva para celebrar el matrimonio de mi tío. Wengui había insistido en que toda la familia se uniera para costearla, y como él seguía siendo el cabeza de familia, se esperaba que baba y sus hermanos lo obedecieran. Pero mi madre dijo que no. Papá y ella se mantenían solos, así que opinaba que debían quedarse el dinero que ganaban.
Sus acaloradas discusiones sobre la construcción propuesta se prolongaron durante varios meses, y ni mi madre ni Wengui daban su brazo a torcer. Entonces, unos días antes del Año Nuevo Lunar chino, mi abuelo anunció que iba a seguir adelante con el proyecto y que la casa nueva estaría en la misma hilera, al lado de la de mis padres, aunque mediría un metro más.
Unos cuantos días después de las fiestas, cuando el sol aún no había salido del todo, el ruido de una perforadora nos despertó a mi madre y a mí. Cuando mamá abrió la cortina, vio dos tractores con sus respectivos remolques llenos de tierra aparcados delante de la casa de mi abuelo. Wengui estaba en su patio, dando instrucciones a los dos conductores sobre cómo preparar los cimientos.
Mamá se vistió a toda prisa y salió corriendo a la calle.
—Ambos son hijos tuyos —le gritó—. ¿Cómo puedes ser tan injusto con nosotros? Hace solo unos años que tenemos nuestra casa. ¿Por qué eres tan malo?
—Te negaste a hablar conmigo de ello —le respondió Wengui con naturalidad antes de darle una calada a su pipa—, así que al final he hecho lo que me ha parecido mejor.
Mamá entró en la cocina de mis abuelos y se sentó. Wengui se acercó y se plantó delante de ella. Mi madre empezó a martillearlo con los detalles:
—Le pagamos la matrícula universitaria. Durante años, te hemos entregado la mitad de nuestras ganancias. Ahora tenemos una casa, pero muchas deudas. He tratado a las hermanas de Chengtai como si fueran las mías. Dime, ¿qué hemos hecho mal?
Si mi madre hubiera mostrado debilidad llorando, como hacían otras mujeres de la aldea cuando querían algo, Wengui se habría enfadado menos. Pero que tuviera una voluntad firme —ideas, opiniones y fuerza propias— era precisamente lo que no le gustaba de ella.
—Sabes lo que habéis hecho mal —contestó Wengui levantando la voz—, ¡que nunca nos escuchas! Quieres seguir trabajando como maestra, pero eres una mujer casada. Tuviste un segundo hijo, no le lavas la ropa a tu marido y ahora lo animas a darle la espalda a su familia. Si estuviéramos en los viejos tiempos, ¡hace mucho tiempo que te habríamos devuelto a tus padres!
—Pero los viejos tiempos ya no…
Antes de que pudiera terminar la frase, nainai salió de su habitación dando gritos con su acostumbrada voz áspera:
—¡Chengtai, si no controlas a tu mujer, ya no eres mi hijo! ¿Quién se cree que es esta mujer? ¡No muestra ningún respeto hacia nosotros! —Luego se sentó en el suelo y gritó una y otra vez—: Me moriré hoy. Chengtai, si no le das una lección a tu esposa, me moriré hoy mismo.
Mi madre se levantó y le dio una patada a la silla en dirección a nainai. Los vasos y las teteras se estrellaron contra el suelo. Se marchó dando un portazo y vociferando:
—No puedo seguir viviendo cerca de vosotros.
—¡Detente, mujer! —exclamó Wengui—. ¿Quién te ha dado permiso para salir de esta casa?
Cuando oyó los lamentos de su madre, mi padre entró corriendo. Primero levantó a nainai del suelo. Cuando estaba a punto de salir en busca de mi madre, Wengui lo golpeó en el hombro con en bastón y chilló:
—¡Tú, mal hijo! ¿Vas a ir tras ella?
Los trabajadores, que seguían en los tractores aunque ya con los motores parados, intercambiaron una mirada sin saber muy bien qué hacer. Nainai estaba llorando en un taburete delante de la ventana. Los vecinos habían formado un corrillo fuera para disfrutar de la escena: un drama familiar era el mejor entretenimiento que una aldea podía tener. Más allá de eso, solo les quedaban la agricultura, la cocina y el cuidado de los niños.
Mi madre se abalanzó contra Wengui con el puño en alto. Él la agarró y mamá intentó liberarse a la fuerza para golpearlo y darle puñetazos, pero Wengui la mantuvo sujeta y la estrujó con tanta fuerza que le hizo daño. Cuatro vecinos intentaron separarlos en vano.
Entre tantos gritos, llantos y desconcierto, mi padre se escabulló por el patio.
A la hora de comer, había regresado con sus hermanos y sus esposas, pero estos se limitaron a defender a mis abuelos y a echar más leña al fuego.
Entre los espectadores había un anciano de la aldea de mi madre, que, por pura casualidad, aquel día estaba en Chaoyang vendiendo caramelos en su bicicleta. Como había sido testigo de la pelea, volvió a toda prisa a informar a la familia de mi madre. A media tarde, ya no había vuelta atrás.
A los vecinos les daba igual el motivo de la pelea. ¿Una nuera que desobedecía a los suegros? La equivocada era ella. Era terrible. Un monstruo. Mi madre sabía que aquella no era simplemente una cuestión de quedar mal. Significaba que al día siguiente no tendría ni un solo amigo en el pueblo. Los mayores la despreciarían y a los jóvenes los presionarían para que no se relacionaran con ella.
En el caos de aquel día, corrí de aquí para allá por nuestro patio. Más tarde, salí a hurtadillas y me senté en la calle hasta la noche. Cuando la gente pasaba a mi lado charlando, sospechaba que murmuraban sobre la locura que se había desatado en mi casa. Mantenía la cara enterrada entre los brazos para que no vieran que era la hija de Shumin.
De repente, el hermano mayor de mi madre, Shouchun, apareció delante de mí y me dijo que me montara en su coche, donde ya me esperaban mi madre y Yunxiang. El tío Shouchun nos llevó a Caiyuan. Me di cuenta de que no era una visita normal a casa de mis otros abuelos porque, durante el camino, mi madre no dijo ni una sola palabra. Tenía los ojos hinchados y no apartó la mirada de la carretera en todo el trayecto.
Mi padre no fue a Caiyuan aquella noche, ni tampoco la siguiente. No osaba llevarle la contraria a su padre. La situación me preocupaba. La mala relación entre mamá y el abuelo Wengui afectaba de forma negativa al matrimonio de mis padres. Había oído la palabra «divorcio» con frecuencia de boca de ambos. Después de muchos días sin baba, empecé a angustiarme aún más; no quería separarme de ninguno de los dos.
Por fin, cuando las cosas se calmaron al cabo de unas cuantas semanas, baba vino a vernos. Al principio se quedaba solo una noche a la semana, luego dos noches, luego tres, hasta que al final se mudó. Ese era el estilo de mi padre. Cuando se topaba con una dificultad, prefería esperar o escapar a plantarle la cara. Pero mi madre preferiría que la atropellara un camión antes que esperar. A su manera, baba logró conservar el cariño de ambos bandos; pero sus padres seguían acusándolo de ser desleal, mientras que su esposa y sus hijos empezaron a confiar menos en él.
Nos quedamos a vivir todos juntos en Caiyuan, con los padres de mi madre. Las dos aldeas estaban cerca, así que Yunxiang podía seguir asistiendo a la misma escuela. A mí me gustaba el pueblo nuevo, jugar con mi prima Chunting y hacer amigos distintos. Aquel año mi madre volvió a dar clases en su antigua escuela y baba continuó conduciendo el tractor para vender ladrillos, y ahora también fertilizantes. Pero no eran felices. Baba se pasaba horas fumando en el patio, y la risa fácil de mamá había desaparecido casi por completo. Que una hija casada volviera a vivir en casa de sus padres estaba muy mal visto. Mis abuelos intentaron tranquilizar a mi madre diciéndole que podía quedarse todo el tiempo que quisiera, que no hiciera caso a los cotillas, pero las miradas y los susurros cómplices de los aldeanos cada vez que pasaban junto a ella hacían que mamá se sintiera demasiado avergonzada.
Hay un viejo proverbio chino que dice que una hija casada es como agua derramada: «Una vez que está fuera, está fuera». Tras contraer matrimonio, las hijas solo eran bienvenidas en casa de sus padres en unas cuantas festividades importantes, en las bodas y en los funerales. Hacía muchos años que era así. Las costumbres y las normas sociales cambian, pero en la década de 1990, en el campo, las hijas casadas rara vez visitaban a sus padres. Por lo tanto, se consideraba que una mujer que regresaba con demasiada frecuencia era irrespetuosa con sus suegros.
Además, la pelea de mi madre con sus suegros había sido pública. Y solo una mujer delirante o loca desafiaría a su suegro abiertamente.
Y luego, para empeorar aún más las cosas, el abuelo Wengui murió de cáncer unos meses después de que nos hubiéramos mudado.
Así que los pecados de mi madre se duplicaron a ojos de los amigos y parientes de Wengui. Los informes médicos decían que había sucumbido al cáncer de pulmón, pero ellos estaban seguros de que había muerto de ira y por la humillación a la que lo había sometido mi madre.
Fuimos al funeral del abuelo Wengui, todos vestidos de blanco tradicional de pies a cabeza. Los hermanos de baba se negaron a dirigirle la palabra a mi madre. Mi tía me insistió en que la siguiera a ella de cerca; no debía ir caminando con mi madre hasta el cementerio.
Asistieron muchos miembros de la familia Kan a los que nunca había visto. Una banda de músicos siguió a la larga procesión de dolientes tocando gongs, trompetas y tambores. Me pasé todo el rato buscando a mi madre; siempre la encontraba a la cabecera de la fila. Como esposa del hijo mayor del difunto, se esperaba de ella que llorara durante todo el camino hasta el cementerio, echara de menos a su suegro o no. También tenía que sostener un cuenco de cerámica lleno de las cenizas del «dinero fantasma», billetes falsos impresos con imágenes de los dioses que, una vez quemados, se utilizan en la otra vida. Mi madre tuvo que esparcir las cenizas a la entrada de la aldea. Yo sabía que Wengui se alegraría de verla regalando «pasta» en su honor. Se las ingenió para ganar, incluso después de muerto.
Cuando nos acercamos al ataúd, empecé a asustarme bastante. La tela decorativa que lo cubría llevaba bordados espeluznantes personajes sacados de los cuentos chinos tradicionales. Entre ellos había mensajeros de los dioses con la cara verde; también estaba el juez que decidía si a una persona se la enviaba al cielo o al infierno, rodeado de fantasmas negros de orejas largas. Todo el funeral me dio miedo.
Me alegré cuando llegó el ocaso y el sol se echó a dormir. Por la noche, antes del verdadero entierro que se celebra al día siguiente, se acostumbra a poner música ante la casa del difunto. Cuando la música empezó a sonar, fue como si todo el pueblo ocupara nuestro patio para despedir a Wengui. Rondábamos por allí bebiendo refrescos y viendo a una cantante desgañitarse entonando canciones pop. Me resultó extraño que hubiera elegido unas piezas tan alegres. Le pregunté a mamá, que me dijo que el hecho de que un anciano muriese en la cama era una bendición que merecía celebrarse. Empecé a pensar en que no volvería a ver a mi abuelo y lloré. Por muy gruñón que fuera, lo echaba de menos. Siempre estaba fumando y angustiado, pero, aun así, lo quería. Sin embargo, no podía permitir que mi madre me viera llorar, pues temía que se sintiera traicionada.
A pesar de mi amistad con Mengmeng, mi prima Chunting era más como la hermana que siempre había querido tener. Lo hacíamos todo juntas: dormir, comer, jugar y ver la televisión. Pero, por más que me gustara Caiyuan, sabía que no era mi hogar. En las aldeas, los apellidos importaban más que la sangre. La cultura china diferencia a los hijos de los hijos de los hijos de las hijas. Como Yunxiang y yo no compartíamos el apellido de laoye, el padre de mi madre, éramos sus waisun, es decir, sus «nietos externos», mientras que Chunting, la hija del tío Lishui, era una neisun, una «nieta interna». Lo mejor para nuestros abuelos era concentrarse en los neisuns y cuidar de ellos en primer lugar; nosotros, los waisuns, siempre ocupábamos el segundo puesto. Mi madre odiaba tener que cargar a sus padres con el peso de cuidarnos a Yunxiang y a mí, y no quería provocar discusiones entre sus padres y sus cuñadas.
Nos advirtió a Yunxiang y a mí de que, cuando ella no estuviera, teníamos que comportarnos lo mejor posible. Nunca debíamos pelearnos con los hijos de nuestros tíos. Asimismo, teníamos que intentar no comer en sus casas. Si necesitábamos dinero para algo, nunca teníamos que pedírselo a nuestros tíos o abuelos. Si se nos rompían los calcetines o los guantes, debíamos esperar a que ella nos los arreglara, nunca pedírselo a la abuela.
El tío Lishui se burlaba de mi madre y le decía que le estaba dando demasiadas vueltas a la cabeza.
—Pareces una de esas viejas paranoicas —le decía.
Pero mi madre insistía en que, ya que estábamos viviendo en la aldea de sus padres, lo mejor era ser cuidadosa y evitar más problemas.
Los aldeanos no criticaban a mamá de forma abierta, pero tampoco ocultaban sus opiniones. Un día, mientras yo iba por la calle con Chunting hacia la casa de mi tío, nos encontramos a un grupo de abuelas sentadas en la acera delante del despacho del jefe de la aldea, en un área abierta que se utilizaba para pasar el rato. Como no tenían nada mejor que hacer, esas ancianas dedicaban la mayor parte de su tiempo a meterse en los asuntos de los demás. Una abuela con los ojos afilados les señaló a Chunting a las otras mujeres.
—Esa niña es la hija de Lishui, pero ¿quién es la que va a su lado? —Le hizo señas con las manos a Chunting para que se acercara—. ¡Ven aquí!
Mi prima y yo nos miramos, y luego nos acercamos a ellas obedientemente.
Otra señora, un poco más joven, dijo:
—Esta es la hija de Shumin. ¿Conoces a Shumin? ¿La hermana de Lishui que se peleó con sus suegros?
—Ah —dijeron todas.
Una de ellas volvió la cabeza hacia mí y me dijo con una sonrisa de desprecio:
—Este no es tu sitio. ¿Qué haces aquí todo el tiempo?
El grupo se echó a reír. Para ellas fue una broma inofensiva, pero yo me la tomé en serio. Me puse furiosa, aunque era demasiado tímida para replicar. Me mordí el labio y agaché la cabeza para evitar sus miradas. Odiaba a aquellas viejas horribles, con sus dientes sueltos y amarillos, y su ropa gris. Le tiré a Chunting de la manga y continué oyéndolas reírse mientras nos alejábamos.
Por la noche, cuando mi madre regresó de la escuela, le conté lo que había pasado.
—No les hagas caso —dijo con demasiada simplicidad.
No entendía por qué aguantaba en silencio las burlas de la gente ni por qué últimamente parecía más angustiada. Ahora le molestaba incluso la música que antes le gustaba. Su colección de cintas acumulaba polvo en las estanterías, y ella había dejado de canturrear por toda la casa.
El estatus que le correspondía en Caiyuan no le resultaba fácil de aceptar a nivel emocional, pero tenía que vivir con ello. Sin embargo, no eran las mujeres que se burlaban de ella las que la fastidiaban. Lo que de verdad incomodaba a mi madre era vivir con lo que me había hecho a mí.
En Caiyuan, muchos padres no se esforzaban demasiado en la educación de sus hijos. No tenían ni dinero ni grandes expectativas. La agricultura era la prioridad. Para la mayoría de ellos, enviar a sus hijos a la escuela era tan solo una manera de mantenerlos entretenidos y sin que se metieran en líos. Muchos de los niños ni siquiera terminaban los primeros nueve años de educación que el gobierno proporcionaba de forma gratuita. Solo unos cuantos llegaban a secundaria. Si un niño iba a la universidad, era una noticia tan importante que todo el pueblo la celebraba. Un año en que aceptaron a un niño de la aldea en la Universidad de Tsinghua, una de las mejores de China, el gobierno local le entregó un premio en efectivo de diez mil yuanes. Una banda de trompetas y tambores tocó frente a su casa y le colgaron al cuello un gran collar de flores de tela del color rojo de la suerte.
A mi madre le preocupaba que criarnos en un entorno tan rural fuera perjudicial para nuestro futuro. El comportamiento de Yunxiang también aumentaba su ansiedad. A los once años, hacía novillos y se iba a bares de videojuegos. En unas cabañas oscuras, almacenes reformados situados a lo largo de la carretera nacional que llevaba a la provincia vecina, habían instalado contra la pared unas cuantas pantallas conectadas a accesorios de la Nintendo 64. Los niños, todavía cargados con su mochila, se sentaban en sillas, inmóviles, con la mirada clavada en aquellas pantallas en las que los personajes animados luchaban y se movían bajo sus órdenes. A la mayoría de los aldeanos no les importaba; la Nintendo 64 era un signo de modernidad y progreso.
—Los japoneses son malísimos, pero qué bien se les da la puñetera tecnología —decían.
Un amigo de Yunxiang, cuyo padre era el mejor carpintero del condado y, por lo tanto, era más rico que la mayoría, compró la consola para jugar en casa.
A Yunxiang y a mí solían invitarnos a fiestas de videojuegos en las que el anfitrión presumía de sus pertenencias: Contra, Battle City y SuperMario. Pero mi madre odiaba esos juegos. Nos decía que podíamos emplear mejor nuestro tiempo. Nos castigaba cada vez que nos pillaba saliendo de los bares de videojuegos. Yo me pasaba unas cuantas tardes encerrada todos los meses, pero a Yunxiang lo castigaban todas las semanas. Uno de nuestros primos, Chunheng, dejó el colegio a los quince años para dedicarse a los videojuegos. Yunxiang lo admiraba como a un hermano mayor.
Cuando mi madre le preguntó al tío Lishui por qué estaba de acuerdo con que su hijo no fuera a la escuela, él se echó a reír.
—Alguien tiene que ocuparse de la tierra. De lo contrario, ¿cómo sobreviviríamos? No te preocupes, estará bien, no se morirá de hambre.
El tío Lishui se ganaba bien la vida comprando vidrio al por mayor y yendo por las aldeas cercanas con una carretilla de tres ruedas para venderlo a un precio elevado.
—Pero ¿no quieres algo mejor para él? Mira a nuestro hermano Shoukui; es abogado en Lutai. ¿No aspiras a algo así para Chunheng?
—Shumin, piensas demasiado, ¡por eso eres tan infeliz! —se burló mi tío—. Nuestros hijos tienen su propia vida y su propio destino. —Le dio unas palmaditas en la espalda—. Si de verdad te importa tanto, ¿por qué no te mudas a Lutai?
La frívola respuesta del tío Lishui le dio una idea. ¿Por qué no mudarse a Lutai? Mi madre sabía que no había ninguna esperanza de que la ascendieran a maestra registrada, ya que había tenido un segundo hijo y eso violaba la ley. Estaba cansada de ser maestra sustituta. Si nos mudáramos a un lugar donde nadie nos conociera, el pasado sería el pasado. Nos construiríamos un nuevo hogar y un nuevo comienzo. El tío Shoukui ya estaba allí, y sus dos hijos eran buenos estudiantes. Aun es más, las escuelas eran mejores allí: enseñaban algo aparte de chino y matemáticas, también tenían clases de música y arte, y deportes. Mi madre decidió que, más que nunca, necesitábamos vivir en una ciudad en lugar de en una aldea pequeña. No sabía cómo íbamos a arreglárnoslas sin un trabajo ni un plan, pero lo que sí tenía claro era que aquel era el tipo de vida que quería para nosotros.
La ciudad de Lutai y nuestro pueblo estaban a solo diez kilómetros de distancia, pero en las ciudades había puestos de trabajo para el gobierno y los niños asistían a escuelas modernas. Si nos mudábamos, nos saldría caro: tendríamos que pagar el alquiler y otras facturas como la del agua, que en nuestra aldea era gratis, y la electricidad. Aunque la escuela primaria, desde el primer hasta el noveno curso, era gratuita, las actividades extraescolares, como las clases de arte y música, requerían una cuota adicional.
Lo que necesitaba mi madre era más dinero, pero no lo tenía. Le costaba cuadrar las cuentas pero aun así decidió que la mudanza valdría la pena. Sabía de gente que se había trasladado desde otras provincias y había conseguido establecerse bien en la ciudad. ¿Por qué no iba a poder ella?
El mayor obstáculo era el hukou, que controlaba estrictamente y facilitaba las normas de la migración interna. El sistema del hukou comenzó en la antigua China, cuando los emperadores quisieron impedir la migración libre. Cuando Sun Yat-sen y el Partido Nacionalista fundaron la primera república de China en 1912, después de que la dinastía Qing fuera derrocada, prometieron poner fin a tales restricciones. La primera Constitución de la República de China, también de 1912, reconoció la libertad de movimiento como un derecho humano. El Partido Comunista Chino defendió ese derecho durante los primeros años, pero luego sus dirigentes empezaron a cambiar de opinión.
Una década después de la fundación de la República Popular, las relaciones chino-soviéticas se volvieron tensas. Los soviéticos amenazaron la frontera china y la fractura de dicha relación empeoró el ya gélido clima internacional con respecto a China. Se puso en marcha un nuevo plan que exigía que los habitantes de las zonas rurales permanecieran junto a la tierra para asegurar la producción de alimentos; así pues, se restableció el sistema del hukou con el objetivo de equilibrar el número de personas que trabajaban en las fábricas con el de los que trabajaban en los campos. Los ciudadanos tenían que hacer constar su edad, género, estado civil y, lo más importante, su ciudad natal. A partir de 1958, no estaba permitido trasladarse de un pueblo a una ciudad salvo que el gobierno lo autorizara.
La migración pasó a estar menos controlada tras la reforma y apertura en 1978. Pero el derecho a migrar de forma libre nunca volvió a introducirse en la Constitución china.
Tanto el lugar donde podías trabajar y contraer matrimonio como si tenías derecho a recibir una buena educación, atención sanitaria o una pensión venían determinados por el hukou, y los trabajadores urbanos lo tenían mejor que los campesinos.
La ley sigue recogiendo hoy en día este sistema injusto y discriminatorio.
El hukou quería decir que, como yo había nacido en una aldea, se me consideraba inferior a cualquiera que hubiera nacido en una ciudad, aunque yo me esforzara mucho más o por más méritos que hiciera. Cuando era pequeña, me resultaba desolador, porque todos los adultos de mi vida también me habían inculcado que el hukou importaba. Como inmigrante, te conviertes en extranjero en una tierra nueva; sentirte extranjero en tu propio país es harina de otro costal.
Para un aldeano de una zona rural, entrar en una ciudad habría sido tan mágico como llegar a Oz o a Daguanyuan, la mansión de una de las novelas chinas más famosas, Sueño en el pabellón rojo. En las ciudades, todas las calles estaban pavimentadas, así que en los días lluviosos el barro no te estropeaba los pantalones; los residentes iban en bicicleta todas las mañanas a trabajar a la fábrica, y no tenían que caminar durante kilómetros; los operarios llevaban un pulcro uniforme azul con el cuello blanco levantado; los suelos de su casa eran de baldosas grises y limpias, no de ladrillo sucio.
Mi madre nunca olvidaría la primera vez que visitó a sus parientes en la ciudad. Antes de permitirle pasar, le dieron un par de pantuflas en la entrada. Durante un momento, se quedó sin palabras; luego se dio cuenta de que en la ciudad nadie llevaba los zapatos cubiertos de polvo en los espacios interiores. Esa fue la primera impresión que mi madre tuvo de Lutai. Se sintió inferior, como un pez fuera del agua.
Mis padres sabían que no podían marcharse del pueblo y empezar a vivir la buena vida de la ciudad sin más. Sería casi imposible que cualquiera de ellos obtuviera un hukou urbano. La única manera de que se produzca un cambio de estatus es que una persona vaya a la universidad y consiga un empleo dependiente del gobierno, tal como había hecho mi tío mayor, Shoukui.
Así que mi madre no podía contar con el apoyo del Estado, y tampoco había vacantes de empleo, ni siquiera para el trabajo manual. Corría 1996 y solo quedaban tres fábricas estatales —una de algodón, una siderúrgica y una planta procesadora de mariscos congelados—, que, según se rumoreaba, iban bastante mal y estaban a punto de cerrar. No era ningún secreto que la fábrica de algodón llevaba años perdiendo dinero, ni que los operarios de la fábrica de procesamiento de mariscos solo trabajaban tres días a la semana debido a la disminución de la demanda por parte de su principal cliente japonés, que había encomendado su negocio a una fábrica privada de Dalián que trabajaba más rápido que la estatal de Lutai. El viejo modelo de las empresas estatales se enfrentaba a una crisis en todo el territorio nacional: las fábricas que una vez habían sido impulsoras de la economía ahora estaban siendo sometidas a reformas, privatizadas o clausuradas.
La empresa privada fue cobrando cada vez más importancia después de la reforma y apertura de Deng Xiaoping, pero las principales empresas estatales seguían sin tener competencia real.
Los operarios de las fábricas pertenecientes al gobierno disponían de un empleo estable y sin mucha presión; la productividad continuaba siendo baja, y la gestión, rígida. Cuando el primer ministro Zhu Rongji llegó al poder en la década de 1990, abordó el problema de las empresas estatales, que en aquella época eran desmesuradas y tenían muchísimos empleados, pero, aun así producían muy poco. Millones de personas perdieron su puesto a lo largo de los diez años siguientes. En las ciudades pequeñas como Lutai, las empresas estatales estaban agonizando, pero las privadas no habían llegado para reemplazarlas, pues preferían instalarse primero en las capitales. Había muy pocos empleos en la ciudad incluso para los que tenían hukous urbanos. Y los habitantes de Lutai encabezaban las largas listas de espera para trabajar.
Al principio mi madre pensó en utilizar sus pocos ahorros para abrir un negocio en el Mercado Nuevo. Alquilaría una tienda para vender frutas, mariscos y flores. Pero ¿qué sabía ella de dirigir un negocio? No tenía ni la experiencia ni la mentalidad necesarias para sobrevivir a la competencia.
Pasaron las semanas y mamá comenzó a perder la esperanza. «Es posible que estemos atrapados para siempre en la aldea de Caiyuan», me decía con tristeza. Yo también estaba triste. No quería vivir en un lugar donde la gente murmuraba sobre mí, pero tampoco deseaba dejar a Chunting y a mis abuelos. Entonces el tío Shoukui vino a visitarnos con una buena noticia: su esposa acaba de abrir un parvulario, pero los niños ruidosos y descontrolados de la ciudad eran demasiado para ella. ¿Por qué no se hacía cargo mi madre?
Ella tampoco tenía claro si sería capaz de manejar a aquellos críos, pero, gracias a sus años de enseñanza, estaba bien cualificada; además, baba podría ayudarla. Mi padre tenía un diploma de secundaria, una rareza que añadiría credibilidad a la empresa. A baba no le convencía del todo la idea, pero la apoyó, como hacía siempre. Al contrario de lo que marcaba la tradición, él ya se había acostumbrado a ser el ayudante de nuestra familia, en lugar del encargado de tomar las decisiones. Sospecho que en otras casas se regían por una dinámica similar, aunque nadie se habría atrevido a admitirlo.
En la ciudad había muy pocos parvularios estatales, y se sabía que sus maestros eran demasiado perezosos, o al menos de eso se quejaban los padres: mucho tiempo pintando cuadros bonitos, muy poco forjando caracteres.
En la China urbana, donde la competencia comienza desde el primer día de vida, los padres no querían que sus hijos jugaran con sus amigos; querían que aprendieran. Y no estaban dispuestos a pagar los cien yuanes mensuales que cobraban los parvularios estatales por algo que consideraban poco mejor que tener una canguro. Los parvularios privados disponían de menos libros de texto y materiales, pero compensaban la falta de recursos siendo más o menos asequibles y centrándose en asignaturas básicas como las matemáticas y la escritura.
De las decenas de aldeas del condado de Ninghe, fuimos de las primeras familias en marcharse y mudarse a una ciudad. El pueblo chino está muy apegado a la tierra. Tradicionalmente, la gente creía que debía permanecer en la tierra donde había nacido hasta el día de su muerte. Como campesino, naciste en una tierra, te criaste en esa misma tierra y un día, si eras hombre, te enterraban en ella. Tus antepasados estaban allí y tus descendientes te seguirían. Solo la promesa de una gran fortuna o la amenaza de una gran calamidad convencían a la gente de que la abandonara: un acontecimiento catastrófico, como una hambruna o una inundación, o la oportunidad de ocupar un puesto oficial.
Pero a mí me angustiaba mudarme de nuevo. Habían pasado menos de dos años desde que nos trasladamos de Chaoyang a Caiyuan. Tenía siete años y me daba igual no recibir una buena educación ni que las calles no estuvieran pavimentadas. Lo único que me importaba eran mis amigos. «¿La gente de Lutai es simpática? ¿Haré amigos nuevos? ¿Querrán perseguir luciérnagas conmigo? ¿Habrá suficientes estrellas en el cielo de la ciudad?». Se me acumulaban muchas preguntas y preocupaciones, pero mi madre decía que teníamos que mudarnos. No me quedó más remedio que confiar en ella.